Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 392 - abril 2019
© 2007 Christina Hollis
Una noche en su cama
Título original: One Night in His Bed
© 2007 India Grey
Atrapada en sus brazos
Título original: The Italian’s Captive Virgin
© 2007 Chantelle Shaw
Hija del deseo
Título original: The Frenchman’s Marriage Demand
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta pedición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-934-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Una noche en su cama
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Atrapada en sus brazos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Hija del deseo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La supersticiosa de Enrica acaba de ver un gato negro y, según ella, eso significa que los piratas han llegado a la ciudad. ¡Será mejor que te quites ese trapo negro e intentes cazar a alguno rico, Sienna! –gritó Imelda Basso desde la ventana.
Abajo, en el patio, Sienna, su hijastra, tuvo que apretar los dientes mientras sonreía. No dijo nada. A veces, el silencio era su única arma contra Imelda.
Sienna cargó la última caja en la furgoneta de la cooperativa y escapó al mercado. Trabajando allí al menos salía de la casa, pero esa libertad a veces le asustaba un poco. En el mercado de Portofino se sentía como un pollito recién escapado del gallinero. Era tal contraste con su vida normal que lo único que quería hacer cuando llegaba allí era esconderse, ponerse a tejer y ocupar el menor espacio posible.
Pero eso no podía ser. Nadie le compraría nada a un ratoncillo. Y la cooperativa de Piccia necesitaba vender, sus miembros dependían de aquel puesto. Además, últimamente pretendían aumentar su contribución a las obras benéficas locales. Y eso significaba que todo el mundo tenía que aportar algo, Sienna incluida. Sí, tenía que hacer un esfuerzo.
Y estaba empezando a desarrollar una estrategia: mantener la cabeza baja y fingir que estaba siempre ocupada hasta que un cliente estuviera dispuesto a comprar algo.
Sienna veía muchas caras familiares en el mercado, pero nunca había sido tan valiente como para entablar conversación con nadie.
Sin embargo, aquel día era diferente. Alguien llamó su atención… y la retuvo. Un extraño muy alto moviéndose entre el caos de carga y descarga del mercado. Era tan diferente del resto de los hombres de por allí… Iba muy bien vestido y parecía absolutamente seguro de sí mismo. Sienna se arriesgó a mirarlo de forma disimulada. Nadie sospecharía que una tímida viuda lo mirase por algo más que curiosidad.
El recién llegado era diferente, sí. Su ropa, la decidida actitud, el pelo oscuro bien cortado y las atractivas facciones lo convertían en alguien especial. Iba de puesto en puesto con el aire de un emperador romano.
Sienna lo observó probando aceitunas, nueces o aceptando un trozo de queso de cabra. No se detenía mucho tiempo en ningún sitio, no compraba nada, pero seguía moviéndose de un lado a otro. Sienna jamás se habría atrevido a probar algo en un puesto y marcharse después sin comprar nada. Pero para aquel hombre no parecía ser un problema.
De repente vio, horrorizada, que se dirigía a su puesto. ¿Qué iba a decirle? Era un hombre tan atractivo… y con mucho dinero, a juzgar por su apariencia. Sería un cliente ideal. Si pudiese convencerlo para que comprase algo mientras el resto de los puestos habían fracasado…
Con cierta dificultad, Sienna apartó la mirada del extraño. Si no lo miraba directamente quizá pasaría de largo. ¿Por qué tenía que pasarle aquello cuando estaba sola?, se preguntó, restregándose las manos. Ana María o cualquier otro miembro de la cooperativa se habrían puesto a hablar con él tranquilamente. Pero lo único que ella podía hacer era ponerse colorada y darse la vuelta, esperando que el hombre pasara de largo.
Nerviosa, contó el cambio que llevaba en el bolsillo y comprobó que todos los productos estaban bien colocados, tocando cada uno para que le diera buena suerte. Y repitió el ritual hasta que casi estuvo segura de que el extraño había pasado de largo. Aun así, esperó un rato antes de atreverse a levantar la mirada.
El hombre había desaparecido y Sienna suspiró, aliviada. Le avergonzaba ponerse colorada, pero no podía evitarlo. En Piccia, donde vivía, uno tardaba una vida entera en forjarse una buena reputación. Y la gente esperaba cierto comportamiento de una viuda. Una palabra o un gesto fuera de lugar podían destruir tu reputación para siempre.
Entonces pensó en la mujer cuyo marido se había divorciado de ella para casarse con su amante. La mujer era la parte inocente, pero miraditas y susurros la habían seguido a todas partes y, al final, tuvo que marcharse de su propia casa.
Sienna no quería ni pensar en ser objeto de murmuraciones. Su madrastra, Imelda, jamás la perdonaría. Y su furia le asustaba más que nada. Sólo pensar que pudiera enfadarse con ella la mantenía en el camino recto… aunque el camino de la virtud era el más fácil en Piccia porque no había ninguna tentación. Todos los chicos se marchaban de allí en cuanto les era posible. Sólo los hombres casados o los que ya eran demasiado viejos seguían viviendo en el pueblo.
A ella le gustaba la vida que llevaba en Piccia, pero el precio era muy alto. Además, Imelda estaba decidida a casarla con un hombre rico en cuanto se hubiera quitado el luto…
El difunto marido de Sienna sólo tenía un pariente lejano, un primo segundo llamado Claudio di Imperia, y ése era el hombre que Imelda tenía en mente como su siguiente marido. Pero una sola mirada al rostro delgado y pálido de Claudio le había confirmado que la palabra «diversión» le era totalmente desconocida.
Si tenía que volver a casarse, ¿por qué no podía ella elegir a su marido?, se preguntaba, enfadada.
El guapo extraño estaba ahora inclinado sobre un puesto de frutos secos al otro lado del mercado. Y, mientras él estaba ocupado, Sienna aprovechó para estudiarlo furtivamente.
Iba vestido de Armani y llevaba el pelo castaño oscuro bien cortado. Menudo contraste con su «futuro marido». Claudio llevaba los puños de la camisa deshilachados y un corte de pelo desastroso. Pero Imelda siempre decía que daba igual el aspecto de un hombre mientras tuviese dinero en el banco.
En casa de Sienna, la palabra de Imelda Basso era la ley. Lo único que aquella mujer temía era la opinión de la gente, por eso ella había decidido seguir vistiendo de negro el mayor tiempo posible. Era una protección. Nadie en el pueblo perdonaría que su madrastra quisiera casarla mientras «la pobre chica» seguía de luto.
El guapísimo extraño se dirigía de nuevo hacia su puesto y Sienna bajó la mirada inmediatamente, ensayando lo que iba a decirle si se paraba allí. Pero entonces recordó los comentarios irónicos de su madrastra: «¿Quién va a estar interesado en la basura casera de Piccia?».
Sienna dejó caer los hombros, desolada. ¿No podía escapar de esa mujer? El eco de su voz invadía hasta sus sueños.
¿Tendría razón? ¿Le interesarían sus cosas a un hombre rico? Quizá podría comprar una de esas chocolatinas caseras envueltas en papel de celofán para su igualmente envuelta en celofán novia. Porque seguramente tendría una, pensó. Y seguro que nunca iba de negro.
–Perdone, señorita… ¿podría decirme dónde está la iglesia de San Gregorio?
Sienna hizo un esfuerzo para levantar la mirada. No era su apuesto héroe sino dos simples turistas y, aliviada, les indicó cómo llegar. E incluso fue capaz de intercambiar un par de frases.
Pero mientras estaba ocupada charlando con los turistas una presencia había aparecido frente a su puesto. Ésa era la única manera de explicarlo: el alto y bien vestido extraño se materializó a su lado.
Estaba sola con él, de modo que no tuvo más remedio que sonreír tímidamente. Aunque nadie podría acusarla de estar coqueteando. Incluso a veinte kilómetros de casa, Sienna sabía que en el momento que mostrase el menor interés por un hombre la noticia llegaría a su madrastra antes de que alguien pudiera pronunciar las palabras «tórrida aventura».
La visión le devolvió la sonrisa.
–La he oído hablar en mi idioma con esa pareja –le dijo, con acento norteamericano–. ¿Podría decirme cuál es el mejor restaurante de por aquí?
¿Eso era todo lo que quería? Sienna debería haber sentido alivio, pero no era así; su mirada era demasiado intensa. Sus ojos castaños la hipnotizaban… y tuvo que bajar la cabeza. El mejor sitio para comer estaba a unos veinte kilómetros de allí, detrás de las colinas. Casi nadie en Piccia podía permitirse comer en Il Pettirosso, donde trabajaba el marido de Ana María, Angelo, pero era el restaurante al que Sienna iba en sus sueños.
Como todos los empleados hablaban el dialecto de la zona y el extraño no parecía dominar el italiano, quizá no era el mejor sitio para él. Aunque, en realidad, aquel hombre podría ir a cualquier sitio. Y también era la clase de hombre que podría convertir una simple réplica en una conversación, pensó luego, nerviosa.
Y una conversación era un riesgo para ella.
–Hay muchos restaurantes en la playa, signor. Y todos tienen menús en inglés y francés.
–Me han dicho que los restaurantes de la playa se aprovechan de los turistas. Además, yo estoy buscando algo especial.
–En ese caso, el mejor sitio está a veinte o treinta minutos de aquí en taxi. Y la parada de taxis está lejos del mercado.
Especialmente llevando un calzado como aquél, pensó Sienna, mirando sus carísimos zapatos de Gucci.
–Eso da igual. Pensaba alquilar un coche e invitar a unos amigos a comer.
Sienna se atrevió a mirarlo. Algo había cambiado en su expresión. Era como si una nube hubiera pasado delante del sol… quizá porque no le gustaba dar información sobre sí mismo.
–Si va al restaurante que le recomiendo, debería ir con alguien que conozca el dialecto local. Quizá alguno de sus amigos, signor. Il Pettirosso está en un sitio remoto… ¿Seguro que no quiere ir a alguno de los restaurantes de la playa? Tienen tal volumen de negocio que todos los empleados hablan su idioma. Y va mucha gente famosa –dijo Sienna, en caso de que también él fuera famoso y no lo hubiera reconocido.
–No me gusta ver a la gente tirando dinero sólo con objeto de dar una buena impresión –contestó él–. Prefiero buena comida y buen servicio en excelente compañía. ¿En cuál de esos sitios preferiría comer usted?
–¿Si pudiese ir a cualquiera? –preguntó Sienna, que no podía imaginar tal lujo.
–Ir a cualquier restaurante, gastarse el dinero que hiciera falta… me da igual lo que cueste mientras merezca la pena.
–Ah, entonces es fácil: Il Pettirosso… aunque tuviera que comprar un diccionario para entender la carta. Es un sitio maravilloso con ventanas emplomadas para que la gente que pasa por allí no pueda ver el interior. Están especializados en platos locales y todo es fresco, del día, preparado con los mejores ingredientes.
El extraño sonrió.
–Suena muy bien. Cocina auténtica en un restaurante con un nombre auténtico.
–El pettirosso es un pájaro, signor. Pero no creo que los vea en el restaurante… a menos que tengan fotografías en la carta.
El hombre inclinó a un lado la cabeza.
–¿Está diciendo que usted no ha ido nunca a comer allí?
Sienna negó con la cabeza. Imaginar a su difunto marido, Aldo, llevándola a Il Pettirosso, la hizo sonreír.
El extraño sacó un móvil del bolsillo… y se lo ofreció a Sienna.
–¿Para qué?
–¿Le importaría reservar mesa por mí, signorina? Podría tener un problema para hacerme entender. Necesito una mesa para cuatro a las dos.
–Tendría que llamar a información… espere, yo tengo un lápiz por aquí –murmuró Sienna–. Pero tiene que darme un nombre, signor.
–Ah, bien. Garett Lazlo.
Después de conseguir el teléfono, Sienna llamó al restaurante y, para su asombro, la reserva fue aceptada de inmediato. Y, además, la recepcionista le dio las gracias calurosamente. Durante unos segundos, Sienna se imaginó a sí misma como la ayudante personal del extraño…
–Y ahora, signorina… ¿podría indicarme dónde puedo encontrar una empresa de alquiler de coches?
Garett Lazlo volvió a guardar el móvil en el bolsillo de la chaqueta.
–Si va hasta el final del mercado y luego gira a la derecha encontrará una a menos de quinientos metros.
–Gracias.
Sienna bajó la mirada y esperó unos segundos. Cuando se atrevió a levantarla de nuevo, el extraño se alejaba con la chaqueta colgada al hombro. Ahora podía mirarlo libremente… porque todo el mundo en el mercado estaba haciendo exactamente lo mismo. Una persona más no llamaría la atención. Aunque esa persona fuera «la pobrecita Sienna» como solían llamarla cuando creían que no los oída.
Había muchos extranjeros en Portofino, pero aquél era algo especial. Mientras lo observaba alejándose, Sienna recordaba la conversación sintiendo mariposas en el estómago. Aunque seguramente él ya la habría olvidado. Estaba de nuevo mirando los puestos con genuino interés, el sol de la mañana haciendo brillar su inmaculada camisa blanca. Por contraste, su pelo era casi negro, ligeramente ondulado.
Sienna se preguntó entonces cómo sería pasar los dedos por ese pelo…
Ese pensamiento le alarmó, pero no podía hacer nada. Sólo podía mirarlo furtivamente hasta que dio la vuelta a una esquina.
No echó la vista atrás ni una sola vez. Por contraste, ella se pasó una hora mirando alrededor para ver si había vuelto.
La temporada acababa de empezar y, aunque había muchos turistas en Portofino, el negocio era lento. Sienna intentó dejar de pensar en el guapo americano, pero le resultaba difícil. Aquel hombre había despertado un extraño anhelo en ella.
Aburrida, se puso a trabajar, colocando y recolocando los productos sobre la mesa. El encaje hecho a mano en Piccia era muy popular y ahora que Molly Bradley también estaba aprendiendo a hacerlo no faltarían cosas que vender.
Kane y Molly Bradley eran nuevos en Piccia. Un matrimonio extranjero muy amable. Sienna los había conocido en la tienda de alimentación donde su rústico italiano les había ganado miradas de desprecio de la gente. Pero, poco a poco, habían empezado a ser aceptados por la comunidad.
A Sienna no le molestaba la gente nueva mientras fueran como los Bradley. Al menos, ellos no eran de los que compraban una casa y la tenían vacía todo el año.
Sienna estaba a punto de servirse un café cuando una voz la sobresaltó:
–Hola otra vez, signorina. Venía a darle las gracias por sus indicaciones. No he tenido el menor problema.
No era difícil reconocer esa voz. Con cierto temor, y cierta esperanza, Sienna levantó la mirada. Enrica no se había equivocado al decir que habían llegado piratas a la ciudad.
No se atrevió a saludar al extraño más que con un asentimiento de cabeza pero él no parecía darse cuenta de su nerviosismo porque, inclinándose hacia delante, plantó las manos firmemente sobre la mesa que le servía de mostrador.
–De nada –dijo Sienna por fin. Ya pensaba en aquel extraño como «El Pirata», de modo que sus siguientes palabras no deberían haberle sorprendido, pero así fue.
–Tengo el coche, pero como ninguno de los diccionarios que he visto incluye indicaciones para llegar a Il Pettirosso, he venido a buscarla –dijo, con una sonrisa devastadora en los labios.
–¿A mí?
–Es la solución perfecta, signorina. Si usted me acompaña llegaré allí de una pieza y por la ruta más directa.
Nerviosa, Sienna tiró de su falda. Si Garett Lazlo hubiera sido uno de los donjuanes que pasaban por el mercado para ligar con las chicas lo habría solucionado fácilmente. Ella no tenía el menor problema para decirles a esos tipos adónde podían irse.
Pero aquel hombre era diferente. Era serio, formal y realmente atractivo… y aunque fuese por un momento parecía tener ojos sólo para ella.
Sienna empezó a sentir pánico. Estaba deseando romper con la aburrida vida que llevaba en Piccia y hacer algo diferente, pero sabía que arriesgaba su reputación. Imaginaba a las ancianas matronas de Liguria en sus puertas, en sus balcones, sacudiendo la cabeza y murmurando frases de desaprobación. Casi podía sentir sus ojos clavados en ella. Un movimiento en falso, una palabra a destiempo y su honor quedaría destrozado para siempre.
No se había sentido tan sola desde el día de su boda.
Garett Lazlo volvió a sonreír. Sienna no tenía que levantar la cabeza para verlo porque parecía intuir los detalles de ese rostro irresistible, de esos ojos tentadores.
Si fuera libre… Deseaba con todo su corazón que el resto del mundo desapareciera para poder ser ella misma por una vez.
Pero ¿quién era ella?, pensó. Por el momento, una chica demasiado atemorizada como para decir que sí. Aunque fuese una oferta única en la vida como aquélla.
–No me diga que no –dijo el extraño entonces–. He alquilado un coche precioso, brillante, exactamente del mismo color azul Mediterráneo de sus ojos.
–¿Cómo sabe de qué color son mis ojos, signor?
A pesar de los nervios, aquel hombre despertaba extraños y conflictivos sentimientos dentro de ella y decidió que, al menos, debía protestar.
–Mi atención al detalle es legendaria –sonrió él–. Pero deje que lo compruebe por segunda vez…
Antes de que Sienna pudiese hacer nada, unos dedos largos y fuertes levantaron su barbilla. Ese gesto, tan atrevido, la despertó por completo de su letargo y dio un paso atrás… pero al hacerlo golpeó sin darse cuenta el termo, que cayó sobre la cesta en la que llevaba el almuerzo. El café se desparramó sobre el queso y la ensalada que estaba a punto de comer…
Durante un segundo, todo el mercado se quedó observando la escena, en silencio.
–¡Mire lo que ha hecho!
Garett levantó las manos en un gesto de disculpa.
–Lo siento. Pero no esperaba que actuase como un conejillo asustado. Sólo le he pedido que fuese mi guía y mi intérprete. Puede que haya añadido un poco de coqueteo inofensivo, pero si no está usted interesada… en fin, como quiera.
Sienna tuvo que hacer un esfuerzo para controlar las lágrimas. Tenía hambre y no había llevado dinero.
–Me ha estropeado el almuerzo.
–Problema resuelto, coma conmigo.
–¡Eso es lo menos que puede hacer! –gritó una mujer desde un puesto cercano.
Sienna, que tenía miedo a las señoras del mercado, se volvió para mirarla, sorprendida.
–Te ha estropeado el almuerzo y una chica tiene que comer… lo menos que puede hacer es invitarte.
–Gracias, signora –dijo Garett, volviéndose luego hacia Sienna–. El hecho, es, signorina, que usted necesita comer algo y yo necesito un traductor e indicaciones para llegar al restaurante. Si la invito a comer, eso resolverá todos nuestros problemas.
–No, yo no… no puedo –empezó a decir ella, deseando poder decir que sí pero sabiendo que no debía hacerlo.
Garett Lazlo la observaba sin dejar de sonreír.
–¿Por qué?
–En Il Pettirosso hay que ir vestido de forma elegante… no podría entrar con esto que llevo.
–¿Por qué no? El negro siempre está de moda. Es cierto que su ropa es un poco austera, signorina, pero en mi opinión menos es más. Especialmente cuando se puede arreglar de forma tan fácil –replicó él, mirando uno de los chales que ella misma vendía, uno de angora azul tan suave como las alas de un ángel.
Sin decir nada, se lo colocó sobre los hombros con una sonrisa y, durante unos segundos, Sienna sintió que se ahogaba en su limpia y masculina fragancia.
Después, Garett Lazlo miró con ojos de experto las joyas que había llevado para vender y, cuando levantó una filigrana de plata, Sienna supo que sería incapaz de resistirse a su próxima sugerencia, fuera ésta cual fuera.
–Lo único que necesita es este collar y nadie podrá prohibirle la entrada en ninguna parte, signorina.
Afortunadamente, no intentó ponerle el collar, pensó Sienna, casi ensordecida por los latidos de su corazón.
–Sí, pero no puedo hacerlo, signor –insistió, pensando en los artesanos de Piccia, que dependían de ella para ganar algo de dinero–. Todas estas cosas están a la venta. No están aquí para que yo las luzca…
–Sólo serán unas horas.
–No puedo ponérmelo. ¿Qué le diría a la gente de la cooperativa, que me he ido a comer con un extraño cuando debería estar vendiendo sus productos?
Sienna se llevó una mano al cuello y, al hacerlo, el sol brilló sobre su alianza. Y él también debió de fijarse porque dio un paso atrás.
–Tengo una obligación con la gente que me ha enviado aquí, signor.
–Su lealtad es muy loable, signorina, pero se le olvida algo importante: no le estoy pidiendo que haga nada inmoral. Acompáñeme al restaurante y yo compraré todo lo que se ponga. Y cuando volvamos me dará una estimación del dinero que podría haber ganado mientras estábamos comiendo. ¿Le parece justo?
–¡Es justo! –gritó alguien.
Sienna miró a los hombres y mujeres del mercado. La idea de que estaban esperando que diese un paso en falso le había aterrado durante semanas. Era cierto que todos estaban mirándola aquel día, pero era por interés y por diversión. Ninguno de ellos parecía desaprobar su comportamiento.
–Yo me iría con él sin pensarlo un momento si fuera cincuenta años más joven –dijo una señora mayor.
–¿Usted cree que estaría bien, signora? –preguntó Sienna.
La mujer apoyó el punto que estaba haciendo en su regazo y la miró con una sonrisa traviesa en los labios.
–La vida me ha enseñado que hay que aprovechar las oportunidades. Especialmente si las oportunidades se parecen a él –dijo, señalando a Garett Lazlo con las agujas de punto. Todos los demás soltaron una carcajada.
Garett Lazlo observaba la escena con una expresión indescifrable.
–¿Los he entendido correctamente, signorina?
–No, probablemente no –suspiró ella.
–¡Espero que sí, signor! –exclamó la anciana, riendo como una adolescente–. Llévesela con la conciencia limpia. Yo me encargo de su puesto.
–Gracias –Garett inclinó la cabeza mientras tomaba a Sienna del brazo–. Parece que aquí hay más gente que habla mi idioma.
–Todos lo hacemos cuando se trata de un buen cliente.
Pero después de decir esas palabras, Sienna pensó que Garett Lazlo podía haberlas entendido de manera equivocada.
¿Acababa de arruinar su reputación?
Estaban dejando atrás el mercado. El extraño la estaba apartando de la gente. Si tuviera que pedir ayuda, pronto no habría nadie que pudiese oírla.
Sienna empezó a sentir pánico. Garett Lazlo era mucho más grande que ella y, si ocurriera lo peor, luchar no serviría de nada.
Pensando eso, hizo lo único que podía hacer: detenerse abruptamente.
–Espere un momento…
–¿Sí?
–Yo no esperaba que me invitase a comer, señor Lazlo. No me importa hacer de intérprete, pero no pienso hacer por usted nada más que eso. Si va a lamentar después haberse gastado dinero, debería saber que yo misma he hecho este chal y el collar lo ha hecho una amiga mía…
–¿Usted ha hecho esto?
–Sí. Criamos conejos… para carne, pero yo tengo algunos conejos de angora junto con los demás.
Afortunadamente, ni Imelda ni Aldo eran capaces de diferencia unos conejos de otros. Aunque, en realidad, los conejos de angora eran poco conocidos por la gente en general.
Intrigado, Garett levantó una esquina del chal para inspeccionarlo.
–Es exquisito. Y está usted muy guapa con él, por cierto. Pero tanta dedicación en una persona tan joven como usted… una mujer tan guapa debería salir más, signorina.
–No me dejan… quiero decir, no tengo oportunidad. Tengo que cuidar de la casa, además de todo –Sienna se corrigió a sí misma rápidamente. Imelda la trataba como si fuera Cenicienta, pero no quería que aquel príncipe azul pensara que era una boba–. No tengo ni tiempo ni energía para nada más.
–Ah, ya veo.
El mensaje debió de quedar bien claro porque la presión en su brazo disminuyó ligeramente. Y, para alivio de Sienna, Garett la soltó del todo mientras atravesaban las estrechas calles de Portofino.
Ella pensaba que era porque iba a respetar la línea de separación que había trazado entre los dos, pero la mente de Garett estaba en otro sitio. Se sentía incómodo, raro. Su escape de Manhattan había sido repentino y eso significaba viajar sin tener que atenerse a un horario, a una agenda. Sus días de trabajo solían funcionar como un reloj, pero eso había quedado atrás por el momento. Los ayudantes, secretarias y acompañantes que se encargaban de que fuese de A hasta B y luego de vuelta en el menor tiempo posible no eran más que un vago recuerdo.
Garett se tocó el bolsillo de la chaqueta para comprobar que llevaba el pasaporte. Con eso y sus fondos ilimitados, podía hacer lo que quisiera e ir a donde le diese la gana. El mundo debería estar a sus pies. Pero, de repente, encontraba la libertad más complicada de lo que había pensado.
Tenía más dinero del que cualquier persona ganaría durante toda la vida y, sin embargo, ya no era suficiente. ¿Por qué no? Algo, una verdad evidente para todos los demás, seguía esquivándolo a él. Desde los seis años había trabajado sin parar porque en cuanto se paraba un momento volvía la inquietud…
Faltaba un elemento vital en su vida. Garett había descubierto una parte desconocida de sí mismo esa semana y debía averiguar qué era lo que le faltaba. ¿Pero cómo? El trabajo era claramente parte del problema.
Lo único que pudo hacer para evitar su canto de sirena había sido poner miles de kilómetros de distancia entre su cuartel general y él. En cuanto entrase en el sistema operativo de la oficina, sus empleados irían a buscarlo en manada. Necesitaba espacio, tiempo para pensar.
Garett metió una mano en el bolsillo. Era la tercera vez que lo hacía para comprobar si llevaba las llaves del coche de alquiler. Mientras pensaba eso, notó otro cambio en él. Pasear por aquellas calles laberínticas con una nerviosa extraña debería haber sido horrible para él; un terrible recordatorio de aquello de lo que había escapado. Sin embargo, estaba disfrutando de no tener que hablar.
¿Qué le estaba pasando?
Sin darse cuenta, aminoró el paso un poco más para mirar alrededor. En uno de los balcones había una mujer con rulos regando sus plantas. Una ruidosa cascada de agua cayó al pavimento, justo delante de ellos, mojando los zapatos de su acompañante. Ella, perdida en sus pensamientos, no se había fijado en la señora y, con el ceño arrugado, miró al cielo.
–¿Una lluvia de abril? –sugirió Garett. Luego sonrió, percatándose de que, por primera vez en mucho tiempo, no estaba pensando en el trabajo.
Podría no ser la respuesta a sus problemas.
Pero era un principio.
El coche era tan llamativo, y tan lujoso, como le había dicho. Sienna subió al asiento del pasajero, dejando escapar un suspiro de alegría.
–Bonito, ¿verdad? –sonrió Garett, sentándose tras el volante con similar satisfacción.
Sienna asintió con la cabeza, pero no dijo nada. Garett Lazlo no le había puesto un dedo encima desde que soltó su brazo y no debía animarlo para que lo hiciera… fueran cuales fueran sus secretos deseos.
Pero el pudor no era la única razón para su silencio. De camino al restaurante pasarían a pocos kilómetros de Piccia y rezaba para que nadie del pueblo la viese en un coche como aquél.
Aunque ella era la última persona a la que nadie esperaría ver en un Lamborghini. Sienna sonrió para sí misma. Si la vieran, seguramente pensarían que había sido una alucinación provocada por el sol.
–Es usted la primera chica que sonríe mientras voy conduciendo –dijo Garett–. Normalmente gritan aterradas y se agarran al asiento. ¿Por qué ha sonreído?
–Por nada –contestó ella, nerviosa–. Es que esto me recuerda a una vieja canción…
–¿Cuál?
–Si mis amigas pudieran verme ahora. Es de una película de Shirley MacLaine. Estaba pensando qué diría mi madrastra si me viera –murmuró Sienna, pasando la mano por el suave asiento de piel.
–Vamos a llamarla para preguntar.
–¡No! No, por favor. Me mataría. Las mujeres respetables no van en un coche como éste con un desconocido.
–¿Por qué no?
–Porque no –contestó Sienna.
–¿Vamos a pasar por delante de su casa?
–No, gracias a Dios. Está demasiado lejos y… llegaríamos tarde al restaurante, signor.
–Ah, muy bien, entiendo el mensaje. Está usted diciendo que hay una línea que no se puede cruzar. Pero ésa no es razón para ser tan formal. Puede llamarme Garett.
Sienna sonrió pero luego, nerviosa, se volvió hacia la ventanilla.
–¿Tiene usted un nombre, signorina?
–Sí, claro, pero quizá deberíamos seguir llamándonos de usted.
–Yo llamo a todas las mujeres que conozco por su nombre. ¿Por qué a usted no?
Sienna tomó aquello por una orden. Ella estaba acostumbrada a obedecerlas, aunque no fuese fácil, pero Garett Lazlo era un completo extraño.
–Prefiero que me llame signora di Imperia –le dijo, muy seria.
Con una mano en el volante, él giró la cabeza para mirarla. Y entonces, casi de forma imperceptible, sonrió. Y Sienna supo por qué la anciana se había reído como una adolescente. El talento de Garett Lazlo para derretir a las mujeres estaba empezando a afectarle a ella también.
Veinte minutos después, Garett detuvo el coche frente al restaurante e hizo una rápida llamada desde su móvil.
–Primero estaban comunicando y ahora salta el buzón de voz –murmuró, irritado–. Soy yo –dijo después, sin molestarse en explicar quién era ese «yo»–. Es martes y son las dos de la tarde. Estoy en Il Pettirosso con la tarjeta de crédito en la mano esperando para invitaros a comer. Si queréis aprovechar esta oferta, apareced aquí ya.
Después de guardar el móvil en el bolsillo, salió del coche y cerró de un portazo. Mientras recorrían los pocos metros que los separaban de la puerta del restaurante, Sienna tragó saliva. Si estaba enfadado, seguramente no le haría gracia que tuviera que descifrarle la carta como si fuera un analfabeto.
Pero no debería haberse preocupado por eso. El propietario del restaurante los llevó hasta una mesa para cuatro mientras ella admiraba el lujoso interior.
–Así que éste es el pettirosso –dijo Garett, señalando el dibujo de un ave en la portada de la carta–. Hay un duque en Inglaterra que tiene uno de éstos en su casa y vuela hasta su mano para que lo dé de comer.
Sienna lo miró para ver si estaba de broma, pero su sonrisa parecía genuina.
–¿Cómo lo sabe?
–Porque lo hace en todas las fiestas para impresionar a sus invitados. Yo creo que el pobre se siente solo.
Sienna bajó la mirada para leer la carta. Un hombre que tenía amigos entre la aristocracia estaba sentado frente a ella en el restaurante de sus sueños. Intentó concentrarse en la lista de platos, pero eso la puso aún más nerviosa. Il Pettirosso ofrecía cientos de platos y no sabía qué elegir ni, sobre todo, cuánto dinero estaba dispuesto a pagar Garett Lazlo.
–Elija lo que quiera, signora di Imperia –anunció él, como si hubiera leído sus pensamientos–. Cuando el precio merece la pena, no me importa en absoluto lo que cueste. Yo he sobrevivido a base de filetes y patatas fritas estos días, así que creo que debería pedir algo de verdura. Hoy me apetece un cambio.
Verduras, eso sonaba asequible. Sienna decidió que pediría lo mismo que él. Pero siguió fingiendo que estudiaba la carta, en parte para dar tiempo a sus amigos a llegar y en parte porque era la primera vez en años que comía fuera y nunca en un sitio como aquél. Era una experiencia que quería disfrutar.
Siguió leyendo hasta que, a pesar de sus buenas maneras, Garett empezó a mostrarse inquieto.
–¿Ya ha decidido lo que quiere tomar, signora di Imperia?
–Pues… es que todo suena tan bien. Estaba esperando que… usted sugiriese algo.
–Ah, entonces necesitamos unos minutos más –le dijo Garett al camarero, que se había acercado para tomar nota–. Tenía razón, signora, si hubiera venido solo no habría sabido qué pedir. Tienen una selección increíble de platos. Reconozco palabras como «sopa», pero el resto…
Al final, eligieron cacciucco como primer plato, con pansôti al preboggion de segundo.
El camarero apareció de nuevo a su lado en cuanto estuvieron listos para pedir. Sienna levantó la mirada y sonrió con cierta aprensión cuando el hombre sacó un bolígrafo de plata para tomar nota.
–No se preocupe, pediré yo –dijo Garett.
Ella contuvo el aliento, esperando a ver qué pasaba. Su pronunciación fue impecable, pero antes de que pudiese felicitarlo sonó su móvil.
–Vaya, parece que al final vamos a comer solos, signora –suspiró después–. Mis amigos no pueden venir.
–Pero… yo no había esperado comer a solas con usted.
–Yo tampoco. Pero supongo que tendremos que soportar esa tortura –dijo él, suspirando teatralmente.
Sienna tuvo que reír. Pero cuando dejó de hacerlo el silencio pareció tragársela. Garett, sin embargo, parecía muy cómodo mirando alrededor. Sienna no era capaz de observar directamente; se limitaba a mirar cuando creía que nadie la estaba viendo. Su mente era tan activa como sus ojos, aunque le habría gustado encontrar algo de qué hablar.
Dos cosas la detenían: no ser capaz de mirarlo sin ponerse colorada y que no se le ocurría nada interesante que decir.
Justo entonces una mariposa entró por una de las ventanas…
–¡Mire, una mariposa de alas naranjas!
–¿Sabe algo de mariposas, signora?
–No, pero en casa hay muchas. Les gustan las flores que han crecido en las rendijas de los muros.
Sienna empezaba a tranquilizarse un poco, pero la llegada del sumiller con la carta de vinos y, más tarde, el camarero con el primer plato, volvió a ponerla nerviosa.
–Ah, así que cacciucco es sopa de pescado, signora di Imperia –sonrió Garett.
–Sí, pero no es una sopa de pescado cualquiera. No sé si lo ha entendido, pero en la carta dice que todos los ingredientes son frescos, del día. Y de primera calidad. Se los traen desde el puerto o de las granjas locales, especialmente para ellos.
Garett se inclinó hacia ella con una enigmática sonrisa.
–Lo he leído –le dijo, como si fuera una confidencia–. Yo no comía más que basura hasta que empecé a ganar algo de dinero. La oportunidad de comer productos frescos en un sitio como éste sigue siendo un lujo para mí.
–Yo creo que son los productos frescos de Liguria los que hacen que la gente de aquí tenga buen humor –se le ocurrió decir a Sienna, al ver que parecía nervioso, incómodo de repente, como si lamentase haber hablado demasiado.
Garett asintió con la cabeza mientras empezaba a comer. No volvió a decir nada y ella tampoco. Se sentía completamente perdida.
–Me gustaría ser más… atrevida –dijo por fin, cuando estaban terminando la sopa–. Para no ponerme tan nerviosa en sitios como éste –Sienna intentó reír, pero no le salió.
–Se supone que comer bien debe ser una experiencia interesante –murmuró Garett, dejando la cuchara sobre el plato.
–¿A usted le gusta, signor?
–Con la compañía adecuada, sí.
–Entonces, es una pena que no hayan venido sus amigos.
–Ah, no, yo estoy bien, signora.
Garett sonrió y el brillo de sus ojos hizo que Sienna se preguntase si estaba hablando de la comida…