Habana año cero

Habana año cero

 

Karla Suárez

 

 

 

Premio Carbet del Caribe 2012

Gran Premio del Libro Insular 2012

 

 

 

 

 

 

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Colección Narrativa

 

 

 

 

 

 

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Cinco años saltando a las letras hispánicas

2014 - 2019

 

 

 

 

 

 

Imagen de la portada:

Fotografía de Francesco Gattoni

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

Diagramación: Roger Castillejo Olán

 

© Karla Suárez, 2019

© Editorial Comba, 2019

c/ Muntaner, 178, 5º 2ª bis

08036 Barcelona

 

Autora representada por Silvia Bastos, S.L. Agencia Literaria

 

ISBN: 978-84-949623-3-2

 

 

 

 

 

 

 

A Alexander León

 

 

 

 

 

 

Un orador no será creído si no da prueba matemática de lo que dice.

Aristóteles

 

 

 

No eres tú, es el destornillado cotidiano azar,

la puerta del delirio, la fangosa realidad,

los narcos, la inflación, la solución impar,

los dioses apagados, la fantasía incapaz,

Berlín, Fidel, el Papa, Gorbachov y Alá.

No eres tú, mi amor… son los demás.

Santiago Feliú

 

 

 

Margarita, te voy a contar un cuento.

Rubén Darío

1

Todo ocurrió en 1993, año cero en Cuba. El año de los apagones interminables, cuando La Habana se llenó de bicicletas y las despensas se quedaron vacías. No había de nada. Cero transporte. Cero carne. Cero esperanza. Yo tenía treinta años y miles de problemas. Por eso me fui enredando, aunque al principio ni siquiera sospechaba que para los otros las cosas habían comenzado mucho antes, en abril de 1989, cuando el periódico Granma publicó un artículo titulado “El teléfono se inventó en Cuba” que hablaba del italiano Antonio Meucci. La mayoría de la gente habrá olvidado poco a poco aquella historia, sin embargo ellos recortaron el artículo y lo guardaron. Yo no lo leí, por eso en 1993 aún no sabía nada del asunto hasta que, casi sin darme cuenta, me convertí en una de ellos. Era inevitable. Soy licenciada en Matemática y a mi profesión le debo el método y el razonamiento lógico. Sé que hay fenómenos que sólo pueden ocurrir cuando determinados factores se reúnen, y ese año estábamos tan jodidos que fuimos a converger hacia un único punto. Éramos variables de la misma ecuación. Una ecuación que quedaría sin resolver hasta muchos años después, ya sin nosotros, claro.

Para mí todo empezó en casa de un amigo que digamos se llama… Euclides. Sí, prefiero ocultar los verdaderos nombres de los implicados para no herir sensibilidades. ¿De acuerdo? Euclides es entonces la primera variable de esta maldita ecuación.

Aquella tarde recuerdo que llegamos a su casa y la vieja nos recibió con la noticia de que otra vez se había roto el motor del agua y tocaba cargar cubos para llenar los tanques. Mi amigo hizo un gesto de desgano y yo me ofrecí a ayudar. En eso andábamos cuando me acordé de la conversación que había tenido lugar durante una cena a la que yo había asistido, días atrás, y le pregunté si había oído hablar de un tal Meucci. Euclides apoyó su cubo en el piso y me miró, preguntando: ¿Antonio Meucci? Sí, evidentemente ya había escuchado ese nombre. Agarró mi cubo, echó el agua en el tanque e informó a su madre que luego continuaría porque estaba cansado. La vieja protestó, pero Euclides ni caso le hizo. Me tomó por el brazo para conducirme al cuarto, encendió el radio, como cada vez que no quería ser escuchado, y sintonizó CMBF, la emisora de música clásica. Entonces me pidió que le contara. Le dije lo poco que sabía y agregué que todo había empezado porque el escritor estaba escribiendo un libro sobre Meucci. ¿Un escritor? ¿Qué escritor?, preguntó muy serio y ahí me molesté porque ¿a qué venían todas esas preguntas? Euclides se levantó y fue a buscar algo en el armario. Regresó con una carpeta para sentarse otra vez junto a mí en la cama. Hace años que estoy interesado en esta historia, dijo.

Entonces empezó a explicarme. Supe que Antonio Meucci era un italiano que había nacido en Florencia, en el siglo xix, y que había partido rumbo a La Habana en 1835 para trabajar como responsable técnico del Teatro Tacón, el más grande y hermoso teatro de América en la época. Meucci era un científico, un inventor apasionado, y entre otras cosas comenzó a dedicarse al estudio de los fenómenos de la electricidad, o del galvanismo, que era como se le llamaba entonces, y a sus aplicaciones en diferentes campos, sobre todo en la medicina. Con este propósito había desarrollado algunas invenciones y fue justo en uno de sus experimentos de electroterapia cuando afirmaba haber logrado escuchar la voz de otra persona proveniente del aparato por él creado. En eso consiste el teléfono. ¿No? En transmitir la voz por vía eléctrica.

Pues con su criatura, que denominó “telégrafo parlante”, Meucci se fue a Nueva York, donde continuó perfeccionando el invento. Tiempo después logró registrar una especie de patente provisional que debía ser renovada cada año. Pero Meucci no tenía dinero, era un pobretón, así que los años pasaron y un buen día de 1876 apareció Alexander Graham Bell registrando la patente del teléfono. Él sí que tenía dinero. Al final, Bell pasó a los libros de historia como el gran inventor y Meucci murió pobre y olvidado, salvo en su país natal donde siempre lo reconocieron.

Pero ellos mienten, los libros de historia mienten, dijo Euclides abriendo la carpeta para mostrarme su contenido. Tenía la fotocopia de un artículo publicado en 1941 por el antropólogo cubano Fernando Ortiz, donde hablaba de Meucci y de la posibilidad de que el teléfono hubiera sido inventado en La Habana. Tenía varios folios con anotaciones, unos artículos viejos de Bohemia y Juventud Rebelde y, lo más reciente, un ejemplar del periódico Granma de 1989 donde salía el artículo titulado “El teléfono se inventó en Cuba”.

Yo me quedé fascinada. A pesar de que, tanto tiempo después de lo que contaban los papeles, seguía sin poder gozar en casa de las ventajas que el teléfono reportaba, me sentí orgullosa con tan sólo saber que existía una remota posibilidad de que tal invento hubiera nacido en mi país. Increíble. ¿No? Que el teléfono haya sido inventado en esta ciudad donde los teléfonos casi nunca funcionaban. Es como si aquí hubieran inventado la luz eléctrica, las antenas parabólicas o Internet. Ironías de la ciencia y de la circunstancia. Una mala jugada, como la de Meucci, quien más de un siglo después de su muerte aún continuaba en el olvido, porque nadie había logrado demostrar la prioridad de su invento sobre el de Bell.

Tremenda injusticia histórica, algo más o menos así exclamé cuando Euclides terminó su exposición. Fue entonces cuando supe lo otro. Euclides se levantó, dio unos pasos y me miró para decir: Una injusticia, sí, pero reparable. Yo no entendí su respuesta y él volvió a sentarse, agarró mis manos y bajando el tono de la voz dijo: No existe lo que no puede ser demostrado, querida, pero la prueba y, por tanto, la demostración de la prioridad de Meucci sí existe, y si lo sé es porque la he visto. No imagino qué cara puse, sólo recuerdo que me quedé callada. Él liberó mis manos sin dejar de mirarme. Sospecho que esperaba otra reacción, un salto quizá o un grito, no sé, pero yo lo único que sentía era curiosidad, por eso al fin sólo dije: ¿La prueba?

Mi amigo suspiró, se puso de pie y comenzó a caminar. Tiempo atrás, dijo, había conocido a una mujer maravillosa cuya familia antaño había sido próspera, razón por la cual ella conservaba objetos que los ignorantes podían considerar como trastos viejos, pero que los inteligentes sabían apreciar por su valor artístico e histórico. Además de los objetos, muchos de ellos verdaderas reliquias, la mujer tenía viejos papeles, antiguos certificados de nacimiento y escrituras de propiedad que podían hacerle la boca agua a cualquier historiador o coleccionista; y entre ese legajo de folios, Euclides descubrió un día un documento original, escrito de puño y letra por Antonio Meucci.

Pensé que aquello era una broma, pero tendría usted que haberle visto la cara a Euclides. Estaba eufórico. Algún antepasado de la familia de ella había coincidido con Meucci, aquí en La Habana, y había conservado un documento con diseños que mostraban el experimento del italiano. A mí todo me seguía pareciendo un poco raro, y además demasiado casual, pero Euclides juró que había tenido el documento en sus manos y que sabía que era auténtico. ¿Te imaginas un documento científico original? Así dijo, abriendo los ojos. Intenté imaginármelo. Para un científico descubrir al público algo semejante daría sin duda prestigio. Y claro que él había hecho todo lo posible para que la mujer se lo cediera, pero ella no aceptó. Según sus palabras, no le interesaba el contenido del papel sino su valor sentimental.

Eso, en principio, Euclides podía hasta entenderlo: ella quería conservar objetos y papeles que habían sido tocados por su familia y que, en cierto modo, aún guardaban sus huellas. Tanto era así que algunos de los documentos, incluido el de Meucci, los había pegado meticulosamente sobre papeles blancos para que no se arrugaran, ni se rompieran, ni perdieran las esquinitas, ni se disolvieran de pura vejez. Lo que empezó a torturar a Euclides fue que, por muy celosa que fuera ella de todas sus pertenencias, se había visto obligada a deshacerse de algunos objetos, una vajilla de plata, un crucifijo de oro, cosas así, en los tiempos en que el gobierno se lanzó a la recuperación de materiales preciosos que cambiaba a los ciudadanos por el derecho a comprar un televisor en colores o alguna ropa de marca en las llamadas “Casas del oro y la plata”. Euclides comprendía el sufrimiento de esa mujer que no tenía más remedio que usar la herencia familiar para sobrevivir. Pero no entendía que fuera capaz de cambiar un cenicero de plata del abuelo por una casetera estéreo y, sin embargo, no se diera cuenta de que aquel papel era un documento que pertenecía a la ciencia mundial. Por eso, en un ataque de desesperación, hasta llegó a ofrecerle dinero a cambio del papel. Pero no, ella se mantuvo firme: el cenicero del abuelo que se fuera al carajo, pero el documento de Meucci, no. Lo que acabó de matar a Euclides fue que, después de tanto insistir sobre el dichoso papel, ella había resuelto dárselo a otra persona, a pesar de saber que a él le interesaba. Pero él no se había dado por vencido y, aunque aquello había ocurrido hacía ya un tiempo, seguía tras su rastro. Por eso, cuando en 1989 vio el artículo en Granma sobre la invención del teléfono en Cuba, empezó a inquietarse; eso iba a remover las aguas o a encender una luz de alerta. Y ahora que yo le había dicho que otros estaban hablando sobre Meucci, él había sentido que la luz de alerta se agrandaba. Si la persona que tenía el documento llegaba a darse cuenta de su importancia, a Euclides le sería muy difícil hacerse con él. Pero el mayor problema era que aún no sabía quién era esa persona.

Mientras lo observaba dando vueltas por el cuarto, me fui contagiando de su excitación y pensé que era necesario hacer algo. Teníamos que hacer algo. Había llegado el momento de volver a trabajar juntos y hacernos valer, que buena falta nos hacía a ambos.

Euclides, como yo, era licenciado en Matemática. Nuestra amistad se basaba en la pasión por la ciencia y en el gran cariño que crece al compartir muchas cosas a lo largo de los años. Nos habíamos conocido en los ochenta cuando yo estaba en la universidad. Primero lo tuve de profesor y luego como tutor de tesis. En aquel tiempo era un tipo que fascinaba a las alumnas porque hablaba despacio, bajito y con tal dulzura que provocaba un efecto de atracción irremediable. Yo no escapé a tal efecto. No lo puedo evitar: me encantan los tipos mayores que yo. Nuestro romance empezó en la cátedra un día que llovía mucho. Estábamos solos. Era tarde. Mi tesis era muy difícil y afuera diluviaba. La solución de ese problema la encontramos encima de una mesa. Y ése fue el inicio de algo que duró el resto del año. Él estaba casado y tenía tres hijos, pero de eso no hablábamos. ¿Para qué? Éramos amantes y mi tesis avanzaba. Las cosas marchaban bien hasta que, como dicta la teoría de errores, él cometió uno de ésos que podrían llamarse “errores accidentales”. Una tarde anunció que cumplía cincuenta años y quería brindar conmigo en Las Cañitas, el bar del hotel Habana Libre. Tremenda sorpresa. Me emocioné, acepté y la noche fue maravillosa. El problema vino luego. Las siguientes semanas no pude verlo y cuando finalmente di con él estaba en plena crisis familiar. Alguien nos había visto y se lo había contado a su mujer. Un desastre. Decidimos limitar nuestros encuentros a citas profesionales. Yo discutí la tesis en julio y no supe más de él hasta que regresé a la universidad en septiembre. Ya para ese entonces nuestro romance se había enfriado pero, gracias al magnífico resultado de mi tesis, yo tenía trabajo en la cátedra de Matemática. Nos convertimos en colegas y entonces empezamos a hacernos amigos.

Trabajar con Euclides fue una gran suerte. Él estaba en la cumbre de su carrera, era ciencia, pasión y método. Yo era la aprendiz. Fue un período muy intenso. Pena que una vez terminados mis dos años del servicio social, no hubiera plazas fijas vacantes. Tuve que decir adiós a mi cátedra. A partir de ese momento comenzó nuestro declive.

Empecé a trabajar como profesora en la CUJAE, el Instituto Superior Politécnico, pero tomé por costumbre visitar a mi amigo en la universidad. Un día lo noté rarísimo. Dijo que necesitaba tomar aire. Fuimos al Malecón y ya sentados en el muro me explicó que su mujer quería el divorcio y él no sabía qué hacer, se sentía viejo, temía por la reacción de sus hijos, estaba desesperado. Al mes siguiente no le quedó más remedio que aceptar la separación e irse a vivir a casa de su madre. ¿Qué iba a hacer? Aquí siempre han existido problemas con la vivienda, uno no puede cambiarse de casa así como así. Euclides no tenía opciones. De los motivos del divorcio no habló mucho y yo preferí no preguntar. Temí que, de algún modo, aquella crisis provocada por nuestro antiguo romance hubiera influido en la decisión de su mujer y, cuando las razones son turbias, es casi mejor no indagar demasiado. Digo yo. En cuanto a los hijos, los mayores se aliaron con la madre en contra de él. Según Euclides, se trataba de impulsos iniciales que el tiempo limaría, pero la verdad fue que, transcurridos unos meses, sólo el más pequeño se preocupaba por él. Los otros ni siquiera lo llamaban.

Y llegó el año 1989. Granma publicó el artículo sobre Meucci que yo no leí, ya se lo he dicho, y Euclides tampoco me habló entonces del tema. La verdad es que teníamos problemas mucho más concretos que la invención del teléfono. ¿Se acuerda de cuando tumbaron el Muro de Berlín? Pues hasta aquí llegó el polvo y así nos quedamos: hechos polvo. A partir de ahí, la economía nacional, que se mantenía gracias a la ayuda del bloque socialista, empezó a caer en picada, arrasando con todo. Lo último que le faltaba a Euclides para su crisis interior era una buena crisis exterior y ésa el país se la garantizaba. Pasamos un tiempo sin vernos y cuando volví a la cátedra mi amigo parecía otra persona, estaba flaquísimo. Como el transporte se había puesto muy difícil no le quedaba más remedio que ir y venir a pie de la universidad a casa de su madre, que era por el túnel de Malecón. Aquel día decidí acompañarlo. Al poco rato de camino me abrazó y empezó a llorar. Así, en medio de la calle. Yo no supe qué hacer hasta que, finalmente, agarré su mano y fuimos a un parque donde me contó que, en poco menos de tres meses, sus hijos mayores se habían ido del país. La razón no era él, lógicamente, sino el país que comenzaba a derrumbarse, la profunda crisis económica que se anunciaba y la generalizada falta de esperanzas. A pesar de que el más pequeño de los hijos se había quedado en Cuba, la partida de los otros fue como una bomba cuyas consecuencias Euclides se negaba a aceptar. Tan devastadora que, cuando terminó el curso, tuvo que pedir la baja de la universidad por depresión. Pasó mucho tiempo bajo tratamiento y pastillas. Y así se fue perdiendo mi maestro.

Cuando en 1993 Euclides me habló de Meucci ya su profunda depresión había pasado, pero le juro que hacía muchísimo que no veía tal brillo en sus ojos. Quizá también por eso me dejé arrastrar por su entusiasmo.

En cuanto a mí, tampoco le diré mi verdadero nombre, así que digamos que me llamo Julia, como el matemático francés Gastón Julia. Mi caída fue más simple. Ya desde las primeras semanas de trabajo en la CUJAE supe que algo no funcionaba. Estaba incómoda. Mi sueño siempre había sido dedicarme a la investigación. Verme convertida en profesora fue algo que me costó aceptar, porque detestaba dar clases. ¿Comprende? Es que yo tenía que haber sido una gran científica, ser invitada a congresos internacionales, publicar mis descubrimientos en prestigiosas revistas, y sin embargo lo único que he podido hacer es repetir y repetir las mismas fórmulas hasta el cansancio. Sé que al principio puse todas mis energías en función de hacer algo grande, pero esas energías poco a poco se fueron transformando en un malestar que me negaba a definir. Fue Euclides quien puso las palabras justas. Lo que pasa es que te sientes frustrada, me dijo un día. Y tenía razón.

No sabe la cantidad de veces que pensé dejar la ­CUJAE. Estaba harta de los alumnos, de la falta de comida, de las malas condiciones de trabajo, del viaje de casa al trabajo; piense que si atravesamos la ciudad con una línea recta, Alamar, mi barrio, queda en un extremo y la CUJAE justo en el extremo contrario. Quizá en otras partes del mundo eso es simplemente un trayecto largo, pero en La Habana de entonces era casi una expedición.

Me decidí una mañana de 1991. Acababa de terminar una clase y fui al baño pero, antes de abrir la puerta para salir, escuché las voces de dos alumnas que entraban pronunciando mi nombre. Me quedé quieta para poder escuchar. No podían saber que estaba allí. Una afirmó que era cierto que yo tenía mal carácter y casi me caigo cuando la otra replicó que, como se comentaba en el grupo, seguro que era porque yo estaba mal templá. O sea que, según mis alumnos, yo no sólo tenía mal carácter sino que andaba falta de sexo. En aquel momento era amante de un profesor de Física, pero mis estúpidos alumnos querían convertirme en su hazmerreír. Quizá no fuera para tanto, pensará usted, pero es que estaba harta, era como si la vida entera se estuviera burlando de mí. Fue la gota que colmó al vaso. Qué va. Esa gente no merecía mis esfuerzos. Aquel día tomé la decisión de abandonar el Instituto y al terminar el curso me fui. ¿Y dónde iba a encontrar trabajo? Dígame usted. ¿Qué diablos hace un matemático en un país en crisis? Nada. Joderse. No me quedó otro remedio que optar por cualquier cosa que al menos acortara la distancia entre el trabajo y mi casa. Gracias a un colega encontré un puesto en un Instituto Tecnológico de El Vedado, pleno centro. Después de haber sido profesora universitaria, pasar a la enseñanza media es un trago amargo; pero los tiempos no ofrecían demasiadas opciones. Asumí mi nuevo puesto como algo transitorio. Ya cambiaría la situación, me dije, y lograría revalorizarme.

Y la situación cambió, es cierto, pero a peor. Por eso en 1993 yo continuaba en el Tecnológico recomiéndome el hígado, tratando de explicar fórmulas elementales a muchachos que no se interesaban en nada.

También por eso, cuando Euclides me habló de Meucci y del documento inédito que él quería encontrar, yo sentí que de repente el mundo se abría. Mi antiguo maestro daba vueltas por su habitación contando la historia mientras yo lo miraba fascinada. Un documento científico original. Eso era algo a lo que agarrarse, la palanca que podía mover nuestro pequeño mundo, como diría Arquímedes. Estaba que no sabía ni qué decir, y entonces recuerdo que me levanté y empecé a pensar en voz alta. No se podía dejar algo así en manos de cualquiera, ese documento pertenecía al patrimonio científico de la Humanidad. Pero ¿tú estás seguro de que es auténtico, Euclides? Él dijo que sí, que estaba firmado y que aquella mujer tenía pruebas de que algún miembro de su familia había coincidido con el mismísimo Meucci en el Teatro Tacón. Es auténtico, Julia, te lo juro por mi madre. En mi vida había visto yo un documento científico original y ya me parecía tenerlo delante de mis ojos. ¿Te imaginas, Julia, lo que eso significa? Yo empecé a imaginar. Aquel documento era concreto, podía tocarse, era un pedazo de papel que tenía un significado preciso. Con él se podría demostrar una verdad traspapelada en la historia y hacer justicia a un gran inventor. Pero, además, se podía pasar a la historia como la persona que reveló una verdad oculta. Se podía escribir un artículo en alguna prestigiosa publicación científica, o dar entrevistas a la televisión extranjera, o participar en congresos internacionales y adquirir prestigio en el gremio. Ese simple papelito podía tener el poder de sacarnos de nuestro anonimato y darle un sentido a los días de aquel año cero.

Hay que hacer algo, Euclides, dije finalmente. Y él sonrió afirmando que sí, había que hacer algo: ese papel en manos de cualquier imbécil podía correr la peor suerte, sobre todo en aquellos tiempos de tantas carencias. Aquí si te descuidas, Julia, la gente vende hasta a su madre. Llevaba razón, sólo que yo no imaginaba por dónde empezar la búsqueda. Él dijo tener algunas vagas ideas; aún debía reflexionar, pero lo más importante por el momento era no hablar de aquella historia con nadie. Mientras menos personas la conocieran mejor suerte podía tener el documento. Euclides puso el dedo índice en vertical sobre su boca y yo hice lo mismo. Sonreímos. Nuevamente nos tocaba compartir un secreto. Ya luego veríamos qué hacer, pero esa tarde me quedó bien claro que algo había que hacer. Era nuestro deber como científicos.

 

2

Creo que en este país todo el mundo recuerda 1993, porque fue el año más difícil del llamado Período Especial. La crisis económica llegó a su tope. Era como si hubiéramos alcanzado el punto crítico mínimo de una curva matemática. ¿Tiene presente una parábola? El cero de abajo, el hueco, el abismo. Hasta ahí llegamos. Incluso se hablaba de opción Cero, de la posibilidad de subsistir con el mínimo de los mínimos. Un año cero. Vivir en La Habana era como estar dentro de una serie matemática que no converge a nada. Una sucesión de minutos que no iban a ninguna parte. Como si todas las mañanas despertaras en el mismo día, un día que se ramificaba y se volvía pequeñas porciones que repetían el todo. Horas enteras sin electricidad. Poca comida. Arroz con chícharos a diario. Y la soja. Picadillo de soja. Leche de soja. En Europa eso será un lujo dietético, aquí era el pan nuestro de cada día. Y sólo teníamos derecho a un pan al día. Una pesadilla. El país dividiéndose entre dólar y moneda nacional. La noche desierta, los autos sustituidos por las bicicletas, comercios clausurados, basura amontonada. Fue también el año de la “tormenta del siglo” y el mar entró a la ciudad de tal manera que en algunas zonas la gente usaba caretas de buceo para pescar los productos que el mar sacaba de los almacenes de los hoteles. Un verdadero delirio. Y luego la calma. El país aún más destruido, pero en calma. Otra vez la sensación de no ir a ninguna parte y el sol que no nos abandona, como un castigo, golpeando las espaldas de la gente que seguía levantándose cada día para intentar vivir de manera normal.

En medio de todo aquello, la historia de Meucci me había llegado como una lucecita en plena oscuridad, así que esa tarde salí de casa de Euclides y eché a andar dándole vueltas a lo ocurrido. Me parecía rarísimo que aquella mujer regalara algo tan particular luego de guardarlo con tanto celo. Era evidente que, cuando la situación se había puesto mala, ella había vendido el documento y por una buena cantidad de dinero, porque estoy segura de que mi amigo no había podido ofrecerle gran cosa. No sabía qué íbamos a hacer en caso de tener suerte y dar con el nuevo propietario, porque nosotros no teníamos ni un kilo. Pero eso ya lo veríamos después. Lo importante en aquel momento era que yo caminaba sintiéndome distinta. Miraba a las personas que se cruzaban a mi paso y me preguntaba si entre ellas estaría la que conservaba el documento. Quizás alguien incluso lo llevaba en su bolsillo. ¿Sospecharía que yo también sabía? Era rarísimo, le juro. ¿Usted ha visto un holograma? Esas imágenes tridimensionales que se registran por medio de un láser. Cuando era amante del profesor de Física en la CUJAE nos escondíamos en su laboratorio y una vez él me enseñó un holograma. Había una foto iluminada por un rayo y delante de nosotros la imagen se levantaba en tres dimensiones, como cualquier cuerpo físico que ocupa un espacio. Era tan hermoso que no pude resistir a la tentación de acercarme a tocar la imagen, pero mi mano atravesó el cuerpo proyectado y no pude agarrarlo, porque no existía. Estaba delante de mis ojos, pero no existía. Así mismo me había sentido tantas veces en La Habana de aquel año, como un holograma, una proyección de mí misma y, a veces, hasta tuve el temor de que si alguien acercaba su mano a mi cuerpo iba a descubrir que yo no existía. El día que supe de Meucci, sin embargo, de repente los hologramas fueron los otros, los que caminaban junto a mí por la calle.

¿Comprende? Yo conocía una historia que iba a interesar al mundo científico, a personas de otros países, y eso me volvía consistente y, en cierto modo, importante. Sí. Una semana atrás mi vida no tenía grandes acontecimientos. Pero las cosas habían empezado a cambiar justo el día que escuché por primera vez el nombre de Meucci, en la conversación que le conté a Euclides. ¿Cómo llegué a aquella cena? Le cuento rápidamente.

Poco tiempo atrás había conocido a la segunda variable de esta historia que digamos se llama… Ángel. Sí, ese nombre es perfecto. Con él todo siempre fue como obra de la casualidad. Un día yo caminaba por la calle 23 a la salida del trabajo y de repente una enorme fuerza motriz me tiró al piso. Me quedé atontada y sólo pude ver cómo se alejaba el desgraciado ciclista que, al pasar, me había arrancado el maletín de la mano. Entonces escuché una voz a mi espalda y descubrí a mi ángel salvador, quien me ayudó a levantarme, recogió mis cosas y amablemente preguntó si quería lavar mis rasguños. Él vivía muy cerca.

El desgraciado ciclista nunca podrá imaginar cuánto agradecí su agresivo gesto. Yo no conocía a Ángel, aunque ya lo había visto mil veces. Y era hermoso. Delgado, pero con músculos definidos. Rubio, pero tostadito. Además, tenía el pelo largo y no lo puedo evitar: me encantan los tipos con el pelo largo. A veces lo veía por ahí, siempre con un andar como cansado, como si tuviera la cabeza llena de cosas que le pesaban al caminar. De niña, mami decía que Anthony Perkins caminaba como aplastando huevos. Nunca entendí esa frase, pero Perkins se convirtió para mí en el de los huevos aplastados. Y lo cierto es que cuando me puse a analizar a Ángel entendí que él también caminaba como aplastando huevos. Despacio. Con cautela. Aquel día lo acompañé a su apartamento. No había nadie, así que me lavé manos y rodillas con calma. Antes de irme, para dejar una puerta abierta, le dije que podía pasar por mi trabajo y lo invitaba a un café. Él aseguró que también yo podía ir a su casa. Y chao, chao.

Los días que siguieron estuve pendiente de su visita. A Euclides le daba gracia verme ansiosa, pero insistía en que una mujer no debía meterse en casa de desconocidos. La iniciativa, según él, debía partir del hombre. Eso dijo hasta el día que coincidimos los tres en la calle. Euclides y yo íbamos conversando y al levantar la vista descubrí que Ángel caminaba hacia nosotros, pero no tuve tiempo de avisar a mi amigo. Ángel sonrió reconociéndome. Yo hice lo mismo. Cuando nos detuvimos frente a frente vino la sorpresa. Ángel dijo: ¡Qué casualidad! Me dio un beso en la mejilla y extendió la mano a mi amigo diciendo: ¿Qué tal, Euclides, cómo está? Euclides correspondió al saludo. Yo los miré perpleja: ¿Y ustedes se conocen? Euclides dijo que Ángel era amigo de uno de sus hijos y éste asintió. Al despedirnos, Ángel prometió pasar por mi trabajo.

Pocos días después lo encontré esperándome a la salida del Tecnológico y así comenzó un lento, muy lento, proceso de acercamiento. Euclides me había contado que Ángel solía visitar su casa, cuando mi amigo aún tenía una familia. Dijo que Ángel era un buen muchacho y además… Ahí recuerdo que hizo una pausa y me miró con una sonrisa maliciosa antes de afirmar que, según creía, vivía solo, y quizá no fuera tan mala idea ir a visitarlo. El cabrón de Euclides conocía perfectamente mis problemas con la vivienda y, aunque Ángel me gustó desde el principio, no voy a negar que ese detalle era un punto más a su favor. Porque sí, Ángel vivía solo, en El Vedado. En un apartamento maravilloso, con un balcón que daba a la calle 23, que tanto me gusta, y una sala enorme donde había libros, cuadros, televisor y hasta un equipo de video. En este país, y más en esa época, tener un video te colocaba en una clase superior. Esto de que todos somos iguales a lo único que lleva es a marcar las diferencias con pequeños detalles. Créame.

Mi relación con Ángel, como le dije, fue un proceso lento. Él era un tipo complicado, pero ya le contaré después, ahora lo que interesa es cómo llegué a todas las variables y es que fue en su casa donde conocí a una de ellas. Ángel y yo nos habíamos visto unas cuantas veces y, aunque a mí me encantaba, lo nuestro aún no pasaba de miraditas y sonrisas. Una noche íbamos a salir. Yo estaba en la sala de su apartamento tomándome un trago mientras esperaba a que él terminara de vestirse o algo así. El caso es que estaba sola, sonó el timbre de la puerta y, cuando abrí, me encontré con un mulato de espejuelos que, digamos, se llama Leonardo, sí, como Leonardo Da Vinci.

Tengo que reconocer que la primera vez que vi a Leonardo, aunque sin llegar a parecerme ridículo, me dio risa. Se ve que no lo conocía. El hombre llegó de lo más correcto disculpándose por haber aparecido sin que esperaran su visita, como si en este país alguien avisara, pero apenas descubrió la botella que estaba en la mesa dijo: Coño, Havana Club, ¡qué rico! En cuanto le serví se acomodó en el butacón y empezó a saborear su trago y a decir boberías, que si era el néctar de los dioses, cosas así. Evidentemente, hacía rato que el pobre no veía una botella de ron de verdad, porque en aquel tiempo se vendía solamente en dólares y el dólar aún estaba prohibido. Ahí me enteré de que era escritor, que tenía varios libros publicados y muchos proyectos en el tintero.

Ángel apareció en la sala cuando ya Leonardo iba por el segundo o tercer trago y me acuerdo de que éste se levantó explicando que yo había sido muy amable y que él necesitaba conversar sobre un asunto, pero Ángel respondió secamente que en esos momentos no podía. Yo no supe si había metido la pata al dejarlo pasar y, al parecer, Ángel notó mi duda, porque suavizó la expresión de su rostro y dijo que mejor hablaban otro día. Brindaron. Cuando el escritor se fue, Ángel se excusó explicándome que lo sacaban de quicio los que llegaban y eran capaces de quedarse hasta vaciar la botella de ron. Terminó su frase pasando un dedo por mi mejilla y entonces le creí.

No volví a ver al escritor hasta la noche que conocí a la siguiente variable. Es como si una me llevara a la otra. ¿Se da cuenta? Ángel me había invitado a una fiesta en casa de un artesano amigo suyo. Él conocía a mucha gente, yo a nadie, por eso me alegré un poco cuando vi aparecer a Leonardo. Ángel conversaba con el anfitrión de la fiesta cuando una mano se apoyó en su hombro y descubrí que era el escritor, al menos una cara conocida para mí. El artesano le sonrió a Leonardo, alzó la botella diciendo: Quedan en su casa, bobos de la penumbra. Y nos dejó solos. Fue entonces cuando Leonardo dio un pequeño giro para dejar pasar a la mujer que estaba a sus espaldas y nos presentó, con un gesto rimbombante, a la penúltima variable de esta historia: Bárbara Gattorno, quien dijo “chao” con una sonrisa que más que de oreja a oreja le daba la vuelta a la cabeza y, de paso, a todo el cuerpo; y así, de tanto dar vueltas, quizá lograba meterle las tetas en el ajustador, porque ciertamente llevaba uno más pequeño que su talla. Es una amiga italiana, pero habla perfectamente español, aclaró Leonardo.

Esa noche todos bebían, fumaban, hablaban, bailaban. Ángel y Leonardo desaparecieron un rato y yo me quedé conversando con Bárbara, que era de esas mujeres que proyectan seguridad en sí mismas y aparentan no tener dudas sobre nada. Dijo que era su primera vez en Cuba, que era periodista y estaba escribiendo sobre literatura cubana, que apenas había comenzado a leer a Leonardo pero ya era una experiencia, Cuba era una experiencia, la gente, los olores, la manera de mirar o de expresarse, que estaba loca por leer los manuscritos que tenía y por vivir todas las historias. Cierto que hablaba correctamente el español, con un acento cómico, pero bien.

Recuerdo que en algún momento cambié el ron por el agua, porque no bebo mucho. Que Ángel y Bárbara se metieron en una discusión sobre cine italiano. Que Leonardo y yo conversamos un rato. Y que, ya muy tarde, Ángel se acercó para pedirme al oído que lo sacara de ahí, porque esa italiana no paraba de hablar. Cuando nos despedimos, Bárbara propuso que cenáramos los cuatro en una paladar al día siguiente. Invitaba ella, aclaró.

Y así llegamos a la famosa cena donde mi vida empezó a cambiar, aunque yo aún no lo sabía, claro. En ese tiempo todavía las paladares eran ilegales, por eso el restaurante al que fuimos era muy discreto. Aquella noche estuvo muy bien, comimos rico, nos reímos y tomamos mucha cerveza. En un momento, Leonardo empezó a hablar de su obra. Su proyecto más ambicioso, según contó, era una novela sobre Meucci, el inventor del teléfono. Yo salté inmediatamente aclarando que quien había inventado el teléfono era Bell, Graham Bell, pero Bárbara me interrumpió afirmando que el verdadero inventor era su compatriota Meucci. El escritor retomó la palabra para agregar que, como matemática, yo debía saber que toda verdad es cierta hasta que se demuestra lo contrario y lo contrario era que Meucci había inventado el teléfono, pero no sólo eso, sino que lo había inventado en Cuba. Yo no sabía de qué rayos estaban hablando y, tomando en cuenta la cantidad de cervezas consumidas, pensé que ellos tampoco. Por lo visto, Ángel estaba como yo, porque permaneció callado mientras el escritor seguía su discurso, hasta que, evidentemente, no pudo más, dio dos toques en la mesa con su lata vacía y dijo: Bárbara, ¿tú sabes el tiempo que hace que no tomo cerveza? Ella respondió con una sonrisa y pidió otra ronda. De ese modo, el tema de conversación fue sustituido por las explicaciones de Ángel a Bárbara sobre nuestro nacional estado de carencias, pero ya el nombre de Meucci había sido pronunciado. Fue así como me convertí en la última variable de esta historia y empecé a enredarme con ellos, sin darme cuenta, porque en realidad lo único que a mí me interesaba en esos momentos era Ángel. Cómo conquistarlo de una vez. Cómo salirme de ese círculo de conversaciones y miradas que no llegaban a ninguna parte.

Aquella noche, cuando salimos de la paladar, empezó a levantarse un viento de lluvia. Era agradable. Bárbara propuso seguir de fiesta, pero yo no podía, trabajaba al día siguiente. Ángel dijo que me acompañaría a buscar un taxi. Leonardo miró a la italiana: Si tú quieres… Nos despedimos. Mi costumbre de día era coger botella, pero de noche prefería ir al Capitolio, donde paraban taxis en moneda nacional. Ángel quería acompañarme, así que él marcó el camino. Emprendimos la marcha subiendo por la calle G. Él me hacía reír, a cada rato se detenía abriendo los brazos y su camisa se hinchaba, era un globo, decía que si no lo agarraba se iba a echar a volar. Las calles de La Habana con viento son una maravilla, tienen un extraño encanto, cierto ángel. Él volvió a detenerse con los brazos abiertos gritando: No puedo aguantar más, me voy. Me eché a reír y le tomé una mano para continuar, pero entonces él me sostuvo fuerte y clavó sus ojos en los míos. Me soltó y, muy despacio, alcanzó mi rostro con sus manos; sentí el calor en mis mejillas y su frase “no puedo aguantar más”, susurrada muy serio. Yo también me quedé seria. Y el viento siguió y la camisa de Ángel continuó haciéndose grande, sólo que él acercó su cara a la mía y me besó. Yo lo besé. Nos besamos. Y el viento no dejó de soplar, hundí por fin los dedos en su pelo largo y Ángel con mi cara entre sus manos me siguió besando y pasándome la lengua y las manos por las mejillas y el cuello, hasta que se me cayó un arete. Sí, en medio de aquello sentí que se me cayó un arete, pero es de esas cosas que uno no quisiera sentir y siente. Y dije: Se me cayó un arete. Y entonces él, con total diligencia, se agachó y empezó a buscarlo. Dije que no importaba, no era una joya, pero él que sí, que cómo iba a perder un arete. Yo no lo podía creer. Llevaba más de un mes con ganas de aquel beso. Me entraron ganas de cogerlo por el cuello, pero lo que hice fue gritarle: Soy yo la que no puede aguantar más. Entonces se incorporó, sonrió como un idiota, dijo: Soy un idiota ¿verdad? Y volvió a besarme para que el viento no me llevara lejos. Esa noche, apenas llegamos al apartamento, empezó a llover. Sé que dormimos poco, pero al día siguiente mis estúpidos alumnos me parecieron supersimpáticos y tuvieron la clase más hermosa de todo el curso.

Euclides se alegró mucho cuando le conté que por fin había conocido la carne de los ángeles. La verdad es que aún no podía definir si éramos novios, amantes o qué cosa, porque Ángel era un tipo bien complicado. Yo sospechaba que estábamos apenas en el primer capítulo de una larga historia, pero lo importante era que me sentía feliz. Euclides bromeó acerca del brillo de mis ojos y con una expresión hilarante dijo que había que reconocer que el muchacho tenía buen gusto. Entonces soltó una carcajada antes de afirmar que entre Ángel y él existía un denominador común. Su frase me pareció ingeniosa, por eso no pude olvidarla. No me quedó otra que acompañarlo en la risotada, porque tenía razón, acababa de convertirme en el denominador común entre los cuerpos de dos hombres.

Esta conversación la tuvimos un día mientras caminábamos rumbo a su casa. Un rato más tarde, después de cargar cubos de agua para llenar los tanques, Euclides me hizo la historia de Meucci y supe que en La Habana alguien tenía un manuscrito original sobre la verdadera invención del teléfono. No es extraño entonces que al salir de su casa el mundo me pareciera otra cosa. Ya le dije que una semana atrás en mi vida no había grandes acontecimientos. Pero de improviso todo había cambiado. Absolutamente todo. ¿Comprende?