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Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
Diez mil heridas
© 2019, Francisco Javier Irurzun Ilundain
Autor representado por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria. www.silviabastos.com
© 2019, para esta edición HarperCollins Ibérica, S.A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción.
Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
ISBN: 978-84-9139-375-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prefacio
Libro Primero Medianapia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25, y último del Libro Primero
Libro Segundo Mostrenco
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9, y último de este Segundo Libro
Libro Tercero Bizco
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18, y último de este Tercer Libro
Epílogo
Nota del autor
Mi abuelo, Pedro Guinea, que también fue conocido como el Bandido Negro, Malasombra o Medianapia, nunca supo su verdadero nombre, aquel con el que fue amamantado bajo el cielo de África.
Tampoco recordaba con precisión cómo, siendo solo un niño, fue regalado como esclavo a los reyes de Navarra, en cuyo Palacio Real de Olite desempeñó, antes de unirse a la partida del bandido Sanchicorrota, diferentes oficios, tales como praegustator o catador de venenos, mensajero real o mozo de cuadras, aunque en su caso convendría más decir «mozo de leonera», pues era el encargado de cuidar los leopardos, panteras y otros animales salvajes que el Príncipe de Viana cobijaba en uno de los profundos fosos de su castillo al que se conocía por ese nombre: la leonera.
Pedro Guinea, acaso porque sus señores suponían que un negro africano debía de estar familiarizado con esas fieras, alimentaba a estas con sus propias manos, y en una desdichada ocasión incluso lo hizo de manera literal, pues un león le arrancó de un mordisco su tierno brazo —tenía entonces apenas once años— dejándolo manco para los restos.
No fue lo único que allí perdió mi abuelo, pues, como antes he dicho, también fue mensajero real, a pie, o lasterkari, como los llamaban en Navarra, y bien es sabido que son los mensajeros quienes a menudo pagan las malas noticias. Mi abuelo lo hizo con una oreja, en una ocasión, y en otra con media nariz, y si no pagó en ninguna de las dos con la vida fue porque era, además del más feo, el lasterkari más admirado y respetado del reino.
Pedro Guinea, Medianapia, contaban, era capaz de salvar corriendo en apenas la mitad de media jornada las doce leguas que separaban los palacios reales de Olite y Tudela. Tenía un corazón de caballo y unas piernas que parecían esculpidas en mármol negro de Markina. Era, en fin, un hombre extraordinariamente fuerte, como lo fue también mi padre, el mulato Zaide, que en la azarosa expedición del conquistador Álvar Núñez Cabeza de Vaca exploró y recorrió lugares inhóspitos del Nuevo Mundo como La Florida o el gran río del Espíritu Santo, al que también llaman Misisipi, donde soportó mil penurias, hambre, enfermedad, intemperie, pero donde también encontró el amor; donde fue esclavo de esclavos y señor de los desiertos; y donde sobrevivió durante casi diez años entre salvajes, y no estoy hablando precisamente de los indios.
A mí, al contrario que a ellos dos, la naturaleza no me dotó ni de su fortaleza física ni de su espíritu aventurero (si bien la vida me deparó algunos peregrinos lances, de los que también daré cuenta en estas páginas), pero la rueda de la fortuna, mi voluntad y la Hermandad de los Negritos, a la que mediante estas páginas me dirijo buscando una vez más su amparo, me permitieron encontrar consuelo y refugio en los libros, que aprendí a leer y escribir, y dicen que no sin tino. Siempre he sentido que ese don es el aliento de mi padre y mi abuelo respirando a través de los tiempos y los continentes, venciendo a la implacable muerte y al olvido. Y que mi obligación es emplear mi talento en contar —o, las más de las veces, en imaginar— sus venturosas vidas, que son también la mía, y las de mi madre y mi abuela y la de la madre de mi abuela, y las de todos aquellos otros, mujeres, cautivos, bandidos —como Sanchicorrota, que robaba a los ricos para dárselo a los pobres—, sometidos por la espada y por la pluma, y de quienes, si no lo hago yo, sepan vuestras mercedes, nadie escribirá nunca, porque nunca existieron; o, mejor dicho, porque fueron obligados a vivir como si no tuvieran derecho a hacerlo.
En Sevilla, a 28 de diciembre de 1539
EN EL QUE SE CUENTA CÓMO BAJO LA MOLLERA DE ALGUNOS ANIDA UN POLLUELO MUERTO, MIENTRAS QUE OTROS DEJAN VOLAR SU IMAGINACIÓN LIBRE COMO UN PÁJARO
Una bandada de grullas emborronó el azul limpio del cielo, dibujando en él la punta de una flecha. Soplaba el primer cierzo de noviembre y Sancho Errota pensó que solo así, con sus mismas armas, era posible combatir aquel viento acerado e hiriente.
—¿Adónde van, Sanchicorrota? —Señaló las aves el niño que desde hacía días merodeaba por el molino.
—Van a África, en busca de calor —contestó el molinero.
Y simuló no darse cuenta de que, mientras él miraba a lo alto, el pequeño volvía a sisar un puñado de harina y a echárselo al zurrón que colgaba sobre sus costillares afilados por el hambre.
—Pues mi madre dice que en invierno los pájaros se esconden en el fondo de los lagos —dijo el niño.
—Bueno, pero será en el fondo de los lagos de África —replicó con desgana Sancho Errota.
La presencia de aquel niño le atosigaba. Era un impertinente, que hacía preguntas sin cesar, a pesar de que creía tener las respuestas para todas ellas. Pero sobre todo le enervaba aquel comportamiento, aquellas mañas de mal ladronzuelo, que le recordaban a un perrillo que corre a recoger las migas que caen bajo la mesa, o a un pájaro de mal agüero que picotea en los sembrados.
A la vez, sin embargo, sentía lástima por él. El padre de Benjamín, que así se llamaba el pequeño, había perdido la vida jugándosela a los dados, hacía apenas un mes en una tafurería, una casa de juegos de Tudela. El cadáver del hombre que lo acuchilló, un judío con mal vino y mal perder, todavía se balanceaba en el patíbulo de Puy de Sancho, a las afueras de la ciudad, colgado por los pies entre dos perros que le habían comido la cara y desgarrado las entrañas a bocados.
Los perros, al menos, y las aves de carroña no pasaban hambre en aquel año del señor de 1446 en Navarra. Tampoco los señores del castillo ni los príncipes ni sus recaudadores de impuestos. Por el contrario, desde que el padre de Benjamín, un humilde curtidor, había muerto, su mujer y los seis huérfanos que había dejado se dedicaban a vagar por la villa de Cascante, de la que eran vecinos, mendigando un mendrugo de pan o un buche de vino y también robando de vez en cuando fruta y —decían— alguna que otra gallina.
«Pronto alguien se cansará y los denunciará o, lo que es peor, se tomará la justicia por su mano», pensó Sanchicorrota.
Desde hacía semanas, el agua entraba a su molino cada vez con menos empuje y el rumor del río Queiles había dejado de ser imperceptible en su constancia para convertirse en el rugido suplicante y entrecortado de un vientre famélico. La tierra seca tenía hambre. El verano había sido sofocante y el sol había quemado las espigas. Solo había llovido una vez en meses y la tormenta fue de piedra, como un golpe asestado con saña desde el cielo que redujo a polvo casi toda la cosecha. Y lo poco que se había salvado del granizo y la sequía se lo habían llevado los impuestos, vaciando los graneros de los campesinos. Pronto, en definitiva, serían los estómagos de estos los que aullaran y el hambre los volvería desconfiados e irritables, animales que devorarían a sus hermanos de camada.
—Sanchicorrota, ¿vas a levantar hoy la piedra? —interrumpió de nuevo Benjamín al corpulento molinero, que movía sacos de un lugar a otro sin aparente esfuerzo, como si acarreara dentro de ellos sus cavilaciones.
—Hoy no toca.
—Si quieres yo te ayudo a ponerte la faja —insistió el pequeño.
—He dicho que no —le cortó tajante Sancho Errota.
Pero esta vez, al contrario de lo que el molinero pensaba, el niño no pretendía distraerle para volver a robarle al descuido, sino que había recordado y añorado una imagen tan feliz como lejana: la de Sanchicorrota, uno de aquellos días de verano en que los labradores se acercaban con sus carretas hasta aquel lugar, cuando tras ayudarles a descargar el grano y molerlo, levantaba la enorme rueda volandera para limpiarla, picar sus muelas y repasar las rayas por las que se decantaba la harina o el salvado.
La piedra pesaría más de cincuenta arrobas. Sanchicorrota, antes de separarla del molino, solía dejar que los niños intentaran mover la mole de cuarcita. A veces cuatro o cinco de ellos unían sus fuerzas, o se acercaba algún adulto presuntuoso y empujaba hasta que la sangre parecía que fuera a reventarle una vena del cuello, pero ninguno conseguía nunca desplazar la gigantesca muela ni un solo dedo. El molinero, entretanto, observándolos desde lejos en silencio y con una media sonrisa, comenzaba a arrebujarse alrededor del cuerpo una faja negra e interminable. Mediría más de treinta pies y para colocársela algunos niños solían sujetar uno de sus extremos, orgullosos y alborozados —pues que Sanchicorrota los eligiera para esta tarea era un privilegio—, tirando con fuerza, mientras él en la otra punta iba girando sobre sí mismo lentamente, apretando con fuerza la tela sobre el abdomen.
Benjamín recordó cómo en cada vuelta la cintura del molinero parecía reducirse y su pecho hincharse de manera prodigiosa, hasta convertirlo, con el último giro, en una especie de genio que salía de una lámpara mágica, o en un gigante, uno de aquellos gentiles que, decían, eran capaces de arrancar con sus manos peñas o estrangular las gargantas de los ríos.
Los gentiles, sin embargo, al contrario que Sanchicorrota, no tenían asma. A lo largo de los años que llevaba trabajando en el molino —había comenzado a hacerlo siendo solo un niño y ahora tenía veinte— los pulmones se le habían llenado de polvo y, cada vez que cogía aire, sobre todo cuando hacía un esfuerzo, sentía que le daba la vuelta en el pecho a un reloj de arena. A Sanchicorrota, lejos de asustarle, le agradaba sentir esa aspereza dentro de su cuerpo. Sabía que el día que dejara de escuchar aquel murmullo junto a su corazón, como si un león ronroneara dentro de él, su fuerza descomunal comenzaría a flaquear.
De momento, no obstante, no había nadie más en muchas leguas a la redonda capaz de mover la pesada rueda volandera y colgarla del pescante con ayuda del cual Sancho Errota la separaba finalmente de su hermana, la piedra solera, mientras todos a su alrededor aplaudían y reían, para salir a continuación del interior del molino y sentarse a la orilla del río a beber vino, cantar jotas o asar al fuego de las hogueras conejos o pajaricos, que devoraban felices al tiempo que la noche caía sobre ellos resplandeciente de luciérnagas, estrellas fugaces y deseos sencillos pedidos a su paso.
Días y atardeceres felices de verano que, no obstante, parecía que habían transcurrido mucho tiempo atrás, antes de que el hambre, la peste y la guerra cabalgaran sobre la tierra agrietada, asolándolo todo.
—Sanchicorrota… —insistió el niño.
—¿Qué? ¡Me vas a desgastar el nombre!
—Mira, se acercan forasteros. —Señaló a lo lejos una nube de polvo.
Sancho Errota amontonó otro de sus sacos, pesados como pensamientos, y se alejó del molino varios pasos, con una mano en la frente que lo protegiera del sol. Desde atrás, donde se encontraba Benjamín, su cabellera pelirroja parecía una llamarada de luz y fuego desprendida desde el cielo, que difuminaba su silueta en el horizonte.
Al molinero también le costó distinguir las figuras de quienes se acercaban. Al principio solo pudo sentir el temblor de la tierra, sacudida por los cascos de los caballos como un tambor de guerra; después, el polvo que levantaban y los precedía dejó en su garganta un poso amargo; y, finalmente, la imagen de los jinetes se perfiló a través de la nube de arena, constatando todos aquellos malos augurios: eran tres soldados y, al mando de ellos, un recaudador de impuestos. Sancho Errota lo reconoció de inmediato, así como a uno de los soldados, un joven del pueblo.
El recaudador vestía un capote de cuero que, sin embargo, no había impedido que la camisa blanca que llevaba bajo él asomara salpicada de tierra, como una bandera de paz sucia.
—¡Buenos días! —saludó, descubriéndose el sombrero y adelantándose al grupo, que se detuvo varios pies por detrás de él.
Sanchicorrota no contestó. Dudaba mucho que aquel fuera a ser un buen día para él. Se hizo un silencio cortante. Solo se escuchaba el jadeo de los caballos. El cierzo helado arrastraba el vapor de sus respiraciones y congelaba las de los hombres al fondo de sus pechos.
—Creo que este año no esperabas verme por aquí —rompió finalmente el hielo el recaudador, en un tono entre desafiante y sarcástico.
El molinero clavó sus ojos verdes en él con un destello de odio antiguo. A sus espaldas pudo ver al joven soldado, el muchacho del pueblo, cabizbajo, avergonzado de estar allí. El recaudador, por el contrario, parecía disfrutar y sentirse importante con aquel trabajo, que a Sanchicorrota le parecía despreciable.
—Así es. Ya pagué las pechas al señor del castillo. ¿Qué quieres ahora? —le espetó, señalando tras de sí la muralla que rodeaba Cascante y bajo la cual se asentaba su molino.
Hacía unos meses el rey había donado la villa al canciller del Reino de Navarra, don Juan de Beaumont, así como todas sus pechas, y en nombre del mismo el alcaide había recaudado al finalizar el verano en aquel molino los impuestos que habitualmente se tributaban al monarca.
—Vengo en nombre de nuestro rey…
—¿Nuestro rey? ¿Cuál de ellos? ¿El Príncipe de Viana o acaso su padre, ese al que muchos llaman el usurpador? —le cortó el molinero.
—Ten cuidado con lo que dices, Sanchicorrota, podría hacer que te cortaran la lengua y la arrojaran a los cerdos por tu insolencia.
—Que así sea, y que los cutos hablen entonces por mí, seguro que su palabra tendría más valor entonces para su majestad que la de un vasallo.
—Si Dios lo quiere algún día el Príncipe de Viana será rey de Navarra, pero hoy nuestro señor y a quien debemos lealtad es a don Juan, el infante de Aragón. Durante los próximos días su majestad se alojará en el Palacio Real de Tudela, y ha dispuesto que se le suministre todo lo necesario para que en su mesa nunca falte el mejor pan de boca para él y toda su corte.
—En ese caso, que el rey pague la harina; o que su canciller, don Juan de Beaumont, le dé la parte que le corresponde.
El recaudador, ignorando las palabras del molinero, extrajo de un cilindro de cuero que llevaba colgado al cuello un papel, lo desenrolló y comenzó a leer:
—La ayuda especial para el Palacio Real de Tudela será un cahíz de harina candeal en cada uno de los molinos reales del Ebro…
Sancho Errota, por su parte, se acercó al precioso rocín de pelaje azulado que montaba el recaudador, le susurró algo al oído y palmeó su lomo. Tenía la piel empapada en sudor. Cada gota que se desprendía del cuerpo del caballo y caía al suelo parecía un pequeño gusano, que se encogía sobre sí mismo, antes de ser tragado vorazmente por la tierra sedienta.
—Haz lo que debas. No me pondré nervioso. —Escuchó el molinero la voz del animal.
Después fue él quien volvió a hablar, interrumpiendo al recaudador:
—Decid a vuestro rey que no se puede moler dos veces el mismo trigo. Y que debería de avergonzarse de intentar quitar el pan de la boca a sus campesinos, para que sus invitados lo desmiguen con las manos y las sobras se arrojen a las bestias. Lengua y pan de trigo candeal, ¡no viven mal los cerdos del rey mientras sus vasallos mueren de hambre!
—Tendrás que decírselo tú mismo, Sanchicorrota, porque tengo orden de volver a palacio de una de estas dos formas: con la harina o con la harina y el molinero que se niegue a entregarla preso.
A sus espaldas, Sancho Errota escuchó un suspiro. Se volvió y vio al pequeño Benjamín, temblando de frío. El cierzo helado había enturbiado sus ojos húmedos y su camisa se le pegaba a las costillas como una segunda piel, tan ajada y fina como la primera.
Sanchicorrota se dio la vuelta, pasó al lado del muchacho, acarició su cabeza y entró al molino.
En una de las paredes encaladas tenía colgadas las gubias, el cincel y otras herramientas con las que solía limpiar y picar las muelas. Se dirigió a ella, descolgó el martillo y volvió de nuevo sobre sus pasos. Antes de salir, miró por última vez las piedras molares, ahora silenciosas, la tolva sobre la que revoloteaban como mosquitos las briznas del trigo que había vertido hacía apenas una hora… Sintió cómo su pecho asmático también se llenaba de insectos y que la sangre latía en sus sienes como el agua de su molino golpeando la compuerta.
Salió, pasó de nuevo junto a Benjamín, volvió a acariciarle la cabeza y se dirigió hacia el recaudador.
Este recibió el primer e inesperado golpe en la tibia. Sonó como un palo que se quebraba, y cuando se dobló por el dolor, Sancho Errota lo descabalgó tirando de la manga de su capote y arrojándolo al suelo. El caballo apenas se inmutó, al igual que los soldados del rey, a quienes la mirada de hierba escarchada del molinero y su figura imponente habían convertido en piedra.
El segundo golpe lo descargó en la cabeza. Rompió el cráneo del recaudador como si fuera el cascarón de un huevo, bajo el que apareció la masa gelatinosa y ensangrentada de un polluelo muerto.
Sancho Errota dio luego un paso hacia el caballo, volvió a palmear su lomo y subió de un salto sobre la silla. Al hacerlo, las grietas en la tierra reseca que había bajo las pezuñas del animal se cerraron, como una herida restañada, y lo mismo sucedió en cada terrón, en cada uno de aquellos terrones regados solo con sangre y sudor que el majestuoso rocín azul holló mientras se alejaba llevando sobre sus lomos a aquel gigante, cuyos cabellos rojos incendiaban el cielo; o al menos eso fue lo que contaron el pequeño Benjamín y los soldados después, y después todos aquellos a los que los soldados y Benjamín lo contaron.
Sanchicorrota, sin embargo, mientras cabalgaba hacia el horizonte, solo vio sobre su cabeza aquella bandada de grullas, como una punta de flecha, y cómo al final de la misma, una de ellas se descolgaba del grupo y seguía su propio rumbo, desafiando al viento helado.
EN EL QUE SE PRESENTA A PEDRO GUINEA, MOZO DE FIERAS EN EL PALACIO REAL DE OLITE, Y A SU SEÑOR, DON CARLOS DE VIANA, UN PRÍNCIPE EDUCADO PARA MANDAR QUE ABORRECE HACERLO
Agazapada sobre la grupa del caballo, la pantera componía con él la figura de un animal prodigioso. Las centellas que despedían sus ojos, como esmeraldas, se entreveraban bajo el sol con los reflejos del collar de plata que rodeaba su cuello y con los de la gruesa cadena unida a él con la que mi abuelo, Pedro Guinea, retenía a la fiera.
El cuerpo de la pantera parecía, en suma, la cuerda tensa de una ballesta preparada para ser disparada; el corazón del arquero, una aldaba.
Pedro Guinea tenía además las pantorrillas cubiertas de rocío y un hormiguero en sus manos, con las que tensaba la cadena, tal vez porque en realidad una de ellas no era una mano sino un muñón. Todavía era capaz de sentir en él sus cinco dedos, aquellos cinco dedos que otra fiera, uno de los leones del príncipe, le arrancó de un voraz bocado, hacía entonces cuatro años.
—Ketekete —susurró al oído del animal, intentando calmarlo.
Mientras lo hacía, de reojo vio delante de él, acuclillado y tembloroso, un lebrel blanco, uno de los perros de caza de su señor, defecando. Aquella imagen no tenía mucho que ver con la de los galgos lustrosos y valientes junto a los cuales el Príncipe de Viana acostumbraba a retratarse y a aparecer en sus escudos y pendones.
—¡Ketekete! —repitió Pedro Guinea, dirigiéndose esta vez al can.
No sabía de dónde procedía, ni qué quería decir aquella palabra, que venía a sus labios cuando se encontraba nervioso o en tensión, pero también en situaciones de calma, en las que su mente se quedaba en blanco. Del mismo modo, otras veces le asaltaban visiones difusas, recuerdos envueltos por una especie de nebulosa cálida y amarilla, como la luz de un farol en mitad de la madrugada oscura: el olor a naranjas y el chapoteo de remos, acurrucado en el suelo húmedo de una barcaza; la luz cegadora de otro sol distinto, impidiéndole abrir los ojos y avivando un rescoldo de fuego en sus retinas; un sabor agrio a leche y a sudor y a excrementos frescos pegado al cielo de su paladar…
Recuerdos imprecisos, pero que percibía como propios, con la misma viveza con que todavía era capaz de sentir al final de su mano mutilada un cosquilleo en los dedos de esta.
—¡Allí! —Interrumpió sus pensamientos el grito del príncipe, al que siguió de inmediato el tañido metálico de una trompeta.
Y después, una jauría de perros ladrando.
A su derecha, observó al lebrel cuadrarse en un acto reflejo, y cómo todo su cuerpo se detuvo durante apenas un instante de temblor, antes de echar a correr tras el venado que había saltado entre la maleza.
Pedro Guinea también dudó, atenazado por otro de aquellos recuerdos: los ladridos a lo lejos de otros perros; el aliento agitado de alguien que huía, resoplándole en el rostro; el sabor de la sal, el humo y la tierra en la palma de una mano, que tapaba su boca, ahogando su llanto; los ladridos otra vez de los perros, cada vez más cerca y más furiosos…
—¡Allí, Pedro! —Volvió a escuchar la voz del príncipe, señalando en dirección al venado.
La cadena con que Pedro Guinea sujetaba a la pantera se tensó, arrastrándolo unos pasos. Una de las plantas de sus pies desnudos pisó algo blando y caliente.
Reconoció de inmediato el olor.
Y después, enrabietado, por fin, soltó a la pantera, que siguió la estela que había dejado tras de sí el tembloroso lebrel.
La fiera se movió como un látigo, como una flecha: sobrepasó veloz al perro y llegó a la altura del venado, que sin embargo consiguió esquivar la primera acometida, cambiando bruscamente la trayectoria de su huida, y haciendo rodar a la pantera por tierra. Pedro Guinea observó cómo ahora el venado reculaba hacia donde había quedado el galgo, y cómo este comenzó a ladrarle desesperado, no para acosarlo, como hacía el resto de la jauría, sino para que no se acercara a él. Sin embargo, atraído por el imán del miedo, el venado llegó hasta donde se encontraba el desdichado galgo, casi a la vez que la pantera volvía a darle alcance y lanzaba un zarpazo al aire, que erró de nuevo pero hirió de muerte al lebrel blanco, lanzándolo por los aires, como una nube que se desangraba, atravesada por los últimos rayos del atardecer.
En el tercer intento, la pantera no falló; tras una nueva persecución derribó al venado golpeándole los cuartos traseros y desequilibrándolo, para, una vez en el suelo, abalanzarse sobre su cuello y clavarle certeramente los colmillos en la yugular, arrebatándole en un instante, en un solo sorbo, la vida.
—¡Las tripas! —gritó entonces Pedro Guinea a uno de los lacayos que acompañaban al príncipe, mientras corría hacia donde el felino devoraba la pieza abatida.
El mozo cargó sobre sus hombros un capazo, se acercó también a la carrera y volcó a los pies de la pantera un mondongo de intestinos, hígados, riñones… Al hacerlo, a Pedro Guinea le vino a la mente otra imagen, esta más reciente y definida: la de los cocineros del palacio, arrojando al suelo, en una de las puertas del mismo, las vísceras sobrantes tras preparar algún suculento banquete para los príncipes y sus invitados. Recordó cómo varias mujeres y niños se disputaban a codazos y mordiscos aquella casquería, y cómo hacían cola después con la ropa, las manos y los rostros embadurnados de sangre para pagar unas monedas por un trozo del pulmón de una vaca o el jirón de un corazón de cerdo.
—¡Ketekete! —gritó a la pantera la misteriosa palabra que solía martillear en su cabeza, como si con ella pudiera borrar esa repugnante imagen, en la que costaba diferenciar a los humanos de las fieras.
Y tras volver a atar la cadena al collar de plata de la bestia, tiró de ella con fuerza, arrastrándola hasta el trémulo montón de vísceras, con las que la pantera aplacó su instinto depredador.
Durante unos segundos, Pedro Guinea se quedó ensimismado observándola, escuchando cómo masticaba y se relamía, mientras otros lacayos apartaban de sus fauces el cuerpo despedazado del venado.
—¡Magnífico, Pedro! —Oyó, de repente, a sus espaldas.
Era una voz extraña, dulce y grave a la vez, en la que los dos tonos sonaban impostados. La voz de un hombre educado para mandar y que aborrecía hacerlo.
La voz del Príncipe de Viana.
Pedro Guinea se volvió hacia él e hizo una reverencia de agradecimiento.
—Lo siento, mi señor, hemos perdido uno de los galgos —se disculpó a continuación, señalando al lebrel, que agonizaba entre unos matorrales.
Tenía un costado desgarrado por el zarpazo de la pantera, y a través de sus costillares se veía palpitar su corazón, como si ya no le perteneciera, como si fuera otro animal muriendo dentro de su cuerpo. El galgo respiraba sus últimos estertores y, sin embargo, sus ojos se mantenían muy abiertos, rasgados por un velo de serenidad que parecía proclamar al mundo que aquel que perecía no era él, que aquella muerte y aquel destino le habían sido impuestos, y él en realidad solo había pretendido huir de ellos.
—Sacrificadlo, que no sufra más —ordenó el rey.
Pedro Guinea observó cómo la mirada del príncipe también se enturbiaba.
—Aquí huele como a mierda —dijo después, tratando de disimular las lágrimas con aquella inesperada procacidad.
Los lacayos que le rodeaban le rieron la gracia.
Entretanto, Pedro Guinea, con disimulo, se limpió la planta del pie frotándola sobre la hierba húmeda.
—Llevad ese venado a las cocinas reales y que lo preparen para el banquete de mañana —dijo el príncipe—. Y tú, Pedro, estate preparado, mañana llegará mi padre, el rey, y querrá que en palacio haya presente un praegustator.
—Sí, majestad —contestó Pedro Guinea.
Intentó que al hacerlo no se le quebraran la voz ni la sonrisa. Apreciaba al príncipe, pues siempre lo había tratado con cariño, pero también sabía que para él era poco más que uno de sus perros de caza, a los que amaba pero a los que no dudaba en exponer a la muerte. Al día siguiente tendría que catar cada alimento antes de lo que hicieran sus señores y, en consecuencia, padecer una muerte que no le correspondía si el rey trataba de envenenar a su hijo o este al rey.
—Regresemos a Olite —ordenó el Príncipe de Viana.
Pedro Guinea volvió a hacer una reverencia de despedida. Al agacharse, él también sintió el olor de la hez del galgo golpeándole la nariz; la mitad de la nariz que todavía conservaba en el rostro.
EN DONDE SANCHICORROTA HUYE A LA BARDENA BLANCA Y PARA ESO DEBE ATRAVESAR EL RÍO EBRO CON LA AYUDA DE UN TRITÓN U HOMBRE PEZ
—Si cruzo el Ebro estaré a salvo —se dijo Sancho Errota.
—Yo me quedaré a este lado del río, lo siento, amigo, no sé nadar. —Escuchó cómo le contestaba el caballo azul del que hacía apenas unos minutos había descabalgado con un golpe mortal al recaudador de impuestos.
El molinero palmeó agradecido el cuello del animal y tras apearse de él permaneció un rato detenido a la orilla del río, dejando que el cierzo ensanchara sus pulmones asmáticos con los olores del sotobosque y la tierra, a tomillo, espliego y romero, a arcilla y yeso, que llegaban desde la otra ribera, allá donde arrancaban las Bardenas, un extenso territorio habitado por pastores, leñadores, carboneros y salteadores de caminos.
Al sur, los frondosos pinares de La Negra, con sus copas sacudidas por el viento, parecían saludarle, como manos que se agitaban y le daban la bienvenida. Pero él debía dirigirse en la otra dirección, al norte, desde donde se adivinaban en lontananza los áridos cabezos de la Bardena Blanca, que parecían enormes castillos de arena deshechos por el agua y el viento. En ellos encontraban refugio y se enseñoreaban, entre sus barrancos y torrenteras, excavando cuevas en la piedra o durmiendo al raso cada noche bajo diferentes estrellas, bandidos, desertores, huidos de la justicia…
Sanchicorrota sabía que en cuanto cruzara el río se convertiría en uno de ellos, en un proscrito, que tal vez ya nunca volvería a ver a sus padres, ni regresaría a su pueblo, a Cascante. Pero sabía también que si no lo hacía, si no vadeaba el Ebro, sucedería exactamente lo mismo y además estaría muerto.
—Tienes que darte prisa —dijo el caballo, cabeceando hacia el río.
Una estela cortó el agua y Sancho Errota comprendió que era la noticia de la muerte del recaudador, adelantándole, y que esta no tardaría en llegar a Cabanillas, el primer pueblo al otro lado del Ebro.
Sus oídos de molinero calibraron el caudal del agua. No era muy potente, pero atravesar a nado el río era una temeridad. Sancho Errota no era buen nadador y el agua estaba muy fría. Por otra parte, tampoco quería arriesgarse a hacerlo en una barca o pontón, donde alguien pudiera verle, o a pie desde una presa, como las que había en los meandros de Fontellas.
Antes de introducirse en el río se giró para despedirse del caballo azul, pero este ya había desaparecido, se había esfumado, como si solo hubiera existido en su imaginación. Sin embargo, sobre la tierra quedaban las huellas de sus herraduras, que había marcado volviendo exactamente sobre sus pasos y borrando de ese modo el rastro que le había llevado hasta allí.
Sancho Errota dio dos pasos hacia delante. El agua helada del Ebro le mordió los tobillos, antes de empapar sus borceguís de piel y convertirlos en dos animales muertos por segunda vez. Consiguió caminar, no obstante, todavía varios pies más, y cuando el agua le llegó hasta el pecho y su filo helado le cortó la respiración, se zambulló enérgicamente, tratando de encontrar algo de aire bajo el agua. Apenas lo hubo hecho, la corriente le propinó un inesperado empujón. Sintió como si alguien tirara desde el fondo del río de uno de sus brazos e intentó zafarse y volver a sacar la cabeza. Cuando, al cabo de unos segundos de oscuridad, lo consiguió, notó en el pecho un ardor efímero, el ardor del hielo, que poco a poco fue extendiéndose al resto del cuerpo. Se dio cuenta también de que ya no hacía pie. Intentó dar unas brazadas, pero apenas avanzó hacia la otra orilla, arrastrado por el curso del río. Cuando se detuvo notó otro estirón, esta vez en uno de sus pies, y comenzó a patalear, hasta que consiguió deshacerse de los pesados borceguís, que lo arrastraban al fondo. Quiso volver a coger aire, antes de hundirse de nuevo, pero solo consiguió tragar un poco de agua. Sacó la cabeza y comenzó a toser con violencia, como si cada vez que lo hiciera necesitara escupir un trozo de sus pulmones. Cuando se calmó, trató de nadar un poco más, pero sus brazos no le obedecían, estaban dormidos, congelados. Otro nuevo empujón en las piernas volvió a arrastrarlo al fondo. Supo que esta vez no conseguiría regresar a la superficie y todo le pareció absurdo. Hacía apenas una hora estaba en el molino, acarreando los sacos de grano sin apenas esfuerzo, como quien amontona un pensamiento banal sobre otro, y ahora se daba cuenta de que iba a morir. El reloj de arena en su pecho había dado su última vuelta y el tiempo y el aire se agotaban. Pero no tenía miedo, ni se arrepentía. Volvería a golpear al recaudador de impuestos. Si no lo hubiera hecho, si hubiera entregado los sacos de trigo para el rey, habría vivido toda su vida sin honor. Prefería aquello antes que seguir vivo pero convertido en un esclavo. Abrió los ojos bajo el agua y vio que un hilo dorado salía en espiral de su boca y cómo la arena se transformaba primero en briznas de trigo y cómo después estas tomaban vida, desplegaban alas, convertidas en pájaros que vivían en invierno bajo el agua, y después en libélulas revoloteando a su alrededor, sobre su cadáver flotando en el río, pero también cómo, de repente, bruscamente, la nube de insectos y pájaros se desvanecía, igual que en ese instante de lucidez en que nos vamos adormeciendo y durante apenas un momento, en un respingo, nos damos cuenta de que nuestros pensamientos se desgajan de nosotros.
Y antes de volver a hundirse y quedar inconsciente, ahogado y rendido ante la certeza de la muerte, Sancho Errota pudo ver también el resplandor de una luz plateada que se abría paso a través del agua negra y helada y al tritón que emergía de ella, con su cola cubierta de escamas tintineantes, que agitaba nadando hacia él; y vio también el rostro barbado de aquel hombre pez, y cómo acercaba este al suyo y besaba sus labios, con una violenta dulzura, como quien trata de reanimar las ascuas de una hoguera agonizante, la respiración del fuego bajo una tormenta.
EN EL QUE EL ENANO ROBERTO, TAMBIÉN CONOCIDO COMO GOBEGTO, OFENDE A PEDRO GUINEA Y ESTE SE RESARCE CON LA HERMOSA IMAGEN DE SU AMADA URRACA ORINANDO A LA LUZ DE UNA ANTORCHA
Pedro Guinea miró su rostro reflejado en un charco, bajo la luz de una de las escasas antorchas que iluminaban la llamada sala de los arcos, que en realidad era solo una estancia, húmeda y fría, bajo el jardín colgante, y que se usaba como una especie de almacén de carne humana, en el que juglares, bufones, músicos, y también camareros, escuderos trinchantes, coperos, catadores de veneno…, aguardaban a ser llamados para servir en la parte noble de palacio.
Sobre sus cabezas se elevaba otro mundo distinto, lleno de luz, al que los sirvientes solo podían acceder mirando al suelo. El suelo del palacio era su techo; un techo reforzado con gruesas y ovaladas arcadas de piedra que, no obstante, no podían retener las filtraciones procedentes de aquel jardín colgante que mandó construir, con sus surtidores de agua, sus naranjos, sus pajareras y pavos reales, doña Leonor de Trastámara, la abuela del Príncipe de Viana.
Acuclillado junto a una de las goteras, Pedro Guinea acariciaba pensativo un diente de tiburón, que colgaba de una tira de cuero alrededor de su cuello.
—¿Cómo puedo ser tan rematadamente feo? —se preguntó, al verse reflejado en aquel charco.
Aborrecía su piel negrísima, que espantaba a los niños y las mujeres, sus orejas de soplillo, pero sobre todo aquella nariz mellada, que cortó de un tajo de espada un hidalgo levantisco, hasta el que su señor lo envió como lasterkari, como mensajero real, exigiendo vasallaje, cuando aquel proclamó su propio reino en un bosque perdido del valle navarro de Ulzama.
—Devuelve esto a tu señor, y pregúntale si acaso no se huele cuál es mi respuesta —contestó aquel hidalgo tronado, arrojándole a los pies la aleta desmochada de su nariz.
Todavía podía sentir el sabor de la sangre, atravesando a borbotones su garganta, y el escozor de la herida, que se volvía a abrir cada vez que se levantaba una corriente de aire que le cortaba la cara.
Como entonces.
—¡La loca, la loca de sus majestades! —Irrumpió en la sala de los arcos el enano Roberto, a quien también llamaban Gobegto, desatando a su paso impetuoso el revuelo de su capa de terciopelo rojo, con la que aireaba su autoridad.
Roberto era el chambelán encargado de contratar y despedir a los artistas de palacio y de preparar sus intervenciones durante los banquetes, bailes y entretenimientos reales.
—¡¿Se puede sabeg dónde está esa chiflada?!
Las risas, los malabares, las notas de mandolinas y dulzainas afinándose se interrumpieron súbitamente. Parecía mentira que una voz de trueno como aquella pudiera brotar de un cuerpo tan pequeño. Roberto provocaba además en quienes le rodeaban una sensación inmediata de antipatía. Pedro Guinea no comprendía cómo durante algún tiempo pudo haber sido el bufón favorito de la corte. A no ser…
—¡Gápido!
A no ser a causa de aquel defecto en el habla, de aquella incapacidad para pronunciar la erre, que causaba un indeseado y peligroso efecto cómico a su alrededor.
Pedro Guinea observó de reojo cómo a un joven atabalero, al que llamaban Briano, se le escapaba una pequeña pedorreta por la nariz, y cómo los ojos del enano Roberto saltaban, convertidos en perros de presa, buscando al culpable.
Aquellas burlas solían desatar episodios de ira en el chambelán, que acababan con algunos de los artistas en una mazmorra o incluso en el corral de ordalías, donde se les aplicaba algún suplicio ejemplar, pese a lo cual las chanzas resultaban inevitables, cada vez que el antiguo bufón abría la boca. A veces, incluso, eran los propios músicos y juglares los que las propiciaban, subyugados por una insania extraña e incontenible, semejante a uno de esos ataques de risa durante un duelo o un entierro.
—Señor Roberto, la orate ha partido rauda como un rayo por esa galería —contestó uno de los juglares.
Nuevas pedorretas sobrevolaron la sala.
—¡Medianapia! —Trató de cortarlas cuanto antes el chambelán, señalando a Pedro Guinea, que estaba agachado junto a él—. ¡Busca a esa maldita loca, sus majestades están impacientes!
El joven africano se puso parsimonioso en pie. Tenía apenas quince años pero su cuerpo era ya una montaña de músculos, que empequeñeció todavía más a Roberto, al que miró desafiante desde lo alto. No lo temía. No había muchas cosas a las que pudiera temer un praegustator, alguien acostumbrado a degustar el sabor de la muerte en cada trago de vino, en cada bocado de pan.
—Me llamo Pedro. Pedro Guinea, no Medianapia —dijo, sin alterarse, y luego añadió—: ¿A quién buscáis? —Para finalmente espetarle—: Ella también tiene un nombre. ¡Decidlo! ¡Decid su nombre!
Un silencio repentino se apoderó de la sala. Era un silencio denso, que parecía que, como la muerte, también pudiera masticarse. De hecho, el chambelán abrió la boca para contestar, pero solo consiguió que sus mandíbulas se movieran arriba y abajo, sin pronunciar palabra. Después tragó a duras penas saliva y su rostro enrojeció:
—¡Ugaca! ¡Ugaca Aguigue! —gritó, fuera de sí, por fin.
Lo cual desató un estallido de carcajadas salvajes, incontrolables, como una bandada de aves carroñeras que alzaban el vuelo y se golpeaban las alas contra aquel inalcanzable techo de piedra de la sala.
—¡Silencio, silencio, malditos! —los azuzaba el chambelán con los truenos que retumbaban procedentes de su pecho herido.
Pedro Guinea, aprovechando el tumulto, descolgó una antorcha y se internó en una de las galerías subterráneas que partían desde aquella sala y por la que minutos antes había desaparecido Urraca Aguirre, la loca de los príncipes.
Como toda corte europea que se preciara, el Príncipe de Viana y su esposa, doña Inés de Cleves, tenían a su disposición un loco, una loca en su caso, que los entretuviera con sus desvaríos. Ese era su cometido, aunque en la mayoría de los casos los locos acababan convirtiéndose en personas de la más alta estima y confianza de los monarcas: ellos eran los únicos que desde su enajenación eran capaces de hablarles sin temor ni reverencias, de hablarles en cierto modo con cordura, pues sus palabras eran las que traían el eco verdadero de las intrigas de palacio y de la vida real al otro lado de sus murallas. Y al revés: junto a sus locos, los reyes y príncipes podían, por un momento, bajar la guardia, mostrarse humanos, vulnerables e imperfectos…
—¡U-rra-ca, U-rra-ca! —canturreaba Pedro Guinea, mientras corría a través del túnel.
El sonido de sus pies descalzos golpeando el suelo componía en su mente aquel estribillo, que pronunciaba permitiendo que el nombre de la muchacha acariciara sus labios y que ello, y el bamboleo de su pene golpeándole los muslos al correr, le provocaran una erección.
Le sucedía, esto último, a menudo, cada vez que veía a Urraca o pensaba en ella, en el extraño color de sus ojos, grises como el cielo antes de una tormenta; en sus cabellos rojizos, cortados a trasquilones, que ella misma se arrancaba a veces con los dedos, como si fueran llamas de un fuego que quemaba su cabeza; en su piel blanquísima, como una hostia consagrada, que cada noche soñaba con profanar y deshacer en su lengua…
—¡U-rra-ca, U-rra-ca! —repetía, y también trepaba a sus labios, desde los abismos de su memoria, aquella extraña palabra cuyo origen desconocía—: ¡Ketekete, ketekete!…
Y aquel sonsonete le precedía y le guiaba a través de los meandros de la oscura y húmeda galería.
Solo él y algunos otros pocos en la corte conocían o, al menos, se atrevían a recorrer aquellos túneles que atravesaban bajo tierra los cimientos del castillo y sobre los que se contaban diferentes leyendas. Uno de los túneles, decían, conducía hasta la iglesia-fortaleza de Ujué, atalaya del reino, a cuatro leguas de distancia, y a través del mismo los reyes podían huir si este era asaltado; otro desembocaba en la bodega de alguna casa de Olite, y el Príncipe de Viana, se murmuraba, lo usaba de vez en cuando para, disfrazado de vasallo, salir de palacio a escuchar a algún músico tocar el laúd en una taberna o un burdel del pueblo, o para bailar en alguna romería confundido entre los campesinos; había también espaciosos túneles, con la anchura suficiente para que un carruaje los atravesase y tan altos que un caballero podía cabalgar sin dificultad sobre su montura; y otros que se iban estrechando a medida que se hundían bajo tierra y que no eran sino osarios, catacumbas en las que se amontonaban las calaveras y esqueletos de quienes se habían perdido —a veces ejércitos enteros— conspirando o tratando de entrar o salir del palacio a través de esas galerías secretas.
A Pedro Guinea, sin embargo, aquellas leyendas no lo detenían ni atemorizaban y recorría el túnel derramando desde su boca hasta su sexo, como un hilo trenzado con saliva y esperma, el nombre de aquella muchacha a la que amaba en secreto, y a la que no tardó en encontrar.
Distinguió el resplandor sobre la pared de otra tea de fuego al llegar a una de las curvas del túnel, y a su voz la ahogó el rumor sibilante, conocido y cotidiano, de un líquido golpeando con fuerza la tierra. Se acercó con sigilo, caminando con dificultad a causa de la cada vez más rotunda erección, y tal y como había imaginado, encontró a Urraca acuclillada, orinando. Había dejado su antorcha en el suelo, y al trasluz del fuego el chorro dorado parecía un hilo de miel, delgado, trémulo, argentino, obstinado. Se sorprendió a sí mismo al establecer esa comparación, como si sus términos formaran parte de un extraño poema, enviado a través de un túnel del tiempo desde otra época y otro continente, desde el futuro; y se preguntó por qué los poetas nunca escribían sobre todo eso, sobre los humores y las secreciones, que a fin de cuentas conformaban e igualaban a todos los seres humanos. Pedro Guinea, desde luego, nunca había visto nada tan hermoso, pero a la vez se sintió sucio y vulgar pensando en ello, más todavía cuando no pudo evitar agarrar con firmeza su pene y acariciarlo, lenta, suavemente, primero, después más deprisa, sacudiéndolo por fin con un ímpetu animal… No era la primera vez que observaba a hurtadillas a la muchacha. ¿De qué otra manera si no era así, desde lejos, a escondidas, podía amarla él, desfigurado, mutilado, negro como el hollín? No se consideraba digno de ser rozado por aquella piel pura como la nieve sin hollar, ni de ser observado por aquellos ojos grises, que parecían mirar todo desde otro mundo lejano y mejor.
Gobegto estagá negvioso
Los dos jóvenes recogieron sus antorchas del suelo y echaron a andar de regreso a través del túnel. Sus costados se rozaban de vez en cuando y cada vez que eso sucedía el búfalo de agua abrevaba un sorbo de sangre entre las piernas de Pedro Guinea. De repente, al doblar una de las curvas de la galería, una bocanada de aire sopló con violencia y apagó las dos teas de fuego. Todo se sumió en una oscuridad total, a la que la única manera de aportar luz era cerrando los ojos. Urraca y Pedro Guinea se detuvieron. Ella, al cabo de unos instantes, comenzó a temblar y después de su pecho brotó un sonido extraño, parecido a un maullido.
—No tengas miedo. —Fue esta vez Pedro Guinea quien intentó tranquilizarla, y le ofreció su mano, a la que ella se agarró con fuerza.
Notó sus uñas clavándose, y después cómo la presión cedía. Consiguió sujetarla antes de que se desvaneciera. Sintió su cuerpo liviano y caliente, sus pequeños huesos tintineantes, la piel que quemaba la suya, el hilo de su respiración en sus labios, que henchía su pecho…
Y con Urraca en brazos, echó a correr. No temía a aquella oscuridad mientras pudiera correr. Sus piernas eran una brújula, que acababan guiándole siempre hacia la luz.
—¡U-rra-ca, U-rra-ca! —le susurraba a la muchacha su nombre en el oído, mientras el eco de sus pies golpeando la tierra se abría paso en la oscuridad, y del mismo modo lo hacía también aquel misterioso estribillo—: ¡Ketekete, ketekete!
Pedro Guinea corría cada vez más rápido, sin temor a estrellarse contra alguno de los muros ni a tropezar. Había recorrido aquella oscuridad otras veces, tantas veces que no lo recordaba, de tal modo que no podía explicar cómo, pero sabía que formaba parte de ella, que procedía de ella y regresaría a ella.
Le hubiera gustado permanecer en aquella galería y de aquel modo, corriendo con Urraca entre sus brazos, quinientos años.