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Jesús Ballaz

 

La música de la fe

 

Que no deje de sonar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Primera edición: marzo de 2019

 

© Jesús Ballaz, 2019

 

© de esta edición:

Editorial Claret, SLU, 2019

Roger de Llúria, 5 – 08010 Barcelona

www.editorialclaret.es – editorial@claret.es

 

ISBN: 978-84-9136-217-3

 

Conversión a e-book: El Taller del Llibre, S. L.

 

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¿Cómo creerán en aquel de quien no oyeron hablar?

¿Y cómo van a oír su mensaje si nadie lo proclama?

Carta de Pablo de Tarso a los cristianos de Roma 10,14
(Año 55 d.C.)

El mayor peligro para casi todos

no es apuntar demasiado alto y fallar,

sino apuntar demasiado bajo y acertar.

Miguel Ángel (1475-1564)

 

 

 

DEDICATORIA

 

 

 

A mis nietos (y a los nietos de otros

que tampoco quieren que se pierda

la música de la fe).

 

Introducción

Tengo algo (intangible) que transmitiros

«¡Qué hermosos son los pies de los que anuncian cosas buenas!» (Rom 10,15). Estas palabras de Pablo a los cristianos de Roma, tomadas prestadas del libro del profeta Isaías, ponen de manifiesto la importancia decisiva de las transmisiones, de quienes se ocupan y preocupan de que el olvido no eche a perder una parte importante de lo humano. Esta cita la trae a colación Lluís Duch, preocupado por la pérdida de parte del patrimonio humano, en su libro Un extraño en nuestra casa.

Pues bien, no es otra mi pretensión: que el olvido no acabe con algo que nos viene de siglos y que, a estas alturas de mi vida, sigo considerando muy válido, aunque sea poco apreciado por muchas personas. No querría que se perdiera esa parte de la que yo he disfrutado y que me ha ayudado a ser quien soy: la dimensión religiosa. Después de haberla contrastado con la vida, la mía y la de otros, la sigo considerando muy valiosa: un verdadero tesoro.

Lo que sé y he vivido os lo querría transmitir, antes que a nadie, a vosotros, mis cuatro nietos. Me refiero a la fe, y en concreto, la fe cristiana. Os advierto que no es «un saber de evidencia», o sea, algo que proviene de la ciencia y que tiene una utilidad concreta, sino «uno de los saberes de creencia» que da solidez a la existencia de muchas personas.

Transmitir es entregar algo dando razón de ello. Sé lo que os deseo entregar y no me resulta difícil responder a preguntas que yo me he ido haciendo sobre ello a lo largo de la vida. No son muy diferentes a las que se han hecho personas de mi entorno y mi generación, aunque no todos hayamos llegado a las mismas conclusiones.

No conozco tan bien cuáles son vuestras preguntas, las que os planteáis abiertamente o las que nos formuláis a padres y abuelos a veces con vuestros silencios. Me temo que me ocurre aquello que decía con cierto tono de lamento el escritor Mario Benedetti: «Cuando creíamos tener todas las respuestas, nos han cambiado todas las preguntas».

Pero aún sería más lamentable que este asunto, esa parte de vuestra dimensión humana, la religiosa, no hubiera suscitado en vosotros ninguna pregunta. Podría ser que este tema fuera totalmente ajeno a vuestras vidas y a vuestras inquietudes íntimas.

No querría comportarme como un profesor que trae una conferencia preparada sin haber pensado en su auditorio; me gustaría actuar como un maestro que ayuda a que afloren las preguntas de sus oyentes. Y más en este caso en que las preguntas atañen al núcleo de la vida.

Un profesor no es un maestro

El profesor enseña a su alumno, pretende transmitirle conocimientos. Este, si le interesa el tema, colabora estudiando.

El maestro pretende algo más, trata de educarlo, de transmitirle una manera de «ser», de formarlo como persona. El maestro hace propuestas que no han de ser caprichosas sino razonadas y pertinentes.

Como comprenderéis, mi aspiración –¿demasiado pretenciosa tal vez?– es la de actuar como maestro. Me dirijo a vosotros con el corazón y la inteligencia. Pero os dirijo una palabra sincera, libre, y que pretende ser liberadora, no un chantaje emocional. No quiero que la aceptéis por el afecto que podáis sentir hacia mí o por no disgustarme. Solo deseo animaros a que prestéis atención por unos momentos a ese ámbito humano que a menudo se ignora: la espiritualidad. Me preocupa que podáis descuidar ese aspecto de la vida, porque las circunstancias sociales de barullo en que vais creciendo no propicia la atención a la interioridad sino más bien todo lo contrario.

Mis sugerencias proceden de lo que ha alimentado en buena parte mis más profundas convicciones. Casi todas tienen que ver con la tradición cristiana en la que me formaron y que después he tratado de formulármelas mejor para mantenerlas como guía de mi vida. Todo esto forma parte de lo que he atesorado y que me gustaría que llegara a vosotros, mis nietos. Por eso, hablo de transmitiros un testamento: un tesoro.

Todos somos nietos de alguien

Empiezo haciéndoos una confesión. De adolescente y joven, quise ser de una sola pieza. ¿Quién no desea serlo a esa edad? Esa pretensión no la he abandonado, pero la he ido matizando. Con los años y las lecturas, he comprendido que la vida es más compleja de lo que pensaba inicialmente y, además, he perdido parte de la tensión anímica –suele perderse con los años como la tensión muscular– que entonces me alentaba.

Esa pretensión la aplicaba a diferentes aspectos de la vida: sociales, políticos, religiosos… Aquí me quiero referir a estos últimos. Soy creyente, aunque siempre me acecha, lo confieso, el agnóstico que pervive dentro de mí. Afortunadamente, porque así la fe no se oxida. La fe que no se confunde con la rutina, la fe viva, está en revisión continuamente por la sencilla razón de que cuestiona sin cesar la vida del que la posee.

Conozco excelentes personas que «no tienen oído musical para la religión», este aspecto de la vida que nos mueve o al menos nos inquieta a otros. Eso es frecuente entre quienes no han tenido en su educación ninguna influencia religiosa.

Otros reniegan de la identidad religiosa que, en alguna medida, les había influido en determinados periodos de su existencia. Han reducido tanto esa dimensión en sus vidas que no la encuentran ni en su pasado. Es más, la creen innecesaria o no les interesa cultivarla.

Algunos van más lejos, consideran las creencias religiosas empobrecedoras, coartadoras de su libertad o incluso moralmente dañinas.

Estas maneras de ver están ampliamente extendidas en nuestra sociedad y son frecuentes en los ambientes en que vosotros vais creciendo. Los sociólogos de la cultura hablan de una ruptura en la cadena de trasmisión, algo, por cierto, que no afecta solo a la religión sino también a la política y a organizaciones sociales, como se manifiesta en la caída de la afiliación sindical. Las nuevas generaciones no se apuntan a lo que sus abuelos considerábamos importante.

La quiebra de lo religioso se ha producido en nuestra familia de forma clara entre mi generación y la de mis hijos. La fe que estos vieron en mí y en su madre –¿o tal vez no la vieron?– no fue tan atractiva como para que se sintieran seducidos y la hicieran propia. Les ha ocurrido que lo que les venía de familia les ha resultado menos atractivo que lo que absorbían de su entorno extrafamiliar.

Motivos para que en muchos jóvenes se desencadenara este disentimiento no han faltado. La Iglesia rechazó durante décadas la modernidad por temor a que el pensamiento científico vaciara de contenido sus creencias. También tuvo problemas con los principios de la democracia. Y, sobre todo, rechazó o aceptó a regañadientes formas de comportamiento que iban adoptando los jóvenes de la segunda mitad del siglo XX.

Por otro lado, buena parte de la sociedad tampoco ha valorado la aportación de la religión al acervo común. La ha considerado insignificante o negativa.

Está costando mucho clarificar estos asuntos. Los prejuicios y las resistencias continúan por ambas partes, fruto de recelos y de desconocimiento.

Estáis creciendo, queridos nietos, lejos del cristianismo que a mí me moldeó. Eso me duele porque estoy convencido de que os estáis perdiendo algo muy valioso. Os faltará la palabra religiosa y el ritual. Perdéis al menos parte del lenguaje. Me gustaría mostrároslo para que, al menos, lo pudierais reconocer.

Os invito a que os intereséis por la fe, aunque esa invitación no venga avalada del todo por mi comportamiento. Digamos que no soy un ejemplo de coherencia. De todas formas, os voy a explicar a mi manera qué es la fe cristiana y qué puede representar en la vida de una persona. También fui nieto y lo aprendí de mis abuelos y de mis padres. Si no os lo transmito yo, tal vez nadie de vuestro entorno cercano lo hará. Esa es la razón por la que me decido a daros por escrito esta explicación que no os di de palabra cuando erais más pequeños por respeto a vuestros padres a quienes corresponde la responsabilidad de vuestra educación.

Trataré de ser claro. Tendré en cuenta que vosotros vais creciendo en otra onda y que debéis hacer vuestro camino. No quiero interferir, pero no me perdonaría que, por mi desidia, no llegarais a tener conocimiento de esta fe, que forma parte de mi ADN espiritual y que ha iluminado y ha enriquecido mi vida. Lleváis en parte mis trazas biológicas, las de un Ballaz Zabalza; os quiero transmitir también esta parte de mi espíritu.

Lo mejor que tengo para legaros son estas pocas convicciones que han alimentado mi esperanza y contienen mi brújula moral. Os servirán para vivir más que los cuatro euros que os pueda dejar como herencia. Digo de la fe cristiana lo que Martin Buber decía del jasidismo, un movimiento de judíos centroeuropeos: «el jasidismo no intenta ofrecer al hombre la solución del misterio del mundo, sino que lo prepara para vivir de la fuerza del misterio. […] Le señala el camino en el cual puede hallar a Dios». Mis convicciones os las dejo por escrito para que os quede constancia de ellas. Sé, no obstante, que la recibiréis solo como palabras bienintencionadas, «cosas del abuelo», si no habéis visto en mi vida algo de lo os digo en estas páginas.

Llenar un vacío

Estoy convencido de que esta herencia, el cristianismo, sigue siendo válida para las generaciones que vienen, aunque el ambiente esté haciendo creer a muchos que es algo de lo que se pueden e incluso se deben desprender.

Rafael Argullol, pensador no creyente, confiesa que, mientras escribía su libro Poema (Acantilado), se iba dejando impregnar por el mundo íntimo y se hacía esta reflexión: «Echo en cara a Nietzsche la falsa idea de que Dios ha muerto. […] Dios es un enigma y el hombre lo necesita». Y remata bellamente esta idea en uno de sus versos: «Entre un dios y otro dios tenemos / una desesperada necesidad de compañía». Eso le lleva a una reflexión sobre su responsabilidad como escritor: «Un escritor no ha de renunciar a la actualidad, pero tampoco a la trascendencia. Nos hemos de colocar en medio de estos dos polos: el ruido y el silencio».

Esta responsabilidad de la que habla Argullol, a mi parecer, corresponde a toda persona. Esto es lo que pretendo, situarme en medio de esos dos polos, la actualidad y la trascendencia, para invitaros desde aquí a que no abandonéis ninguno de los dos. El ruido no lo podréis evitar: la vida es acción ruidosa; pero quiero emplazaros también ante el silencio, lugar menos frecuentado, para que os hagáis las grandes preguntas, también la de la trascendencia. Es una oportunidad y un reto.