Quiero expresar un profundo agradecimiento a mi madre, Glòria Fontova, que me ha acompañado incondicionalmente durante el proceso de escritura, ha leído y releído los borradores previos, me ha propuesto mejoras y me ha animado, cuando más lo necesitaba, diciéndome: «Eres una pequeña locomotora, Aina. Tú puedes hacer todo lo que te propongas».
A mi padre, Francesc Xavier Barca, y a mi hermana nepalí, Karuna Gautam, por haber sabido respetar mi necesidad de espacio, de tiempo y de silencio. Y a mi tía, Neus Fontova, por el cariño y la dedicación que ha depositado en la lectura de estas páginas.
A Anna Vallès, a Teresa Puyol y a Maria Navas, tres personas extraordinarias que han leído el manuscrito y me han regalado su opinión honesta y razonada, que me ha permitido revisar y completar el texto desde diferentes perspectivas.
Agradezco el prólogo con que me han obsequiado Cristóbal Colón, fundador de la cooperativa de productos lácteos La Fageda, y Lorena Vázquez, periodista y amiga dispuesta a ofrecernos siempre su apoyo.
Mi gratitud también a Victòria Pradilla, por la revisión del manuscrito original, y a Lluís Pérez-Carrasco, por la traducción al castellano.
Finalmente, quiero dar las gracias a todos los socios, donantes, voluntarios, asociaciones y entidades que forman parte de nuestra Familia y que colaboran activamente. Sin vosotros, nada de lo que narro en este libro habría sido posible.
Cada cicatriz quedará aquí para contar su historia, y al final de tu vida tendrás que agradecer todas aquellas líneas escritas sobre tu piel. Ellas te harán ser libro, tomo, trilogía: la enciclopedia inacabable de la vida.
MARWAN ABU-TAHOUN RECIO
No suelo hablar de mis recuerdos de infancia y de adolescencia ni de nada anterior a mi viaje a Nepal. No obstante, me gustaría mostraros brevemente cómo era mi vida en Barcelona, ya que mis raíces siguen y seguirán estando siempre allí.
Empezaré por el principio. Nací en abril de 1991, fruto de un padre y una madre increíbles; él, profesor de matemáticas y ella, lingüista. Mi familia es pequeña, y, aunque yo deseaba hacerla crecer, y cada Navidad pedía a los Reyes Magos que me trajeran una hermana, esta nunca llegó. Mis padres quisieron que fuera su única hija para poder dedicarse plenamente a mí y ofrecerme lo mejor que tenían en cada momento. Y hoy, que lo veo con perspectiva, puedo decir que mis padres fueron siempre mis Reyes Magos; no solo me regalaron la vida, sino también la estima, la educación, la formación y los valores que hoy me hacen ser quien soy.
Crecí en un entorno de clase media y, aunque nunca me faltó de nada, en casa predominaba un ambiente de austeridad; ni los lujos ni todo lo que se consideraba un capricho innecesario abundaron nunca en mi vida. La educación, en cambio, fue siempre una prioridad. Mis padres me criaron bajo una gran disciplina y, entre normas y reglas, me inculcaron que mi responsabilidad era estudiar y sacar buenas notas. Me decían que la educación me permitiría ser libre cuando fuera mayor y, aunque yo entonces no lo entendía, siempre procuré ser una buena estudiante. Aparte de la formación académica, también dieron mucha importancia a la educación musical y a la actividad deportiva, y, así, el lenguaje musical, el piano, la flauta, el canto coral, la natación y la natación sincronizada fueron llenando todas mis tardes.
Cuando tenía cuatro años oí hablar por vez primera de la guerra; la guerra de Bosnia. Por televisión aparecían imágenes de numerosos atentados contra la población civil y también de miles y miles de personas que abandonaban su tierra. Ver la realidad de los niños bosnios me impactó mucho. Creo que fue la primera vez que me sentí realmente afortunada de vivir donde vivía. Y, en cierto modo, en la medida en que lo pueden entender los niños, comprendí que los alimentos, la seguridad y la escuela que mis padres me ofrecían cada día para aquellos niños era un privilegio inalcanzable. Le pregunté a mi madre qué podía hacer yo por aquellos niños, y si les podía enviar mi comida o mis libros. Ella no me respondió. Se limitó a mirarme con mucho amor y esbozó una media sonrisa. Los niños de Bosnia continuaron presentes en mi cabeza durante mucho tiempo.
Lejos de su realidad, sin embargo, mi infancia fue feliz; creo que no hay ni una sola fotografía de cuando era pequeña donde no aparezca sonriendo. Fui una niña muy imaginativa que siempre solía estar inmersa en un mundo mágico. Mi juego preferido era crear historias y sumergirme en ellas representando sus personajes: hablaba como ellos, sentía como ellos y vivía dentro de su piel. Mi madre era cómplice de todas mis historias. Habíamos inventado una palabra mágica, barrabarrabum, que usábamos como pasaporte de entrada a ese mundo ficticio donde pasábamos horas y horas. Unas veces yo hacía de madre, y mi madre hacía de hija; otras, yo era la profesora de música y ella la alumna, o también nos convertíamos en dos amigas que tomaban café y hablaban sobre sus hijos. La verdad es que no importaba cuál fuera el argumento, sino la intensidad con la que yo lo vivía; la empatía y la carga de sentimientos que depositaba en el personaje convertían cada una de las tramas en única e irrepetible. Cuando acabábamos de jugar y dejábamos atrás la imaginación, volvíamos a decir la palabra mágica: ¡barrabarrabum!
Pronuncié esta palabra por última vez a los siete años, cuando murió mi abuela. Poco después también murió mi abuelo, y no mucho más tarde, mi otra abuela. Supongo que el cáncer no entiende de magia y se los fue llevando a todos, uno a uno. Conocí la muerte desde muy pequeña y ella pintó todas mis historias de negro; la ausencia de los abuelos puso el punto final a mi infancia. Todo lo que viene a continuación transcurrió muy deprisa.
* * *
Me hice mayor muy pronto, quemé rápidamente todas las etapas. Cuando iba al instituto, entre mis amigos, siempre fui la primera en todo. Fui la primera en tener pareja, la primera en trabajar y la primera en independizarme de mis padres. Mis amigos solían pedirme consejos para afrontar todas las situaciones que yo había vivido antes que ellos, y supongo que fue así como terminaron llamándome «la psicóloga del grupo». Yo siempre estaba allí para escucharlos y para intentar protegerlos, porque no quería que cometieran los mismos errores que yo había cometido. Y a mí seguía intentando protegerme mi madre, aunque en ese momento yo ya no la hacía cómplice de ninguna de mis historias.
La adolescencia fue un capítulo complicado. Durante mucho tiempo mi mundo solo giraba en torno a mi imagen: debía vestir perfecta, lucir perfecta y, en definitiva, ser perfecta. Fui esclava de unos estereotipos de belleza que son completamente inalcanzables, y eso me llevó a vivir momentos realmente oscuros. En mis peores días, siempre encontré un refugio en la escritura; le dedicaba muchas horas porque de alguna manera escribir me liberaba. Todas mis historias tenían un punto en común: eran historias de sufrimiento, de despedidas o de pérdidas. Eran historias de vidas duras, pero de mujeres fuertes; mujeres que siempre salían adelante luchando contra prácticamente todo y todos.
Yo luchaba contra mí misma. Era una batalla silenciosa, pero mis padres la sufrieron directamente, ya que, en aquella época, siempre solía estar enfadada con ellos. Inconscientemente, les recriminaba que hubieran dedicado tanto tiempo a mi educación, pero que nunca me hubieran enseñado cómo encajar en una sociedad que valoraba las mujeres por la belleza y no por la generosidad, la honestidad y todos los demás valores que me habían transmitido. Tardé unos años, pero al final acabé venciendo mi guerra interior. Y me di cuenta de que mi resentimiento no tenía nada que ver con mis padres, sino únicamente con mi deseo de ser aceptada en un mundo que yo no acababa de comprender. Mi victoria me hizo fuerte, como las protagonistas de las historias que escribía. Desde entonces, la expresión «yo puedo con todo» se convirtió en mi lema personal.
A los dieciocho años, movida por aquella vocación de servir a los demás que ya me venía de niña, empecé a estudiar Trabajo Social en la Universidad de Barcelona. La vida universitaria fue muy diferente de lo que me había imaginado: ni asambleas de estudiantes ni actividades culturales ni cervezas en el bar. No tenía tiempo para nada de eso. Todo lo que recuerdo de aquellos años es que yo siempre iba corriendo para compaginar los estudios con el trabajo, para gestionar el piso donde vivía con mi pareja y para llegar a fin de mes. A pesar de los pesares, siempre pude con todo.
A los diecinueve años empecé a trabajar en un centro para chicos y chicas con pluridiscapacidad y ese trabajo me hizo cambiar la manera de entender la vida. Aquellos chicos fueron los mejores maestros que he tenido; verlos era aprender cada día. Ellos no tenían una figura perfecta ni una carrera brillante ni muchos ingresos ni éxito ni popularidad. Sin embargo, tenían algo mucho más importante: tenían la fórmula de la felicidad; una fórmula que a mí me había pasado por alto. Gracias a ellos volví a conectar con la magia que había perdido y empecé a redactar una nueva historia con un final feliz, y utilicé las líneas escritas en el pasado para crear la mejor versión de mi persona. Al fin y al cabo, dicen que vivir consiste en eso. Y aquellos chicos y chicas sabían cómo vivir mucho mejor que nadie.
No necesitamos magia para cambiar el mundo. Tenemos todo el poder que necesitamos dentro de nosotros: el poder de imaginar algo mejor.
J. K. ROWLING
Viajar siempre había sido una de mis grandes pasiones. Desde los catorce años me rondaba por la cabeza la idea de hacer un voluntariado internacional, pero todo el mundo me decía que aún era demasiado joven para hacerlo. A los dieciséis años empecé a compaginar los estudios con un trabajo de dependienta en una zapatería del barrio con el objetivo de ahorrar y poder realizar mis primeros viajes. Pero, cuando comencé a contactar con organizaciones no gubernamentales, comprobé que la mayoría de ellas no aceptaban voluntarios que no hubieran cumplido los veintiuno. Y, mientras esperaba con resignación que me llegara la edad, iba viajando cada verano por varias ciudades de Europa como París, Berlín, Estocolmo o Copenhague; en esta última ciudad viví durante medio año para ampliar mis estudios de Trabajo Social y practicar el inglés. También estuve en Estambul y en Marrakech, dos lugares que me fascinaron especialmente y que me hicieron mantener más viva que nunca la idea de hacer un voluntariado en el extranjero.
Por fin llegó el verano de 2012: ya tenía veintiún años y una ilusión que no cabía dentro de mí para realizar ese voluntariado internacional que esperaba hacía tanto tiempo. Muchas veces me han preguntado: «¿Por qué elegiste Nepal, Aina?». Y la respuesta es que no lo sé. No sé si se trató del destino o si solo fue fruto de la casualidad. Y es que, en realidad, al principio yo quería ir a la India; la India no solo me cautivaba, sino que me llamaba desde hacía muchos años. Pero, más allá del país que acabara eligiendo, lo que tenía muy claro era que quería trabajar con niños y niñas con discapacidad intelectual. Todo el mundo tiene ganas de estar con los otros niños, de hacerse fotos y de colgarlas en las redes sociales, pero la cosa cambia cuando el niño babea o no es capaz de controlar sus esfínteres. Yo quería aportar algo de mi experiencia en el ámbito de la diversidad funcional y aprender a trabajar en un lugar diferente y con pocos recursos. Y estaba dispuesta a ir dondequiera que pudiera hacerlo.
A través de una organización española que gestionaba voluntariado internacional, contacté con una casa de acogida situada en el sur de Nepal, concretamente en la ciudad de Hetauda. Allí vivían niños y niñas con situaciones muy diversas: algunos eran huérfanos, otros provenían de familias muy pobres y también había niños con diferentes tipos de discapacidad física, sensorial o intelectual. Yo tenía muy poca información sobre Hetauda y la guía de viaje que había comprado de esta ciudad tan solo decía: «Parar únicamente en caso de tener que cambiar de autobús». A pesar de ello, no dudé ni un momento en decidirme, sentía que ese era el lugar adonde tenía que ir. Lo sentía de una manera muy intensa.
Unas semanas antes de partir, empecé a preparar el equipaje. Para mí, más allá de la ropa y de todos los medicamentos que mi madre quería que me llevase «por si acaso», era muy importante llevar material para organizar actividades de ocio con los niños. Elegí cada detalle con meticulosidad, teniendo en cuenta el factor cultural y la gran variedad de niños que vivían en la casa. Lápices de colores, bolitas para hacer pulseras, cuerdas de saltar, rompecabezas y otros juegos llenaron más de la mitad de mi maleta. Y fue así, agobiada con la preparación de todo el material, como empecé a amar a aquellos niños mucho antes de conocerlos.
* * *
Aterrizar en Nepal, a diferencia de lo que tanto me habían advertido amigos y familiares, no me supuso ningún choque emocional. Desde el primer momento en que pisé aquella tierra, noté un sentimiento de familiaridad con el entorno. Nunca antes había estado allí, pero era como si ya lo conociera. Al aeropuerto me vino a buscar un guía que me acompañaría los tres primeros días para hacer turismo por la capital. Me recibió con una sonrisa en la cara y un «namasté» entre las manos. Recuerdo que lo primero que me dijo era que parecía una chica nepalí, y yo, a pesar de creer que no tenía razón y sin saber muy bien qué responder, le di las gracias. Poco después constaté que casi todas las personas que iba conociendo me repetían exactamente lo mismo. Quizás sí que parecía una chica nepalí –pensé–, o quizás es que por algún extraño motivo yo no tenía que ir a la India sino a Nepal, un país que me acogía con los brazos abiertos.
Durante los primeros días visité los numerosos templos y las pagodas budistas que dan sentido al lema «Nepal: never end peace and love».2 Pero, aparte de esos rincones de paz, también conocí una Katmandú frenética, caótica y llena de contrastes. No recuerdo nada que me sorprendiera especialmente: ni el barullo del tráfico ni el ruido de los cláxones ni la maraña de los cables eléctricos que decoran permanentemente las calles. Al contrario, me quedé maravillada de ver cómo, en medio de aquel caos, residía una cierta armonía que hacía que todo se mantuviera en equilibrio, siguiendo una especie de orden desordenado.
Para ir de Katmandú a Hetauda hay que franquear dos montañas utilizando un servicio público de jeeps llamados Tata Sumo. Si todo va bien, y no hay retenciones, desprendimientos ni ningún otro obstáculo, el viaje dura unas cuatro horas, aunque la distancia es solo de ochenta kilómetros. El día que fui a Hetauda hacía mucho calor y en el jeep íbamos todos muy apretados. A mi lado se sentaba una mujer mayor que apoyó su cabeza sobre mi hombro y se puso a dormir. En un primer momento me sorprendió, pero no tardé mucho en hacer lo mismo, y apoyé mi cabeza sobre la suya. De vez en cuando, el jeep daba alguna sacudida y nos propinábamos un golpe, cabeza con cabeza, que me hacía despertar bruscamente. Entonces me quedaba un rato mirando por la ventana los zigzags de aquel camino estrecho y embarrado por las lluvias del monzón. «Es un poco peligroso», pensaba, pero en ese momento no me importaba mucho, porque lo único que deseaba era llegar a Hetauda y conocer a aquellos niños y niñas.
* * *
La bienvenida a la casa de acogida fue un momento muy especial. Los niños estaban en una sala, haciendo pulseras con un grupo de voluntarios que habían llegado unos días antes que yo. Me senté junto a una niña de unos cinco años que se llamaba Ansu. Ella se esforzaba en hacer pasar el hilo por las bolitas de colores, pero no lo conseguía, y empecé a ayudarla. De repente, desde la otra punta de la sala se me acercó un niño, me dio una pulsera y me dijo: «Esto es para ti, miss; bienvenida, Aina miss». Poco después fueron viniendo otros niños y niñas que me fueron poniendo brazaletes en las muñecas mientras repetían: «Bienvenida, Aina miss, bienvenida, Aina miss». Y con ese gesto me hicieron sentir plenamente acogida.
Los primeros días me centré, sobre todo, en observar el funcionamiento y las dinámicas de la casa de acogida. Allí dentro, igual que en Katmandú, todo era un caos. Los cuarenta y cinco niños que vivían en la casa eran encantadores, pero poco civilizados. Cosas tan sencillas como ponerse el uniforme escolar, ir a comer de manera ordenada o ducharse se convertían en un verdadero reto. El hecho de que fueran tan diferentes unos de otros lo complicaba todo aún más. Los niños sordos, por ejemplo, no oían las indicaciones de las trabajadoras y los que tenían discapacidad intelectual necesitaban ayuda para realizar las tareas cotidianas más sencillas. A pesar de todo, en medio del desorden, las carreras, los gritos y alguna que otra pelea, era como si hubiera una fuerza superior que hacía que todo fluyera con normalidad y que dentro de ese caos se pudiera encontrar una cierta armonía.
Las trabajadoras contribuían al buen funcionamiento de la casa tanto como podían y sabían. La mayoría de ellas eran chicas jóvenes procedentes de zonas rurales que habían ido a Hetauda a estudiar y cuidaban a los niños a cambio de un par de comidas al día y un lugar donde dormir. También había una anciana a quien todo el mundo llamaba Aama –que significa «madre» en nepalí– que trabajaba, al igual que las otras, a cambio de techo y comida. Todas las trabajadoras eran estupendas y no paraban ni un momento: lavaban, fregaban, cocinaban y corrían detrás de los niños y los vigilaban. A veces, sin embargo, yo notaba que les faltaban recursos, no solo para poder cuidarlos, sino también para educarlos.
Los voluntarios también vivíamos en la casa de acogida y, sin quererlo, hacíamos crecer el desorden que reinaba allí dentro. Y es que nuestra presencia, simplemente por el hecho de ser extranjeros y tener un color de piel diferente, alborotaba aún más a los niños. Y, cuando organizábamos actividades y usábamos los lápices de colores y los diversos juegos que había traído desde Barcelona, la situación se volvía aún más incontrolable: todos querían apropiarse de ese material y discutían y se pegaban entre ellos para conseguirlo. A veces, el presidente de la casa daba un grito desde la entrada que sonaba igual que un toque de queda. Entonces, parecía que las trabajadoras se convirtieran en un cuerpo policial que, armado con ramas de árboles, hacía que se terminaran las actividades de golpe y volviera el silencio a la casa.
* * *
Nunca he podido olvidar la primera vez que presencié cómo una trabajadora golpeaba a unos niños con una de aquellas ramas. Yo estaba allí en medio, y, aunque sentía el impulso de quitarle la rama de las manos y pedirle que se detuviera, sabía que no podía hacerlo para no desacreditarla. Salí de la casa con lágrimas en los ojos y empecé a caminar calle abajo sin saber muy bien adónde dirigirme, con una fuerza que me empujaba a alejarme de allí. «Quizá no estoy preparada», pensaba. Habría sido capaz de vivir en situaciones de pobreza mucho más extremas, con pocos recursos e incluso con falta de alimentos. Pero no, no podía convivir con la violencia ni entender la educación desde una base que no fuera la del amor. En un momento determinado me detuve, me detuve literalmente en medio de la calle, y detuve, también, mis pensamientos. Y entonces pude escuchar mi voz interior y comprendí que yo no había ido a Hetauda solo para organizar unas pocas actividades de ocio, sino para impulsar un cambio. Un cambio que, aunque fuera pequeño, ayudara en cierta medida a la vida de aquellas criaturas.
La célebre frase «la violencia genera violencia» se hacía más cierta que nunca en la casa de acogida. Los niños se pegaban unos a otros porque las trabajadoras también les pegaban para que obedecieran. Se pegaban unos a otros porque la violencia había sido completamente normalizada en su entorno. No era culpa de nadie, ni suya ni de las trabajadoras; era una costumbre arraigada, un círculo vicioso en el que todo el mundo estaba implicado. Yo creía que esa cadena se podía romper a través de la educación, del diálogo y, sobre todo, del amor. Y, a partir de ese día, cada noche, cuando los niños ya dormían, empecé a reunirme con las trabajadoras de la casa para explicarles la importancia de educar a los niños sin tener que utilizar los golpes y enseñarles nuevos métodos educativos que supusieran una alternativa a la violencia.
Aquellas reuniones no eran fáciles, la mayoría de las chicas no entendían el inglés y, en ese momento, yo tampoco era capaz de pronunciar más de dos o tres palabras en nepalí. Pero, a través de monosílabos, mímica y mucha voluntad por parte de todas, poco a poco fuimos entendiéndonos. Una de las chicas, Karuna, parecía la más predispuesta a seguir mi propuesta. Ella trabajaba de aprendiza en el taller de costura que había en la casa y, por las tardes, cuidaba a los niños igual que hacían las otras. Mientras yo hablaba, su mirada atenta y dulce me confirmaba que todo aquel esfuerzo valdría la pena.
* * *
Durante aquel mes apenas salí de la casa de acogida. Había mucho que hacer con los niños y las trabajadoras no podían con todo. Cada día desde las cinco y media de la madrugada hasta la hora de ir a dormir, a las nueve de la noche, yo participaba en todas sus rutinas. Era un no parar, pero me sentía feliz de estar con ellos. A primera hora, coincidiendo con la salida del sol, los niños practicaban meditación; era muy curioso ver cómo se concentraban en hacer los ejercicios respiratorios y los estiramientos. Los niños mayores dirigían las sesiones y, a veces, se enfadaban con los pequeños porque se quedaban dormidos. Cuando acababa la meditación, hacían los deberes de la escuela y me pedían que los ayudara con las matemáticas y el inglés. Era difícil para ellos concentrarse, porque eran muchos y el espacio era reducido, pero intentábamos, a menudo trabajando contra reloj, terminar todos los deberes antes de la hora del desayuno. A las nueve de la mañana comían un plato de arroz y se preparaban para ir a la escuela. Yo solía ayudar a los más pequeños a abrocharse los botones del uniforme y a preparar la mochila.
Mientras ellos estaban en la escuela, yo pasaba mucho tiempo con las trabajadoras y las ayudaba a fregar, lavar los platos y tender la ropa. Las chicas, sin embargo, no siempre me dejaban ayudarlas, porque creían que por ser extranjera aquellas tareas no eran dignas de mí. Me costó unos cuantos días conseguir que me vieran como una más. Y, aunque poco a poco fueron aceptando mi ayuda, ellas seguían siendo muy tímidas y reservadas. Karuna era la más introvertida de todas. Yo solía pasar muchos ratos con ella en el taller de costura: ella cosía y yo preparaba actividades para hacer con los niños. En esos ratos intercambiábamos algunas palabras y así, poco a poco, empezamos a tejer nuestra amistad.
Por las tardes, cuando los niños volvían de la escuela y acababan de merendar, procuraba organizar alguna actividad de ocio que sustituyera a la televisión. Los niños estaban acostumbrados a pasar muchas horas mirando telenovelas de Bollywood, pero yo creía que pintar, bailar, cantar o hacer deporte les sería más provechoso. Ellos se lo pasaban muy bien, reían y sonreían sin parar, y poco a poco, a través de esos juegos, también iban aprendiendo a compartir el material. Aun así, el temido toque de queda siempre acababa llegando. Cuando el grito del presidente sonaba desde la puerta de entrada, los niños corrían a esconderse donde podían y a menudo terminaban ocultándose detrás de mí. Y creo que fue así, entre penas y alegrías, como poco a poco fuimos convirtiéndonos en una familia. Una gran familia.
Los niños eran increíbles, no solo por todas las cualidades que tenían, sino también por todo lo que habían aprendido por el hecho de crecer en medio de aquel caos armónico. Su instinto de supervivencia era lo que más me maravillaba. A pesar de que les faltara una pierna o una mano, fueran sordos o provinieran de familias muy humildes, todos los niños habían desarrollado una capacidad de supervivencia extraordinaria. Todos menos tres: Kumar, Sandhya y Kiran. Y quizá por este hecho Nepal se convirtió en mi destino.
No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar. Estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar.
ANGELA DAVIS
Kumar, Sandhya y Kiran tenían discapacidad intelectual, y esto los hacía mucho más vulnerables que el resto de los niños. Desde el primer momento me di cuenta de que las rutinas de la casa de acogida no estaban pensadas para ellos. Solían quedarse apartados en un rincón, al margen del ritmo frenético del entorno y sin participar en ninguna de las actividades. Y a la hora de disfrutar de cualquier pequeño privilegio, ellos siempre eran los últimos. Eran los últimos en ducharse, los últimos en tener ropa nueva los días que se hacía reparto, los últimos en escoger el juego que querían y los últimos en recibir la atención de las trabajadoras y de los voluntarios. Los otros niños, movidos por su indomable instinto de supervivencia, se les adelantaban una y otra vez. Y ellos nunca se quejaban de nada.
Kumar, Sandhya y Kiran no tenían voz y no podían expresar nada de lo que querían o sentían. Su vida, dentro de la casa de acogida, se reducía solo a comer y a dormir, y eso es lo que hacen los animales, no lo que deberían hacer los niños. Se me partía el corazón cuando pensaba en todo lo que podrían y sabrían hacer si hubieran sido estimulados desde pequeños. Pero para ello les hacía falta disponer de un entorno familiar adecuado, de una escuela de educación especial y de una sociedad inclusiva. Y ellos no tenían ninguna de las tres cosas.
* * *
Kumar, Sandhya y Kiran eran huérfanos, o al menos eso es lo que me había explicado el presidente de la casa de acogida. La única familia que tenían eran los cuarenta y dos niños y las seis trabajadoras que también vivían allí. Ellos eran sus hermanos y sus hermanas, y parecía que también tenían que ser ellos los responsables de estimularlos y de enseñarles a ser autónomos. Los niños de la casa, sin embargo, solo eran niños, y no podían asumir un rol que no les correspondía. Y las trabajadoras, aunque tenían responsabilidades en la casa, eran demasiado jóvenes aún para hacerse cargo de aquellos tres niños que necesitaban una atención especial. Dentro de aquella gran familia no había nadie preparado para enseñar a Kumar, a Sandhya y a Kiran todas las cosas que eran capaces de hacer; no había nadie que se preocupara por ellos ni que velara por su bienestar. Y supongo que fue así como, sin darme cuenta, me atribuí la función de madre y padre de estas tres criaturas.
La higiene se convirtió en una de mis prioridades. Me daba igual cambiarles los pantalones cada vez que se hacían sus necesidades encima o ayudarlos a lavarse o despiojarse. No sentía ningún tipo de repulsión porque no había barreras entre nosotros. No sucedía lo mismo, sin embargo, con las trabajadoras de la casa; para ellas, ver las partes íntimas de un niño mayor de cinco años era considerado casi como un acto impuro. Kumar, Sandhya y Kiran ya rondaban los diez años, y supongo que eso explicaba las condiciones en que los había encontrado el día que llegué a la casa: sucios, con los pantalones permanentemente empapados de orina y el pelo lleno de piojos. Intenté hablar con las trabajadoras sobre la importancia de la higiene de estos niños, pero fue todo un escándalo. Y, sobre todo, cuando me refería a las partes íntimas, tenía la sensación de que ellas lo percibían casi como un acto de infidelidad a su futuro marido.
«Solo las mujeres casadas y con hijos pueden lavar a los niños», me aclaró el presidente de la casa. Y de todo el equipo de trabajadoras solo Aama cumplía este requisito. Por lo tanto, todo el trabajo de higiene recaía en ella. Yo sabía que se trataba de un tabú propio de su cultura e intenté entender a las chicas, pero era incapaz de comprender que estas creencias pasaran por encima del bienestar de los niños. A pesar de lo que yo pensara, no me quedó más remedio que resignarme a aceptar que Aama era mi única aliada en la higiene infantil. Pasé muchas horas con ella y le intenté explicar la importancia de cambiarles los pantalones siempre que fuera necesario en vez de dejar que fueran sucios durante horas o incluso días, como solía ocurrir. Pero Aama no era capaz de entender todo lo que yo le decía, y a menudo se cansaba de escucharme y se ponía a barrer el suelo mientras refunfuñaba en voz baja. La higiene fue una batalla perdida.
Otra de mis batallas, como madre y padre de esos niños, fue establecer unos límites. Siempre he creído que educar también consiste en eso, y durante ese mes procuré trazar unas fronteras para mostrarles a Kumar, a Sandhya y a Kiran lo que era aceptable y lo que no lo era. La violencia, por ejemplo, era inaceptable. Tengo grabado en la memoria un día en que Kumar pegó a la niña más pequeña de la casa y yo, mientras me hacía la enfadada, le explicaba que pegar a los demás no estaba bien. En ese momento, el presidente de la casa de acogida me interrumpió y me dijo: «Aina, Kumar no tiene mente; no lo regañes, él no tiene mente». Me quedé atónita. No pude articular palabra para responder a eso que me parecía una barbaridad. Hasta entonces nunca había conocido a ningún niño «sin mente»: Kumar, Sandhya y Kiran fueron los primeros.
* * *
En Hetauda no había ninguna escuela para niños con discapacidad intelectual. Tampoco la había en todo el distrito de Makwanpur, que abarca un territorio de 2.500 km2 y tiene una población de casi medio millón de habitantes, del cual Hetauda es la capital. Kumar, Sandhya y Kiran, de vez en cuando, si el autobús los recogía, asistían a una escuela para niños sordos, pero ellos no lo eran. Yo sentía curiosidad por ver qué aprendían exactamente en ese centro, porque hasta entonces nunca había conocido a ningún niño con discapacidad intelectual tan poco estimulado como lo estaban ellos. Parecía como si nunca hubieran sido escolarizados.
La escuela para niños sordos, desde fuera, parecía una más entre otras: una gran extensión de terreno y un conjunto de edificios de aspecto humilde que albergaban las distintas clases. Por dentro, sin embargo, tenía su propia historia, y yo la conocí de la mano de Jiba, un profesor sordo que me acompañó durante todo el día. La comunicación entre nosotros era complicada –él no oía y yo no conocía la lengua de signos–, pero una libreta y un lápiz terminaron siendo la solución. Nos sentamos largo rato en la sala de maestros y Jiba fue escribiendo la trayectoria, los problemas y los planes futuros de aquel centro. Y yo leí el texto con atención, pero no supe leerlo entre líneas.
miss
El presidente me llamó desde la puerta y me dijo que el jeep me estaba esperando. Yo seguí abrazando a cada uno de los niños sin querer desprenderme de ellos, sin querer dejarlos. Pero cada abrazo que les daba encerraba el sabor amargo de un adiós. Subí al jeep con los ojos llorosos y el corazón encogido. Pensaba que aquella historia ya se había acabado y que todas las sonrisas y los momentos vividos en la casa pasarían a formar parte de un álbum de fotografías. Volvía a Barcelona sin querer volver, y, mientras el jeep deshacía el camino de curvas que había recorrido un mes antes, sentía que una parte de mí había quedado anclada al otro lado de aquellas montañas. Una parte de mí permanecería para siempre en Hetauda.