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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pack Bianca, n.º 163 - mayo 2019

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-108-7

Índice

 

Portada

 

Créditos

 

Una esposa perfecta

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

La bella cautiva

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

El precio de su libertad

Prologo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

Fruto del escándalo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

LA MUJER que veía en el espejo era preciosa. Pelo rubio sujeto en un elegante moño que destacaba el rostro ovalado, luminosos ojos grises acentuados por caros cosméticos, un sutil brillo en los labios. En los lóbulos de la orejas y el cuello, el brillo de las perlas.

Siguió mirándose durante varios minutos, sin pestañear. Luego, abruptamente, se levantó y dio media vuelta, la larga falda del vestido de noche rozando el suelo mientras se dirigía a la puerta del dormitorio. No podía retrasarlo más. A Nikos no le gustaba que le hiciesen esperar.

En su cabeza, en medio de la tristeza de su vida, daba vueltas un antiguo dicho:

«Toma lo que quieras. Tómalo y paga por ello».

Tragó saliva mientras bajaba por la escalera. Bueno, ella había tomado lo que quería y estaba pagando por ello.

Cómo estaba pagando por ello…

 

 

Seis meses antes

 

–¿Te das cuenta de que, con tu insostenible situación económica, no tienes más remedio que vender, Diana?

Ella apretó las manos en el regazo, pero no respondió.

El abogado de la familia St. Clair siguió:

–Lamentablemente, no pagarán lo que vale porque está en malas condiciones, pero deberías conseguir lo suficiente como para poder vivir decentemente el resto de tu vida. Me pondré en contacto con la inmobiliaria y lo pondré en marcha –Gerald Langley sonrió, como intentando animarla–. Sugiero que te tomes unas vacaciones, Diana. Sé que este es un mal momento para ti. La muerte de tu padre ha sido un golpe muy duro… –Gerald frunció el ceño–. Pero tienes que enfrentarte con la realidad. El dinero que recibes anualmente de acciones e inversiones podría pagar el mantenimiento de Greymont. Podrías tener suficiente para las reformas más necesarias, pero el último peritaje que encargaste demuestra que las reparaciones urgentes son más caras de lo que pensábamos. Después de pagar los derechos de sucesión no te quedará dinero para hacerlo y ya no hay obras de arte que vender porque tu abuelo vendió la mayoría de ellas para pagar sus derechos de sucesión y tu padre vendió todo lo demás para pagar los suyos –el hombre hizo una pausa para tomar aire–. De modo que, a menos que te toque la lotería, tu única opción sería encontrar a un multimillonario y casarte con él.

El hombre se quedó mirándola en silencio durante unos segundos y luego siguió con su perorata:

–Como he dicho, me pondré en contacto con la agencia inmobiliaria y…

–No te molestes, Gerald –lo interrumpió Diana, levantándose para dirigirse a la puerta del despacho.

–¿Dónde vas? Tenemos muchas cosas que discutir.

Ella se volvió para mirarlo sin pestañear, intentando esconder sus emociones. Nunca vendería su querida Greymont, que lo era todo para ella. Nunca. Venderla sería una deslealtad hacia sus antepasados y una traición a su padre, al sacrificio que había hecho por ella.

Greymont, pensó, sintiendo una punzada de emoción, le había aportado la seguridad y la estabilidad que necesitaba de niña mientras afrontaba el trauma de la deserción de su madre. Daba igual lo que tuviese que hacer para conservar Greymont, haría lo que fuera necesario.

–No hay nada más que discutir, Gerald. Y en cuanto a qué voy a hacer, ¿no es evidente? –le preguntó, haciendo una pausa–. Voy a buscar un millonario.

 

 

Nikos Tramontes estaba en el balcón de su lujosa villa de la Costa Azul, flexionando sus anchos hombros mientras miraba a Nadya, que nadaba lánguidamente en la piscina.

Una vez le había gustado mirarla porque Nadya Serensky era una de las modelos más bellas del mundo y él disfrutaba siendo el único hombre que tenía acceso exclusivo a sus encantos. Su relación con ella había enviado una clara señal al mundo: había llegado a la cima. Había adquirido la enorme riqueza que una mujer como Nadya exigía de los hombres.

Pero ahora, dos años después, sus encantos empezaban a aburrirlo y por mucho que comentase lo buena pareja que hacían, ella con su llameante melena pelirroja y él con su impresionante empaque, la verdad era que había perdido interés.

Además, ahora Nadya estaba dejando caer, continua y descaradamente, que deberían casarse. Pero no tendría sentido casarse con Nadya porque con eso no obtendría nada que no hubiese conseguido ya.

Ahora quería algo más que el estatus de celebridad. Quería dar un paso adelante en la vida, conseguir su próximo objetivo.

Nadya había sido una amante trofeo, la celebración de su llegada al mundo de los más ricos, pero lo que quería ahora era una esposa que completase la imagen que había buscado durante toda su vida.

Su expresión se oscureció, como ocurría siempre que lo invadían los recuerdos. La adquisición de una vasta fortuna y todo lo que iba con ella, desde la villa en el exclusivo Cap Pierre hasta su relación con una de las mujeres más bellas del mundo y todos los lujos que podía permitirse, solo había sido el primer paso en la transformación del hijo ilegítimo, un «inconveniente embarazoso» de sus odiados padres.

Unos padres que lo habían concebido con la egoísta despreocupación de una aventura adúltera para rechazarlo en el momento que nació y endilgárselo a una familia de acogida como si no tuviese nada que ver con ellos.

Bueno, pues él les demostraría que no le habían hecho ninguna falta, que podía conseguir con su propio esfuerzo lo que ellos le habían negado.

Hacerse rico, muy rico, había demostrado que era digno hijo del magnate naviero griego que lo concibió, pero había decidido que su matrimonio debía demostrar que estaba a la altura de su aristócrata madre francesa, capacitándolo para moverse en los mismos círculos sociales que ella, aunque no era más que un hijo indeseado, ilegítimo.

Se dio la vuelta abruptamente para entrar en la habitación. Tales pensamientos, tales recuerdos siempre eran tóxicos, amargos.

Abajo, en la piscina, Nadya salió del agua y miró el desierto balcón haciendo un puchero.

 

 

Diana intentaba disimular su aburrimiento mientras los oradores hablaban sobre mercados y normas fiscales, asuntos de los que ella no sabía nada y le importaban menos. Había acudido a aquella cena en uno de los edificios más emblemáticos de Londres porque su acompañante era un antiguo conocido, Toby Masterson.

El hombre con el que estaba pensando casarse.

Porque Toby era rico, muy rico. Había heredado un banco, de modo que podría financiar las reformas de Greymont. Y también era un hombre del que jamás podría enamorarse.

Los ojos grises de Diana se ensombrecieron. Eso era bueno porque el amor era peligroso. Destruía la felicidad de la gente, arruinaba vidas.

Había destruido la vida de su padre cuando su madre los abandonó por un magnate australiano. A los diez años, Diana había descubierto el peligro de amar a alguien a quien no le importaría romperte el corazón, como su madre había roto el corazón de su padre.

Desde ese momento, su padre se había vuelto muy protector con ella. Había perdido a su madre y no iba a permitir que perdiese la casa que tanto amaba, su querida Greymont, el único sitio en el que se había sentido segura tras el abandono de su madre. Su vida había cambiado dramáticamente, pero Greymont era una constante. Su hogar para siempre.

Su padre había sacrificado la oportunidad de encontrar la felicidad en un segundo matrimonio para que ningún otro hijo tuviese prioridad sobre ella, para asegurarse de que ella heredase la casa familiar.

Pero si quería dejar Greymont a sus propios hijos tendría que casarse y, aunque no arriesgaría su corazón, estaba segura de que podría encontrar a un hombre lo bastante compatible con ella como para que el matrimonio fuese soportable.

Siempre había pensado que tendría tiempo para buscar a ese hombre, pero ahora, con su desesperada situación económica, necesitaba un marido rico a toda prisa y no podía ser exigente.

Miró a Toby mientras escuchaba al orador y sintió que se le encogía el corazón.

Toby Masterson era afable y de buen carácter, pero también desesperadamente aburrido y poco atractivo. Aunque no se arriesgaría a casarse con un hombre del que pudiera enamorarse, le gustaría que fuese un hombre con el que el acto de concebir un hijo no le resultase… repulsivo.

Sintió un escalofrío al pensar en el sobrepeso de Toby, en sus rollizas facciones. No era su intención ser cruel, pero sabía que sería desagradable soportar sus torpes abrazos…

«¿Podría soportar eso durante años y años, décadas?».

Intentando pensar en otra cosa miró a los invitados a la cena, los hombres de esmoquin, las mujeres con vestidos de noche.

Y, de repente, en medio del mar de gente su mirada se centró en uno en concreto. Un hombre cuyos ojos oscuros estaban clavados en ella.

Nikos se arrellanó en la silla, con una copa de coñac en la mano, indiferente al orador que hablaba sobre mercados y normas fiscales que él ya conocía. No estaba pensando en eso sino en la mujer que sería su esposa trofeo. La mujer que, ahora que había conseguido una fortuna que podría rivalizar con la de su odiado padre, sería el medio para entrar en la élite social de su aristocrática, pero desalmada madre para demostrarse a sí mismo, al mundo y, sobre todo, a sus padres, que su indeseado hijo había triunfado sin ellos.

Nikos frunció el ceño. El matrimonio debía ser un compromiso de por vida, ¿pero quería él eso? Después de dos años, había empezado a aburrirse de Nadya. ¿Quería un matrimonio de por vida o cuando consiguiera una esposa trofeo, y su lugar en el mundo, podría librarse de ella?

No habría amor en la relación porque esa era una emoción desconocida para él. Nunca había amado a Nadya, ni Nadya a él, sencillamente se utilizaban el uno al otro. La pareja que lo había criado tampoco lo había querido. No eran malas personas, simplemente desinteresados, y no mantenía contacto con ellos.

En cuanto a sus padres biológicos… Nikos torció el gesto. ¿Habrían creído que su sórdida aventura adúltera era amor?

Pero le amargaba pensar en ellos y volvió a pensar en su esposa trofeo. Primero, pensó, tendría que cortar su relación con Nadya, que estaba en un desfile de moda en Nueva York. Se lo diría con tacto, agradeciéndole el tiempo que habían pasado juntos. Le haría un regalo de despedida, sus esmeraldas favoritas, y le desearía lo mejor en la vida. Sin duda, ella estaba preparada para ese momento y ya tendría preparado un sucesor.

Como él estaba planeando elegir a la siguiente mujer de su vida.

Nikos relajó los hombros y tomó un sorbo de coñac. Había ido a Londres en viaje de negocios y había acudido a aquella cena para hacer contactos. Miraba perezosamente de unos a otros, identificando a aquellos con los que le interesaba hablar cuando el tedioso orador terminase su perorata.

Estaba dejando la copa sobre la mesa cuando su mirada se clavó en un rostro. Una mujer sentada a unos metros de él.

Era extraordinariamente bella, con un estilo diferente a las fogosas y dramáticas facciones de Nadya. Aquella mujer era rubia, con el pelo sujeto en un elegante moño francés, pálida, con una complexión de alabastro, ojos claros, una boca perfecta destacada por un carmín de color discreto. Parecía remota, ausente, su belleza helada.

Una doncella de hielo que parecía decir: «mirar, pero no tocar».

Inmediatamente, eso era lo que Nikos quería hacer. Acercarse a ella, acariciar ese rostro de alabastro y sentir el frío satén de la pálida piel bajo sus dedos, deslizar los pulgares sensualmente por sus labios, ver la reacción en esos ojos claros, hacer que la helada mirada se derritiese.

La intensidad de ese impulso lo sorprendió y, sin darse cuenta, apretó la copa de coñac. Una esposa trofeo era lo siguiente en su lista de objetivos, pero no tenía por qué buscarla inmediatamente. No había ninguna razón para no disfrutar de una aventura temporal antes de buscar esposa.

Y acababa de encontrar a la mujer ideal para ese papel.

Haciendo un esfuerzo, Diana apartó la mirada del extraño y, por fin, el orador terminó su discurso.

–Menos mal –dijo Toby–. Siento haberte hecho soportar esta monserga.

Ella esbozó una amable sonrisa, pensando en el hombre que la miraba desde el otro lado del salón. La imagen parecía grabada en su cabeza.

Moreno, de piel bronceada, espeso pelo negro rozando su frente, pómulos altos, nariz recta y una boca de esculpido contorno que la perturbaba, pero no tanto como los ojos oscuros que se habían clavado en ella.

Seguía mirándola, aunque ella se negaba a hacerlo. No se atrevía.

Su corazón se aceleró, como si hubiera recibido una inyección de adrenalina. Ella estaba acostumbrada a que los hombres la mirasen, pero no a reaccionar de esa manera.

Miró a Toby con urgencia. El familiar, afable Toby, con su rostro mofletudo y su gruesa figura. En comparación con el hombre que la miraba, el pobre Toby Masterson parecía más incongruente que nunca.

Diana apartó la mirada, con el corazón encogido. ¿De verdad podía casarse con él solo porque era rico?

Pero si no era Toby, ¿quién podía ser? ¿Quién salvaría Greymont?

«¿Dónde puedo encontrarlo y cuánto tardaré en hacerlo?».

Estaba siendo más difícil de lo que había pensado y el tiempo se terminaba…

Cuando por fin acabaron los discursos el ambiente en el salón se animó y los invitados empezaron a mezclarse. Nikos estaba hablando con el anfitrión y señaló a la mujer que había despertado su interés. La doncella de hielo.

–¿Quién es la rubia?

–No la conozco, pero está con Toby Masterson, del banco Masterson Dubrett. ¿Quieres que te la presente?

–¿Por qué no?

Nada en su breve inspección indicaba que su acompañante fuese algo más que eso, una impresión que fue confirmada cuando los presentaron.

–Toby Masterson, Nikos Tramontes, de Financiera Tramontes. Nikos tiene intereses en muchos negocios. Tal vez alguno podría interesarte y viceversa –dijo su anfitrión antes de dejarlos solos.

Nikos charló con Masterson durante unos minutos sobre temas anodinos que solo interesarían a un banquero londinense y luego miró a su acompañante.

La doncella de hielo no estaba mirándolo. Hacía un esfuerzo para no mirarlo y se alegró. Las mujeres que mostraban interés por él lo aburrían. Nadya se había hecho la dura porque conocía su propio valor como una de las mujeres más bellas del mundo, cortejada por muchos hombres. Pero no creía que la doncella de hielo estuviese jugando a ese juego. No, su reserva era genuina.

Y eso incrementó su interés por ella.

–Diana, te presento a Nikos Tramontes.

Ella se vio obligada a mirarlo, sin expresión en sus ojos grises. Estudiadamente sin expresión.

–Encantada, señor Tramontes –lo saludó con el frío tono de las familias inglesas de clase alta y la más breve sonrisa de cortesía.

Nikos esbozó una sonrisa igualmente amable.

–¿Cómo está, señorita…?

–St. Clair –se apresuró a decir Masterson.

–Señorita St. Clair.

Su expresión era helada, pero en lo profundo de sus claros ojos grises le pareció ver un repentino velo, como si estuviera ocultándose de su inspección. Eso era bueno, pensó. Demostraba que, a pesar de su expresión glacial, era receptiva.

Satisfecho, siguió charlando con Toby Masterson sobre las últimas maniobras de Bruselas y el estado de la economía griega.

–¿Eso le afecta? –le preguntó Masterson.

–No, a pesar de mi apellido, la sede de mi empresa está en Mónaco. Tengo una villa en Cap Pierre –respondió Nikos, mirando a Diana St. Clair–. ¿Le gusta el sur de Francia, señorita St. Clair?

Era una pregunta directa a la que tenía que responder. Tenía que mirarlo.

–No suelo salir de Inglaterra –se limitó a decir.

La vio tomar la copa y llevársela a los labios, como para no tener que seguir hablando, pero su mano temblaba ligeramente mientras volvía a dejarla sobre la mesa y Nikos disimuló una sonrisa. El hielo no era tan grueso como ella quería dar a entender.

–Los St. Clair tienen una finca espectacular en el campo, en Hampshire. Greymont –le informó Masterson–. Una mansión del siglo xviii.

«¿Ah, sí?».

Nikos la miró con renovado interés.

–¿Conoce Hampshire? –le preguntó Toby Masterson.

–No, no lo conozco –respondió él, sin dejar de mirar a Diana St. Clair–. ¿Greymont ha dicho que se llama?

Por primera vez, vio un brillo de emoción en sus ojos; un brillo que pareció atravesarlo y que le dijo, con toda seguridad, que tras la fachada de hielo había una mujer muy diferente, una mujer capaz de sentir pasión.

El brillo desapareció un segundo después, pero dejó un residuo que, por un momento, le pareció una chispa de desconsuelo.

–Así es –murmuró ella.

Nikos tomó nota. Podría tener más información sobre ella al día siguiente. Diana St. Clair, de Greymont, Hampshire. ¿Qué clase de sitio sería? ¿Qué clase de familia eran los St. Clair? ¿Y qué otro interés podría tener Diana, aparte del delicioso reto de fundir a la doncella de hielo?

Era bellísima y le gustaría que se derritiese entre sus brazos, en su cama… ¿pero podría ser algo más que una breve aventura?

Su investigación revelaría si era así.

Por el momento, había despertado su interés y sabía con total certeza que también ella estaba interesada, aunque intentase disimular.

Se despidió poco después, sugiriendo un futuro encuentro para hablar de negocios en una fecha indeterminada.

Mientras se alejaba, estaba de buen humor. Con o sin un más profundo interés por ella, la doncella de hielo estaba a punto de ser suya. Pero en qué términos, aún no lo había decidido.

Empezó a pensar cuál sería el siguiente paso…

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

 

DIANA subió al taxi y dejó escapar un suspiro de alivio. A salvo por fin.

A salvo de Nikos Tramontes, del poderoso e inquietante impacto de su mirada. Un impacto al que no estaba acostumbrada y que la había turbado profundamente. Había hecho lo posible por ignorarlo, pero un hombre tan apuesto no estaría acostumbrado a desaires, más bien a conseguir siempre lo que quería de las mujeres.

«Pero de mí no porque no tengo el menor interés por él».

Diana sacudió la cabeza, como para apartar la turbadora imagen del extraño. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse porque ahora sabía, resignada, que no podía casarse con Toby.

¿Pero qué otra solución había para salvar su querido hogar?

Durante los días siguientes, en Londres, la situación empeoró. El banco le negó un préstamo y las casas de subastas confirmaron que no quedaba nada que mereciese la pena vender. De modo que, cuando Toby la llamó para invitarla a la ópera, recibió la invitación con poco entusiasmo.

La nota suplicante en el tono de Toby ablandó su corazón y, a regañadientes, aceptó la invitación para acudir a una representación del Don Carlos de Verdi.

Pero cuando llegó a Covent Garden deseó haberla rechazado.

–Te acuerdas de Nikos Tramontes, ¿verdad? –le preguntó Toby–. Es nuestro anfitrión esta noche.

Diana intentó disimular su consternación. Tenía tantos problemas que había conseguido olvidarse de él y de la extraña reacción que había provocado en ella, pero allí estaba de nuevo, tan turbadoramente atractivo como unos días antes.

Iba con una pareja y enseguida reconoció al hombre que los había presentado durante la cena. Con él iba su mujer, Louise Melmott, que la llevó aparte cuando los hombres empezaron a hablar de negocios.

–Vaya, vaya –dijo en tono de complicidad, mirando con admiración a Nikos Tramontes–. Desde luego, es guapísimo. No me extraña que Nadya Serensky haya estado con él tanto tiempo. Eso y su dinero, claro.

Diana la miraba sin entender y Louise se apresuró a explicárselo:

–Nadya Serensky, la supermodelo. Son pareja desde hace tiempo.

Esa era una buena noticia, pensó Diana. Tal vez solo había imaginado que Nikos Tramontes la miraba con deseo.

«Tal vez estoy exagerando».

Exagerando porque era extraño que un hombre la afectase tan profundamente. Sí, debía ser eso. Mientras tomaba un sorbo de champán intentó recordar si alguna vez en su vida había reaccionado así con otro hombre y no se le ocurría ninguno. Porque ella no se dejaba afectar por los hombres. Se había entrenado durante toda su vida para no hacerlo.

Los pocos hombres con los que había salido siempre la habían dejado fría y solo había permitido algún tímido beso de buenas noches. Solo con uno, en la universidad, había decidido probar si era posible tener una relación sin excesiva pasión.

Había descubierto que así era, pero solo para ella. Su falta de entusiasmo había sido desalentadora para su novio, empujándolo a los brazos de otra mujer. Aunque no le había dolido, solo había confirmado que hacía bien en proteger su corazón. Perderlo era tan peligroso. El celibato era mucho más sensato y seguro.

Claro que siendo célibe no encontraría un marido lo bastante rico como para salvar Greymont. Si de verdad estaba contemplando tan drástica solución.

Intentó apartar de sí esos pensamientos. Al día siguiente iría a Greymont para repasar de nuevo sus finanzas y recibir los últimos presupuestos para los trabajos más esenciales. Pero, por el momento, disfrutaría de una noche sin preocupaciones en Covent Garden.

Y tampoco se preocuparía por la turbadora presencia de Nikos Tramontes. Si tenía una novia supermodelo, no estaría interesado en otras mujeres, incluida ella.

Se dirigieron al palco mientras la orquesta afinaba sus instrumentos. Los espectadores más elegantes tomaban asiento en el patio de butacas y los menos elegantes estaban apiñados como sardinas en la galería.

Diana levantó la mirada con cierta tristeza. El mundo la veía como una persona privilegiada. Y lo era, pero ser la propietaria de Greymont entrañaba muchas responsabilidades. La primera de ellas, evitar que se desmoronase por culpa de la humedad…

–Permítame.

Diana dio un respingo al escuchar la voz profunda de Nikos Tramontes, que estaba apartando una silla para que tomase asiento antes de colocarse tras ella.

Nikos miró el perfil de la mujer cuya presencia allí esa noche había orquestado y que, según el informe que había pedido, podría ser algo más que una mera aventura.

Al parecer, además de una glacial belleza, Diana St. Clair también poseía otros atributos que convenían a sus propósitos. La señorita St. Clair había heredado de su padre una mansión del siglo xviii y el estatus social que confería tal propiedad.

Era una familia antigua, sin título nobiliario, pero con pedigrí, blasones, escudos de armas y todas las florituras heráldicas que iban con ese estatus: tierras, antiguas posesiones y matrimonios con familias parecidas, incluyendo algunas pertenecientes a la nobleza. Una compleja red de parentesco y contactos con las clases altas, impenetrable para los extraños.

Salvo por un medio.

El matrimonio.

Nikos miró su expresión velada. ¿Sería Diana St. Clair su esposa trofeo? Era una idea tentadora. Tan tentadora como la propia Diana.

Siguió mirándola, disfrutando de la contemplación de aquella mujer con la que podría conseguir lo que más ansiaba en la vida.

Para alivio de Diana, la dramática música de Verdi parecía transportarla y hacerla olvidar que Nikos Tramontes estaba sentado tras ella. Media hora después, durante el entreacto, salieron del palco y se mezclaron con otros espectadores para tomar una copa de champán, como era la tradición.

–El auténtico don Carlos de España seguramente estaba loco –les contó Louise Melmott, que conocía la ópera y su dudosa relación con la verdadera historia–. Y no hay pruebas de que estuviese enamorado de la mujer de su padre, el rey.

–Entiendo que Verdi rescribiese la historia –comentó Diana–. Un trágico amor desventurado suena mucho más romántico.

Estaba haciendo lo posible por mostrar entusiasmo, especialmente sabiendo que Toby no tenía el menor interés por la ópera.

–Elisabeth de Valois era la mujer de otro hombre. No hay nada romántico en el adulterio.

El tono de Nikos Tramontes era cortante y Diana levantó la mirada, sorprendida.

–La ópera no es realista. Además, es lógico sentir compasión por el sufrimiento de la pobre reina, atrapada en un matrimonio sin amor.

–¿Usted cree?

¿Estaba siendo sarcástico? Diana sintió que le ardían las mejillas. La conversación continuó, pero se encontraba incómoda, como si hubiese votado a favor del adulterio, aunque en realidad solo había sido un comentario insustancial.

Nikos Tramontes no dejaba de mirarla y en sus ojos oscuros le pareció ver un brillo de melancolía, en contradicción con lo sofisticado y seguro de sí mismo que se había mostrado hasta ese momento.

Pero no tenía nada que ver con ella y, además, no volvería a verlo después de esa noche.

Cuando la larga ópera terminó por fin y se había despedido de Toby, diciéndole que volvía a Hampshire al día siguiente, descubrió que Nikos Tramontes estaba a su lado.

–Permítame que la lleve –le dijo, abriendo la puerta de un coche aparcado frente al teatro.

–No, gracias, puedo ir en taxi.

–No será fácil encontrar uno y está a punto de llover –insistió él.

Sería absurdo protestar, de modo que Diana subió al coche y, con desgana, le dio la dirección del hotel en el que su padre y ella solían alojarse cuando iban a Londres.

En el asiento trasero, separados del conductor por una pantalla de cristal, Nikos Tramontes estaba incómodamente cerca.

–Me alegro de que le haya gustado la ópera –empezó a decir, estirando sus largas piernas–. Tal vez le gustaría venir conmigo en alguna ocasión. A menos que ya haya visto todas las representaciones de la temporada.

Diana se puso tensa. Como había sospechado, estaba tonteando con ella a pesar de su relación con Nadya Serensky.

–No, me temo que no –respondió.

–¿No las ha visto todas?

Ella negó con la cabeza. La oscuridad en el interior del coche, apenas iluminado por las luces de las farolas y los escaparates mientras iban hacia la plaza de Trafalgar, escondía su expresión.

–No quería decir eso –respondió, intentando que su voz sonase firme.

Nikos Tramontes enarcó una ceja.

–¿Masterson?

–No, pero… –Diana tomó aire–. Paso muy poco tiempo en Londres, de modo que sería absurdo aceptar una invitación. De cualquier tipo.

No dijo nada más, pero pensó que mostrar desaprobación por un caso de adulterio ficticio en una ópera para luego pedirle que saliese con él era una hipocresía. Al parecer, el señor Tramontes no tenía reparos en engañar a su novia.

–¿Y sabe de qué tipo es mi invitación? –le preguntó él, con un brillo burlón en los ojos oscuros.

–No necesito saberlo, señor Tramontes. Solo estoy dejando claro que no vengo a menudo a Londres y no tendré oportunidad de ir a la ópera, ni con usted ni con nadie.

–¿Vuelve a Hampshire?

–Sí, indefinidamente. No sé cuándo volveré a Londres –respondió ella, con intención de dejar claro que no estaba disponible.

–Lo entiendo.

Diana se sintió aliviada. Estaba echándose atrás. A pesar de ello, su corazón latía acelerado. Tal vez porque estaban tan cerca, demasiado cerca.

Luego, por suerte, el conductor giró en Piccadilly y enseguida llegaron al hotel. El portero abrió la puerta del coche y Diana se despidió.

–Buenas noches, señor Tramontes. Gracias por la invitación y por traerme al hotel.

Salió del coche y desapareció en el vestíbulo sin darle tiempo a responder. Nikos la observó desde el interior del coche. Era un hotel de renombre que frecuentaban los provincianos ricos cuando iban a Londres y, sin duda, varias generaciones de St. Clair lo habrían frecuentado.

El chófer lo llevó a su hotel, más lujoso que el de Diana. ¿Habría rechazado su invitación por Nadya? Había oído a Louise Melmott mencionar su nombre. Si era así, se alegraba. Eso demostraba que Diana era exigente con los hombres.

No le había gustado su aparente tolerancia a la trama de Don Carlos, pero no parecía ser así en la vida real. Y era esencial que no fuera así.

«Mi esposa no consentiría un adulterio. Aunque sea de alta cuna, no se parecerá a mi madre».

¿Esposa? ¿De verdad estaba viendo a Diana St. Clair como su esposa? Y si era así, ¿cómo podría convencerla para que aceptase? ¿Qué podría deshacer esa helada reserva suya?

¿Qué la haría receptiva a sus atenciones?

Fuese lo que fuese, lo encontraría y lo usaría.

 

 

Greymont estaba tan hermosa como siempre, especialmente bajo el sol, que ayudaba a disimular las zonas en las que la mampostería estaba hundiéndose a causa de la humedad. La parte del tejado que debía ser remplazada era invisible tras el antepecho y…

Diana experimentó una oleada de emoción. Greymont significaba para ella más que nada o nadie en el mundo. Los St. Clair habían vivido allí durante trescientos años. Era su hogar. Cada generación se lo había confiado a la siguiente, pensó con los ojos empañados. Su padre se lo había confiado a ella, dejando a un lado sus esperanzas y su propia felicidad para que ella lo heredase. Había perdido a su madre y él se había encargado de que no perdiese su hogar.

Renunciar a Greymont, entregársela a unos extraños, sería una imperdonable traición a su padre. No, no podía venderla y haría lo que fuese necesario para conservarla.

Entró en el amplio vestíbulo y miró la escalera de mármol, las molduras en las paredes, los techos delicadamente pintados y la chimenea de mármol blanco, fragmentado en algunas zonas. Todo necesitaba reformas. En las paredes quedaban algunos retratos familiares de artistas poco distinguidos, pero todo era tan familiar para ella como su propio cuerpo.

Arriba, en su habitación, se dirigió a la ventana para mirar los jardines y el parque. Todo tenía un aire de abandono, pero los jardines, con la ornamental fuente de piedra que no funcionaba, los caminos y las pérgolas que separaban el jardín del parque eran tan bonitos como lo habían sido siempre. Tan queridos y preciosos para ella.

Diana experimentó un feroz sentimiento de protección mientras respiraba el fresco aroma del campo, pero le costó abrir la ventana porque el marco estaba abombado por la humedad y la pintura empezaba a pelarse.

Mientras su padre estaba enfermo ni siquiera habían hecho los rutinarios trabajos de mantenimiento porque el ruido y el polvo lo habrían perturbado demasiado. Pero el peritaje que había encargado cuando murió reveló que los problemas eran más graves de lo que temía.

Necesitaba un tejado nuevo, remplazar docenas de marcos de ventanas, cambiar las maderas podridas del suelo, arreglar chimeneas derrumbadas, daños causados por la humedad, nuevo cableado eléctrico, fontanería, pintura, calefacción…

La lista de los trabajos más importantes era interminable. Como lo era la lista de mejoras en la decoración, desde reparar los tapices a cambiar las cortinas y arreglar los muebles.

Y luego estaban las necesarias reformas en los establos y cobertizos. Pintura pelada, tejados deteriorados, adoquines rotos.

Y no quería ni pensar en los trabajos de jardinería.

Diana dejó caer los hombros. Había tanto que hacer y todo era tan caro. Suspiró, mientras empezaba a sacar las cosas de su maleta. Había reducido al mínimo el número de empleados, solo los Hudson y las limpiadoras del pueblo, más un jardinero y su ayudante. Su padre prefería una vida tranquila, aunque eso hubiera contribuido al descontento de su esposa, y se había vuelto casi un recluso cuando ella lo abandonó.

También ella prefería una vida sencilla y le encantaba ayudarlo a escribir la historia de la familia St. Clair, llevar la correspondencia con la red de contactos familiares y compartir sus paseos diarios por el parque. En resumen, ser la señora de Greymont en ausencia de su madre.

Solo se veían con familias de la zona, sobre todo sir John Bartlett y su esposa, los mejores amigos de su padre. Ella había sido más activa y visitaba a viejos amigos del colegio o la universidad, viéndose con ellos en Londres de cuando en cuando. Pero no le gustaban las fiestas, prefería las cenas o ir al teatro y la ópera con amigos cuidadosamente seleccionados, los que aceptaban que no tenía ningún interés en romances.

En su cabeza apareció de repente la imagen del hombre que había puesto a prueba esa doctrina, pero la apartó, enfadada. Su ridícula reacción ante Nikos Tramontes era irrelevante. No volvería a verlo y tenía cosas más urgentes en las que pensar.

Tomando aire, bajó a la biblioteca y se sentó frente al escritorio de su padre. El correo se había acumulado durante su ausencia y, dejando escapar un suspiro de resignación, empezó a abrir cartas. Ninguna buena noticia, por supuesto. Al contrario, más presupuestos de obras que no podía pagar para restaurar Greymont.

De algún modo tenía que encontrar el dinero que necesitaba, pensó, con el corazón encogido.

Pero no casándose con Toby Masterson. No, no podía pasar el resto de su vida con él.

Diana sintió una punzada de vergüenza. No había sido justo pensar en él solo como una solución a sus problemas.

Tendría que escribirle una carta dándole las gracias por su amabilidad y dejando claro que entre ellos no podía haber nada más.

Pero cuando empezó a escribir la carta era otra cara la que veía, muy diferente a las facciones regordetas de Toby. Un rostro de facciones marcadas y unos ojos oscuros que aceleraban su pulso…

Diana intentó apartar esa imagen de su mente. Aunque Nikos Tramontes no tuviese una relación con una supermodelo, un hombre como él solo querría una aventura para divertirse mientras estaba en Londres.

«¿Y de qué me serviría a mí eso?».

De nada. Nada en absoluto.

 

 

Nikos conducía con cuidado, intentando evitar los baches en el camino flanqueado por castaños hasta que Greymont apareció ante sus ojos.

Con una fachada de piedra del siglo xviii, un bloque central con dos alas simétricas, estaba situada sobre una pendiente, con grandes jardines y tierras de cultivo. Todo enmarcado por un bosque ornamental, una clásica finca de la nobleza británica.

Un recuerdo lo golpeó entonces, cruel y doloroso. El recuerdo de otra casa en otro país. Un château en el corazón de Normandía construido con piedra de Caen, con torres en las esquinas al estilo francés.

Había entrado por la puerta principal. Había sido recibido.

Pero no bienvenido.

–Tienes que irte. Mi marido volverá pronto y no debe encontrarte aquí.

La mujer, elegantemente vestida con un traje de alta costura, no le abrió los brazos. Lo rechazó, negándose a mirarlo a los ojos.

–¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

Esa había sido su pregunta, su demanda.

–Tienes que irte –había repetido su madre.

Nikos había mirado la inmaculada decoración del salón, los cuadros de inestimable valor, los exquisitos muebles estilo Luis XV. Eso era lo que ella había elegido, eso era lo que valoraba. Y el precio que había tenido que pagar por ello era él, su hijo ilegítimo. En realidad, era Nikos quien había tenido que pagar.

Experimentó una punzada de amargura y una emoción aún más fuerte a la que no podía poner nombre y que negaría haber sentido.

Haciendo un esfuerzo, apartó el recuerdo de su mente mientras detenía el coche para mirar alrededor.

Sí, lo que veía le gustaba. Greymont, el antiguo hogar de los St. Clair y todo lo que iba con él, serviría para conseguir sus propósitos. Pero no estaba allí solo por eso. Podría haber comprado la finca, pero ese no era su objetivo.

Sabía cómo conseguir lo que quería, lo que haría que Diana St. Clair fuese receptiva. Sabía bien lo que ella deseaba más que nada, lo que necesitaba. Y estaba dispuesto a ofrecérselo en bandeja de plata.

De modo que volvió a arrancar y se dirigió hacia la casa.