MIQUEL PORTA PERALES
SUMISIÓN EN LA GRANJA

LA OBEDICIENCIA OS HARÁ LIBRES

 

 

 

 

 

Publicado por

ECONOMÍA DIGITAL, S. L.

Rambla de Catalunya, 98, 7è, 1a

08008 barcelona

© de esta edición

Economía Digital, S. L.

primera edición: Abril de 2019

coordinación: Víctor Igual Molina

maquetación: Economía Digital, S. L.

isbn: 978-84-09-05955-3

 

 

 

 

 

No se permite la reproducción total o parcial de este libro,ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los africanos afirman ahora que solo hay una cosa todavía peor que ser explotados por las multinacionales: no ser explotados por ellas.

hans magnus enzensberger

 

 

El cínico es un sinvergüenza cuya visión defectuosa le hace ver las cosas tal como son y no como deberían ser.

ambrose bierce

 

 

Nunca comprenderás a las personas hasta que seas capaz de ver las cosas desde su punto de vista.

gregory peck

Contenido




prólogo. George Orwell, de nuevo

1 La rebelión se impone en la Granja Manor y el animal derroca al hombre

2 La sumisión se impone en la Granja Animal y el hombre domestica al animal

Epílogo A vista de cuervo

 

prólogo
GEORGE ORWELL, DE NUEVO

 

 

 

 

 

La de George Orwell es una vida y una obra llena de contrastes e incoherencias. El George Orwell partidario de la descolonización que quiere convertir la India en un dominio de Gran Bretaña y está al servicio de la policía imperial india en Birmania; el refinado estudiante de Eton que se establece en los barrios pobres de París y Londres para conocer la injusticia y combatir la miseria de las clases trabajadoras y es incapaz de superar la desconfianza que siente frente a los pobres y la gente «de color»; el combatiente de la España republicana que critica el totalitarismo comunista pero no el anarquista o trotskista; el pensador que reivindica la libertad individual, pero muestra su aprecio por la fraternidad espontánea de la masa; el teórico que apuesta por la democracia y desacredita la concepción liberal de la representación política; el político que critica el control del Estado, la colectivización y la burocratización, pero aplaude el socialismo y milita en las filas de un Partido Laborista Independiente (ILP) que bascula entre la Internacional Comunista y el trotskismo; el intelectual que se opone al despotismo comunista —fue uno de los primeros en identificar comunismo y fascismo—, pero salva al marxismo aun reconociendo que «puede que sea una teoría equivocada»; el periodista que señala los peligros de la sociedad controladora y delata a supuestos estalinistas. Ese George Orwell que pretende alejarse de la utopía, pero añora al Oscar Wilde del bucólico El alma del hombre bajo el socialismo.

Con semejante tarjeta de presentación, se entiende que Orwell sea hoy reivindicado por un variopinto conjunto de movimientos e ideologías, entre los cuales se encuentran trotskistas, anarquistas, antiautoritarios, socialistas o neoconservadores. Así las cosas, surge la pregunta de quién es George Orwell, quién es ese escritor y periodista británico —de nombre Eric Arthur Blair, nacido en Bengala en 1903 y muerto en Londres en 1950— que genera por igual filias y fobias. Ese Orwell contradictorio, cargado de prejuicios conservadores, que raya la misantropía y la misoginia, que trata con cierto desdén a homosexuales y judíos, anticapitalista con toques iluminados que se atribuye la capacidad de distinguir el bien del mal y cree estar en posesión de la verdad y la objetividad.

George Orwell pone en evidencia la paradoja del intelectual que, lejos de su torre ebúrnea, se enfrenta a la realidad del colonialismo y de una Europa en que el fascismo y el comunismo campan por sus respetos. Y alguna cosa hay que hacer. Ante tan singular coyuntura, Orwell muestra sus límites y contradicciones.

¿Quién es George Orwell? Concedamos la palabra al propio personaje. «Si uno mira dentro de sí mismo, ¿quién es, don Quijote o Sancho Panza? Casi con toda seguridad, uno es ambos». Un buen ejercicio de autoanálisis. George Orwell frente a George Orwell.

Si hay pensadores que son incapaces de superar los límites de su tiempo, los hay que son incapaces de superar las fronteras de sus convicciones y debilidades. George Orwell, por ejemplo. Otra vez la pregunta: ¿Quién es George Orwell? Sí, un cúmulo de ilusiones y discordancias. Pero, hay algo más. Ese final que enturbia una trayectoria. Timothy Garton Ash toma la palabra.

El 25 de septiembre de 2003, en The New York Review of Books, el historiador y periodista británico Garton Ash publica un artículo titulado «Orwell’s List». El secreto a voces —Bernard Crick había hablado del tema en 1982, el 11 de julio de 1996 The Guardian avanzó la noticia en una pieza titulada «Orwell entregó una lista negra de escritores a un servicio de propaganda antisoviética», y Peter Davison en 1998 corroboró la existencia de esa lista— se hace público. ¿Qué hay en esa lista de George Orwell? La relación de «criptocomunistas» que facilitó el 4 de mayo de 1949 al Departamento de Información del Foreign Office (IRD), cuya misión, entre otras, era la de producir propaganda anticomunista. Una lista que está en los Archivos Nacionales Británicos con la signatura FO 1110/189. Orwell facilitó a dicho organismo treinta y ocho nombres —al parecer, un extracto de otra lista de más de cien nombres que se encuentra depositada en el Archivo Orwell del University College de Londres— de periodistas, actores e intelectuales que «en mi opinión son criptocomunistas, compañeros de viaje en quien no se debe confiar». Al parecer, la lista fue escrita, y entregada, a instancias de Celia Kirwan, una hermosa mujer de la cual George Orwell estaba enamorado y que trabajaba para el IRD.

En la lista de Orwell —un cuaderno azul, escrito con pluma y lápiz, con tres columnas por página: Nombre, Trabajo, Comentarios— aparecen actores (Charlie Chaplin o Michael Redgrave), cineastas (Orson Welles), dramaturgos (J. B. Priestley), historiadores (Edward H. Carr o Isaac Deutscher), politólogos (Stefan Litauer), escritores (John Steinberg o George Bernard Shaw), editores (Kingsley Martin), periodistas (Marjorie Kohn o John Anderson), corresponsales (Walter Duranty), poetas (Tom Driberg) o músicos (Paul Robeson) que son clasificados como «apaciguadores», «deshonestos», «compañeros de viaje», «prorusos», «tontos simpatizantes» o «estúpidos». Algunos nombres aparecen con uno o dos signos de interrogación, o subrayados en rojo, o con asteriscos en rojo y azul, o con tachaduras que rebelarían la mala conciencia del autor de la lista. Orwell —meticuloso— distingue entre «cripcomunistas», simpatizantes, y «F. T.» (fellow travelers). ¿Un delator? ¿La personalización del Gran Hermano que él mismo describió? Al respecto, los orwellianos de pro, o bien eluden el asunto, o bien, amparándose en una carta del autor, hablan de «chisme», «infundio» y «calumnia», al tiempo que afirman —por ejemplo: los editores en lengua francesa de la obra del autor: Éditions Ivrea y Éditions de l’Encyclopédie des Nuisances— que el escritor británico únicamente «sugería desconfiar» de quienes «ejercían una actividad pública y en función de esta podía hacerse, como él, una idea de su estalinofilia».

Timothy Garton Ash va más allá del informe para fijarse en su contexto. Señala que en 1949 Orwell estaba gravemente enfermo, que temía que Gran Bretaña —por eso escribió 1984— sucumbiera al totalitarismo comunista, que aún recordaba la experiencia vivida en Cataluña durante la Guerra Civil española, que tenía noticias del avance —conquista de Checoslovaquia— del comunismo en Europa, que temía que las naciones occidentales perdieran la Guerra Fría en ciernes, que sospechaba que la opinión pública se había obnubilado con el comunismo soviético, que recelaba de muchos intelectuales que admiraban el comunismo y se habían afiliado secretamente —de ahí, lo de «criptocomunistas»— al Partido Comunista y a los servicios secretos de la Unión Soviética. Quizá.

En este contexto, aparece Animal Farm. Orwell tuvo muchos problemas para publicar Rebelión en la granja. En concreto, el original fue rechazado por cuatro editores que lo consideraban, o demasiado de derechas, o demasiado de izquierdas, o demasiado claro —esa era la opinión del editor de izquierdas Victor Gollancz, que negó la publicación del libro por razones ideológicas— al sostener que la verdad no es un concepto relativo. Por otro lado, el libro —conviene recordarlo, una denuncia del comunismo y el estalinismo en que aparecen determinados animales que representan a Lenin, Stalin o Trotski— fue considerado entonces como políticamente incorrecto por algunos editores que orbitaban alrededor del marxismo y el comunismo.

Para completar el retrato, vale decir que algunos editores de inclinación liberal o socialdemócrata —es el caso de Jonathan Cape, que rechazó el libro por impolítico— lo consideraron políticamente inoportuno, porque podía molestar a la URSS y a Stalin en una coyuntura marcada por el inicio de la Guerra Fría. Cape fue claro al afirmar que había seguido la sugerencia de «un importante funcionario del Ministerio de Información» y concluía que «sin duda, la elección de los cerdos como casta dominante ofenderá a muchas personas, sobre todo a quienes son un poco susceptibles, como, indudablemente, son los rusos». Jonathan Cape andaba cargado de razones si tenemos en cuenta que, una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, las autoridades militares estadounidenses en Alemania secuestraron y confiscaron algunas ediciones del libro, que posteriormente entregaron al Ejército Rojo para su destrucción. Al respecto, Christopher Hitchens concluye que, «como se ve, el Ministerio de Información británico no era el único que consideraba necesario contribuir al cultivo del amour-propre por parte de Stalin» (Por qué es importante Orwell, 2016). Por lo demás, la editorial neoyorkina Dial Press se negó a publicar el libro arguyendo que las historias con animales no tenían público. Cosa ciertamente curiosa en una época en que Walt Disney se estaba adueñando del mercado.

Nada de ello sorprendió a un Orwell, que ya había tenido problemas con el New Statesman y el Manchester Evening News —dos publicaciones de izquierda, por cierto— para editar un escrito sobre España crítico con el comunismo, así como la reseña de un libro de Harold Laski que se mostraba excesivamente benevolente con Stalin.

Al respecto, merece la pena destacar la actitud de T. S. Eliot. Después de señalar que «estamos de acuerdo en que la novela es una destacada obra literaria y que la fábula está muy inteligentemente llevada gracias a una habilidad narrativa que descansa en su propia sencillez, cosa que muy pocos autores habrían logrado desde Gulliver»; después de destacar eso, Eliot, apenado, se rinde cuando duda de que «el punto de vista que ofrece es el más apto para criticar en el momento presente la situación política». En definitiva, Eliot, editor de Faber and Faber, rechaza el original de Orwell al considerar que el «punto de vista» del libro «no resulta convincente». Y Eliot se regodea: «Al fin y al cabo, sus cerdos son mucho más inteligentes que los otros animales y, por lo tanto, los más indicados para dirigir la granja; de hecho, no podría haber ninguna clase de Rebelión en la granja sin ellos». Por todo eso, Orwell, en el prólogo del libro, titulado La libertad de prensa, se queja de que «los liberales le tienen miedo a la libertad y los intelectuales no vacilan en mancillar la inteligencia». Y concluye que, en este país, la Gran Bretaña de mediados del siglo xx, «la cobardía intelectual es el peor enemigo al que han de hacer frente periodistas y escritores en general». Una intelligentsia que tilda de «servil». Una intelligentsia que él había denunciado y que, en buena medida, habría impedido la publicación de esa fábula antisoviética que es Rebelión en la granja.

En cualquier caso, los informes de lectura —por una u otra razón— fueron negativos. El libro, que empezó a gestarse en 1937 y a escribirse en 1943, no se publicó hasta 1945, al encontrar a un editor lo suficientemente atrevido (Fred Warburg de Secker & Warburg: tirada baja y anticipo de 45 libras) para hacerlo. Con el tiempo, el IRDCIA