EL CAMINO QUE
VA A LA CIUDAD
Y OTROS RELATOS
TRADUCCIÓN DEL ITALIANO
DE ANDRÉS BARBA
ACANTILADO
BARCELONA 2019
CONTENIDO
Prólogo
EL CAMINO QUE VA A LA CIUDAD
OTROS RELATOS
Una ausencia
Una casa en la playa
Mi marido
Comencé a escribir El camino que va a la ciudad en septiembre de 1941. Me rondaba la idea del mes de septiembre, el septiembre nada lluvioso y más bien cálido y tranquilo de la campiña en los Abruzzos, cuando la tierra enrojece; me rondaba la idea de la nostalgia de Turín y tal vez también El camino del tabaco de Caldwell, que había leído, creo, por aquella época y me había gustado un poco, pero no demasiado. Todas esas cosas se confundían y mezclaban en mi interior. Quería escribir una novela, no sólo un relato breve. Pero no sabía si me iban a alcanzar las fuerzas.
Al comenzar a escribir temí que me saliera, una vez más, un relato breve. Aunque al mismo tiempo también temía que me saliera demasiado largo y aburrido. Recordaba que cuando mi madre leía una novela demasiado larga y aburrida siempre decía: «¡Menudo rollo!». Hasta ese momento nunca me había dado por pensar en mi madre cuando escribía. Y si lo había hecho, siempre me había parecido que no me habría importado mucho su opinión. Pero en aquel momento mi madre estaba lejos y yo sentía nostalgia. Por primera vez sentí el deseo de escribir algo que le gustara a mi madre. Para que no fuera un rollo escribí y reescribí muchas veces las primeras páginas, tratando de ser lo más directa y esquemática posible. Quería que cada una de mis frases fuese como un latigazo, una bofetada.
Auténticos personajes a los que no había convocado se introdujeron en la historia en la que estaba pensando. Aunque en realidad tampoco había pensado una historia. Descubrí que un relato breve es necesario tenerlo entero en la cabeza, como si estuviera perfectamente encerrado en su cáscara, mientras que una narración larga se desovilla sola, casi se escribe por sí misma. Así que, aunque las primeras páginas me llevaron tiempo, después tomé impulso y seguí de un tirón hasta el final.
Mis personajes eran los vecinos del pueblo que veía desde la ventana y con los que me cruzaba por las veredas. Sin que yo los hubiera invocado aparecieron en mi historia. A algunos los reconocí al instante, y a otros sólo los reconocí cuando terminé de escribir. Pero en ellos se mezclaban—aunque nunca los había llamado—mis amigos y parientes más cercanos. Y el camino, el camino que dividía el pueblo en dos y llegaba hasta la ciudad de Aquila entre campos y montañas, también había entrado en mi historia, una historia a la que yo aún no sabía qué título poner. Cuando terminé la novela (así la llamaba yo), conté los personajes y vi que eran doce. ¡Doce! Me parecieron muchos. Y además, me desesperaba porque en realidad no era una novela, sino poco más que un relato largo. No sabía si me gustaba. O mejor dicho, me gustaba hasta lo inverosímil porque era mío, y justamente por esa razón me parecía que tampoco decía nada del otro mundo.
El camino era, por lo tanto, el camino que ya he comentado antes. La ciudad era una mezcla de Aquila y Turín. El pueblo era aquel mismo pueblo amado y odiado en el que llevaba viviendo más de un año y del que ya conocía hasta los más remotos callejones y veredas. La muchacha que habla en primera persona era una muchacha con la que me encontraba siempre por aquellas veredas. La casa era su casa y la madre era su madre. Pero en parte era también una antigua compañera de escuela a la que no había visto desde hacía años. Y en parte era también, de una manera oscura y confusa, yo misma. Desde entonces, siempre que uso la primera persona me doy cuenta de que yo misma, subrepticiamente, me cuelo en mi propia escritura.
No di ningún nombre a aquel pueblo ni a la ciudad. Siempre he sentido una vieja aversión a utilizar nombres de lugares reales. También me repugnaba entonces utilizar nombres de lugares inventados (lo hice más tarde). Y sentía también una profunda aversión por los apellidos, mis personajes nunca tenían apellidos. Puede que todavía me pesara haber nacido en Italia y no a orillas del Don. Pero creo más bien que mi intención era buscar un punto que no estuviera situado en ningún lugar concreto de Italia, que pudiera pertenecer tanto al norte como al sur. En cuanto a los apellidos, me ha llevado años librarme de la aversión que me producen, y ni siquiera hoy creo haberme librado del todo de ella.
Cuando terminé la novela descubrí que, si había en ella algo vivo, surgía de los lazos de amor y odio que me unían a aquel pueblo, y del odio y del amor de los que nacieron los personajes que se confundían y mezclaban con los vecinos del pueblo y mis parientes cercanos, mis amigos y mis hermanos, y me dije una vez más que yo no debía escribir nunca sobre algo que me resultase ajeno o indiferente, que tras mis personajes debían esconderse siempre personas a las que estuviera unida por vínculos estrechos. Aparentemente no me unía ningún vínculo estrecho a los vecinos de aquel pueblo con los que me cruzaba al pasar y que habían entrado en mi historia, pero sí era estrecho el vínculo de amor y odio que me unía al pueblo en su totalidad; y a los vecinos del pueblo se habían unido también mis parientes y amigos. Y pensé que en eso consistía no escribir por casualidad. Escribir por casualidad era dejarse llevar por el simple juego de la observación y la invención, por todo aquello que ocurre al margen de nosotros, escogiendo al azar entre seres, lugares y cosas que nos resultan indiferentes. No escribir por casualidad es hablar solamente de aquello que amamos. La memoria es una forma de amor, pero jamás es casual. Hunde sus raíces en nuestra propia vida, y por eso sus elecciones jamás son casuales, sino siempre imperiosas y apasionadas. Lo pensé, pero luego lo olvidé, y durante años continué con el juego de la invención ociosa, creyendo que era posible crear de la nada, sin amor ni odio, entretenida con seres y cosas por los que apenas sentía una ociosa curiosidad.
No fui yo quien dio con el título El camino que va a la ciudad. Fue mi marido. El libro apareció en 1942 con pseudónimo, y en el pueblo nadie supo que yo había escrito y publicado un libro.
Las fatigas de los necios serán su tormento, porque desconocen el camino que va a la ciudad.
El Nini vivía con nosotros desde que era pequeño. Era hijo de un primo de mi padre. Sus padres habían muerto y habría tenido que vivir con el abuelo, pero el abuelo le pegaba con una escoba y él se escapaba y venía con nosotros. Al final el abuelo murió, y le dijeron que podía quedarse en nuestra casa.
Sin contar al Nini éramos cinco hermanos. La mayor era mi hermana Azalea, que se había casado y vivía en la ciudad. Yo era la segunda, y después venían Giovanni, Gabriele y Vittorio. Se suele decir que una casa en la que hay muchos hijos es una casa alegre, pero a mí no me parecía que hubiera nada de alegre en nuestra casa. Yo tenía intención de casarme pronto y de marcharme como había hecho Azalea. Azalea se había casado a los diecisiete años. Yo tenía dieciséis, pero todavía no me había pedido matrimonio nadie. También Giovanni y el Nini se querían marchar. Los únicos que todavía estaban contentos eran los pequeños.
Nuestra casa era una casa roja con un emparrado en la fachada. Colgábamos la ropa en la barandilla de la escalera porque éramos demasiados y no había armarios para todos. «Fuera de aquí, fuera de aquí—decía mi madre cuando sacaba a las gallinas de la cocina—, fuera, fuera…». El gramófono sonaba todo el día, y como sólo teníamos un disco, la canción era siempre la misma, y decía:
Manos aterciopeladaaas,
manos perfumadaaas,
es tal mi embriagueeeeez
que ni explicármelo sééé…
Aquella canción, cuyas palabras tenían una cadencia tan extraña, nos gustaba mucho, y la repetíamos desde que nos levantábamos hasta que nos íbamos a la cama. La habitación de Giovanni y el Nini estaba junto a la mía, y por las mañanas me despertaban dando tres golpes a la pared; yo me vestía a toda prisa y salíamos corriendo a la ciudad. Era más de una hora de camino. Cuando llegábamos a la ciudad nos separábamos como si fuésemos tres desconocidos. Yo buscaba a una amiga y paseaba con ella bajo los soportales. De vez en cuando me cruzaba con Azalea, cuya nariz roja se intuía tras la redecilla de su sombrero, y ella no me saludaba porque yo no llevaba sombrero.
Comía pan y naranjas en la orilla del río con mi amiga o iba a casa de Azalea. Casi siempre me la encontraba en la cama leyendo novelas, o fumando, o discutiendo por teléfono con su amante porque estaba celosa sin que le preocupara que la oyeran los niños. Después llegaba el marido y también discutía con él. El marido ya era bastante viejo, y llevaba barba y gafas. A ella le prestaba poca atención, leía el periódico suspirando y rascándose la cabeza. «Que Dios me ayude», decía de cuando en cuando para sí. Ottavia, la criada de catorce años, que lucía una enorme trenza negra despeinada y llevaba al niño pequeño agarrado al cuello, decía desde la puerta: «La señora está servida». Azalea se ponía las medias, bostezaba, se miraba las piernas durante un buen rato y nos sentábamos todos a la mesa. Cuando sonaba el teléfono Azalea se ruborizaba, jugaba con la servilleta y se oía la voz de Ottavia desde la otra habitación: «La señora está ocupada, llamará luego». Después de comer, el marido salía de nuevo y Azalea se metía en la cama y se dormía enseguida. Su rostro se volvía entonces cariñoso y tranquilo. Mientras tanto sonaba el teléfono, se daban portazos, los niños gritaban, pero Azalea seguía dormida, respirando profundamente. Ottavia recogía la mesa y me preguntaba asustada qué iba a ocurrir si «el señor» se enteraba, pero luego me decía en voz baja con una sonrisa amarga que al fin y al cabo también «el señor» se veía con alguien. Entonces me iba. Esperaba que atardeciera en un banco del parque. Tocaba la orquesta del café y yo me dedicaba a mirar con mi amiga los vestidos de las mujeres que pasaban, y veía pasar también al Nini y a Giovanni, pero no nos decíamos nada. Me reencontraba con ellos fuera de la ciudad, en el camino polvoriento, mientras las casas se iluminaban a nuestras espaldas y la orquesta del café comenzaba a sonar con más fuerza y alegría. Caminábamos por la campiña, junto al río y los árboles. Llegábamos a casa. Yo odiaba nuestra casa. Odiaba la sopa de verduras amarga que nos ponía mi madre todas las noches, y odiaba a mi madre. Me habría avergonzado de ella si la me la hubiese encontrado en la ciudad. Pero no iba a la ciudad desde hacía años, parecía una campesina. Tenía el pelo canoso y despeinado, y le faltaban los dientes de delante. «Pareces una bruja, mamá—le decía Azalea cuando venía a casa—. ¿Por qué no te haces una dentadura postiza?». Luego se sentaba en el sofá rojo del comedor, se quitaba los zapatos y decía: «Café». Se bebía a toda prisa el café que le llevaba mi madre, dormitaba un poco y se marchaba. Mi madre decía que los hijos eran como el veneno y que no habría que traerlos jamás al mundo. Se pasaba los días maldiciendo a sus hijos uno a uno. Cuando mi madre era joven, un jefe de registro se enamoró de ella y se la llevó a Milán. Mi madre estuvo fuera unos días, pero después regresó. Repetía siempre aquella historia, pero decía que se había ido porque estaba cansada de los hijos y que lo del jefe de registro se lo habían inventado los del pueblo. «No tendría que haber vuelto jamás», decía mi madre secándose las lágrimas de la cara con la punta de los dedos. Mi madre no hacía más que hablar, pero yo no respondía. Nadie le respondía. Sólo el Nini le respondía de vez en cuando. Aunque nos habíamos criado juntos, no se parecía a nosotros. Y aunque éramos primos, teníamos rostros muy distintos. El suyo era pálido, no se ponía moreno ni al rayo del sol, y un mechón le caía sobre los ojos. En los bolsillos llevaba siempre periódicos y leía todo el tiempo, hasta cuando comía y Giovanni le tiraba el libro para hacerlo rabiar. Él lo recogía y seguía leyendo tranquilamente, pasándose los dedos por el flequillo. Mientras tanto, el gramófono repetía:
Manos aterciopeladaaas,
manos perfumadaaas…
Los pequeños hacían el payaso, peleaban, y venía mi madre a darles una bofetada; luego la tomaba conmigo porque estaba sentada en el sofá en vez de ayudarla con los platos. Mi padre decía que había que educarme mejor. Mi madre se ponía a lloriquear y decía que ella era el último mono, y mi padre cogía el sombrero del perchero y se marchaba. Mi padre era electricista y fotógrafo, y quería que Giovanni aprendiera también el oficio de electricista. Pero Giovanni no iba nunca cuando lo llamaban. Nunca era dinero suficiente, y mi padre siempre estaba cansado y de mal humor. Pasaba un rato por casa y se iba enseguida porque, decía, aquello era un manicomio. Pero decía que no teníamos la culpa de haber salido tan malos. Que la culpa era suya y de mi madre. Mi padre aún parecía joven y mi madre estaba celosa. Se lavaba bien antes de vestirse y se ponía brillantina en el pelo. No me avergonzaba de él si me lo encontraba en la ciudad. También el Nini le cogió gusto a lavarse, y le robaba la brillantina a mi padre. Pero no servía de nada, el flequillo le seguía bailando frente a los ojos.
Una vez Giovanni me dijo:
—El Nini bebe aguardiente.
Yo lo miré asombrada.
—¿Aguardiente? ¿A menudo?
—Cuando puede—dijo él—, siempre que puede. Hasta se ha traído una botella a casa. La tiene escondida, pero yo la he encontrado y me ha dejado probar. Está bueno—dijo.
—El Nini bebe aguardiente—me repetí yo, asombrada.
Fui a ver a Azalea. La encontré sola en casa. Estaba sentada en la mesa de la cocina comiendo una ensalada de tomate con vinagre.
—El Nini bebe aguardiente—dije.
Ella se encogió de hombros con indiferencia.
—Alguna cosa habrá que hacer para no aburrirse—dijo.
—Sí, nos aburrimos. ¿Por qué nos aburrimos de esta manera?—pregunté.
—Porque la vida es absurda—dijo apartando el plato—. ¿Qué le vamos a hacer? Una se aburre enseguida de todo.
—Pero ¿por qué nos aburrimos siempre tanto?—le dije al Nini esa noche, cuando volvíamos a casa.
—¿Quién se aburre? Yo no me aburro ni lo más mínimo—dijo riendo y agarrándome del brazo—. ¿Así que te aburres? ¿Y por qué? Si es todo estupendo.
—¿El qué es estupendo?—pregunté.
—Todo—me dijo—, todo. A mí me gusta todo lo que veo. Antes me ha gustado dar un paseo por la ciudad, ahora camino por la campiña y también me gusta.
Giovanni caminaba unos pasos por delante de nosotros. Se detuvo y dijo:
—Ahora está trabajando en una fábrica.
—Estoy aprendiendo a ser tornero fresador—dijo el Nini—, así tendré dinero. Sin dinero no puedo vivir. Lo paso mal. Me basta con llevar cinco liras en el bolsillo para sentirme un poco más alegre. Y si uno quiere dinero, tiene que robarlo o que ganárselo. En casa nunca nos lo han explicado bien. Siempre se están quejando de nosotros, pero para pasar el rato. Nadie me ha dicho nunca: «Anda, cállate ya». Es lo que tendrían que haber hecho.
—Si me hubiesen dicho «Anda, cállate ya», los habría echado a patadas de casa—dijo Giovanni.
En el camino nos encontramos con el hijo del doctor, que volvía de cazar con el perro. Había cazado siete u ocho codornices y me quiso regalar dos. Era un joven robusto con un gran bigote negro que estudiaba medicina en la universidad. Él y el Nini se pusieron a discutir, y Giovanni me dijo luego:
—El Nini vale mil veces más que el hijo del doctor. El Nini no es como los demás, aunque no haya estudiado.