Capítulo I

1

La llamada del cabo primero de la Guardia Civil de Corcubión, José Souto, a quien sus colegas llamaban cariñosamente «Holmes», sorprendió a su amigo Julio César Santos, madrileño rico y vividor, que tenía como entretenimiento una agencia de detectives generalmente inactiva. Eran las once de la mañana y Santos estaba desayunando en su elegante piso de la calle de Serrano.

Hacía más de un año que no se veían.

—¡No me lo puedo creer, Pepe! —exclamó César Santos mirando su reloj—. Has tenido la delicadeza tan poco cuartelera de esperar a una hora decente para llamarme. ¿No habrás dejado la Benemérita?

—No, César, yo no soy millonario como tú y tengo que currar. Supongo que no estarás en la cama.

—No, no. Me acabo de levantar y estoy desayunando —le respondió Santos—. Ya ves, a veces me da por madrugar. ¿A qué debo el placer de tu llamada?

—Se te va a enfriar el desayuno si te lo cuento todo, tío. Han ocurrido muchas cosas últimamente.

 

 

El cabo José Souto era un hombre serio a pesar de su relativa juventud y no muy hablador. Sin embargo, como César Santos solía provocarlo y bromear acerca de su supuesto complejo de aldeano, el guardia, cuando hablaba con él, intentaba mostrarse más desinhibido e informal que de costumbre. Tildaba a su amigo de «pijo madrileño», no por estar convencido de que lo fuera, sino como autodefensa por su inevitable provincialismo. A pesar de ello, como el azar había hecho que sus caminos profesionales se cruzaran en varias ocasiones y que en alguna de ellas el cabo le salvase la vida, existía un fuerte lazo afectivo entre ambos.

—No te preocupes por mi desayuno, Pepe, y cuéntame.

—Verás, son varias cosas. La primera es que me caso.

—¡Coño, Holmes, eso es algo extremadamente grave! ¿Te encuentras bien?

—¿Te importaría escucharme y dejar de soltar una chorrada cada vez que te digo algo?

—Sí, sí, perdona. Es que lo que me acabas de decir es demasiado importante como para no hacer ningún comentario, incluso serio. Se me ha caído la tostada encima del pantalón, tío. Por cierto, supongo que te casarás con tu Lolita de siempre.

—Pues sí. Pensaba casarme con el sargento Vilariño, pero resulta que ya está casado y además se acaba de jubilar. Esto último no sería un impedimento, claro, pero te lo digo porque de momento y provisionalmente soy el nuevo jefe del puesto de Corcubión.

—¡Enhorabuena!

—¡Gracias! ¿Puedo seguir?

—Claro, Pepe.

—Bien, pues lo que quería decirte son varias cosas en realidad. La primera ya te la he dicho: me caso. La segunda es que, desgraciadamente, Lolita quiere que seas el padrino de nuestra boda, por lo que no me queda más remedio que pedírtelo en su nombre. Como sé que es el tipo de cosas que te encantan, espero una contestación afirmativa y emocionada. No es necesario que hagas comentarios ingeniosos. Si Lolita tuviera padre, te privaría de ese placer, pero la pobre es huérfana, como sabes, de modo que la llevarás del brazo al altar.

—Será un placer. ¿La tercera?

—Murió mi tía Carmen y nos vamos a ir a vivir a la casa de la aldea. —Santos guardó un respetuoso silencio—. Lolita ha tenido la idea de convertirla en una casa de turismo rural, ya sabes, un hotelito rústico. Dado que tanto la casa como la finca son muy bonitas, creo que su idea puede funcionar. Llevamos diez meses de obras y, para tu tranquilidad, te comunico que hemos previsto un apartamento de lujo, a modo de suite cardenalicia enmoquetada, para cuando te dignes venir por aquí. Lo que no hemos podido construirte es un campo de golf porque la propiedad tiene poco más de una hectárea.

—No sabes cuánto os agradezco que hayáis pensado en mí. Es un detalle. No importa lo del golf; practicaré en la moqueta de la suite. ¿Para cuándo es la boda?

—Para el verano. Pero no te preocupes; los de la aldea tenemos la costumbre de enviar una invitación por correo. Espero que las obras se hayan terminado mucho antes porque nos gustaría celebrarla con la casa rural ya inaugurada. Tendremos ocasión de hablar de todo eso hasta entonces. Solo quería que lo supieras con tiempo.

—Muchas gracias, Pepe, me doy por enterado y, por supuesto, cuenta conmigo no solo como padrino, sino para cualquier cosa que necesites y en lo que yo pueda serte útil.

—Lo único que necesito es que no tengas asuntos profesionales en Galicia y que cuando vengas sea solo para comer bien y pasarlo mejor.

—Bueno, ya sabes que nunca intento tener asuntos profesionales ni en Galicia ni en ninguna otra parte; lo que pasa es que, de vez en cuando, aparece algún plasta empeñado en hacerme trabajar.

—Ya. Te lo digo porque preferiría ocuparme tranquilamente de mis asuntos, sin tener que dedicarme a salvarte la vida. No es que me importe, compréndelo, es que voy a estar muy ocupado durante los próximos meses.

—¡Holmes, eres un ingrato! Te he dado varias veces la oportunidad de lucirte y ni siquiera me lo agradeces. ¿Sabes? Creo que un buen investigador no tiene por qué resolver siempre y de modo brillante todos los casos. Hay que tener un poco de consideración con los demás policías, guardias civiles o detectives que no somos superdotados como tú. Fallar de vez en cuando te hace más humano, ¿no crees?

—No sigas con tus chorradas, César. Y tampoco creas que siempre resuelvo los casos de los que me ocupo. Precisamente tengo desde hace meses un asunto jodido, aquí en Corcubión, que no consigo… Bueno, dejémoslo. No te interesa.

—¡Claro que me interesa! ¿Un caso sin resolver? ¿Tú, con un caso que no consigues resolver? Es lo más interesante que he oído en mi vida. Ya me estás contando de qué se trata.

—Ni lo sueñes, César. Olvídate. No te he dicho nada. Además, no te iba a interesar porque no hay tías buenas de por medio… ¡perdona!, quise decir esa clase de señoritas elegantes con las que sueles relacionarte.

—No cambies de tema. ¿Te das cuenta de lo que me estabas diciendo? Eso es algo para contárselo a mis nietos.

—¿A qué nietos?, si no tienes hijos.

—¡No importa! A los nietos de mi hermana. El famoso cabo José Souto, alias Holmes, incapaz de resolver un caso en Corcubión. ¿De qué se trata, de un asesinato, un atraco, un secuestro? No me puedes dejar así, Pepe, sería una crueldad indigna de ti.

—Vale, tío. Deja de decir gilipolleces. No voy a entrar al trapo. Solamente si me prometes bajo juramento y por lo más sagrado que no vas a intentar meter tus narices en el asunto, te contaré algo cuando vengas a mi boda.

—¿Me estás diciendo que no admites mi colaboración?

—Exactamente.

—¿Puedo saber por qué?

—Porque no quiero que vuelvas a cagarla.

—Eso es una grosería, César.

—Ya ves. En Madrid sois pijos y en la aldea brutos.

 

 

Los amigos se despidieron tras las habituales bromas que al cabo Souto le costaba a menudo seguir por su carácter reflexivo y reservado. Sin embargo, le gustaba hablar con Cesar Santos de vez en cuando en aquel tono trivial y desenfadado porque lo consideraba un ejercicio dialéctico eventualmente útil, aunque no supiera para qué, como su pequeña carrera matinal por el bosque cercano a la casa cuartel lo era para estar en forma. El detective millonario de Madrid y el guardia de Corcubión eran dos personas completamente distintas, incluso opuestas, y probablemente por eso o por alguna cualidad común en la que no pensaba ninguno de los dos se apreciaban sinceramente. Quizá fuera porque ambos eran buenos profesionales, rigurosos y competentes en su trabajo. Aunque los métodos del detective no siempre fueran tan ortodoxos como los del guardia civil.

2

La boda del cabo primero José Souto y Lolita Doeste se celebró en la modesta iglesia de San Adrián de Toba, de origen románico y con su torrecita de estilo barroco gallego, muy cerca de Cee y de la casa de turismo rural «Doña Carmen», nombre que decidieron ponerle en recuerdo de la tía de Souto y donde se celebró el banquete.

El padrino, Julio César Santos, que jamás había asistido a ninguna fiesta en una aldea gallega, miraba con incredulidad la serie de platos que uno tras otro iban llegando al comedor en lo que le pareció una orgía gastronómica medieval. Después de los entrantes de empanada que hubieran bastado para una comida corriente, trajeron una cantidad de fuentes de marisco que no habrían podido terminar ni el doble de comensales. A continuación, llegó el cocido gallego, que consistía en un cerdo entero cocido y despiezado, adornado con chorizos, morcillas, muslos y pechugas de ave, jarrete de ternera, huevos duros, patatas, berzas y alubias, en cantidad igualmente pantagruélica. Los postres, cafés y licores estuvieron a la altura del resto.

—¿Esperabais más invitados? —preguntó Santos a la novia a pesar de que no había sitios vacíos en la mesa.

Lolita se rio y le explicó que, en una boda como es debido, si no sobraba la mitad de la comida, los invitados se irían pensando que el banquete había estado escaso.

—¿Y qué vais a hacer con todo lo que sobra?

—Lo comeremos mañana con la familia y los amigos.

 

 

Los novios se despidieron a media tarde entre aplausos, cánticos y los habituales vivas de unos invitados que acusaban ya el efecto de la bebida. Antes de irse, César Santos pudo charlar un momento tranquilamente con su amigo Pepe Souto. El detective madrileño aceptó la invitación del cabo y su mujer para pasar unos días de agosto en la casa de turismo, ¡en su suite cardenalicia!, y poder disfrutar de la paz y la belleza del lugar en un ambiente más relajado que el que habían vivido aquellos días previos a la boda.

—Pero tienes que contarme algo —le dijo Santos al cabo al despedirse—. No creas que me he olvidado.

Una sonrisa complaciente se dibujó en el rostro del recién casado.

3

El apartamento de lujo, que ocupaba la esquina de la casa rural en un saliente sobre lo que en su día fueron las cuadras, daba al bosque por el lado norte y al Atlántico por poniente. Del mar, solo se veía la línea del horizonte porque las copas de los árboles que coronan las colinas circundantes cubiertas de frondosos pinares ocultaban la ría. Una línea que al atardecer parecía incendiarse frente al cabo Finisterre y que el océano se afanaba en apagar más allá de donde termina la Tierra.

En el amplio balcón corrido que, como una terraza cubierta, recorría la pared de piedra de aquella parte de la casa, César Santos, que acababa de llegar de Madrid, y su amigo y anfitrión José Souto contemplaban el espectáculo charlando sentados en dos sillones de mimbre aquella tibia tarde de agosto.

—Y ahora —dijo Santos después de beber un sorbo de su ginebra con tónica— me vas a contar algo de ese misterioso caso que aún no habías conseguido resolver el mes pasado.

—¡Qué pesado eres, César! Pensé que te habrías olvidado.

—¡Cómo voy a olvidarme de algo así! No he hecho más que pensar en eso durante estas semanas.

—No, si serás capaz de decirme que solo has venido para que te lo cuente.

—Pepe, yo soy una persona educada y, aunque fuera cierto, jamás te diría una grosería semejante. He aceptado vuestra invitación encantado porque me apetecía pasar unos días con vosotros. Espero que no lo pongas en duda.

—La verdad es que me tienes alucinado. Si quieres que te diga la verdad, no creí que fueras a aceptar la invitación. Al fin y al cabo, esto no es más que una pequeña aldea gallega y, además, no hay campo de golf.

—Eres un viejo zorro, Holmes. Me dices eso para que te diga que vine porque te aprecio, porque este sitio es precioso, porque se come divinamente en Galicia y porque estaba deseando verte. Pues no te diré más de lo que ya te he dicho. Y todos tus intentos por desviar la conversación del caso que no has resuelto son inútiles. O sea, que déjate de coñas y cuenta. ¿De qué se trata?

Al cabo José Souto no le gustaba hablar de su trabajo y ni siquiera a su mujer le comentaba normalmente los casos en los que trabajaba, salvo que ella insistiera en preguntarle, incluso cuando se trataba de sucesos de los que todo el mundo hablaba en el pueblo. Con César Santos era distinto. Como habían trabajado juntos en varios casos y se habían ayudado mutuamente con sus reflexiones y experiencia, no tuvo más remedio que ser condescendiente.

—Está bien, te lo contaré. Verás: en Corcubión hay todos los veranos un mercado medieval durante el último fin de semana de julio. Se monta en el casco antiguo, entre la iglesia y el puerto. Supongo que sabes de qué te estoy hablando.

—Sí, ya sé. Un mercado de chorradas con la gente disfrazada en plan cutre, como en una película mala de Robín de los Bosques.

—Algo así. Aunque también hay actividades artísticas, culturales, conciertos, etcétera. Bueno, pues resulta que el año pasado, durante el mercado medieval, asesinaron a un joven de diecinueve años, hijo de un médico muy conocido en la comarca: don Alejandro Sueiro, un señor absolutamente respetable, propietario de un pazo muy bonito y de varias fincas y pinares en Vilar de San Pedro, una aldea que está a dos kilómetros de aquí. Ni el padre ni el hijo estaban metidos en política o en negocios raros. Se trata de una familia aristocrática conocida y respetada por todo el mundo: los Sueiro de Andrade.

—¿Cómo lo mataron?

—No te lo vas a creer, pero le dieron una cuchillada por la espalda, justo en el corazón, delante de todo el mundo, durante una exhibición de cetrería en el mercado medieval, a la una del mediodía. Hay un puesto que exhibe halcones, águilas y búhos delante de la iglesia. Hemos pasado tú y yo por allí alguna vez yendo a comer al hotel de la playa. Es esa iglesia que tiene una torre con pináculos, no hay otra.

—Sí, ya sé.

—Pues allí fue. A pesar de que lloviznaba, había mucha gente porque es un espectáculo bastante curioso. El chico, Álex Sueiro, estaba mirando entre la gente; de pronto, se desplomó y quedó tumbado boca arriba. Las personas que estaban a su alrededor creyeron que se había desmayado o que le había dado un ataque, hasta que la sangre empezó a fluir por debajo de su camisa. Hay varios testigos: el sacristán, un chaval del pueblo, un par de jubilados y una señora que creen haber visto algo, pero sus testimonios son imprecisos y sus declaraciones no aportan nada esclarecedor. Al incorporarlo, apareció el desgarro de la herida; el chico estaba muerto. Con el revuelo de paraguas, nadie vio nada con claridad ni a nadie que se marchara de forma precipitada o sospechosa de entre los que estaban cerca, al lado o detrás de él. El asesino tuvo que tener la frialdad de permanecer en el lugar mientras atendían al pobre muchacho en los primeros momentos. Luego, cuando llegaron los municipales y la Guardia Civil, que solo tardó un minuto o dos porque había una pareja patrullando en el mercado, quien fuera se largó tranquilamente.

—¿Estaba solo? —preguntó Santos—, me refiero al joven.

—Sí. Bajaba a Corcubión desde su pazo todos los sábados a mediodía. Iba a la farmacia que hay allí cerca y charlaba un rato con la farmacéutica, que es amiga de la familia, mientras esta le preparaba los medicamentos que tomaba su padre. Aquel día, parece que decidió darse una vuelta por el mercado medieval antes de volver a su coche, que solía aparcar donde encontraba sitio, por el puerto o en la avenida.

—O sea que iba solo.

—Supongo que sí. Durante algún tiempo estuvo yendo con su padre, pero desde que se sacó el carné de conducir empezó a ir solo. Su madre murió hace años y los dos vivían en el pazo con un matrimonio de empleados y su hija. Un criado que hace de todo y su mujer, que es la cocinera. Don Alejandro tiene sesenta años y, según me dijo confidencialmente el forense, que es primo suyo, padece una grave enfermedad.

—¿Qué hay de herencias y cosas por el estilo? —preguntó Santos.

—Al morir su único hijo, solo le queda un hermano mayor, Pedro, con el que no se trataba desde hacía muchos años. Es un famoso abogado que tiene un bufete en La Coruña. Creo que ahora se han reconciliado porque Pedro Sueiro vino a darle el pésame y me han dicho que los vieron juntos en el entierro.

—¿Sabes por qué no se trataban?

—Sí. El hermano mayor riñó con su padre, un general a la antigua usanza, porque se negaba a seguir la carrera militar según la tradición familiar. Cuando el viejo general murió, solo le dejó a Pedro lo que marca la ley, es decir: la mitad del tercio de legítima. Todo lo demás, incluido el pazo, fue a parar al hermano menor. Pedro pensó que su hermanito se avendría a repartir la herencia a partes iguales a pesar del testamento. Pero don Alejandro no quiso obrar en contra de la última voluntad del padre. Su hermano lo tomó a mal y no volvió a dirigirle la palabra hasta la muerte del chico.

—O sea que el pazo y todo lo que debería heredar el hijo podría acabar pasando al hermano cuando muera don Alejandro.

—Podría. Dependerá del testamento, si lo hay. Pero supongo que no pensarás que Pedro Sueiro mató a su sobrino para heredar de un hermano que es más joven que él y con el que estaba reñido.

—¿Por qué no habría de pensarlo? Como sabes muy bien, no se asesina a alguien sin un motivo, de modo que es lógico preguntarse: ¿quién tenía motivos para hacerlo?, ¿a quién beneficiaba su muerte? Por lo que me has dicho antes, solo su hermano podría estar interesado.

—Vamos a ver, César. En primer lugar, Pedro Sueiro no se trataba con su hermano y, por lo tanto, no tenía por qué saber que estaba enfermo. Por otra parte, siendo como es tres años mayor, no hay razón para pensar que planificara el asesinato del sobrino con vistas a heredar, a menos que también planeara asesinar al hermano. Aparte de eso, Pedro Sueiro es un hombre rico.

—¿Estás seguro de que no sabía que su hermano estaba gravemente enfermo?

—Ya te digo que no tenía por qué saberlo, puesto que no se trataban.

—¿Tampoco se trata con ese forense que es primo suyo? Si te lo dijo a ti…

—No lo sé, César. Pero el forense de Corcubión y yo trabajamos juntos, como puedes imaginar, y tenemos una relación profesional que incluye la confidencialidad de las informaciones. Cuando me comunicó el resultado de la autopsia del joven Sueiro, me hizo un comentario sobre la desgracia del médico, que venía a añadirse a su enfermedad. Fue algo muy confidencial y no creo que lo vaya divulgando por ahí. A parte de eso, no me dijo que fuera una enfermedad mortal a corto plazo.

—De acuerdo, pero si se lamentó contigo en ese momento, también pudo hacerlo hablando algún día con su primo de La Coruña, ¿o tampoco se trata con él?

—Tampoco lo sé. Pero te veo venir, César, y te diré algo: Pedro Sueiro también estuvo en mi punto de mira como sospechoso al principio. Independientemente de que para el día del asesinato tenga una coartada perfecta y por supuesto verificada, no te puedes imaginar las indagaciones que hemos hecho, las comprobaciones de sus gastos, de posibles pagos a terceros, de sus desplazamientos, los controles de llamadas, la verificación de correos electrónicos, etcétera. En fin, para qué te voy a contar. ¡Pues nada! No hemos podido encontrar absolutamente nada que fuera mínimamente sospechoso. Si realmente fue él quien lo mató o encargó su muerte, lo hizo técnicamente muy bien. Por eso está bloqueada la investigación: no tengo pistas y los sospechosos tienen coartadas.

—Es curioso. El asesino tenía que conocer a la víctima y saber dónde iba a estar aquel día y a aquella hora para poder asesinarlo allí, a plena luz del día y delante de la gente. Tenía que conocer Corcubión, cómo funciona el mercado medieval y a qué hora y en qué lugar hay más gente, las fechas, etcétera. Algo difícil para un sicario o un profesional contratado de fuera. Pero, a su vez, tenía que ser alguien que la gente de Corcubión no conociera ni de vista. Porque supongo que a Pedro Sueiro lo conocerá mucha gente en Corcubión…

—Quizá no mucha. Pero, desde luego, si hubiera estado por allí un sábado, alguien lo habría reconocido, pues no es un desconocido para la gente mayor. Ya lo he pensado y también me he hecho muchas veces esas mismas preguntas y reflexiones.

—Claro que una peluca, un bigote o una barba y unas gafas, desfiguran a cualquiera que no llame la atención por la altura o algo así.

—Ya te dije que presentó una coartada intachable.

—¿Cuál?

—El día del asesinato, comió en La Coruña con unos amigos en un restaurante conocido. Lo verificamos.

—¿A qué hora?

—Pues a la hora de comer, no recuerdo. A las dos o dos y media.

—Se puede ir de Corcubión a La Coruña en una hora u hora y media. Hay tiempo de sobra.

—Bueno, no tan de sobra y menos en verano. Pero, además, hay peajes, donde dejas rastro.

—¿Con un coche de alquiler a nombre de otra persona? —César no soltaba presa—. ¿Tiene coartada entre la una y las dos?

—Según su secretaria, estuvo en su despacho hasta las dos. —El cabo Souto hizo un gesto de cansancio—. Déjalo, César, no he estado todo el año perdiendo el tiempo, como supondrás. Además, ¿por qué iba a matarlo?, ¿para qué?

—¡Ah, un pazo en Galicia o una casa en la Toscana! La ilusión de mi vida —comentó César Santos poniendo cara de ensoñación—. Imagínate lo que será para ese Pedro Sueiro el pazo donde nació y se crio y que debería haber heredado en buena ley, pero lo hereda de hermano pequeño. Como, además, están reñidos, ni siquiera puede ir de vez en cuando a pasar unos días. ¿No es algo que incita a cometer un crimen?

—Macho —se rio ligeramente José Souto—, tienes mente de criminal.

César Santos no tuvo tiempo de contestar porque los llamó Lolita diciéndoles que bajaran a cenar. Ya era completamente de noche.

4

Al día siguiente, César Santos, que nunca se levantaba antes de las diez o las once, se presentó a mediodía en el puesto de la Guardia Civil, que está en un alto dominando el pueblo de Corcubión y la ría. El guardia de puerta, que lo conocía, lo dejó pasar con su Porsche negro hasta la misma entrada y avisó a su jefe.

—Dice el cabo que pase usted —le indicó el guardia al detective—, ya conoce el camino.

José Souto, jefe provisional, ya no ocupaba su minúsculo despacho anterior, motivo frecuente de bromas de quienes lo visitaban, y se había trasladado al del sargento Vilariño, anterior comandante del puesto, jubilado a primeros de año. Era un despacho mucho más amplio, mejor amueblado y hasta tenía una pequeña mesa redonda de reuniones sobre la que Lolita había colocado un tiesto con hortensias a pesar de las inútiles protestas de quien entonces aún era su novio.

—Oye, gran jefe —lo saludó César Santos—, cuando termines de trabajar, antes de comer, ¿podríamos echar un vistazo juntos al sitio donde asesinaron a ese joven?

José Souto miró el reloj, dudó un segundo antes de levantarse y le dijo:

—Venga, vamos ahora. La mañana está tranquila.

Souto dejó todo como estaba, avisó a Orjales, su ayudante, de que se iba un momento al pueblo y salió con su amigo. Bajaron en coche porque Santos quería ver varias cosas, hacía calor y no tenía ganas de tener que subir andando después hasta allí.

Descendieron a la avenida y torcieron a la derecha en dirección a Fisterra hasta el casco viejo de Corcubión. Al pasar delante de la farmacia que está frente a los juzgados, el cabo Souto le dijo a Santos:

—Mira, esa es la farmacia de la que te hablé.

Santos vio un sitio delante, junto a un muro de piedra, y aparcó. Se bajaron y se metieron por un callejón que tras un quiebro en ángulo recto llega hasta el lateral de la iglesia, un edificio irregular que ha sufrido diversas modificaciones no siempre acertadas y cuyo exterior de granito carece de interés, pero enmarca el lugar con un toque intemporal de reminiscencias góticas. Una plazuela con algo parecido a un trozo de jardín, un sauce llorón, algún que otro arbolillo y un crucero que parece en equilibrio sobre una base insegura constituían el escenario del crimen ocurrido un año antes, a finales de julio.

—En esta placita —le explicó Souto a su amigo—, delante de la puerta de la iglesia, montan su tinglado los de las aves rapaces. Cuando hacen alguna exhibición, se amontona la gente alrededor. El asesino debió de haber seguido a su víctima y situarse detrás de ella. Fue aquí, al borde del jardincillo, junto a ese sauce, donde cayó Álex Sueiro. Como ves, si el asesino tuvo la sangre fría de quedarse un momento en el sitio, mientras la gente empezaba alarmarse e ir y venir, no debió de serle difícil después escabullirse discretamente, pasar tras el árbol y marcharse por donde hemos venido.

—Eso quiere decir que debía de tener su coche aparcado por donde lo dejamos nosotros, a la altura de la farmacia.

—Es posible, si es que había llegado hasta allí en coche, lo que no deja de ser una suposición.

—Los juzgados que están enfrente, ¿tienen cámaras de video vigilancia en el exterior?

—Sí. Y tengo copia de las cintas grabadas aquel día entre las diez y las dos de la tarde —le dijo Souto—, puedes verlas si quieres. Yo las he visto cien veces. Se ven llegar y salir más de veinte coches.

—Ya. Más de veinte coches ante la farmacia en cuatro horas, es normal. ¿Pero cuántos salen entre la una y la una y cuarto, por ejemplo? —preguntó Santos poniendo cara de sabueso, como si hubiera hecho una pregunta esencial.

—Vamos al cuartel y lo compruebas tú mismo; tengo una copia de la cinta en un lápiz USB —le contestó el cabo—. Ya no recuerdo. Quizá tres o cuatro, sin contar alguien que lo dejara un momento en doble fila para ir a la farmacia. Pero piensa que bajando por ahí —señaló Souto una calle que va a la carretera por el lateral de la iglesia— también se puede ir hacia el puerto y, además, el asesino pudo irse a pie atravesando el mercado.

—Claro —replicó el detective—, pero el callejón por el que vinimos es ideal para llegar y marcharse discretamente. No parece que pase mucha gente por él. Y si el asesino hubiera aparcado donde aparcamos nosotros, vería la farmacia, vería cuándo entraba y salía el joven Sueiro; podría haberlo seguido y controlar sus movimientos. Es el sitio ideal, ¿no crees?

El cabo José Souto, escéptico, no respondió y miró a su amigo como el padre que observa a su hijo cuando este acaba de descubrir cualquier bobada que le llama la atención y con la que se pone a jugar muy interesado.

—De acuerdo —dijo finalmente el cabo—. Vamos a buscar la cinta y la miras todas las veces que quieras. ¡Qué más quisiera yo que descubrieras algo que a mí se me haya escapado!

—Nunca se sabe.

Volvieron al cuartel y Souto sacó de un cajón de su mesa de despacho un lápiz USB; se lo dio a Santos y le dijo:

—En vez de verlo aquí, llévatelo a casa y míralo en tu portátil tranquilamente, si te parece. Yo iré a comer a las dos y media.

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Matar al heredero

un caso del cabo Holmes

Carlos Laredo

Nota del autor

Esta novela, como todas las de la serie del cabo Holmes, es pura ficción. Casi todos los lugares por los que trascurre la acción (hoteles, restaurantes, pueblos, calles, paisajes y playas que se describen) existen, pero solo los utilizo como decorado y nada tienen que ver con la acción imaginaria de la novela.

Los personajes son inventados. La casa cuartel de Corcubión, esa bonita localidad de la Costa de la Muerte gallega, se describe solo para dar un toque realista a la narración y, por supuesto, no tiene ninguna relación con la novela, como no la tienen los jueces, los forenses, los guardias civiles y los demás personajes, empresas y organismos públicos o privados que se citan.

 

C. L.

CRÉDITOS

Primera edición digital: marzo, 2019

Título: Matar al heredero. Otro caso más del cabo Holmes

 

© 2016, Carlos Laredo Verdejo

 

ISBN: 978-84-948951-5-9

 

© De la portada y diseño de cubierta: Pablo Uría Díez

 

© Diseño y maquetación: James Crawford Publishing (William E. Fleming)

 

© 2019 Kokapeli Ediciones (Primera publicación de «sinerrata editores», 2016)

 

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Todos los demás derechos están reservados.

Capítulo II

1

Después de comer, Julio César Santos se encerró en su apartamento de la casa rural, introdujo el lápiz USB en su portátil y se dedicó a pasar una y otra vez las imágenes de la cámara de seguridad del juzgado de Corcubión, que eran de buena calidad. Como la hora estaba sobreimpresa, pudo centrarse en observar lo ocurrido entre las doce y la una y media. Apuntó en una hoja los coches que ya estaban aparcados delante de la farmacia a las doce, la marca, el modelo y la matrícula. Después, los que llegaron y se fueron durante la hora y media siguiente, el tiempo que había permanecido cada uno y los movimientos de las personas que se bajaron y subieron. Pasó las imágenes muchas veces para estar seguro de que no se le escapaba ningún detalle. En ellas no se veía la puerta de la farmacia, que quedaba un poco a la izquierda y fuera de encuadre, por lo que no era posible ver quién entraba y salía de ella. Tampoco se veía el callejón que iba hacia la iglesia. Solo se veía la carretera, continuación de la avenida de Fisterra, y la zona de estacionamiento que hay delante de un muro bajo de piedra, construido para salvar el desnivel entre la calzada y las casas.

Lo único que le llamó la atención fue un Opel Insignia claro (las imágenes estaban en blanco y negro), que había aparcado a las doce y cuarenta y siete. No se bajó nadie durante un buen rato y, a las doce cincuenta y tres, lo hizo un hombre al que no se le veía la cara, con una gorra de béisbol y pelo largo. Llevaba una cazadora de color oscuro y unos pantalones que parecían vaqueros. Salió del coche, subió los escalones del muro y, antes de desaparecer de la imagen, daba la impresión de que se dirigía hacia la derecha, o sea hacia la iglesia.

A la una y ocho minutos apareció de nuevo el mismo hombre, que se metió deprisa en el coche. Justo antes y durante un par de segundos se le veía la cara. Conservaba su gorra y el pelo largo sobresalía por los lados. Llevaba gafas ahumadas y barba cerrada, no demasiado larga, pero lo suficiente como para que fuera muy difícil identificarlo. El coche maniobró marcha atrás muy despacio y salió en dirección a Cee.

A Santos le pareció que aquel individuo tenía la clásica pinta de alguien que va a atracar un banco y se pone una gorra, una peluca, una barba postiza y unas gafas ahumadas. Quizá se debiera más al deseo de que fuese así, que a su apariencia real.

—Mira, César —le dijo el cabo Souto cuando su amigo se lo comentó—, he visto esas imágenes muchas veces. Efectivamente, si el crimen se hubiera cometido como hablamos esta mañana, el hombre encajaría en el guion. Pero no te dejes impresionar por su aspecto. Sal a la calle y verás un montón de gente corriente, turistas, aldeanos y feriantes que llevan el pelo largo, barba y gafas ahumadas. No hay que mirar las cosas intentando ver lo que nos gustaría encontrar.

—Ya, ya lo sé, Holmes. Pero esa forma de vestir y esa pinta no encajan con el propietario de un coche de más de veinte mil euros, ¿no crees?

—Ya te dije que investigué a fondo todo lo que se ve en la cinta, César. Identificamos todos los coches que esa mañana aparcaron delante del juzgado. Ese Opel —tardó un rato el cabo en decidirse a continuar— es un caso especial.

—¿Qué le pasa?

—Es un coche que circulaba con matrícula falsa.

—¿Qué? —Levantó las manos teatralmente Santos, como si hubiera hecho un gran descubrimiento—. ¡Ah, amigo mío! Eso no me lo habías dicho. ¡Matrícula falsa!

—Pues sí. Es algo que ocurre de vez en cuando. Hay gente que, por diversas razones circula con una matrícula falsa. Contrabandistas, traficantes de drogas, te puedes imaginar.

—¿Y no te parece curioso que, precisamente unos minutos antes de cometerse un crimen a cincuenta metros de allí, aparcara un coche con matrícula falsa delante de la farmacia de la que saldría la víctima?

—¿Y tú crees que no hemos investigado ese coche y todos los de esa marca que pasaron por los peajes de las autopistas de Corcubión a La Coruña? También pudo ser un coche alquilado y lo comprobamos. Se alquilaron dos de esa marca y modelo en Santiago y sabemos a quién. Pero como las matrículas no coinciden, es imposible llegar más lejos. Además, las personas que los alquilaron no están relacionadas en absoluto con el caso. Se trata de un matrimonio alemán y de un señor de Sevilla. Uno de los coches fue alquilado por un mes y el otro por seis días.

—Bueno, si alguien se propone hacer las cosas bien, las hace bien. El asesino no iba a alquilar el coche justo para la mañana del crimen. El tío de la víctima, suponiendo que fuera él el asesino, pudo alquilar el coche a través de un intermediario, que se habría limitado a enseñar su carné de conducir, retirar el coche y entregarle las llaves. También pudo presentar un DNI falso. Luego lo guardó en algún garaje y lo sacó para ir a Corcubión el sábado a cometer el crimen y volver a todo trapo a La Coruña, a comer con sus amigos a las dos. Unos días después lo devolvió donde fuera; para eso no hay que identificarse.

—César, ese coche no pasó por los peajes de la autopista de Santiago a Coruña, ni por el de Coruña a Carballo el día del crimen —le contestó el cabo—. Lo he comprobado. Y por la carretera normal, Sueiro no habría llegado a tiempo para comer. A parte de eso, su secretaria declaró que había estado en su despacho hasta las dos. Y, además, te repito ¿qué beneficio iba a sacar de la muerte de su sobrino?

—Vayamos por partes, Pepe. Lo del beneficio, ya lo veremos más tarde. La secretaria pudo mentir, también lo veremos luego. Antes hay que descartar la posibilidad de que las cosas ocurrieran como te acabo de decir o de forma similar. Y eso, que es lo esencial, aún no está descartado.

—¿Cómo que no está descartado? ¿No te digo que ese coche no pasó por los peajes de las autopistas ese día?

—A eso, te contestaré mañana. Tengo una idea, pero necesito hacer algo antes para demostrarte que te puedes equivocar. ¿Qué me dices del tipo de Sevilla que figura en el contrato de alquiler del coche? ¿Tienes pruebas de que estuvo una semana por ahí de vacaciones con el coche o algo así?

—Oye, tío —contestó algo enfadado Souto ante la insistencia del detective—, el simple hecho de que un individuo aparcara su coche delante de la farmacia de Corcubión aquella mañana, igual que un montón de gente, no me da derecho a exigirle que explique lo que hizo durante la última semana de julio el año pasado, por qué alquiló un coche, a dónde fue con él, etcétera, etcétera. Ningún juez autorizaría esa intromisión en la vida privada de un individuo, si no hay ningún indicio serio de que pudiera estar implicado en el crimen. ¡Y no lo hay! Aun así, hice mis averiguaciones, y por eso sé que ese coche no pasó por los peajes de las autopistas el día del crimen. El señor de Sevilla alquiló un Opel esos días en Santiago, pero no con esa matrícula, que corresponde, sea dicho de paso, a un autobús de Zaragoza. ¿Cómo coño quieres que le pregunte nada? Me enviará a paseo y con razón. ¿Quieres que interrogue a todos los dueños de los coches que estuvieron aparcados allí aquel sábado? Y, por qué no, también los que aparcaron en el puerto y en la avenida Mariña. ¡Venga, hombre!

—Vale, Holmes, no te enfades. Solo quiero que comprendas dos cosas. Una: lo que te comento es por charlar contigo, estudiar el caso y ayudarte, aunque solo sea en tus reflexiones. Otra: no tengo nada que hacer y esto me entretiene.

2

Al día siguiente, César Santos se dio una vuelta por Cee y compró cinta de carrocero de color blanco y un rotulador negro. Después se volvió a la casa de turismo rural y se entretuvo en calcar los números de la matrícula de su coche. Subió a su apartamento y dibujó con el rotulador en la cinta carrocera uno de los números que había calcado, teniendo mucho cuidado de que quedara del mismo tamaño que el de la matrícula. Cortó un rectángulo de la cinta con el número y bajó de nuevo al jardín donde estaba aparcado el Porsche. Pegó el trozo de cinta sobre uno de los números de la matrícula delantera, se separó unos metros, se quedó mirando el coche y sonrió.

A las dos y cuarto llegó el cabo Souto. Santos lo estaba esperando al lado del coche. El cabo se acercó a saludarlo.

—¿Me haces un favor? —le preguntó Santos.

—Sí, claro. ¿Qué quieres?

—Hazme una foto junto a mi coche desde donde estás —le dijo Santos dándole su móvil—. Tienes que apretar aquí.

Souto se quedó mirando con cara de sorpresa a su amigo, que se acercó en la parte delantera de su coche en plan de posar.

—¿Es para presumir de coche o de casa? —le preguntó en tono de burla.

—Las dos cosas —contestó Santos—. Hazme la foto, por favor. No te preocupes de la casa y procura que se vea bien el coche. Luego te explico.

El cabo observó el móvil, enfocó y, cuando se disponía a disparar la cámara, Santos se apartó un poco para que saliera la matrícula.

—Ya está —dijo Souto—, toma.

—¡Espera un momento! —le contestó Santos abriendo el maletero como si fuera a coger algo, momento que aprovechó para arrancar de un tirón la cinta carrocera, antes de volverlo a cerrar. Hazme otra, por favor.

Souto puso cara de resignación y le hizo otra foto.

—¡Gracias! —exclamó César Santos con cara de satisfacción—. Ahora mira las dos fotos y dime si ves alguna diferencia.

—¿Es una adivinanza?

—Venga, tío, mira las dos fotos y dime si ves algo raro.

El cabo pasó adelante y atrás las fotos varias veces y, de pronto, le dijo a Santos.

—Apártate del coche un momento.

Santos se dio cuenta de que su amigo había notado el cambio en la matrícula, a pesar de que solo era por un número.

—¡Muy hábil, César! ¿Cómo lo has hecho, con un adhesivo?

—¡Coño Holmes! ¡Qué observador eres! No pensé que te fueras a dar cuenta tan deprisa.

—La matrícula es lo primero que miramos los guardias en un coche, César. Es una cuestión de entrenamiento.

César Santos abrió una mano y le mostró el trozo de cinta carrocera.

—Un adhesivo no se despega con tanta facilidad, Pepe. Es mejor la cinta de carrocero. ¿Comprendes ahora por qué no quiere decir nada que la matrícula de un coche no haya sido detectada en los peajes? Pedro Sueiro pudo haber viajado en su propio coche, simplemente haciendo ese pequeño truco.

—La verdad es que no pensé en ese truco. Es algo muy peligroso, de todos modos. Si te trincan los colegas de Tráfico con una matrícula trucada, te cae un paquete, y no es normal que un asesino tan meticuloso se arriesgara a echarlo todo a perder.

—El tipo no necesitaba una matrícula falsa durante todo el viaje. Solo tenía que pegar el número en un área de descanso y despegarlo en la siguiente. El caso es que no quedara constancia en el peaje cuando volvía a toda prisa para comer en La Coruña. Incluso si lo parasen los de Tráfico, podría bajarse, poner el pie en el parachoques, como si tuviera que atarse un cordón del zapato, y quitar el trozo de cinta sin que se dieran cuenta. Es muy fácil. ¿Qué te parece?

—Me parece que eres un chorizo, César. ¿Has hecho ese truco muchas veces?

—Solo cuando he tenido que asesinar a alguien. Sin coñas, Pepe ¿puede o no puede ser?

—Por poder…, no te digo que no, pero me parece muy rebuscado. De todas formas, es imposible comprobarlo. No sabemos si, en el caso de que hubiera hecho algo así, cambió números o letras, si uno o varios ni en qué autopista. Además, un año después ya no conservan los datos. De todas formas, en los videos no se ve el coche de Pedro Sueiro, que es un Audi 6 blanco.

—Ya. Lo que quería demostrarte es que el argumento de los peajes no me vale. O sea que esa posibilidad sigue siendo válida. En cuanto a la secretaria, ¿has indagado si lleva muchos años con él? ¿Si está liado con ella? A una secretaria leal y bien pagada, se le pueden pedir muchas cosas. Pedro Sueiro pudo haberle pedido, con cualquier pretexto, que le hiciera el favor de declarar que había estado en el despacho hasta las dos y también pudo haberse ido del despacho sin que ella lo viera, aprovechando un momento en el que la mujer hubiera salido a hacer alguna gestión. ¿Has comprobado que la secretaria no se movió de su sitio en toda la mañana? ¿Está sentada delante de la puerta de su jefe?

—No. No he podido comprobar esos detalles. Solo tengo su declaración.

—Pues eso no basta, Holmes. Habría que saber más, en mi opinión.

—No creo que una empleada se arriesgue a ser condenada por perjurio y complicidad tan fácilmente —comentó Souto—. La muerte del sobrino de su jefe fue una noticia importante en La Coruña. ¿Crees que iba a aceptar mentir sobre lo que hizo el abogado la mañana del día del crimen?

—Quizá sí, depende. También pudo no darse cuenta de que había salido. Supón que le dijera que tenía que hacer un informe o algo importante y que no que quería que lo interrumpieran bajo ningún concepto, ni llamadas ni nada de nada.

—¿Durante más de dos horas y media? No lo veo fácil. Aun así, César, nos queda el móvil.

—Sí, el móvil, claro. Eso es lo más extraño. Oye, ¿sabes si el sobrino se trataba con su tío?

—No, ni idea. ¿Por qué?

—A esa edad, un chaval es fácil de manipular, Holmes. Puede que el abogado tuviera un plan para hacerse con el pazo y hubiera indagado cosas sobre él o sobre su padre.

—César —lo interrumpió el cabo sonriendo—, eres un tío peligroso. Hay que tener mente de asesino para imaginar ciertas cosas. Pero no me des ideas, por favor; si quieres que te tome en serio, dame elementos de prueba. Ya sé que, como te aburres, te dedicas a hacer malabarismos mentales, para demostrarme que eres más listo que yo y para intentar resolver un caso que se me resiste. Si te divierte, sigue inventando tu novela; yo tengo otras cosas en que pensar.

—¡Ah, amigo mío! Estas jodido, ¿eh? Tienes miedo de que encuentre aquí sentado en el jardín, como Mrs. Marple, la solución que tú no eres capaz de encontrar.

—Oye, César —se echó a reír el cabo Souto—, ¿sois de verdad todos así de pijos en Madrid?

3

Julio César Santos fue a La Coruña por la mañana y visitó a Santiago Bugallal en su oficina de la calle de San Andrés. Bugallal era un detective al que Santos había encargado tiempo atrás una investigación. Un tipo curioso con aspecto de estar algo pirado y que presumía de ser capaz de enterarse de cualquier cosa que un cliente quisiera saber. Santos fue directamente al grano.

—¿Conoces a un abogado, aquí en la Coruña, que se llama Pedro Sueiro?

—Sí, sé quién es. Lo conozco de vista, de hola y adiós, pero no lo trato. ¿Qué quieres saber?

—Me gustaría saber quién es su secretaria, cuánto tiempo lleva con él y si hay alguna relación digamos extraprofesional entre ella y su jefe. Y cualquier otra cosa sobre él que se salga de lo normal.

—Bien —dijo el detective a su colega Santos—, no creo que eso sea difícil de averiguar. ¿Nada más?