El editor agradece a Catherine y Jean Camus y a Marie-Claude Char por haber hecho posible que esta edición resulte lo más completa posible. Madame Pia Engelberts, monsieur Jacques Polge y monsieur Pierre Leroy han facilitado el acceso a documentos con frecuencia inéditos y comunicado informaciones que han contribuido a enriquecer tanto el corpus de esta edición como su aparato crítico. El Centro Albert-Camus de Aix-en-Provence nos brindó una ayuda muy estimable, gracias a Marcelle Mahasela, cuyas competencias, disponibilidad y buen humor nos han sido de gran utilidad.
Marie-Claire Roux-Planeille y Emmanuelle Fournier realizaron con rigor y fidelidad la transcripción no siempre fácil de los documentos. Gracias a Zette Montagnier, Jean-Pierre Roux, Andrée Fosty, Jean-Louis Meunier y Marie-Louise Taittinger ha sido posible aclarar algunas dudas muy importantes. Con su presencia y aliento, Giselle Nègre, Pierrette, Sabine y Thomas Planeille arroparon este trabajo, a veces delicado.
Por último, Alban Cerisier se hizo cargo de la edición de este libro con sagacidad y constante afán de precisión, en favor tanto de a las obras de Albert Camus y de René Char como de sus lectores de hoy.
Reproducción del guion de un programa de radio de 1948 dedicado a René Char, una producción de la Compañía Renaud-Barrault presentada por Albert Camus. El texto de Camus fue leído por el autor, en alternancia con una lectura-recitación de poemas de Char a cargo de Madeleine Renaud, Jean-Louis Barrault y María Casares. Los nombres de los lectores y recitadores aparecen indicados entre corchetes.
[Albert Camus]
«De luz seca —dice Heráclito— están hechas el alma más sabia y el alma más buena.» El nuestro es un tiempo de almas húmedas. El olor a cueva que desprenden las ciudades en ruinas lo impregna todo en Europa y amenaza con sumergirnos. En casi todas nuestras obras no hay rastro de árboles, la mujer ha perdido su rostro, las ventanas permanecen cerradas. Solo nuestra rebelión pone a raya la noche, la noche solitaria de los ojos del ciego de la que hablaba Empédocles, y gracias a ella oímos elevarse una voz majestuosa y solitaria que nos libera de nuestra propia soledad. Un generoso aluvión anuncia al alma estéril de nuestra poesía que ha llegado el tiempo de la fertilidad.
René Char sabe lo que dice: «La podredumbre de la poesía es culpa de los depiladores de orugas, hojalateros de ecos, lecheros zalameros, dandis extenuados, rostros de traficantes de lo sagrado […]. Quemar sin demora a estos artistas sería un acto de salubridad». Algún día comprenderemos que fue el primero en encender esa hoguera salutífera y en aventar las llamas del pastizal, perfume para el viento y abono para la tierra.
Char es nuestro contemporáneo, pero su soberbia actualidad tiene raíces lejanas, tan antiguas como el sol del mediodía, las aguas vivas, la pareja, los misterios naturales, el pan y el vino, la belleza inagotable. Es tan reciente como Grecia, esa tierra fiel, y como los presocráticos, de quienes ha heredado el trágico optimismo. Único ser vivo en medio de supervivientes, lleva a cuestas la difícil e incomparable tradición del pensamiento provenzal. Esa luz veraz es su origen, y no es un detalle baladí que las palabras de nuestra curación provengan de esa Provenza altiva y tierna, fúnebre y desgarradora de noche, joven como el mundo al despuntar el día, que como todos los países del Mediterráneo ha sabido conservar el manantial de vida del que algún día volverá a beber una Europa exhausta y humillada.
De ese sol, la poesía de Char conserva su oscuridad fugaz. A mediodía, cuando el calor estalla, un soplo negro recorre el campo con un fulgor oculto. En el poema, ese punto oscuro materializa amplias riberas de luz donde los rostros se despojan. Y si la poesía de Char a ratos nos parece oscura, también es debido a una furiosa condensación de la imagen, a un espesamiento de la piel que nuestra imaginación descarnada es incapaz de penetrar, mas nunca al estéril subterfugio de la abstracción. El mediodía tiene en ella su lugar, su centro exacto, en torno a cuyo misterioso hogar gira un torrente de imágenes cálidas.
[Madeleine Renaud]
En las laderas del cerro del pueblo vivaquean campos repletos de mimosas.372 […]
* * *
Canto el calor con rostro de recién nacido, el calor desesperado.373 […]
[Albert Camus]
Pero la luz del Vaucluse, patria de Char, está hecha de agua y de viento. Es este un país que no tiene el esplendor inmóvil y árido de las llanuras de África y España. Un viento soberano riega su cielo, y un estruendo de aguas tumultuosas y frescas estremece el ático del Luberon. Un río extraño y puro, el Sorgue, de verdes aguas heladas, avanza arrastrando su larga cola de flores y esparce en la tierra sus tesoros. Todo aquí se entremezcla con las fuerzas naturales, y del nudo que forma esta clara contradicción, punto de apoyo de la creación, Char extrae su inspiración más misteriosa para desatar uno tras otro los espíritus solares que arden y purifican la úlcera del mundo.
[Madeleine Renaud]
Río formado demasiado pronto, de un tirón, sin compañero,
Da a los niños de mi tierra el rostro de tu pasión.374 […]
[Albert Camus]
En todo caso, esas raíces, profundas y frescas, son necesarias para hablar del amor. De su paso por el surrealismo Char conservó lo mejor. Algún día se comprenderá que los surrealistas fueron los últimos escritores que se atrevieron a decir la palabra amor correctamente. Y la fórmula que mejor resume a Char es y seguirá siendo mucho tiempo el orgulloso mandamiento de su Poema pulverizado: «No te dobles si no es para amar».375 Porque para el poeta es importante saber doblarse, y el amor que recorre toda su obra, tan viril por otro lado, tiene acentos de ternura. Un amor que es menos evocador del mediodía, esa hora vertical, que de la noche, sobre todo las cálidas noches del Vaucluse, cuando la Vía Láctea se inclina hasta rozar los nichos de luz en el valle y confunde todas las cosas, y siembra el cielo de pueblos y de constelaciones la montaña. Las noches del amor, pobladas de alas. «Y también mi alma —dice Nietzsche— es un surtidor.»
[Jean-Louis Barrault]
Somos parecidos a esos sapos que en la austera noche de los pantanos se llaman sin verse, doblegando con su grito de amor toda la fatalidad del universo.376
[María Casares]
En las calles de la ciudad está mi amor. Poco importa dónde va en el tiempo dividido. Ya no es mi amor, todo el mundo puede hablarle. Él ya no recuerda: ¿quién en realidad lo amó?377 […]
* * *
He seguido esta mañana con la mirada a Florence, que regresaba al molino del Calavon.378 […]
* * *
Martinete de alas demasiado anchas, que vira y grita su júbilo en torno a la casa. Tal es el corazón.379 […]
[Albert Camus]
«Curar el pan, sentar el vino a la mesa.» También son palabras del poeta. Pero bien sabe Char que curar el pan significa darle su lugar, lejos de doctrinas, y su gusto a la amistad. Es un rebelde que ha sabido librarse del destino que aguarda a tantos rebeldes que acaban fungiendo de policías, y contra estos se alzará siempre, sea cual sea su origen, contra esos a los que llama afiladores de guillotinas. Nada quiere saber del pan de las cárceles ni de las repugnantes almazaras del odio. Hasta el final, no se cansará nunca de decir que el pan es libertad, y que para el vagabundo tiene mejor sabor que para el juez. Por todo ello, la admiración que algunos le profesamos viene envuelta en el inmenso calor fraterno de los mejores frutos del hombre.
¡Horrible día! He asistido, a unos centenares de metros, a la ejecución de B.380 […]
* * *
Montes de los grandes ilusos,
En la cumbre de vuestras torres febriles
Se apaga la última claridad.381 […]
¿Qué más esperar, hoy, de un poeta? En medio de nuestras ciudadelas desmanteladas, de pronto descubrimos que el pan existe y que existen la mujer y la altiva libertad. En el desierto del tiempo, la Belleza hace acopio de estas auténticas riquezas para, erguida, saciar nuestra desesperante sed. Así la vemos avanzar hacia nosotros en sus Hojas de Hipnos, ardiente como el arma del refractario, cubierta de la sangre de los combates, y al fin podemos reconocerla en su verdadera naturaleza. No es la belleza anémica de las academias, es, al fin, nuestro alimento: roja, chorreando de su extraño bautizo, y coronada de rayos.
En el fragor del combate, empuñando las armas, el poeta lanza esta advertencia: «En nuestras tinieblas no hay un sitio para la Belleza. Todo el sitio es para la Belleza».382 Desde entonces, los poemas de Char han sido balizas en la ruta de la esperanza, como aquellos hachones que divisaba desde el avión que lo traía de África, encendidos por sus compañeros del maquis de cima en cima hasta el mar para con ellos saludar al hermano y la inminente victoria, y trazar con ellos sobre los valles aún cautivos la ruta ardiente de la libertad. Asimismo, esta gran voz, hoy solitaria, acompaña nuestra difícil navegación y no se cansa de hablarnos de la Ítaca a la que arribaremos a pesar de los pretendientes, y donde al fin recobraremos la dicha simple de ser hombres. Unificador: este es el título que mejor conviene a Char. Por nuestra parte, atentos a su llamado, duraremos:
Dura, para poder amar aún mejor un día lo que tus manos de antaño solo habían rozado bajo el olivo demasiado joven.383
Duraremos por fidelidad. Y obras como esta y hombres como él estarán ahí, esperándonos cuando busquemos la esperanza y devolver a nuestro tiempo el honor.
Según Jacqueline Lévi-Valensi, esta carta, escrita conjuntamente por Albert Camus y René Char, publicada en Combat el 14 de marzo de 1947, fue la última que Camus escribió para este periódico.384
En las páginas de Combat leemos que dos artilleros argelinos han sido condenados a muerte por el tribunal militar de Argel, por deserción y connivencia con el enemigo. La sección a la que pertenecían supuestamente hizo lo mismo hace nueve años, en el Mosa, en plena debacle. Pedimos que se compare esta sentencia implacable (habida cuenta del clima imperante en 1940) con aquella otra, sumamente moderada, impuesta a unos generales acusados de complicidad con el enemigo cuando fueron hechos prisioneros por el Ejército alemán. Exigimos también que se ponga en conocimiento de la opinión que los ciudadanos argelinos, a pesar de verse obligados, como es público y notorio, a cumplir los mismos deberes que los franceses, solo excepcionalmente pueden disfrutar de los mismos derechos. Solo así se apreciará —al menos eso esperamos— la singular lección de moral que nuestros tribunales acaban de ofrecer al pueblo francés y al pueblo argelino.
Esta carta fue publicada en Combat el 3 de marzo de 1952. En febrero de ese año, la revista Le Soleil noir / Positions dedicó un número especial a El hombre rebelde con el título «La rebeldía en cuestión», para el que solicitó colaboraciones de amigos de Camus, como Jean Grenier y Jean Daniel. Camus, por su parte, no autorizó la reproducción del texto de su polémica con André Breton, y tampoco respondió el cuestionario que le fue enviado.385 En sus Carnets 1944-1974,386 Louis Guilloux evoca el método que los «responsables» de la revista utilizaron para «reclutar» a colaboradores entre los amigos del escritor. La reacción de René Char a un artículo sobre esta revista publicado en Combat quedó plasmada en una carta a Guy Dumur, que este medio publicó de inmediato.387
Me parece, estimado Guy Dumur, que en Combat os alarmáis por poca cosa. Os acompaño en el sentimiento. Tengo delante, esta noche, un ejemplar de La Révolte en question (sic), y la verdad es que no puedo dejar de pensar: ¿qué tiene que ver El hombre rebelde, ese extraordinario libro salvavidas, patético y terso como una cabeza trepanada, con esta cosa? Que en sus páginas figure uno que otro interlocutor de buena fe, perfectamente ajeno a las verdaderas intenciones del proyecto, solo demuestra que cayeron en la trampa de un cuestionario envuelto en los melindres de la falsa camaradería. Bien está.
Que dos principiantes de la rue de l’Échaudé, con la bendición y los melifluos consejos de una pandilla de decrépitos Vatels, monten un tingladillo comercial que suponen lucrativo no ha de sorprender a nadie. Pero pregunto: ¿quién estaría dispuesto a dar dos duros a estos lechuguinos por su tartajoso pasteleo, de haberse atrevido a venderlo envuelto en esa prosa suya de mondadientes?
Pero no sufra, querido amigo, que también esta vez les ha quedado de película, eso sí, con dobles en los papeles principales. Una película que, visto lo visto, no le llega al tobillo a Rebelión a bordo o a Monsieur Verdoux. Reciba, querido Guy Dumur, la más sincera expresión de mi amistad.
René Char
Texto escrito por René Char al recibir la noticia del Premio Nobel de Literatura a Albert Camus. Publicado en Le Figaro littéraire el 26 de octubre de 1957; incluido en Indagación de la base y de la cima (O. C., op. cit., p. 713).
En mis más de diez años de amistad con Camus, al pensar en él me he acordado muchas veces de esta extraordinaria frase de Nietzsche: «Siempre puse en mis escritos toda mi vida y toda mi persona. Ignoro lo que pueden ser los problemas puramente intelectuales». Es una frase que permite dar cuenta de la fuerza de Albert Camus, intacta, capaz de regenerarse, y también de su debilidad, que es exponerse a las agresiones. Pero hay razones para pensar que el reloj de la verdad, que no marca las horas, sino solo la belleza y los dramas del tiempo, está presidido por un san Miguel dispuesto a bajar la mal iluminada escalera y proclamar, superando sus dudas, ante la tropa de totalitarios y pirrónicos, la valía de la conciencia atormentada y sus bienes y el valor de los reconfortantes combates. Ante la obra de Camus, me atrevo a decir: «Aquí, en los campos desdichados, un arado ferviente surca la tierra, pese a las prevenciones y el miedo». Permítaseme ir al grano: quiero hablar de un amigo.
Afligido, acongojado, a Camus la virtud no le sirve de refugio ante la maldad, que, aunque capaz de dar lecciones de ascetismo, presenta el inconveniente de modelar en el rostro de quien la frecuenta la mueca de la muerte. La incisiva palabra de este escritor no se rebaja a menospreciar a su adversario y desdeña el escarnio. Vista bajo cualquier luz, la cualidad más amable que posee es su negativa a incurrir en familiaridades consigo misma, lo que sirve para fortificar su vigilancia y hacer más fecundas sus pasiones. De extraño modo, su sensibilidad, siempre que la emplea a fondo, le sirve de anzuelo y escudo. Cuando se sabe jugando con ventaja, procura siempre que la victoria no sea aplastante y se aparta de ella enseguida, pero como el pintor que deja reposar la paleta, no como el luchador que no se atreve a entrar en la palestra. A Camus le gusta caminar con paso ligero por las calles de una ciudad que, por la gracia de la juventud, parece momentáneamente bendecida por la fortuna.
Solo cuando se niega a hurgar imprudente en la vida de los otros, cuando el alma de los otros lo que pide es ausencia y lejanía, puede la amistad ser portadora de la semilla de la inmortalidad. Solo ella sabe aceptar, sin valerse de maleficios, lo que de inexplicable hay en las relaciones humanas y respetar su fugaz malestar. La amistad no hace guardia ni somete a examen la constancia de los corazones expertos. Dos golondrinas, ora silenciosas ora locuaces, comparten el infinito cielo y un mismo alero.
Este prefacio de Camus, considerado un referente fundamental en la recepción de la poesía de Char, ofrece un testimonio del incesante diálogo entre los dos amigos, entre las dos obras.
No se puede hacer justicia a un poeta como René Char en un puñado de cuartillas, pero al menos sí aspirar a situarlo. Hay obras ante las que se puede uno valer de cualquier pretexto para agradecer, aun sin matices, lo mucho que les debemos. Me alegra que esta edición en alemán de mis poemas preferidos me ofrezca la ocasión de declarar que considero a René Char nuestro mayor poeta vivo, y que tengo a Furor y misterio por el más sorprendente libro que la poesía francesa nos ha deparado desde Las Iluminaciones y Alcoholes.
La novedad de Char es deslumbrante, en efecto. Estuvo un tiempo en el surrealismo, es verdad, pero sin entregarse a fondo, justo el tiempo preciso para comprender que sus pasos son más firmes cuando camina solo. La publicación de Los que permanecen vino a demostrar que un puñado de poemas bastaba para hacer soplar sobre nuestra poesía un viento puro y libre. Después de tantos años en que nuestros poetas, tras haberse entregado a la fabricación de «bibelots de inanidad sonora», soltaron el laúd solo para embocar la corneta, la poesía se convertía en hoguera purificadora, ardiente como esas grandes fogatas de hierba que en el terruño del poeta perfuman el viento y fertilizan la tierra. Por fin se podía respirar. El misterio natural, las aguas vivas, la luz irrumpieron en la estancia donde hasta entonces la poesía se complacía en sombras y ecos. Habría que hablar, en este caso, de revolución poética.
Menos digna de admiración me parecería la novedad de esta poesía si su inspiración no fuera tan antigua. Con razón reivindica Char el optimismo trágico de la Grecia presocrática. El secreto que, de Empédocles a Nietzsche, ha llegado a nosotros saltando de cima en cima, Char lo hace suyo tras un largo eclipse y, con ello, renueva su ardua y desusada tradición. Debajo de algunos de sus insostenibles enunciados arde el fuego del Etna, el viento de Sils Maria arropa sus poemas y les arranca el rumor de las aguas tumultuosas. Eso que Char llama «la sabiduría con los ojos llenos de lágrimas» renace aquí, a la mismísima altura de nuestros desastres.
Antigua y actual, esta es una poesía que combina refinamiento y simplicidad y que abraza juntamente el día y la noche. En la gran luz donde nació, Char sabe que el sol también atesora oscuridades. A mediodía, cuando el calor estalla, un soplo negro recorre el campo con un fulgor oculto. Asimismo, cada vez que la poesía de Char nos parece oscura, es el resultado de una furiosa condensación de la imagen, de un espesamiento de la luz que la aleja de esa abstracta transparencia que casi siempre buscamos al no exigir nada de nosotros. Pero al mismo tiempo, como en la llanura bajo el sol, ese punto oscuro materializa amplias riberas de luz donde los rostros se despojan. En el centro del Poema pulverizado, por ejemplo, torrentes de imágenes cálidas giran alrededor de su misterioso hogar.
También por esa razón se trata de una poesía que sabe colmarnos con exactitud. En la noche por la que avanzamos, de poca ayuda nos sería la luz estable y rotunda de los cielos de Valéry; nos sería solo nostalgia, no amparo. Por el contrario, en la extraña y rigurosa poesía que Char nos ofrece, todo resplandece, aun nuestra noche, y gracias a ella aprendemos a caminar de nuevo. Este poeta intemporal dice con precisión nuestro tiempo. Metido en la refriega, sabe poner palabras a nuestra desgracia y también a nuestro renacimiento: «Si habitamos un relámpago, es el corazón de lo eterno».
La poesía de Char habita el relámpago, y no solo en sentido figurado. El hombre y el artista, que caminan al mismo paso, se templaron ayer en la lucha contra el totalitarismo hitleriano, y lo hacen hoy denunciando los nihilismos contrarios y cómplices que desgarran nuestro mundo. Del combate común Char aceptó el sacrificio, no el disfrute. «Ser del salto, no del festín, su epílogo.» Poeta de la rebelión y de la libertad, jamás ha aceptado la complacencia ni confundido —son palabras suyas— la rebelión con el humor. No se insistirá lo suficiente —la humanidad entera se encarga de confirmárnoslo a diario— que existen dos clases de rebeldía: una que en realidad esconde un deseo de servidumbre, y otra que desesperadamente reivindica un orden libre en el que, según la espléndida fórmula de Char, el pan se curaría. Char sabe que curar el pan significa darle su lugar, lejos de doctrinas, y su gusto a la amistad, y, gracias a ello, este rebelde se libra del destino de tantos y tan brillantes sublevados, que acaban convertidos en policías o en cómplices. Char se alzará siempre contra todos aquellos a los que llama afiladores de guillotinas. No quiere el pan de las cárceles, y hasta el final el suyo será más sabroso para el vagabundo que para el juez.
Es fácil comprender, pues, por qué a este poeta de los insurgentes no le cuesta nada ser también el poeta del amor. De hecho, es aquí donde su poesía hunde sus raíces más profundas y frescas. La fórmula que mejor resume todo un aspecto de su moral y su arte es este mandamiento de su Poema pulverizado: «No te dobles si no es para amar». Porque para él es importante doblarse, en efecto, y el amor que recorre toda su obra, tan viril por otro lado, tiene acentos de ternura.
Y también por ello Char, obligado a afrontar, como todos nosotros, la historia más enmarañada, no ha dudado ni cejado nunca en exaltar la belleza de la que esa misma historia nos ha dejado sedientos y sin esperanza de alcanzarla. Y la belleza emerge de sus admirables Hojas de Hipnos, ardiente como el arma del refractario, roja, chorreando de su extraño bautizo, coronada de rayos. Al fin podemos reconocerla en su verdadera naturaleza: no la belleza anémica de las academias, sino la amiga, la amante, la compañera de nuestros días. En el fragor del combate, este poeta se atreve a advertirnos: «En nuestras tinieblas no hay un sitio para la Belleza. Todo el sitio es para la Belleza».390 Ante el nihilismo de nuestra época, enemigo de la palinodia, cada uno de los poemas de Char es una baliza en la ruta de la esperanza.
¿Qué más pedirle, hoy, a un poeta? En medio de nuestras ciudadelas desmanteladas, merced a la eficacia de un arte secreto y generoso, descubrimos que la mujer existe y que existen la paz y la difícil libertad. Y, en vez de alejarnos de la lucha, gracias a él sabemos que recuperar esas riquezas justifica todos los combates. Sin quererlo, solo en virtud de haber vivido plenamente su momento, Char hace mucho más que decir lo que somos: dice la poesía de nuestro tiempo venidero. Solitario mas unificador, la admiración que provoca desprende esa fraterna calidez que permite a los hombres producir sus mejores frutos. Ahora sabemos con certeza que solo en obras como esta hallaremos sostén y claridad. Porque son obras mensajeras de la verdad, de una verdad perdida que sabemos cada día más próxima a pesar de haber tenido que callarla durante tanto tiempo, que sabemos que es nuestra patria y que lejos de ella vivíamos en cruel exilio. Pero ya empiezan a formarse las palabras y el sol despunta, y algún día habremos aprendido a nombrar esa patria. Hay un poeta que hoy anuncia espléndidamente el mañana sin dejar de justificar este presente, «tierra y murmullo en medio de los astros impersonales».391
1958
En el marco de una conferencia de prensa previa a la ceremonia de entrega del Nobel, Albert Camus respondió una pregunta sobre su vinculación a la tradición literaria francesa y sus afinidades personales con escritores contemporáneos. Después de citar a Simone Weil, añadió:
[…] Nuestro mayor poeta francés, en mi opinión, es René Char. Para mí, más que un poeta, más que un gran poeta y un escritor con un inmenso talento, es literalmente como un hermano. Por desgracia, la poesía no puede traducirse y no sabría decir hasta qué punto la suya pueda serlo, pero me parece conveniente que se haga en este caso, el de una obra que figura entre las más importantes, realmente una de las más considerables que ha dado la literatura francesa. Desde Apollinaire, al menos, la literatura francesa no había conocido una revolución comparable a la realizada por René Char.
En una carta del 3 de marzo de 1961,392 el amigo y traductor al alemán de René Char, Franz Würm, le comunicó al poeta estas líneas de Albert Camus, fechadas el 19 de diciembre de 1959:
A René Char
En el breve intervalo que le ha sido asignado, nos brinda su calor y su luz sin desviarse de su trayectoria de mortal. Sembrado por el viento, segado por el viento, semilla efímera y al mismo tiempo sol creador, tal, a través de los siglos, es el hombre, orgulloso de vivir un solo instante.
Albert Camus
19-12-1959
Este breve texto de Albert Camus sobre René Char probablemente fue escrito el 6 de noviembre de 1959, en París, tras recibir el número de noviembre de La NRF (n.º 83, p. 769) donde aparece publicado el poema Contravenir, al que pertenece la cita final. Al día siguiente Camus marchaba a Lourmarin. En un folio anexo, una nota manuscrita, posiblemente debida a Char, indica: «Encontrado en el cajón del escritorio de Albert Camus, 4, rue de Chanaleilles».
Char está solo sin estar al margen. No hay nada que se parezca a él [tachado: En este tiempo de aguas estancadas, de charlatanes, de poderosos con hocicos espantosos, de confusión — Y el] Pero él es parecido a su tiempo, al que se enfrenta constantemente.
Ocupa su lugar en este tiempo como la piedra limpia en mitad del río mugriento que discurre filtrándose y se aparta al verlo llegar y el
Obedeced a vuestros cerdos que existen. Yo me someto a mis dioses que no existen.393 Ch[ar]
El manuscrito de este texto acompañaba una carta de René Char a Jean-Paul Samson, fundador de la revista Témoins, donde fue publicado por primera vez, en 1960. En 1962 fue incorporado a La palabra en archipiélago.395 Sobre Jean-Paul Samson puede consultarse, entre otros, el texto de René Char especialmente referido a Albert Camus, en Indagación de la base y de la cima.396
No hay ya línea recta ni camino iluminado con un ser que nos ha dejado. ¿Dónde se confundió nuestro afecto? Cerco tras cerco, si se aproxima es para escaparse de inmediato. A veces su rostro viene a apoyarse contra el nuestro, produciendo solo un relámpago helado. El día que prolongaba la dicha entre él y nosotros no está en ningún lado. Todas las partes —casi excesivas— de una presencia397 se han dislocado de repente. Rutina de nuestra vigilancia… Sin embargo, este ser suprimido está en algo rígido, desierto, esencial en nosotros, donde nuestros milenarios juntos suman apenas el espesor de un párpado cansado.
Hemos dejado de hablar con aquel al que amamos, y no es el silencio. ¿Qué es entonces? Lo sabemos, o creemos saber. Pero solamente cuando el pasado que significa se abre para dejarle paso. Aquí está, a nuestra altura, luego lejos, delante.
A la hora de nuevo contenida en que interrogamos todo el peso de enigma, de repente comienza el dolor, el de compañero a compañero, que el arquero, esta vez, no traspasa.398
Este texto figura como posfacio en La posteridad del sol (ver infra, anexo 2).
Cómo llegó hasta mí el nombre de Camus: un visitante me trajo un ejemplar de la novela El extranjero, pero no encontré el momento preciso para leerlo. Ese momento en el que toda lectura, para ser verdadera, ha de producirse en el ámbito que el acontecimiento le asigna. Recorrí el libro, sí, pero no puedo decir que me hubiese dejado una profunda impresión, ya que no estaba en disposición de prestarle atención ni de abrirle un claro al ensueño.
Pasó el tiempo y después, tras la Liberación, un día me escribió Camus para pedirme permiso para publicar las Hojas de Hipnos, cuyo manuscrito tenía Gallimard desde hacía semanas, en la colección «Espoir». Era la primera vez que oía hablar de esta nueva colección, que Camus apenas empezaba a perfilar escogiendo entre diversas obras. Los términos en que se expresaba Camus en su carta me gustaron y me incitaron a confiarle Hipnos. Había leído algunos de sus artículos en Combat. Me gustaba de ellos el timbre preciso y la honradez. Eso era todo lo que sabía de él.
Me dio cita en Gallimard. Nos encontramos, y supe entonces que recorreríamos juntos un trecho del camino. Pasó el tiempo. Aproveché para leer a Camus, para descubrir su voz de hombre y su mano de escritor. Yo recelo mucho de la novela contemporánea, salvedad hecha de los relatos de Blanchot; no sé desear su temática, abrazar sus intrigas, sus trasfondos y recintos. Presenta cuanto aborda de un modo que contradice sus intenciones.
Camus decidió venir a L’Isle (o se lo pedí yo) y llegó una mañana. Fui a buscarlo a la estación de Aviñón. Debió de ser en el otoño de 1946.399 El magnífico entusiasmo del final de la guerra era aún perceptible, aunque un poco atenuado. El trato entre quienes se conocieron durante la Resistencia seguía siendo cálido y respondía al deseo de reencontrarse, quizá solo para volver a verse más que para hablar, respirar el aire nuevo y esparcir su libertad.
Nos dimos cita en un viejo hotel de Aviñón que queda cerca de la muralla, el hotel Europe. Resulta que ahí se alojaban algunos de mis camaradas, a quienes presenté a Camus, quien de inmediato les hizo sentirse cómodos, gracias a esa manera tan suya de dirigirse a los demás y escucharlos con jovialidad leve y atenta. No buscaba brillar o captar la atención. Belleza y bondad de su silencio, en ningún momento alterado ante el cariz excesivo de las historias que aquellos grandes adultos repetían por enésima vez, no por vanidad, sino con el deleite que produce la evocación de sucesos terribles que por fin han quedado en el pasado. Cuando los vivimos no sabíamos lo terribles que eran, precisamente porque los vivíamos, y ahora que los contábamos nos sentíamos tan felices de que hubieran pasado que era como si un rocío los cubriera. Lo terrible nos había sido cotidiano.
Después de comer fuimos a L’Isle. Ante aquellas montañas que rodean la planicie de L’Isle-sur-la-Sorgue —Luberon, Alpilles, Ventoux— vi que la mirada de Camus, por el radiante brillo que la iluminaba, reaccionaba a una tierra y a unos seres como soles gemelos que prolongaban, con más vegetación y colores y humedad, la tierra de Argelia, de la que se sentía tan próximo. Fue acogido, recibido, festejado, y mientras lo observaba, con la inevitable desconfianza que se siente al compartir a un recién conocido, comprendí que lo que desde el primer momento me había predispuesto favorablemente ahora adquiría todo su sentido: la simplicidad ora irónica ora grave, la soltura sin exageración en los gestos, la urbanidad sin rebuscamiento, la súbita discreción al responder, en el umbral de una confianza prematura, todo aquello hacía que este hombre nunca se sintiera ajeno a nadie, un importuno embozado. Extranjero, aquel que se presenta, sin hablar de primera, a quienes de él no saben nada y desean saber, y que todo lo sabrá sin querer saber demasiado.
Camus se quedó varios días. Más adelante alquiló una casa llamada Palerme. Pero este Palerme era el nombre un poco desfigurado de una gran casa de campo cuyo dueño hacía poco se había matado en un accidente de automóvil y que su viuda alquilaba. Esta Palerme, en realidad Palerne, tenía su origen en un duque de Palerne, avecindado en el Sorgue y residente en L’Isle. El linaje de los Palerne se había extinguido o disuelto, y como no era fácil pronunciar el nombre, la huidiza «n» fue sustituida por una «m», más recia y mediterránea. Camus alquiló la casa durante tres años, durante los cuales tuvimos amplia oportunidad de profundizar y desarrollar nuestras relaciones. Lejos de anécdotas que nos pintaran como héroes, no hicimos el menor esfuerzo por seducirnos, por echar campanas al vuelo. Mucho después, al evocar aquel tiempo, los dos coincidimos en que había sido una suerte encontrarnos y que acabáramos sintiéndonos tan próximos, gracias a unas condiciones ideales que hicieron que la lentitud dichosa fuera promesa de permanencia, y el conocimiento de cada uno avanzara sin que el otro lo notara.
La posteridad del sol nació de la confluencia entre una joven fotógrafa, Henriette Grindat, el placer cada vez más grande que sentía Camus al recorrer este país, y mis ganas, tras haber visto las primeras fotos de Grindat, de reunir imágenes, retratos y paisajes del Vaucluse lo más lejanos a una tarjeta postal o a un documento de investigación, cuyo involuntario manierismo aleja irremediablemente.
Nuestros ojos, demasiado veloces y tal vez demasiado acostumbrados, solo saben transmitir de este paisaje su hinchazón o un ascetismo rebuscado. Los territorios dejan de parecerse en cuanto, buscando expresar el aspecto mental que nos cautiva, atendemos al relieve de su piel. Yo quería que Henriette Grindat captase con su lente ese traspaís que es imagen del nuestro, invisible para los otros, y que fuese capaz de plasmar lo que intento alcanzar con mi poesía, si se me perdona la osadía: el pasado velado y el presente donde aflora una turbulencia que sobrevuela y fecunda una flecha audaz.
Camus estuvo de acuerdo. Las fotografías le gustaban muchísimo. El proyecto nos halló reunidos, en esa pendiente por la que se deslizan nuestras definiciones, en la idea de hacer un libro.
Solicitamos ayuda y consejos a nuestros amigos de la comarca, sobre todo a Marcelle Mathieu, «la errante de los lugares absolutos». Y unos y otros nos transformamos en sagaces buscadores, en dorados vagabundos. Henriette Grindat desenredó la madeja natural y aportó sus propios hallazgos. Hasta que llegó la hora de seleccionar. Como un milagro, la unidad se había dejado captar y conservar en su continuidad dispersa. Había imágenes batalladoras, ásperas, impregnadas de tierra rancia, junto a otras buscadas, hijas de los hombres y su mirada perturbadora. Camus se puso a trabajar. Ya no recuerdo qué fue, pero algo me distrajo de esta guirnalda, y, cuando tuve delante lo que él había escrito, me pareció inútil añadir nada. Prometí que escribiría un poema introductorio: «Momento a momento».
Como todo proyecto llevado por las alas de la dicha, este tardó en completar su destino. Louis Curel —aquí asoma su bello rostro— nos dejó; Lucien Mathieu, el hijo, y sus hermanos se enfrascaron en la renovación de la propiedad familiar, y su mirada se volvió menos soñadora; hubo árboles arrancados y nuevos caminos trazados, los campos se llenaron y se vaciaron de casas; aquella muchacha se casó y ya no estaba.
Comprendimos entonces hasta qué punto el tiempo, que nos castiga y nos llena de indiferencia y pesares, es tan capaz de dejarnos algo como de quitárnoslo. Para compensar, también nos vuelve transparentes a nuestra mirada y nos da de beber el burbujeo de la leche que a lo largo de los años ha hervido y nos ha nutrido, y ha saciado misteriosos anhelos.
Camus ha muerto, pero le gustaría saber que el hermoso concierto de aquellas estaciones se ha convertido en «el espejo profundo» que hoy nos ofrece Edwin Engelberts.
Camus, quien PUSO NOMBRE a la peste, también carga con su maldición. Si el estado de sitio solo fuese una superstición, una angustia contenida y estridente, el oasis de lo INACCESIBLE, nos quedaría, con todo, el meteorito, la luminaria que surcó el cielo y nos rozó el corazón detrás de la ventana.
René Char
Enero de 1965
En 1967, con motivo de una exposición sobre La posteridad del sol en L’Isle-sur-la-Sorgue, el editor Edwin Engelberts publicó un cuadernillo en el que figuraban, entre otros textos, fragmentos del Posfacio de René Char, unas palabras introductorias con la firma de Jean-Pierre Roux, a la sazón alcalde de la ciudad, y una biografía breve de Albert Camus. Aunque no llevaban su firma, estos dos últimos textos son de René Char. Hemos decidido reproducirlos aquí, ilustrados por sus correspondientes manuscritos.
Biografía sucinta de Albert Camus
por René Char
Albert Camus nació en Mondovi, Argelia, el 7 de noviembre de 1913. Su padre pertenecía a una familia alsaciana instalada en Argelia, su madre era de origen mallorquín. Herido en la batalla del Marne, su padre falleció en el hospital de Saint-Brieuc. Después de la escuela municipal, Camus obtuvo una beca de estudios para el Liceo de Argel. Concluyó su formación en la Facultad de Letras de esta ciudad, bajo la dirección de Jean Grenier, con la obtención de un Diploma de Estudios Superiores de Filosofía.
Camus tenía 24 años cuando decidió dedicarse al periodismo, el teatro y a dar conferencias. Escribe Calígula. Segunda Guerra Mundial. Se casa con la joven Francine Faure, con la que tuvo dos hijos: Jean y Catherine. En mayo de 1940 está en París, donde termina El extranjero. El año siguiente escribe El mito de Sísifo. Resistencia. Lector de Ediciones Gallimard. Tras la Liberación se encargó de la dirección del diario Combat, cargo al que renunció en 1947. Hasta 1960, el año de su muerte accidental, Camus publicó sucesivamente: La peste, El hombre rebelde, Actuales, El exilio y el reino, El verano, La caída y las obras de teatro Calígula, El malentendido, El estado de sitio, Los poseídos. Instalado en París, acostumbraba a pasar temporadas en Ardèche y Chambon-sur-Lignon, así como en Vaucluse, en L’Isle-sur-la-Sorgue y en Lourmarin. En 1957, Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura.
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Prefacio
Hay azares a un tiempo propicios a la literatura, el arte y los hombres. La fertilidad es su consecuencia y la belleza, su distintivo.
Invitamos a los visitantes de la exposición La posteridad del sol a disfrutar con nosotros del azar que nos dejó estos frutos conmovedores a la par que tentadores, capaces de hacernos soñar y también querer intervenir.
Este gran libro sin tacha, a pesar de la sombra proyectada sobre él por el duelo, nos enseña que el genio de la vida hace que triunfe siempre la maravillosa simplicidad de la vida.
Jean-Pierre Roux