Abrí los ojos jadeando y vi un montón de señores Nadie como poderosas sombras inmóviles. Uno de ellos tenía unas grandes manos planas que sostenía en alto sobre mí y entonaba un canto como si fuera un santo a punto de lograr que alguien se levantara de entre los muertos.
—¡Steven! —oí que alguien gritaba, y luego otra vez—: ¡Steve! ¡Steve!
Sentí que mi corazón saltaba, y que casi me tragaba hacia la oscuridad de nuevo. Abrí los ojos, jadeé y miré aterrado las sombras alrededor. Empezaban a tener rostro, y trajes amarillos y anaranjados muy brillantes. El más cercano a mí estaba retirando las grandes manos planas, que eran un par de planchas de metal.
Yo estaba sin camisa, tiritando.
—Ya tenemos pulso regular —dijo alguien.
—Llevémoslo a la sala de urgencias —dijo otra voz.
—¡Ay, Steven! —era una voz más conocida.
—¡Camilla, por favor!
—¡Había avispas en la casa! —dije con voz ronca.
—Alguien que se ocupe del suero. A moverlo ya.
—Todo está bien —me dijo alguien—. Ya nos hicimos cargo de eso.
—El bebé, Theo —exclamé.
—El bebé está bien. Le salvaste la vida. El bebé está perfectamente.
Y después debí dormirme porque cuando desperté de nuevo estaba en otro lugar, y me sentía más tranquilo. Sólo estaban Papá y Mamá a mi lado, y Mamá estaba cargando al bebé.
Volví a casa al día siguiente. Un par de camionetas de noticieros permanecían estacionadas al frente, y los periodistas trataron de entrevistarnos camino a la puerta, pero Papá no lo permitió.
Sabía lo que había sucedido. Me lo habían contado en el hospital.
La operadora del número de emergencias que recibió mi llamada había enviado una patrulla a nuestra casa para asegurarse de que todo estuviera bien. Dos policías habían llamado a la puerta pero se retiraron al no percibir algo extraño. Cuando estaban por abandonar el lugar, la operadora contestó una llamada anónima, diciendo que había avispas arremolinadas en torno a la casa.
—¿Sería el afilador de cuchillos el que llamó? —pregunté.
—¿El afilador? ¿Por qué él? —dijo Papá.
—Pues… me pareció oír su campanilla mientras estaba encerrado en el baño.
Los policías habían ido a ver en la parte de atrás de la casa y encontraron un enjambre enorme frente a la ventana del baño de arriba. Llamaron a los bomberos de inmediato. Jamás habían visto cosa semejante.
Los bomberos llegaron, y en el momento en que se estaban poniendo los cascos, Mamá volvió a casa. Les dijo que adentro estábamos el bebé y yo y los dejó pasar. Me encontraron inconsciente en el baño, acurrucado sobre el bebé, bajo una nube de avispas. Pero casi al instante, las avispas escaparon por la ventana rota.
Al bebé sólo lo habían picado un par de veces. Dijeron que era asombroso que entre todos esos millares de avispas el bebé sólo hubiera recibido dos piquetes.
Pero yo sí estaba en verdaderos problemas, todo hinchado y con la garganta a punto de colapsar. Los paramédicos me inyectaron montones de adrenalina y antihistamínicos, pero a pesar de eso mi corazón dejó de latir.
Sacaron sus planchas de reanimación y me volvieron a la vida.
Estuve muerto durante veinticinco segundos.
El sábado en la mañana operaron a Theo del corazón. Yo estaba todavía bastante hinchado y me veía mal, pero quise ir con Papá y Nicole esa tarde a verlo. Tenía tubos por todas partes. Se veía tan pequeño. Pero los médicos dijeron que la operación había resultado muy bien y que el bebé era muy fuerte.
—Se va a recuperar por completo —nos dijo el cirujano—. Sólo necesita un par de días más en el hospital.
—Y después nos vamos a casa y todo vuelve a la normalidad —dijo Nicole alegremente.
Vi que Papá miraba a Mamá, y me pregunté qué estaría pensando. A lo mejor era: El corazón es apenas uno de muchos problemas. Hay más. O tal vez: Nada volverá a ser normal. O quizás, al igual que yo, estaría pensando que nunca podremos saber lo que ocurrirá la semana siguiente, o el mes próximo o el año que viene. Nadie lo sabe, en realidad.
Papá dijo:
—Sí, será agradable volver a casa, ¿cierto?
—Al fin y al cabo, no existe la normalidad —añadí.
Los ojos de Papá se cruzaron con los míos, sorprendidos. Esbozó una sonrisa cansada y asintió.
El exterminador regresó un par de días después de la operación de Theo, para asegurarse de que no hubiera más indicios de infestación de avispas.
El viernes anterior, su cuadrilla había pasado un día entero sacando a paladas el avispero vacío que había en nuestro ático. Llenaron cincuenta bolsas de basura. Y además rociaron la madera con un químico para garantizar que ninguna otra avispa tratara de hacer nido allí.
—¡Qué bichos más extraños! —dijo en su segunda visita, cuando salió de su inspección final en el ático. En la mano tenía unas cuantas avispas blancuzcas ya muertas.
—¿Había visto de éstas antes? —le pregunté.
Era un hombre mayor, que había trabajado exterminando plagas toda su vida. Frunció el entrecejo como si acabara de comerse algo desagradable, y gruñó:
—Una sola vez, quizá. Hace mucho tiempo.
Lo seguí fuera de la casa, mientras inspeccionaba la fachada. El nido frente a la ventana del cuarto de Theo lo habían derribado con un chorro de agua de la manguera de los bomberos. Estaba aún en el suelo, en trozos empapados.
—Pero éste sí es muy raro —dijo—. ¿Ves? Si miras por dentro, no hay celdas. La reina no puso huevos en él. No es más que un cascarón vacío. Nada.
Después de que se fue, recogí los pedazos del nido. Los miré con cuidado. No había señal de que allí, entre esas paredes empapadas, hubiera crecido un bebé. Estaba a punto de dejar caer el último trozo cuando algo me llamó la atención. Algo que resplandeció. Lo examiné más de cerca. Había un pequeño rectángulo casi blanco, con bordes redondeados, atrapado entre el tejido fibroso de la pared. Era la uña más perfecta y diminuta que hubiera visto. Cuando la desprendí, se sintió como papel mojado, lista para rasgarse. Cavé un pequeño hoyo en el suelo y la enterré.
Esa noche, en mi cama, me sentí más cansado que nunca.
Traté de repasar mis dos listas, pero me di cuenta de que jamás llegaría al final de ambas. Así que dije:
—Doy gracias por todas las cosas de mi primera lista —y luego—: quisiera que todos los que aparecen en la segunda lista estén bien. Y también el señor Nadie. Y muy especialmente Theo.
Antes de quedarme dormido, me pareció oír el sonido de la campanilla del señor Nadie, y supe que nunca más lo volveríamos a ver. Oí a Theo haciendo ruiditos y a Mamá que le hablaba bajito mientras le daba su biberón.
Me subí las cobijas hasta más arriba de la cabeza y me dormí en mi nido.
Para Julia, Nathaniel y Sophia
L a primera vez que las vi creí que eran ángeles. ¿Qué otra cosa podían ser con esas pálidas alas como de gasa y la música que producían y la luz que irradiaban? De inmediato tuve esa sensación de que me habían estado observando, a la espera, que me conocían. Aparecieron en mis sueños a los diez días del nacimiento del bebé.
Todo se veía un poco borroso. Yo estaba en una especie de cueva hermosa con paredes brillantes como tela blanca iluminada desde afuera. Los ángeles me miraban desde arriba, mientras flotaban en el aire. S ólo una se acercó, luminosa y blanca. No sé cómo, pero supe que no era uno, sino una. Fluía luz de ella. No la veía con precisión, pero no parecía nada humana. Tenía unos enormes ojos oscuros y una especie de melena hecha de luz. Al hablar, yo no veía una boca que se moviera, pero percibía sus palabras como una brisa sobre mi rostro, y las entendía perfectamente.
—Hemos venido a ayudar —dijo—. Estamos aquí por lo del bebé.