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Akal / Básica de Bolsillo / 68

Th. W. Adorno

ESCRITOS SOCIOLÓGICOS I

Obra completa, 8

Edición de Rolf Tiedemann

con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klaus Schultz

Traducción: Agustín González Ruiz

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Maqueta de portada

Sergio Ramírez

Diseño de portada

RAG

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Título original

Gesammelte Schriften in zwanzig Bänden. 8. Soziologische Schriften I

© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main, 1972

© Ediciones Akal, S. A., 2004

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4663-9

Escritos sociológicos I

I

Sociedad

De lo poco que permiten una definición verbal, según la tesis de Nietzsche, los conceptos «en los que se sintetiza semióticamente todo un proceso», constituye un modelo ejemplar el concepto de sociedad. Ésta es esencialmente proceso; sobre ella dicen más sus leyes cinéticas que las invariantes que tratan de elaborarse. De ello dan testimonio también los afanes por delimitarla. Si se trazara, por ejemplo, su concepto como el de la humanidad sumada a todos los grupos de los que se compone y de los que está constituida o, más sencillamente aún, como la totalidad de los seres humanos que viven durante un periodo de tiempo, no se daría con ello en la diana de lo que se piensa con el término sociedad. Esta definición, que suena sumamente formal, prejuzgaría que la sociedad lo es de hombres, que es humana, que se identifica de forma inmediata con sus sujetos; como si lo específico de la sociedad no consistiera en la preponderancia de las relaciones sobre los seres humanos, que no son ya sino sus productos privados de poder. En épocas pasadas, en las que esto era quizá de otra forma –en la Edad de Piedra–, a duras penas se podrá hablar de la sociedad como se hace en la fase de capitalismo intenso. El especialista en derecho público J. C. Bluntschli caracterizó a la sociedad hace más de cien años como «concepto del tercer estamento». Y es así no sólo por las tendencias igualitarias que están infiltradas en él y lo diferencian de la «buena sociedad» feudal-absolutista, sino también porque su construcción obedece al modelo de sociedad burguesa.

En modo alguno se trata de un concepto clasificatorio, de la más elevada abstracción de la sociología, que incluiría dentro de sí el resto de configuraciones sociales. Semejante concepción confundiría el habitual ideal científico de la ordenación continua y jerárquica de las categorías con el objeto del conocimiento. El objeto mentado con el concepto de sociedad no es en sí racionalmente continuo. Tampoco es el universo de sus elementos; no es meramente una categoría dinámica, sino funcional. Para empezar, una aproximación aún excesivamente abstracta recuerda la dependencia de todos los individuos de la totalidad que forman. En ésta son todos dependientes unos de otros. La totalidad se consigue sólo en virtud de la unidad de las funciones desempeñadas por sus miembros. En general, cada individuo tiene que realizar, para ganarse la vida, una función y se le enseña a ser agradecido mientras la tiene.

En virtud de su determinación funcional, el concepto de sociedad no resulta ni captable inmediatamente ni verificable de un modo eficaz, como las leyes científicas. A esto se debe que corrientes positivistas de la sociología desearan desterrarlo de la ciencia como residuo filosófico. Semejante realismo es poco realista. Pues mientras la sociedad no se pueda obtener abstrayendo a partir de los hechos individuales, ni se deje capturar por su parte como un factum, no existe factor social alguno que no esté determinado por la sociedad. En las situaciones sociales fácticas aparece la sociedad. Conflictos como los típicos entre superiores y subordinados no son algo último e irreductible al lugar en el que suceden. Más bien son las máscaras de los antagonismos que encubren. A éstos no pueden subsumirse los conflictos individuales como lo particular a lo universal. Los antagonismos producen los conflictos aquí y ahora procesualmente, conforme a ley. Así, la denominada paz salarial, tematizada de modo múltiple en la contemporánea sociología de la empresa, se rige sólo aparentemente por las condiciones existentes dentro de una determinada fábrica y de un determinado sector. Depende, además, del ordenamiento salarial general, de su relación con el sector concreto, del paralelogramo de fuerzas, del cual resulta el ordenamiento salarial, y que alcanza más allá de las organizaciones –que luchan entre sí y están institucionalmente articuladas– de empresarios y trabajadores, porque en éstos se han consolidado perspectivas respecto a un potencial electoral definido organizativamente. Decisivas también para la paz salarial son, al final, aunque de modo indirecto, las relaciones de poder, la disponibilidad por parte de los empresarios del aparato de producción. Sin la conciencia articulada de ello no se puede comprender suficientemente ninguna situación concreta, a no ser que la ciencia esté dispuesta a atribuir a la parte lo que sólo en la totalidad posee su valor. Del mismo modo que no existiría la mediación social sin lo mediado, sin los elementos: seres humanos individuales, instituciones particulares, situaciones concretas, tampoco existen éstas sin la mediación. Donde los detalles, debido a su tangible inmediatez, son tomados como lo más real de todo, se ven ocultados simultáneamente.

Dado que la sociedad no puede definirse como concepto según la lógica al uso, ni se deja demostrar «deícticamente», mientras que sin embargo los fenómenos sociales reclaman apremiantemente su concepto, se convierte en su órgano la teoría. Sólo una teoría acabada de la sociedad podría decir lo que la sociedad es. Recientemente se ha objetado que resulta poco científico insistir en conceptos tales como el de sociedad, pues sólo se puede juzgar la veracidad o falsedad de enunciados, no de conceptos. La objeción confunde un concepto enfático como el de sociedad con uno definitorio-al-uso. El concepto de sociedad hay que desarrollarlo, no fijarlo terminológicamente de modo arbitrario por mor de una supuesta pulcritud.

La exigencia de determinar la sociedad mediante una teoría –la exigencia de una teoría de la sociedad– se expone además a la sospecha de haberse quedado detrás del modelo, supuesto tácitamente como vinculante, de las ciencias naturales. En ellas la teoría tendría que ver con una estructura transparente de conceptos bien definidos y experimentos repetibles. Una teoría enfática de la sociedad no se ocuparía sin embargo del modelo que se impone apelando a la mediación misteriosa. La objeción mide el concepto de sociedad por el criterio de su estar dada de forma inmediata, al que se escapa esencialmente justo en tanto que mediación. En consecuencia, el ideal de un conocimiento de la esencia de las cosas desde dentro se ve de este modo atacado; ideal tras del cual se atrinchera la teoría de la sociedad. Este ideal se limitaría a impedir el avance de las ciencias y estaría liquidado desde hace tiempo en las más exitosas. La sociedad, sin embargo, es ambas cosas: puede y no puede conocerse desde dentro. En ella, en el producto humano, siguen siendo capaces siempre los sujetos vivientes de reencontrarse a pesar de todo y como desde la lejanía, contrariamente a lo que ocurre en química y en física. De hecho la actividad dentro de la sociedad burguesa, en tanto que racionalidad, resulta desde una perspectiva ampliamente objetiva tanto «comprensible» como motivada. Cosa que ha recordado con razón la generación de Max Weber y Dilthey. El ideal de la comprensión fue parcial al excluir de la sociedad lo que es contrario a la identificación a cargo del que comprende. A lo cual se refería la regla de Durkheim de que deben tratarse los hechos sociales como cosas, debe renunciarse en principio a comprenderlos. Durkheim no se convenció de que la sociedad choca con cada individuo primariamente como con algo no-idéntico, como «coacción». En esa medida, la reflexión sobre la sociedad comienza allí donde termina la comprensibilidad. En Dur­k­heim, el método de las ciencias naturales que él defiende registra la «segunda naturaleza» hegeliana, en la que acabó por convertirse la sociedad frente a los seres vivos. La antítesis a Weber resulta, no obstante, tan particular como su tesis, ya que se conforma con la no-comprensibilidad del mismo modo que aquél lo hacía con el postulado de la comprensibilidad. En su lugar, habría que derivar las relaciones autonomizadas, que se han convertido en opacas para los hombres, a partir de las relaciones que se dan entre ellos. Hoy finalmente tendría la sociología que comprender lo incomprensible, la incursión de la humanidad en la inhumanidad.

Por lo demás, los conceptos antiteóricos de la sociología de procedencia filosófica son también fragmentos de teoría olvidada o reprimida. El concepto alemán de comprensión de los primeros decenios del siglo veinte seculariza el espíritu hegeliano, el todo por conceptuar, en actos sigulares o configuraciones de tipo ideal, sin consideración de la totalidad de la sociedad, de la que reciben en exclusividad los fenómenos por comprender aquel sentido. El entusiasmo por lo incomprensible, en cambio, traduce el pertinaz antagonismo social a quaestiones facti. La situación irreconciliada se acepta simplemente mediante la ascesis contra su teoría y lo aceptado resulta por último glorificado, la sociedad como mecanismo coercitivo colectivo.

De un modo no menos fatal, las categorías dominantes en la sociología actual son también fragmentos de estructuras teóricas que la niegan desde un talante positivista. De múltiples formas se viene empleando últimamente el «rol» como una de las claves de la sociología que abriría por antonomasia a la intelección de la acción social. El concepto se extrae de ese estar-por-otro de los hombres individuales que, irreconciliados y cada uno de ellos no-idéntico a sí mismo, los encadena entre sí bajo la contrainte sociale. Los seres humanos poseen roles dentro de una interconexión estructural de la sociedad, que los adiestra para la pura autoconservación y les niega a la vez la conservación del propio yo. El principio de identidad que todo lo domina, la comparabilidad abstracta de su labor social, los empuja hasta el aniquilamiento de su identidad. No en vano el concepto de rol, que se exhibe como exento de toda valoración, se ha tomado prestado del teatro, donde los actores no son realmente esos personajes que interpretan. Semejante divergencia expresa socialmente el antagonismo. La teoría de la sociedad tendría que progresar desde sus evidencias inmediatas hasta el conocimiento de su fundamento social: por qué siguen estando los seres humanos juramentados a los roles. El concepto marxiano del carácter como máscara, que no sólo anticipa esa categoría, sino que la deduce socialmente, lo consiguió de forma tendencial. Si la ciencia de la sociedad opera con semejantes conceptos, si se aparta sin embargo horrorizada de la teoría, de la cual son momentos, entonces realiza servicios a favor de la ideología. El concepto del rol, extraído sin analizar de la fachada social, ayuda a perpetuar el abuso del rol.

Un concepto de sociedad que no está satisfecho con ello sería crítico. Éste supera la trivialidad de que todo está interrelacionado con todo. La mala abstracción de este enunciado no se debe tanto a su debilidad como producto mental, sino al hecho de ser un mal ingrediente básico de la sociedad misma: el del intercambio en la sociedad moderna. En su ejecución universal, no sólo en la reflexión científica, se abstrae objetivamente; se prescinde de la constitución cualitativa de los productores y consumidores, del modo de producción, incluso de la necesidad que el mecanismo social satisface de pasada, como algo secundario. Lo primario es el beneficio. La humanidad clasificada como clientela, el sujeto de las necesidades, está preformado socialmente más allá de toda representación ingenua, y ello no sólo por el estado técnico de las fuerzas productivas, sino también por las relaciones económicas, por difícil que esto resulte de controlar empíricamente. El carácter abstracto del valor de cambio confluye, previamente a cualquier estratificación social concreta, con el dominio de lo general sobre lo particular, de la sociedad sobre quienes son sus miembros a la fuerza. Este carácter abstracto no es socialmente neutral, como hace creer la lógica del proceso de reducción a unidades tales como el tiempo de trabajo social promedio. En la reducción de los hombres a agentes y soportes del intercambio de mercancías se oculta la dominación de los hombres sobre los hombres. Esto sigue siendo verdad a pesar de todas las dificultades con las que entretanto se han visto confrontadas algunas categorías de la crítica de la economía política. La estructura total de la sociedad tiene la forma por la cual todos han de someterse a la ley del intercambio si no quieren sucumbir, con independencia de si subjetivamente se ven guiados o no por un «móvil de beneficio».

La legalidad del intercambio no se ve limitada en modo alguno ni por sectores rezagados ni por formas sociales. Ya la vieja teoría del imperialismo evidenció que entre la tendencia económica de los países fuertemente capitalistas y los en su momento denominados «espacios no capitalistas» operaba también a su vez una interdependencia funcional. Éstos no se limitan a estar unos junto a otros, más bien se mantienen vivos los unos gracias a los otros. Tras la abolición del colonialismo de viejo cuño, esto ha pasado a convertirse en algo de interés político inmediato. Una ayuda racional al desarrollo no sería ningún lujo. En medio de la sociedad de intercambio, los rudimentos y enclaves precapitalistas no se limitan a ser en modo alguno algo ajeno a ésta, reliquias del pasado: esta sociedad precisa de ellos. Las instituciones irracionales benefician a la terca irracionalidad de una sociedad que es racional en los medios, pero no en los fines. Una institución como la familia, que deriva del vínculo natural y no está regulada en su estructura interna por el intercambio de equivalentes, podría deber su relativa fuerza de resistencia a que, sin el apoyo de sus momentos irracionales, las relaciones de producción específicas, como por ejemplo las de los pequeños campesinos, apenas podrían pervivir, las cuales no serían racionalizables por su parte sin sacudir el completo entramado burgués.

El proceso de socialización no se lleva a cabo más allá de los conflictos y antagonismos o a pesar de ellos. Su medio son los antagonismos mismos que simultáneamente desgarran la sociedad. En la relación de intercambio social en cuanto tal se establece y reproduce el antagonismo que podría aniquilar cada día a la sociedad organizada con la catástrofe total. Únicamente mediante el interés en el beneficio y la quiebra inmanente del conjunto social se conserva hasta hoy el mecanismo, chirriante, quejumbroso, con indescriptibles sacrificios. Toda sociedad sigue siendo sociedad de clases como en los tiempos en los que surgió su concepto; la desmesurada presión que se ejerce en los países del Este es un indicador de que allí no son las cosas diferentes. Aunque el pronóstico de empobrecimiento a largo plazo no se ha verificado, la desaparición de las clases es un epifenómeno. En los países fuertemente capitalistas puede que se haya debilitado la conciencia subjetiva de clase que siempre faltó en América. Pero esta conciencia no se dio en ningún lugar socialmente sin más, sino que, de acuerdo con la teoría, tenía primero que producirla la sociedad. Con lo cual, cuanto más integra la sociedad las formas de conciencia, tanto más difícil resulta esto. Incluso el tan traído y llevado reajuste de los hábitos de consumo y de las oportunidades de formación cuenta para la conciencia de los socializados, no para la objetividad de la sociedad, cuyas relaciones de producción conservan precariamente el viejo antagonismo. Tampoco desde el punto de vista subjetivo se ha eliminado la relación de clases tan radicalmente como le gustaría a la ideología dominante. La más reciente investigación social empírica es capaz de elaborar diferencias esenciales entre las intuiciones fundamentales de las caracterizadas, según las notas estadísticas más toscas, como clase alta y clase baja. Los menos ilusionados, menos «idealistas», son los de la clase baja. Los happy few se lo reprochan como materialismo. Los trabajadores siguen viendo la sociedad como fragmentada en un arriba y un abajo. Sabido es que con la igualdad formal de las oportunidades de formación no se corresponde en modo alguno, por ejemplo, la proporción de hijos de trabajadores que realizan estudios universitarios.

Velada subjetivamente crece de forma objetiva la diferencia de clases en virtud de la concentración progresiva e imparable del capital. Esta diferencia influye real y decisivamente en la existencia de los seres humanos concretos; de lo contrario el concepto de clase sería en efecto un fetiche. Mientras que los hábitos de consumo se aproximan entre sí –desde siempre reprimió la clase burguesa, en oposición a la feudal, excepto ocasionalmente en las épocas fundacionales, los gastos en favor de la acumulación–, la diferencia entre poder e impotencia sociales es mayor que nunca antes. Casi todo el mundo puede experimentar en sí que su existencia social a duras penas la determina por propia iniciativa, sino que tiene que buscar huecos, puestos libres, jobs que le garanticen la subsistencia sin consi­derar lo que se le presenta ante sus ojos como su propio destino humano, si es que aún sigue teniendo idea de algo así. Esto lo expresa el concepto de adaptación, importado de la biología y aplicado normativamente a las denominadas ciencias del hombre, en el fondo socialdarwinista, y es por ello ideología. Fuera de consideración puede quedar si y en qué medida la relación de clases se reinterpretó y aplicó a la relación que media entre los países técnicamente desarrollados y los retrasados.

El hecho de que a pesar de todo esta situación prosiga en un débil equilibrio, hay que atribuírselo al control del juego de fuerzas social configurado hace tiempo en todos los países de la tierra. Este control refuerza, sin embargo, necesariamente las tendencias totalitarias del orden social, la adaptación política a la socialización total. Con ello se acrecienta la amenaza que los controles e intervenciones quieren exorcizar al menos en los países que se encuentran dentro del ámbito de poder soviético y ruso. Todo esto no ha de imputársele a la técnica en cuanto tal. Ésta se limita a ser una forma de la fuerza productiva humana, brazo prolongado en las máquinas cibernéticas, y por ello mismo únicamente un momento en la dialéctica de las fuerzas y relaciones de producción, no algo separado y demónicamente independiente. En su existencia funciona de un modo centralista; en sí misma sería capaz de comportarse de forma diferente. Donde los hombres creen estar más próximos a ella, como en la televisión que se les suministra en la vivienda, la proximidad está mediada a través de la lejanía social, del poder concentrado. Nada podría simbolizarlo de forma más penetrante que el hecho de que la vida que poseen y se imaginan heredar y que tienen por lo más próximo y real, les viene adjudicada en gran medida, según su contenido concreto, desde arriba. La existencia humana individual es, más allá de toda imaginación, mera reprivatización; lo más real a lo que los hombres se aferran es a la vez algo irreal. «La vida no vive.» Una sociedad racionalmente transparente, verdaderamente libre podría prescindir tan poco de la administración como de la división del trabajo. No obstante lo cual, las administraciones de todo el mundo tienden, bajo presión, a independizarse frente a los administrados y a degradarse a ser objetos de procedimientos normados de forma abstracta. Estas tendencias remiten, según la interpretación de Max Weber, a la racionalidad medios-fines de la economía. Dado que ésta es, y en la medida que lo siga siendo, indiferente de cara a su objetivo, una sociedad racional, se convierte en irracional para los sujetos. El experto figura de múltiples modos como forma racional de esta irracionalidad. Su racionalidad se funda con la especialización de los procesos técnicos y similares, pero posee también su cara ideológica. Se aproximan entre sí los procesos laborales descuartizados en unidades cada vez más pequeñas, progresiva y tendencialmente descualificados.

En vista del hecho de que los poderosísimos procesos e instituciones sociales tuvieron un origen humano, en esencia trabajo objetivado de hombres vivos, la autonomía de lo poderoso posee a la vez el carácter de la ideología, de una apariencia socialmente necesaria que habría que analizar y transformar. Pero semejante apariencia es el ens rea­lissimum para la vida inmediata de los seres humanos. La fuerza de gravedad de las relaciones sociales hace todo lo posible para consolidar esa apariencia. En severo contraste con los tiempos que enmarcan el año 1848, cuando la relación de clases se manifestó como conflicto entre el grupo socialmente inmanente, el burgués, y el que se encontraba medio fuera, el proletariado, la integración concebida por Spencer como ley fundamental de la socialización conmovió la conciencia de aquellos que son objeto de la sociedad. Integración y diferenciación no están ya, como en el proyecto de Spencer, hermanadas. Los sujetos se ven impedidos, de una forma tan automática como planificada, a saberse como sujetos. La oferta de mercancías que los desborda contribuye a ello del mismo modo que la industria cultural y los numerosísimos mecanismos directos e indirectos de control intelectual. La industria de la cultura surgió de la tendencia explotadora del capital. La desarrolló bajo la ley del mercado, bajo la obligación de adaptarse a sus consumidores; luego, imbatida, pasó a ser la instancia que fija y refuerza a la conciencia en cada una de sus formas vigentes, en el statu quo intelectual. La sociedad precisa la infatigable duplicación intelectual de lo que es de todos modos, porque, al contrario que con el elogio de lo siempre igual, con el afán decreciente de justificar lo existente por el hecho de que sea, los hombres al final se lo quitarían de encima.

La integración va más allá. La adaptación de los hombres a las relaciones y procesos sociales que constituye la historia y sin la cual les hubiera resultado difícil a éstos la supervivencia, se ha sedimentado en ellos de tal modo que se reduce la posibilidad de liberarse de ella, aunque sea sólo en la conciencia, sin conflictos pulsionales insoportables. Los hombres se encuentran identificados, triunfo de la integración, hasta en sus más íntimas formas de comportamiento con lo que les ocurre. Sujeto y objeto se han reconciliado para escarnio a la esperanza de la filosofía. El proceso se nutre del hecho de que los hombres deben su vida a eso mismo que se les inflige. La carga afectiva de la técnica, la atracción masiva del deporte, la fetichización de los bienes de consumo son síntomas de esta tendencia. El efecto aglutinante que en su momento ejercieron las ideologías se ha infiltrado por un lado en las poderosísimas relaciones existentes en cuanto tales, por otro en la constitución psicológica de los hombres. Si el concepto del hombre, del que se trata, se convirtió en ideología porque los hombres se limitan a ser apéndices de la maquinaria, podría decirse entonces sin exagerar demasiado que en la situación presente serían literalmente los hombres mismos, en su ser-así y no-de-otro-modo, la ideología que se dispone a eternizar la vida falsa a pesar de su manifiesta absurdidez. El círculo se cierra. Se precisaría de los hombres vivos para transformar las circunstancias petrificadas, pero éstas han calado tan hondo en los hombres vivos, a expensas de su vida y de su individuación, que ya no parecen capaces de aquella espontaneidad de la que todo dependía. De lo cual extraen los apologetas de lo existente nueva fuerza para el argumento según el cual la humanidad no estaría aún madura. Haber demostrado el círculo vulnera un tabú de la sociedad integral. Cuanto menos tolera ésta lo que sería decisivamente distinto, con tanto más cuidado vigila que lo que se piense o diga en su seno sirva para realizar alguna transformación concreta o, como ellos lo llaman, aporte una contribución positiva. El pensamiento se ve sometido a la sutil censura del terminus ad quem: debe, en la medida en que ejerce la crítica, especificar lo positivo a lo que tiende. Si hallara semejante positividad obstruida, será un pensamiento resignado, fatigado, como si la obstrucción fuera culpa suya y no la marca característica de la cosa. Antes que nada, sin embargo, habría que reconocer a la sociedad como bloque universal, que rodea a los hombres y se encuentra dentro de ellos. Indicaciones previas para la transformación sólo sirven al bloque o bien como administración de lo inadministrable, o bien desafiando inmediatamente a la refutación por parte del todo monstruoso. Concepto y teoría de la sociedad son sólo legítimos cuando no se dejan seducir por ninguna de las dos cosas, sino que perseveran negativamente en la posibilidad que los anima: expresar que la posibilidad corre el riesgo de verse asfixiada. Semejante conocimiento, sin adelantar a todo lo que ello conduciría, sería la primera condición para que se deshiciera de una vez el hechizo de la sociedad.

1965