Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 66 - Mayo 2019
© 2002 Amy J. Fetzer
Nada de promesas
Título original: Single Father Seeks...
Publicada originalmente por Silhouette® Books
© 2002 Caroline Anderson
Su otro destino
Título original: Assignment: Single Father
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2002 y 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788413079769
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Nada de promesas
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Su otro destino
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Hong Kong
Él era del Servicio Secreto, ella, de la CIA. Él no se ocultaba, ella sí.
Pero en aquel preciso instante, no se ocultaban nada el uno al otro.
Un deseo… o mejor, una pasión desenfrenada que nunca imaginó que pudiera existir se estaba adueñando de ella. Ciara estaba disfrutando de cada instante. Y por la mirada de sus ojos, él debía estar sintiendo lo mismo.
Ciara introdujo la mano por la cremallera y él dejó escapar un gemido. La llevó contra la pared, tomando su boca con una excitación tan poderosa, tan caliente, que pronto ardería sin control.
Ella contaba con eso. Lo había deseado desde el mismo instante en que lo vio.
Era un hombre tan guapo que hacía girar las cabezas, tenía el cuerpo musculoso y ese atractivo seductor tan típico de los agentes secretos. Tenía el pelo negro y los ojos azules, y sus gestos eran elegantes y felinos.
En el suelo, ya había algunas prendas; pero la situación de aquel momento requería otra cosa: que no llevaran nada. Desnudos. Ciara casi lo estaba; pero a él todavía le quedaba demasiada ropa encima.
Él se apretó contra ella, haciéndola saber que estaba preparado para lo que tuviera en mente. Ella le bajó los pantalones y se pegó a su cuerpo, devolviéndole el mensaje.
–Me estás volviendo loco, ¿lo sabes? –dijo él con voz enronquecida, mientras, con los labios le recorría el cuello y con una mano le arrancaba la combinación y la tiraba junto al vestido.
–No más que tú a mí.
Después, se deshizo del sujetador y le rodeó los pechos con las manos. Ciara contuvo el aliento y, cuando la caricia se centró en los pezones, pensó que iba a explotar.
–He pensado en esto desde que te vi –dijo ella con voz ronca.
–¿También te imaginaste esto? –dijo él, sustituyendo los dedos por la lengua.
–Sí –confesó ella con un gemido.
Los pantalones de él cayeron al suelo y ella se agachó para apartarlos. Cuando se levantó, acarició sus muslos desnudos. Era puro músculo y le encantaba tocarlo. Cerró la mano sobre su erección y lo acarició hasta conseguir que se endureciera aún más.
Él estaba a punto de explotar. De repente, la apretó contra él y gruñó:
–Ahora, me toca a mí.
Se puso de rodillas delante de ella y empezó a quitarle las medias, poco a poco, dejando un rastro de besos húmedos y ardientes en cada centímetro de piel que dejaba al descubierto.
–Tenía la sospecha de que llevabas este tipo de medias.
Solo imaginárselo, en una habitación llena de dignatarios y la primera dama, lo había vuelto loco.
A ella ya solo le quedaba un collar de perlas.
–Agente secreto mío. Estabas fantaseando mucho más de lo que yo me había imaginado –dijo ella, después dejó escapar un suspiro cuando la boca de él le cubrió el cálido centro.
Él lamió y jugó, chupó y rozó hasta que ella tuvo que morderse una mano para no gritar.
En un segundo, se preguntó por qué dejaba que un extraño le hiciera aquello, después, ya nada le importó: él era todo lo que se había imaginado y más. Cuando él se pasó su pierna por encima del hombro para profundizar aún más en la caricia, ella pensó que se iba a partir en dos.
Sintió que se estaba derritiendo y se dejó caer por la pared hasta colocarse sobre las caderas de él.
–Tenemos una cama a unos metros –dijo él.
–Demasiado lejos –respondió ella, empezando a balancearse.
Él estiró la mano para agarrar sus pantalones, hurgó en los bolsillos y ella apenas se dio cuenta porque en ningún momento dejó de besarla.
Después, la sujetó por los glúteos, se introdujo dentro de ella y empujó con ganas hacia arriba.
–¡Oh! ¡Cielo Santo! –gruño ella, mientras movía las caderas.
A Bryce le encantaban los sonidos que ella hacía y que fuera tan exigente como él, porque él la ansiaba. «Ansia». Esa era la palabra. Nunca en la vida había sentido tanto deseo por una mujer, nunca había experimentado aquellas fantasías y la erección instantánea que ella le provocaba. Desde el mismo momento en que la vio, con aquel vestido negro, solo había pensado en quitárselo.
De ella le gustaba todo, hasta su manera de beber champán. Hasta su manera de mirarlo, lenta y posesivamente. Como si supiera cómo iba a estar desnudo, como si tuviera prisa por verlo con sus propios ojos. Como si supiera que con un solo roce se desataría aquella pasión incontrolada.
Nadie lo habría sospechado jamás. Tenía una expresión tan inocente. La cara de una chiquilla y el cuerpo de una actriz de cine. Toda una mujer, madura y seductora. Nada delgada. Le encantaba. Sabía que tenía una mujer entre los brazos. Una mujer que disfrutaba siéndolo. Y lo único que él deseaba era ver el placer reflejado en esa cara hermosa.
Bryce se concentró en darle lo que ella quería y en saborear cada centímetro al que podía acceder. Después, de repente, estaban en la cima, empujando el uno contra el otro, rodando por la moqueta. En unos pocos minutos cambiaron de posición tres veces, riéndose mientras se contorsionaban, jadeando cuando la fricción era casi imposible de controlar. Cuando la tuvo debajo de él, vulnerable, empujó con tanta fuerza que la hizo gritar. Ella lo arañó y lo rodeó con las piernas.
Él la mantuvo en el aire, empujando y retrocediendo, observando el placer que inundaba sus exquisitas facciones. Recordaría ese momento toda la vida, pensó. Nunca había estado con una mujer que tuviera tanta confianza en sí misma, en su sexualidad y que le hiciera desearla tanto. Ella daba tanto como recibía.
Entonces llegó. Una marejada fuerte de calor y sensaciones, tan intensa que sintió pinchazos por toda la columna; como una ola enorme a punto de romper.
Entonces ella le agarró con fuerza y le susurró:
–Llévame contigo.
Y él empujó, una vez, dos veces…
Ella gritó y se arqueó y juntos alcanzaron las estrellas.
El tiempo se detuvo y la habitación del hotel de cinco estrellas se llenó de suaves gemidos y respiraciones entrecortadas. La luz de la luna se filtró por las ventanas y los cubrió.
Bryce la miró, temblando por el poder del acto y ella le sonrió. Con un suspiro, se tumbó boca arriba, apretándola contra él con fuerza.
Antes de que sus respiraciones recuperaran el ritmo normal sonó un teléfono móvil.
–Ignóralo –dijo él, dándole un beso.
–No puedo –pero lo besó de todas formas, después, se separó de él.
Él se incorporó.
–¿Adónde vas?
–Tengo que responder –sabía por experiencia que quienquiera que estuviera al otro lado de la línea no iba a ceder–. ¿No querrás que la seguridad del hotel venga a preguntarnos por qué estamos haciendo tanto ruido?
A él le importaba un bledo. La quería con él de nuevo.
Pero ella ya estaba contestando. Recogiendo su ropa mientras hablaba. Lo miró y él la recorrió con la mirada, desde los pies hasta la melena castaña que le caía por la espalda. Era lujuriosa. Ella le sonrió, devolviéndole la mirada e igualándola en intensidad. Él sintió que le volvía a crecer. Después, ella se metió en el baño y cerró al puerta.
Bryce miró a su alrededor y empezó a recoger su ropa, después, desistió y volvió a tumbarse sobre la moqueta.
Nunca había hecho nada así en su vida. Nunca. Una extraña. Una sirena con un sencillo vestido negro y un collar de perlas.
En menos de cinco minutos, ella apareció por la puerta, totalmente vestida. Caminó hacia él y se paró. Él no se había movido.
–Tengo que marcharme –le dijo con la mirada perdida.
–¿Ahora?
Ella le sonrió sin decir nada.
–¿No me vas a decir tu nombre?
Ella negó con la cabeza.
–Es mejor así. Tú tienes un trabajo importante y yo solo sería una complicación.
–¿Quién demonios eres?
–Una secretaria de la embajada.
–Mentirosa.
La expresión de ella, que hacía pocos minutos había mostrado tantas emociones, se cerró. Fría. Independiente. Y le hizo pensar que la mujer que tenía delante de él solo era el fantasma de la criatura apasionada que había tenido entre sus brazos. No le gustó.
Ella le lanzó el buscapersonas.
–La primera dama te está llamando.
Él miró al aparato y se preguntó cómo podía saber quién era con solo ver el número de teléfono. ¿O solo lo habría adivinado?
Cuando volvió a mirar hacia arriba, ella estaba sentándose sobre su regazo, echándole los brazos alrededor del cuello. Después, lo besó con pasión.
Esa era la mujer que a él le gustaba.
–¿Te apetece otro revolcón, pequeña? –dijo contra sus labios mientras la acariciaba por debajo del vestido.
Era una tentación dejar sus deberes y retozar un rato más con aquel pedazo de hombre. Pero su compañero la necesitaba.
–Me encantaría; pero tengo que marcharme –se puso de pie y se inclinó para besarlo una vez más.
Y él se quedó allí como un tonto, mientras ella salía de su vida. Para siempre.
Una pasión así solo sucedía una vez en la vida y ninguno de los dos tenía tiempo para agarrarla.
Cinco años después.
Beaufort, California del Sur
Ciara necesitaba ocultarse en un lugar donde nadie la encontrara.
El mundo era muy grande. Podía ir a cualquier sitio.
Y esa ciudad pequeña del sur era el lugar perfecto. Era una ciudad histórica y turística. Podría mezclarse con facilidad. Una casa segura de la CIA habría sido mucho mejor, pero tendría que haberlo hecho a través de la agencia y Ciara ya no se fiaba de nadie.
Acababa de confiar en el hombre equivocado, pensó con una sonrisa cínica mientras miraba por el espejo retrovisor para ver si alguien la seguía. Y ese era el motivo por el que tenía que desaparecer.
La culpable era ella.
A excepción de una tórrida aventura hacía cinco años, todos los hombres con los que había estado habían sido unos mentirosos cuyo único objetivo había sido sacarle información.
¿Desde cuando era tan fácil engañarla? ¿Cuándo empezó a desconfiar?
Quizá cuando su compañero empezó a llegar tarde a las citas y con más dinero de lo normal. Y lo peor de todo era que, dos años atrás, habían sido amantes. Aunque todo había terminado, había permitido que sus antiguos sentimientos interfirieran en su opinión, impidiéndole ver lo que estaba sucediendo. Y le había costado demasiado tiempo darse cuenta de que la había utilizado emocional y profesionalmente. Nunca volvería a cometer ese error. Con ningún hombre.
Con una mano soltó el volante y tocó la cinta que llevaba dentro del bolso. Su mente retrocedió al pasado y se acordó del hombre al que había pillado traicionando a su país.
Su compañero, Mark Faraday, medía un metro ochenta y cinco, tenía un cuerpo atlético, el pelo rubio y un pico de oro. Ahora, aquel espía guapo se había convertido en un riesgo para la seguridad nacional. Un topo.
Y un riesgo para ella.
Ciara puso cara de disgusto y por enésima vez se llamó idiota.
Había pensado que tenía que hacer algo mientras esperaba a que la verdad saliera a la luz y Mark fuera a la cárcel, si no, se volvería loca. Por eso, había llamado a su amiga de la universidad, Katherine Davenport, dueña de una empresa de trabajo temporal, para pedirle trabajo. Esta le había ofrecido un puesto de niñera y ella lo había aceptado.
Cuidar de una niña de un año no le iba a resultar muy difícil porque durante los años que pasó en la universidad se había dedicado a cuidar niños para ganar algún dinero.
No iba prestando mucha atención al paisaje hasta que se encontró con un surcó que la hizo frenar. Entonces, reparó en los robles nudosos cubiertos de musgo y el campo verde. A través del aire del coche le llegó un aroma a jazmín que la envolvió.
Aparcó el coche y salió, comprobando la dirección. Después miró la casa con estupefacción.
¿Casa? ¡Aquello era la mansión de lo que el viento se llevó! Una construcción magnífica de dos plantas con porches cubiertos, rodeada por más de cinco hectáreas de terreno.
¿Todo eso para un viudo y su hija?
Agarró su bolso, se lo echó al hombro y se dirigió hacia las escaleras. Aspiró el aroma de los jazmines y sintió una gran paz interior.
Aquello no era solo seguridad, también era un sueño.
Bryce sintió que la comida le aterrizaba en la cara y, después, le caía en el pecho.
–Bien –dijo cansado, mirando a su hija de once meses con desesperación–. Ya veo que tendré que enseñarte modales en la mesa.
Carolina no le escuchó porque estaba jugando con la comida que había derramado sobre la bandeja de su silla.
Bryce miró alrededor, contemplando el desastre que había ocasionado al darle de comer a su hija, y pensó qué diría su difunta esposa si lo viera. Probablemente diría que era lo que se merecía por no haberla amado como ella quería. Dios sabía que lo había intentado. Había hecho todo lo posible para que su matrimonio, un matrimonio que él no había deseado, funcionara.
Un terrible sentimiento de culpabilidad le atravesó el pecho.
Diana y él se habían acostado juntos. Solo una noche, pero ella se quedó embarazada. Cuando él se enteró, decidió que lo más adecuado sería casarse con ella.
Al nacer Carolina, la madre murió.
El sentimiento de culpabilidad se acentuó e intentó apartar aquellos pensamientos de su mente.
Juró que nunca volvería a tener una relación con una mujer.
Él quería a su hija más que a su propia vida y lo aterrorizaba defraudar a aquella pequeña. O arruinar su vida como había arruinado la de su madre. No podía confiar en sí mismo.
Su hija le lanzó más comida sobre la camisa.
Se preguntó qué pensarían sus colegas del Servicio Secreto si lo vieran en ese momento. ¿Dónde estaba el hombre que vivía de manera peligrosa, protegiendo en todo momento a la familia del presidente? Ahora era el «señor mamá»; aunque todo un fracaso. Debería haber una escuela o algo así para los padres que tenían que hacer de madres.
Llevaba cuatro días sin niñera, lo suficiente para comprobar que era un padre nefasto. Nunca pensó que echaría tanto de menos las habilidades de una mujer. Su hermana lo había ayudado en un par de ocasiones después de la muerte de Diana, pero ella tenía su propia familia. Sus padres estaban retirados y lo habían dejado al cargo del negocio familiar y de aquella casa inmensa mientras ellos viajaban recorriendo mundo.
Miró a su hija.
Había tenido una niñera, pero no quería quedarse a vivir allí y Carolina necesitaba constancia, alguien que se quedara con ella cuando él no estuviera. Alguien que fuera tierno y cariñoso. Casi una madre. Lo que su hija no necesitaba era un desfile de extraños paseándose por su vida.
Otra niñera le dijo que la niña era difícil; pero la difícil era ella. Un día Bryce la encontró viendo un culebrón en la tele mientras la niña gritaba a pleno pulmón en el parque.
Las tres anteriores no habían sido mucho mejores.
Nunca pensó que fuera tan difícil encontrar a una buena niñera.
Afortunadamente, la agencia le había recomendado a alguien. Había hablado con la dueña, Katherine Davenport, y lo había convencido. Llegaría en cualquier momento.
Bryce rezó para que fuera alguien con un buen corazón.
Y esperaba que llegara pronto.
Empezó a limpiar la comida que había caído al suelo; pero la niña empezó a gritar porque quería bajarse.
–Cinco minutos, princesa –dijo dándole una galleta para que se calmara–. Solo necesito cinco minutos.
No había limpiado ni la mitad del desorden cuando sonó el timbre.
Bryce sacó a Carolina de la silla y fue a abrir.
–Tenemos compañía, cielo.
Carolina lo miró, con la cara y la ropa llenas del chocolate de la galleta.
–Bueno, me imagino que lo mejor será que nos vea en nuestro peor momento, ¿no?
«Por favor, Dios mío», rogó Bryce con la mano en el picaporte. «Que no sea atractiva y que realmente pueda ayudarnos».
Abrió la puerta.
Ella estaba de espaldas, por lo que lo primero que vio fue un buen trasero dentro de unos vaqueros ajustados y una camisa blanca. Y un pelo castaño recogido en una coleta.
Desde luego, atractiva sí que parecía.
La mujer se dio la vuelta y Bryce pensó que se iba a caer redondo.
Allí, mirándolo a la cara, estaba la única mujer que había sido capaz de darle la vuelta a su mundo.
–No puedo creérmelo –dijo él casi para sí mismo.
–¡Vaya, vaya, agente secreto! –respondió ella con suavidad y sus palabras arrastraron el eco de la única vez que habían estado juntos.
El cuerpo de Bryce hirvió con el recuerdo: los dos desnudos y salvajes.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–Me manda Katherine Davenport. Soy la niñera. ¿No me esperabas?
–Esperaba a alguien, pero, desde luego, no a ti.
–La vida está llena de sorpresas, ¿verdad?
¡Y menuda sorpresa! Aquello, más que una sorpresa, había sido una conmoción, pensó él, mientras mantenía su mirada color miel, recordando el brillo de aquellos ojos cuando estaba dentro de ella.
Y Ciara vio su expresión y supo en lo que estaba pensando. Tragó con dificultad, intentando mantenerse fría y no recordar aquella noche… cuando la tenía atrapada contra la pared de la habitación de un hotel y la estaba devorando. Ansioso y primario.
Sentía que el corazón se le aceleraba y un calor sensual empezaba a invadirla. Él era la única persona que podía hacer aquello. Con solo una mirada de aquellos ojos azules.
¿Y se suponía que tenía que vivir en aquella casa?
Lo recorrió con la mirada. Tenía un aspecto devastado, muy diferente al hombre que ella conoció. Tenía comida en el pelo, en la cara y por toda la ropa. Era casi cómico. Una niña morena se estaba retorciendo en sus brazos mientras gritaba porque quería bajar al suelo.
Ciara dejó su bolso en el suelo y dio un paso adelante.
–Oye –dijo con suavidad, tirándole a la niña del vestido.
La niña se volvió hacia ella y la miró fijamente con unos ojos azules enormes.
–Hola, preciosa. ¿No nos vas a presentar? –le preguntó al padre.
Bryce pestañeó y siguió la mirada de Carolina, que parecía curiosa.
–Cuando sepa tu nombre.
Con una sonrisa, ella estiró la mano.
–Ciara. Ciara Stuart.
El apellido era falso, pero su nombre era el verdadero.
Bryce le dio la mano y notó su pulso acelerado.
«¡Oh, Dios!», se dijo para sí. «No ha cambiado nada».
Solo un roce y todo su cuerpo saltaba a la vida, sus nervios se tensaban y el corazón le latía como si le fuera a salir del pecho. Todo lo que recordaba de ella le saltó a la cara multiplicado por diez y, en aquel instante, se dio cuenta de que aquella mujer había hecho algo más que dejarle una impresión.
Lo había marcado. Con una marca tan fuerte que parecía que lo de Hong Kong había sucedido hacía solo unos días, no cinco años.
Ella lo recordaba con la misma intensidad y su corazón latía a igual velocidad mientras el calor de los dedos que le rodeaban la mano le recordaban lo seductores que podían llegar a ser.
Su agente secreto. El hombre de sus fantasías.
Quizá aquello representara un peligro para ella. Especialmente cuando todo en lo que podía pensar era en aquella noche pasional. Unas pocas horas en las que se había sentido más viva y más mujer que nunca.
Movió los dedos y él le apretó con más fuerza. Por un momento, pensó que iba a entrelazar los dedos con los suyos y la iba a arrastrar hacia él como había hecho aquel día en el ascensor.
Como si la hubiera entendido, le dedicó una sonrisa tan sexy que el corazón le dio un vuelco. Después la soltó.
–Esta es mi hija Carolina.
Ciara volvió a mirar a la niña y notó que estaba llena de chocolate.
–¿Cómo se te ocurre darle chocolate a un bebé? ¿Te has vuelto loco?
Pensó que aquella niña la necesitaba. Pero ¿podría ser objetiva y salir de allí cuando su carrera volviera a la normalidad?
Dio una palmada y llamó a la niña para que se fuera con ella.
Carolina aterrizó en sus brazos y dejó de llorar de manera instantánea.
Ciara le dio unos golpecitos en la espalda y Bryce observó atónito cómo la pequeña se apoyaba sobre el hombro de la mujer.
–Deben ser cosas de mujeres.
–No. En realidad, es cosa de bebés. Simplemente, no me estoy peleando con ella –le dijo Ciara con una sonrisa un poco malvada–. Además, está sudorosa y pegajosa. No me puedo creer que le hayas dado chocolate –le quitó el resto de la galleta a la niña y se la dio a él.
Carolina no dijo nada. Después, Ciara entró en la casa.
–¿Por dónde se va a la cocina?
–La siguiente puerta a la derecha.
Él se quedó inmóvil durante un instante, después, agarró el bolso y las maletas y los metió en la casa.
Ella había sentado a Carolina en la encimera y estaba lavándole las manos y la cara.
–Bueno, preciosidad. Necesitas un baño y ropa limpia.
Miró a Bryce y después al desorden de la cocina.
–¿Ha comido algo de la papilla?
–No mucho.
Ciara asintió.
–¿Cuál es su horario?
–¿Su qué?
Ella volvió a tomar a la niña en brazos.
–Un horario. La hora de la comida, de la siesta, del baño…
–Nada fijo.
–Osea, que ha estado haciendo lo que le ha dado la gana.
–Más o menos. ¿Pero no irás a ponerle un horario de regimiento?
–He aprendido que lo mejor para los niños es tener un horario. Y también para los padres. ¿Cómo crees si no que se las arreglan las madres?
–Eso es algo que se me escapa –dijo él y después se aclaró la garganta–. ¿Tienes hijos?
–No y nunca me he casado.
Ciara no pensaba que fuera a ser madre, especialmente, desde que trabajaba en la CIA.
–¿Cómo es que tienes experiencia con los niños?
–Crié a mi hermana pequeña y, mientras estaba en la universidad, cuidaba niños. Es igual que tú –añadió con una sonrisa, mirando hacia la niña.
Él miró a su hija y todo su cuerpo se ablandó. Se acercó a ellas.
–¿De verdad?
–Sí.
Sus ojos se encontraron y él volvió a pensar en su cuerpo desnudo, en estrecharla entre sus brazos… Aquello iba a resultar muy difícil si no podía mirarla sin recordar aquella noche. Quizá la solución fuera llamar a la agencia y pedirle que le enviara a alguien menos guapa y menos… exótica.
Pero necesitaba ayuda urgentemente. Además, iba a poder controlarlo, pensó. No pensaba tener una aventura con la niñera, fuera quien fuera.
–Bueno. ¿Nos vamos a quedar en medio de este desorden todo el día o me vas a enseñar la casa y a decirme mis obligaciones?
Bryce observó que Ciara le estaba acariciando el brazo a la niña con ternura, como si la conociera de siempre.
Pero él estaba pensando en otra cosa.
Ella no había cambiado nada en cinco años. Tenía una belleza clásica y, aunque estaba un poco más delgada, todavía tenía unas formas muy femeninas.
Antes de que su mente continuara por aquel camino, se aclaró la garganta y señaló a sus espaldas.
–El garaje, la puerta trasera y la habitación de la plancha están por ahí. También hay una vieja escalera de servicio.
«Servicio». Eso era lo que ella era para él. Aunque la estuviera mirando como si le acabara de hacer el amor. A pesar de las fantasías que inundaban su mente.
Ciara se sacudió aquellos pensamientos de la cabeza y miró a su alrededor. Tenía que recordar por qué estaba allí y que se marcharía pronto. A la CIA no le costaría mucho pescar a Mark.
La cocina era blanca y color melocotón. Era preciosa; parecía sacada de una revista de decoración. Estaba deseando ver el resto de la casa.
–¿Sabes cocinar?
–Claro. ¿Por qué lo preguntas?
–Porque nunca te habría imaginado cocinando –dijo él con una mirada pícara.
El corazón de ella le dio un vuelco.
–Tampoco yo te imaginaba como padre.
Él le sonrió y se giró hacia la puerta. Ella lo siguió con la pequeña en brazos.
–Este es el salón principal –le dijo él–. En esta planta también están el comedor y la biblioteca.
Salió hacia el vestíbulo y señaló hacia las escaleras que llevaban al piso superior.
–Arriba están los baños y los dormitorios.
Ahora que había echado un vistazo, Ciara estaba de una pieza. Los paneles y revestimientos del techo eran verdaderas obras de arte igual que los cuadros que colgaban de las paredes.
El resultado de la decoración era muy acogedor y Ciara se sintió como en casa. Algo muy extraño, teniendo en cuenta que no tenía casa desde que empezó a trabajar en la CIA.
Después de enseñarle la enorme habitación de Carolina, la llevó hacia un par de puertas que daban a la terraza de la parte de atrás de la casa.
Abrió la puertas de par en par y la invitó a pasar.
Mientras ella entraba, él le susurró:
–Bienvenida a River Bend.