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REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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Cámpora, Magdalena, y Javier Roberto González, Borges-Francia, Selectus, Buenos Aires, 2011.

Errico, Mara, Robert Louis Stevenson e la cultura francese. L’amicizia letteraria con Marcel Schwob, Athenaeum, Florencia, 2012.

Escarpit, Robert G., Historia de la literatura francesa, FCE, México, 1986.

García Jurado, Francisco, Marcel Schwob. Antiguos imaginarios, Luis Revenga, Madrid, 2008.

Gauthier, Bernard (comp.), Marcel Schwob. L’Homme au masque d’or, Gallimard, Nantes, 2006.

Goudemare, Sylvie, Marcel Schwob ou les vies imaginaires, Le Cherche Midi, París, 2000.

Leiris, Michel, Huellas, FCE, México, 1988.

Lhermitte, Agnès, Palimpseste et merveilleux dans l’œuvre de Marcel Schwob, Honoré Champion, París, 2002.

Merleau-Ponty, Maurice, El mundo de la percepción. Siete conferencias, 2ª ed., FCE, México, 2008.

Michaud, Yves, El arte en estado gaseoso. Ensayo sobre el triunfo de la estética, FCE, México, 2007.

Schwob, Marcel, Ensayos y perfiles, FCE, México, 1987.

Stead, Évanghélia, La Chair du livre. Matérialité, imaginaire et poétique du livre fin-de-siècle, PUPS, París, 2012.

Souriau, Étienne, La correspondencia de las artes. Elementos de estética comparada, FCE, México, 2004.

Weisz, Gabriel, Tinta del exotismo. Literatura de la Otredad, FCE, México, 2007.

Zambrano, María, El hombre y lo divino, FCE, México, 2005.

MARCEL SCHWOB

La lámpara de Psique

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA DE BOLSILLO

MARCEL SCHWOB

La lámpara de Psique

Traducción de
RAFAEL CABRERA [Mimos]
y
MARTÍ SOLER

Prólogo de
NELLY PALAFOX LÓPEZ

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FONDO DE CULTURA ECONÓMICA

Primera edición (FCE), 2006
Primera edición electrónica, 2016

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EL ANTIFAZ DEL MAESTRO

PRELUDIO

Sólo es posible llamar maestro a quien ha escrito una obra maestra; el tiempo y las múltiples reinterpretaciones del autor de La lámpara de Psique lo colocan en ese lugar. Si leyéramos en voz alta un pasaje de Marcel Schwob al azar, sin decir que se trata de él, acaso podríamos confundirlo con Jorge Luis Borges, Juan José Arreola o Julio Torri. Es así porque solemos llegar al autor francés a través de la literatura de alguno de estos tres escritores, quienes han pertenecido a una sociedad secreta de lectores de Marcel, no Proust, sino otro con un apellido más difícil de escribir y sobre todo de hallar en las librerías. Y sin embargo, los devotos lectores florecen sin pausa y con la suficiente fidelidad para regalarnos renovadas lecturas de su prosa. Enrique Vila Matas nos recuerda a otros tantos escritores que nos han enseñado el amor a Schwob de segunda mano: William Faulkner, Pierre Michon, Álvaro Cunqueiro, Sophie Calle, Georges Perec o Cristian Crusat; cada uno sondea la poderosa línea breve decantada en la vida imaginaria o el instante decisivo de un personaje de ficción: el momento en que elige, por ejemplo, ser un héroe.

La luz de una lámpara antigua se proyecta también en las renovadas ediciones que en los últimos quince años han desplegado sus colores en las mesas de novedades para anunciarnos reimpresiones, lecturas y nuevas versiones de este prodigioso narrador,1 que escribió la suma de sus ficciones en el corto periodo que va de 1891 a 1896. Ya luego se dedicaría a ser escritor a través de otros escritores al estudiar y traducir a Thomas de Quincey, Daniel Defoe, Robert Louis Stevenson o William Shakespeare.2

No se podría comprender la Historia universal de la infamia de Jorge Luis Borges sin el maestro que lo precedió; hay lazos hondos en la predilección por los personajes laterales, aquellos que lanzaron su dardo y no dieron en el blanco, se embarcaron en un día que presagiaba tormenta y, antes de fallar, vivieron un momento significativo que los llevó a cambiar el curso de sus vidas. Schwob no los llama infames pero resume la historia de la humanidad desde la época clásica hasta la era industrial con veintidós vidas imaginarias, como si lo singular pudiera sólo venir en serie: ladrones, prostitutas, herejes, poetas rencorosos, dioses falsos, confesores y asesinos. Entre las enseñanzas están el “coraje estético de elegir” y dar el mismo valor a un oscuro actor que al propio Shakespeare; la disposición de ese relato será, de preferencia, en una trama breve: “Si el libro de Boswell hubiera tenido diez páginas, hubiera sido la obra de arte esperada”,3 nos dice Schwob en el prólogo “El arte de la biografía”. No escatima las máximas para invitar a sus lectores a buscar lo singular en el arte y preferir lo individual como divisa de los tiempos modernos. “El libro que describiera a un hombre con todas sus anomalías sería una obra de arte similar a una estampa japonesa en la cual se ve eternamente una imagen de una pequeña oruga vista una vez a una hora particular del día”. Aquí se encierra la apuesta estética del naciente siglo XX: la historia de la humanidad se puede contar a través de las anomalías de una sola persona, el relato del instante en que se dispone a fallar. Hemos tenido suficiente con los héroes infalibles, asistidos por los dioses, que después de veinte años vuelven a Ítaca a flechar a los pretendientes de la amada; hacía falta una nube de personajes laterales cuya vida breve se cuente con igual arte que la de Ulises, el protegido de Palas Atenea.

En el eco de la literatura mexicana sería inútil hablar de los cuentos de Juan José Arreola sobre François Villon, Baltasar Gérard o Sinesio de Rodas sin mirar “El arte de la biografía” o los estudios medievales sobre el argot parisino que hablaba Villon. A Julio Torri le debemos la invitación a traducir su obra al español que emprendió Rafael Cabrera, y en De fusilamientos se puede encontrar un ejercicio propio de Mimos: la reescritura de los mitos helenos con una vuelta de tuerca más cercana a la ironía o el trastocamiento de la línea clásica. En “Circe”, de Torri, el marinero que iba resuelto a perderse y encontrarse con su destino no cumple su cometido: las sirenas no cantaron para él.

Jules Renard recuerda en su Diario el mejor consejo que le dio Schwob en vida: “escribir bien”, como un homenaje a los autores grecorromanos e ingleses. Y lo cumplió con creces; uno de los primeros deslumbramientos al acercarnos a su literatura son las frases iniciales de cada relato, tan perfectas y abismales que no se pueden quitar los ojos de ellas. Ya se puede caer el mundo a pedazos que el universo misterioso de Mimos, La cruzada de los niños, La estrella de madera y El libro de Monelle se encargarán de distanciarnos de la calle o el paisaje que nos rodee por más atrayente a los sentidos que nos parezca.

El mundo clásico o la cita erudita suelen quedar mistificados a través del arte; nada es lo que parece: las vidas no son tan imaginarias porque sus nombres tienen cotejos en los archivos históricos, los propios Mimos dedicados al poeta Herondas son y no son un homenaje, puesto que el género era cultivado por otros autores, y a ellos se remite Schwob. El maestro pronto nos enseña a permanecer alerta a las posibles máscaras que velan su rostro en las muy diversas formas artísticas. En Mimos hay una mirada de poeta que hace hablar a los personajes lo mismo que a las cosas; son ellas las que dan cuenta de su historia sensorial dentro del relato.

MIMOS O LA VOLUPTOSIDAD DE LAS COSAS

Con frecuencia se ha acusado a nuestro autor de tener la mirada puesta en el pasado y estar ausente del presente; un Jano bifronte con una venda al futuro. Sin embargo, bastaría recordar que la mayor parte de su producción apareció primero en los diarios parisinos: no escribía una línea que no le fuera pagada; él mismo fue un asiduo testigo de puestas teatrales y espectáculos artísticos que luego transformó en crónicas, ensayos y entrevistas; preparó un tratado sobre el periodismo de su época que ha sido poco estudiado.4 Aún más, la escritura de Mimos revela una mirada atenta a los lanzamientos editoriales: en 1889 el Museo Británico adquirió el papiro Mimiamboi del poeta alejandrino Herondas, traducido y publicado por Frederic G. Kenyon en 1891. Este acontecimiento fue saludado por los intelectuales de la época con una multiplicación de traducciones, prólogos y comentarios críticos; Schwob solía estar al día con las novedades del pasado. En esa ocasión desplegó veintidós poemas en prosa o mimos (veintitrés si contamos “Sismé”, escrito y añadido posteriormente) publicados en L’Écho de Paris entre 1891 y 1892. El género mimo se caracterizaba por la presencia del diálogo y una relativa brevedad; los mimos de Herondas privilegiaron a las protagonistas femeninas en conversaciones vívidas propias de la calle, el mercado o la plaza pública que guardaban cierto aire de familia con algunos fragmentos de Teócrito. La estudiosa francesa Agnès Lhermitte nos informa que el género había tenido tres momentos: el fragmento arcaico, la reescritura sabia y la síntesis tardía, por la que Schwob tuvo particular predilección.

Por su parte, los veintitrés mimos proponen nuevas lecturas de mitos clásicos; por ejemplo, el de Dafnis y Cloe, niño y niña, respectivamente, que crecen juntos y terminan enamorándose con una pasión que causa sorpresa a los ojos vigilantes de los pastores en un ambiente bucólico. Al ser transfigurados en la literatura de Marcel Schwob la mano tenebrosa del narrador logra ver a los niños regresar hacia los campos de Lesbos. “Y la Buena Diosa hizo tan alto como el laurel a Dafnis, y a Cloe le dio la gracia del mimbre verde. Entonces conocí el sosiego de las plantas y la alegría de los tallos inmóviles.” Después del misterioso deseo y del encuentro de amor vigilado por la diosa viene la paz que sólo puede comprender la naturaleza; es ella la mejor compañera de los sentidos de un cuerpo enamorado.

Otro de los mitos reinventado o creado por primera vez es el “Vino de Samos”; a semejanza de una parábola que hoy día podría ser el deleite de los más refinados sommeliers, cuenta el momento en que

Polícrates mandó que le trajesen tres frascos sellados que contuvieran tres vinos deliciosos de especie diferente. Tomó el esclavo solícito un frasco de piedra negra, un frasco de oro amarillo y un frasco de límpido cristal; pero el olvidadizo escanciador vertió en los tres frascos el mismo vino de Samos. Polícrates contempló el frasco de piedra negra y movió las cejas. Rompió el sello de yeso y olfateó el vino. “El frasco —dijo— es de materia ruin y el olor de lo que encierra me es poco tentador.” Levantó el frasco de oro amarillo y lo admiró. Después, quitándole el sello: “Este vino —murmuró— es inferior seguramente a su bella envoltura, rica en racimos bermejos y pámpanos luminosos”. Pero, tomando el tercer frasco de límpido cristal, lo puso contra el sol. El vino sangriento cintiló. Polícrates hizo saltar el sello, vació el frasco en su copa, y se la bebió de un sorbo. “Éste —dijo con un suspiro— es el mejor vino que he paladeado.” En seguida, colocando su copa sobre la mesa, empujó el frasco, que cayó hecho polvo.

El engaño no intencional al tirano Polícrates, que no paladeó el mejor vino de su vida, servirá para hacernos recordar que la forma define al contenido y el regusto de los dos es uno solo en nuestro paladar: “toda belleza es formal”; el significado de la estética lo da la elección de las palabras, que son a la vez continentes y contenidos.

La obra de Schwob se inclina por una lectura desde la sensualidad: se trata de “comprender el deseo de las cosas”, como lo dice el quitasol de Tanagra, separado cruelmente de la cabeza que amaba. Hay un sentido oscuro de los objetos revelado mediante una búsqueda constante de olvidar, de sumergirse en las aguas del Leteo para lavar el corazón que busca semejarse al de los muertos y así borrar la vida presente. A su manera, es un libro sobre el amor inspirado por Afrodita, quien instruye y aguza el cuerpo de las cosas y los seres hacia la voluptuosidad: los amantes buscan a sus amadas, las mujeres seducen a los hombres en diferentes momentos y los criados se disfrazan de doncellas para estar cerca del amor. Es un libro para leerse en clave erótica: los labios se entreabren como frutos, las mujeres son más suaves que un plumón de ganso y los cabellos bermejos se despliegan en la noche con el azúcar de los higos. Cada línea tiene un sabor atrayente y nos deja con el paladar dispuesto al amor perdido, evocado o recuperado: el hálito de Afrodita nos envuelve.

LA CRUZADA DE LOS NIÑOS

En el año 1212 partieron de Alemania y Francia miles de niños hacia Jerusalén para recuperar el Santo Sepulcro de Cristo; creían que el Mar Mediterráneo se abriría en dos para dejarlos pasar tal y como se había separado ante los israelitas de Moisés. En lugar del esperado milagro, unos fueron secuestrados y vendidos como esclavos en Egipto, mientras que a otros los devoró la peste y el rigor del invierno. La imagen de estos niños llenos de una “fe ciega y furiosa” contrasta con la tristeza del papa Gregorio IX ante un mar devorador que parece inocente y azul. Le debemos a Jorge Luis Borges la explicación sobre la estructura de los cuentos; hay un seguimiento del método de Robert Browning en su poema The Ring and the Book (١٨٦٨): doce monólogos para contar la historia de un crimen desde la mirada de la víctima, del asesino, el abogado, el fiscal, el juez, el poeta y los testigos. En La cruzada de los niños tenemos ocho visiones de la asombrosa hazaña del fracaso. Advertimos una belleza cruda en los relatos de los tres pequeñuelos, Nicolás, Alain y Dionisio, que escuchan las voces ignotas de la noche, como las de los pájaros en el invierno; perciben la piedad de la gente que los mira pasar y confían en tocar la tumba de Jesús. Esperan, esperan la oscura alegría que vendrá cuando se abra el mar. Pero el mar no se abre.

En el relato del leproso emerge el niño Johannes, “de cabellos rojos”, en quien el enfermo piensa encontrar ojos llenos de terror al mostrarle el cuerpo lastimado por la lepra. En su lugar, lo recibe la indiferencia del inocente que no alcanza a dimensionar el daño del contacto de la piel carcomida. Hay un eco con la estampa de este leproso en “El tintorero enmascarado Hákim de Merv” de la Historia universal de la infamia; el leproso borgiano es un infame impostor que dice ser un profeta para que nadie descubra lo que esconden las telas sobre el rostro: un descarnado que ha capitalizado la fe al decir que nadie puede mirarlo. El color blanco migra de la terrible piedad que experimenta el leproso por uno de los niños cruzados al descarado que se dedica a engañar a los fieles ocultando la enfermedad. La voz dulce de los niños no puede apagarse, a pesar de la inminente destrucción de sus fieles cuerpos; sus voces no se terminan y vuelven a empezar siempre, como lo hacen las olas del mar que se los devoró.

LA ESTRELLA DE MADERA

“Intento trabajar y no consigo nada bueno […] y lo peor es este vacío en mi cabeza.”5 En estos términos se expresa Marcel Schwob al tiempo que prepara el último cuento de su vida para la revista Cosmopolis. El texto es fruto de un escritor enfermo, que se autonombra “perro viviseccionado”, que debía conciliar las pausas de la enfermedad con su defensa del caso Dreyfus y los trabajos para el teatro parisino dedicados a su mujer Marguerite Moreno y la actriz Sarah Bernhardt. Finalmente, cuando lo terminó le pareció “menos malo de lo que había pensado”. “Menos malo”, dice, y nos regala un poema en prosa con una poderosa narración que cede la voz a los elementos de la naturaleza; no es el poeta el que canta las cosas, son ellas las que cuentan su historia: los árboles se reúnen para murmurar en el curso de los siglos sus deliberaciones de hojas y después de la lluvia, su propia lluvia, “lenta, melancólica, terca, que caía de sus copas y bañaba sus hojas muertas. Tenía su propia respiración y su sueño”. En medio de este universo vivía Alain, nieto de una vieja carbonera, que deseó ser como Dios y alumbrar las estrellas de la noche. Cuando supo que no podría hacerlo no descansó hasta conseguirlo. Tiempo después conoció las estrellas de mar, que llegan a la playa con sus colores radiantes, y supo que estaban muertas. Y lo estaban desde que la última se apagó con la muerte de Jesucristo. Alain no quería una estrella muerta sino una de fuego vivo; quería, como sólo Dios puede hacerlo, alumbrar una estrella. Y encontró una, oscura y distante, colocada en lo alto de un pesebre junto a un asno y un buey, una estrella hecha con la madera del bosque dispuesta a crepitar. Al acercar su lengua de fuego, la lámpara de Alain lo reveló como incendiario, y la estrella, con todo el resto de la casa, comenzó a arder. El fuego hizo despertar las alarmas que acompañaron una vida fugaz: el acariciado astro de Alain sólo sabía arder.

Se ha querido ver en este cuento préstamos de Catulle Mendès, del poema “L’enfant et l’étoile”, donde se privilegia la voz del poeta niño en contraposición al poeta adulto, la diferencia entre la estrella acariciada por el infante y la del poeta maduro se resuelve con la pregunta infantil: ¿puedes ver aquella estrella si cierras los ojos? La respuesta es no; ahí reside la distancia: el pequeño todavía podía mirarla, pues era capaz de soñarla en el recuerdo. Me parece que uno de los grandes hallazgos de la literatura de Schwob es alcanzar esa voz antigua que corresponde a la infancia de las cosas, incluida la de los hombres, sin nostalgia o melancolía, más bien desde la palabra dicha por sus protagonistas, ya sean niños, árboles, plantas o una temprana lluvia. Es la vida y la percepción por medio de los sentidos las que se abren, como lo hace el poeta para nombrar las cosas que nos habitan, y cuentan las historias que hay que leer varias veces para comprender.

EL LIBRO DE MONELLE

“Ama el momento. Todo amor que dura es odio”, dice la vaporosa presencia de Monelle transfigurada en múltiples

Las historias de Monelle se entrelazan con los cuentos para dormir a los niños que se contaban una y otra vez a la manera de relatos maravillosos. Agnès Lhermitte ha sabido ver en el pasaje de “la voluptuosa” la presencia del relato de Barba Azul y en “la otorgadora” a una Cenicienta de nombre Cice que sabe del poder de una pantufla ante la mirada gallarda de un príncipe. La historia no termina bien y el final se congela en el instante mismo en que Cice fracasa; en lugar de carruajes veloces dirigidos por el amado se encontrará con coches fúnebres, oscuros, en forma de ataúd.

Pero Cice no comprendió nada de todo esto. Sólo veía una cosa: el carruaje maravilloso estaba ahí. El cochero del príncipe iba tocado de oro. El pesado cofre estaba lleno de joyas nupciales. Ese perfume terrible y soberano lo rodeaba de realeza. Y Cice tendió los brazos gritando: —¡Príncipe, llévame, llévame contigo!

El momento más significativo en la vida de un personaje puede ser una mentira, y qué importa, lo mismo sirvió para tener una migaja de felicidad: el asombro, los brazos extendidos hacia la esperanza, el recuerdo de una realidad trucada; ¿no es ésta la mejor crítica a los cuentos de hadas? ¿Qué pasaría si se deja correr la historia después del vivieron felices y comieron perdices? Seguramente los días revelarían el engaño de querer ver en el otro nuestros propios deseos y relatos maravillosos que al final nos dejan tan vacíos como solos.

Para algunos críticos Monelle es el mejor libro de Schwob, que se inscribe en el marco de dos preferencias estéticas: el elogio a la prostituta y el poema en prosa. El autor francés terminó su amistad con André Gide (1869-1951) cuando éste publicó Los alimentos terrestres (1897), ya que consideró esta obra un plagio.6 El texto de Schwob ha sido reeditado en Francia en numerosas ocasiones, retomado para la radio y el teatro. Su permanencia y su lectura continúan hasta nuestros días.

CODA

Leer es ocultar la cara y escribir es mostrarla, dice Alejandro Zambra en Formas de volver a casa; si pensamos en la erudición y constante inclinación de Marcel Schwob hacia los libros míticos y medievales comprenderemos que cada uno de estos magníficos artefactos de papel y tinta fueron su antifaz favorito: con ellos se cubría los ojos azules y a través de ellos proyectó una luz generosa de mundos de sentidos erotizados.

Marcel Schwob no olvidará el primer libro que le sirvió de máscara: un ejemplar de cubierta roja “con el olor agrio a creosota y a tinta fresca que los libros ingleses guardan por mucho tiempo”. Esas páginas abiertas se transformaron en recuerdos vívidos, pues el escritor dirá, sin equivocarse,

aún hoy su olor me produce el estremecimiento de un nuevo mundo entrevisto, y el hambre de inteligencia. Todavía hoy cuando recibo un libro de Inglaterra, me hundo todo entre sus páginas hasta el hilo que lo encuaderna, para olfatear su niebla y su humo, y aspirar todo lo que pueda quedar de mi gozo infantil.7

Esa hambre de inteligencia mezclada con el gozo infantil se produce al evocar el cuerpo amado: el primer amor puede ser el primer libro, y para honrar ese humo y esa niebla nos legó líneas perfectas que nos muestran el rostro del maestro.

NELLY PALAFOX LÓPEZ

BIBLIOGRAFÍA

Gefen, Alexandre (ed.), Marcel Schwob. Œuvres, Les Belles Lettres, París, 2002.

Lhermitte, Agnès, Palimpseste et merveilleux dans l’œuvre de Marcel Schwob, Honoré Champion, París, 2002.

Schwob, Marcel, Ensayos y perfiles, traducción de Juan Damonte, FCE, México, 1987.

———, La cruzada de los niños, trad. de Rafael Cabrera, pról. de Jorge Luis Borges, Tusquets, México, 1980.

VV. AA., Biblioteca de México, números 45 y 46, mayo-agosto de 1998, especial dedicado a Marcel Schowb, 1998.