Gonçal Mayos
D’Alembert:
De bastardo a líder
de la Ilustración
Barcelona 2022
linkgua-digital.com
Título original: D’Alembert: De bastardo a líder de la Ilustración.
© 2022, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Mario Eskenazi.
ISBN rústica: 978-84-9007-963-8.
ISBN ebook: 978-84-9007-661-3.
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Sumario
Créditos 4
Introducción 9
D’Alembert un nuevo tipo de intelectual clave para la Enciclopedia y la Ilustración 14
Savant y científico profesional 17
Académico e institucionalizador de los enciclopedistas 24
Philosophe y científico publicista 28
Enlazando cultura elitista y popular 31
Savant y philosophe, juntos, en la defensa de la Encyclopédie 32
¿Una componenda final d’alembertiana? 36
Trayectoria como matemático, físico e ilustrado 41
Profundizando en el calculo diferencial y el álgebra 42
Superando el bloqueo académico de Clairaut y Euler 44
Trayectoria físico-matemática o en matemáticas mixtas 45
La tradición científica matematizante que lleva a D’Alembert 46
Debate y experimento crucial sobre el newtonianismo 48
Tratado de dinámica (1743) 50
Reflexiones sobre la causa general de los vientos (1746-47) 53
Consecuencias contextuales y para la carrera académica de D’Alembert 54
Investigaciones sobre los equinoccios (1749) 55
Publicismo post Enciclopedia 58
Discurso preliminar de la Enciclopedia (1751) 59
Partes del Discurso preliminar 60
Misceláneas de literatura, de historia y de filosofía (1753-67) 61
El último D’Alembert 62
Del Principio de D’Alembert a la división de las ciencias 65
Principio de D’Alembert 66
División y clasificación de las ciencias 67
1. Memoria 68
2. Razón o entendimiento 68
3. Imaginación 71
No solo de la Enciclopedia vive la fama de D’Alembert 72
¿El común denominador de la Ilustración? 73
Ilustrados condenados a vivir bajo el «antiguo régimen» 74
Las academias y la profesionalización de la ciencia 76
Uniendo cultura oficial y popular 79
Ilustración moderada, pero ni comprada ni fascinada por el poder 82
Complejo equilibrio del pensamiento de D’Alembert 85
Entre ciencia y filosofía 85
Entre empirismo y racionalismo, sensismo y matematicismo 90
Empirismo pero no experimentalismo 93
Entre materialismo y espiritualismo 95
Antidogmático, ante todo 96
Contradicciones del científico metido a publicista 99
La Enciclopedia como herramienta o como arma 101
¿Herramienta biopolítica? 104
El intelectual académico y fiel aliado se queja al Estado 109
La posición de D’Alembert se ha vuelto insostenible 113
Distancia con el publicismo mundano y astuto de Diderot 115
Apoyo a la Ilustración y los enciclopedistas desde la academia 117
Enciclopedia, capitalismo de imprenta, instrumento biopolítico y símbolo 120
Personajes y escenarios en la vida de D’Alembert 124
La marquesa de Tencin: madre natural de D’Alembert 124
La fama de Madame Tencin 124
D’Alembert, un carácter muy diferente al de madame Tencin 125
Julie de Lespinasse, la compañera filósofa 125
Hija no reconocida 125
El salón de Lespinasse 126
Elogios unánimes 126
Relación constante y respetuosa pero «libre» 126
La muerte de Julie 127
Voltaire y la Ilustración moderada 127
Choque con Rousseau 130
Academias reales y científicas 131
Academia francesa y Academia de las Ciencias de París 132
Salones, esfera pública, lectura y circulación de ideas 134
Salones: política, cultura y banalidad mundana 137
Confabulaciones político-culturales 137
Mundanos y «alimenticios». El «sobrino de Rameau» 138
El «filosófico» salón de Lespinasse 138
Capitalismo de imprenta 140
Librepensamiento y «república de las letras» 142
La Enciclopedia, algunos datos y hechos 146
Jaucourt el oscuro y más prolífico redactor filosófico de la Enciclopedia 149
«El sueño de D’Alembert» de Diderot 150
Epílogo 152
Bibliografía 155
Bajo ese estigma de pública bastardía vivió siempre D’Alembert y, sin duda, ello fue para él una condena que le torturó siempre. Como también torturó a la compañera sentimental de toda su vida: Julie de Lespinasse. Ambos son hijos naturales —«bastardos» a los ojos de su sociedad— de muy reconocidos vástagos de la élite aristocrática —de sangre pero también de educación— de su tiempo. A ambos esa élite les ofreció —como una mínima compensación— la posibilidad de formarse, y a ella se acogieron con entusiasmo y brillantes resultados.
Pero, precisamente porque Jean y Julie fueron capaces de desarrollar sus talentos y superar en mucho a los padres que no quisieron reconocerlos, les dolía sobremanera esa «bastardía» conocida —y «perdonada»— por todos. Recordemos que, en aquellos tiempos, ninguna condena moral realmente recayó sobre los padres que los abandonaron y no los reconocieron, mientras que en cambio el estigma persiguió siempre a Jean y Julie. Con seguridad y precisamente por su éxito intelectual, ellos tuvieron que sufrir por ese injusto destino más que los muchos otros «bastardos» de la época.
Por eso, D’Alembert se negó tanto a heredar el carácter frívolo y mundano de sus padres, como a recibir sus apellidos —cuando, ya siendo famoso, tuvo tal posibilidad—. Ahora, sin duda y por mucho que le pesase, D’Alembert debe a sus progenitores una base genética sobre la que cimentó una brillante carrera, llena de inteligente talento. Así D’Alembert lideró la Ilustración francesa más moderada y que hubiera podido evitar la Revolución. Fue clave para incorporar muchos «philosophes» a la Academia francesa y otras academias reales, y —por supuesto— para que fuera posible el gran proyecto intelectual, editorial y social de la Enciclopedia francesa.
Incluso se negó siempre —D’alembert— a recibir o entrevistarse con su madre, pues representaba para él —sin duda— aquello que más odiaba de la aristocracia. No podía concebir que él, sus otros hermanos y seguramente otros aspectos de vida familiar, formaban parte de lo mucho que Madame Tencin había tenido que sacrificar para construir —en un mundo hecho por y para los hombres— su sorprendente trayectoria vital de hedonismo, pero también de reconocida escritora de truculentas novelas de éxito y de salonnière muy inteligente e importante.
D’Alembert cargó siempre el doloroso estigma de su bastardía, aunque ésta le abriera en algún momento el reconocimiento de unas élites que querían unir la aristocracia del talento, a la de la sangre y del linaje. De Federico II de Prusia a Luis XV (pero también a Fontenelle o Madame Pompadour), todos querían creer que incluso en sus bastardos yacía la prueba de su superioridad. ¡Y D’Alembert parecía el mejor ejemplo para ello!
No obstante y lamentablemente no fueron capaces de reconocer y seguir el camino que D’Alembert les indicaba y por el que luchó toda su vida. En general predominaron los bloqueos a la regeneración social, los impedimentos ante cualquier intento de incorporar los nuevos talentos exteriores al establishment, y el menosprecio a las potencialidades de las clases populares. Por eso en última instancia los esfuerzos del bastardo D’Alembert no consiguieron cambiar lo suficiente la sociedad para que no fuera necesaria la Revolución francesa.
Trágica y dolorosamente escindido entre un origen noble que en su plenitud le es negado, pero que a la vez es elogiado como «fuente oculta» de sus talentos, D’Alembert intenta una eficaz regeneración de las instituciones intelectuales, conquista las más altas cotas alcanzadas en ellas por la Ilustración francesa e, incluso, moviliza importantes sectores para reconducir al poder de acuerdo con los nuevos tiempos. Curiosamente el «bastardo» ofrece así un servicio de gran valor a la clase que lo menospreció, pero ésta —aunque le admira— no puede regenerarse ni seguir hasta el fin su guía.
Por ello, hay que reconocer que, a pesar de los éxitos indudables de D’Alembert, la Revolución fue inevitable y el conjunto de la sociedad —incluyendo las élites aristocráticas que lo veían como «su bastardo»— tuvo que pagar un altísimo precio por no atender suficientemente a sus propuestas.
La aristocracia elitista no consigue cambiar suficientemente a pesar de que —olvidando sus muchos bastardos perdidos en el rencor, el alcoholismo, la miseria o la mediocricidad— cree ver en el triunfante y siempre autoexigente D’Alembert la prueba de que la «buena sangre», el carácter e inteligencia «heredados» y la superioridad estamental se habren paso —necesariamente y por sí solas— en la filosofía, la ciencia, la república de las letras, los ingeniosos debates, las altas confabulaciones culturales, los salones, los más magnos proyectos intelectuales...
Ciertamente y ya de muy joven, el brillante D’Alembert aprovechó los estudios que le financió su padre, sin duda para apaciguar su mala conciencia. Además brillaba en talentos tan diferentes como las matemáticas, la retórica, el disciplinado y autoexigente trabajo en solitario, y la inteligencia social para imponerse en las conjuras palaciegas y ganar —para propios sus proyectos— a la voluntad de los monarcas.
Esa versatilidad, junto con un adusto carácter incorruptible (probablemente ambos «heredados» de la relación bastarda con sus padres), hacen de D’Alembert el tipo de hombre, carácter, inteligencia y talento capaz de ganar para la naciente Ilustración cotas de poder e influencia —impensables antes— tanto dentro de las instituciones como en la sociedad francesa de su tiempo.
Como veremos, le debe mucho la Ilustración a D’Alembert: en lo científico, en lo filosófico, en la promoción de sus valores básicos, en tanto que república de las letras y «capitalismo de imprenta», en tanto que nueva clase intelectual y nuevas prácticas culturales, en tanto que nueva relación biopolítica con el Estado y sus instituciones...
Quizás en la tolerante y parlamentaria Gran Bretaña había habido claros antecedentes del papel que jugaría D’Alembert, como sus muy admirados Francis Bacon o Isaac Newton. Pero en la absolutista, centralista y versallesca Francia nadie podía ejercer el papel que le destinó la historia ¡y D’Alembert mismo! Los destacados esfuerzos de Colbert y Fontenelle no lograron incorporar a la nueva intelectualidad, igualmente como —más tarde— Necker y Turgot fracasarán en regenerar un régimen incapaz de seguir a los nuevos tiempos.
Solo D’Alembert va consolidando de forma relativamente callada significativos avances en la institucionalización de la Ilustración, así como su lenta impregnación y visibilidad social. El aristócrata y brillantísimo Montesquieu asciende en las instituciones «sabias» expandiendo los valores ilustrados de la división de poderes y la tolerancia, pero es bloqueado y no acaba de abrir el camino para los «philosophes» en esos decisivos campos.
Algo parecido podemos decir de Voltaire, por otra parte un buen aliado de D’Alembert en estas tareas, quien no puede substituirle en la práctica pues siempre termina chocando con el poder y es incapaz de morderse la lengua o de modular su sarcasmo. Hoy cuesta valorarlo, pero en aquellos tiempos los ilustrados y la Ilustración tenían que ser muy hábiles, astutos y autocontrolados para mover mínimamente el poder y los monarcas hacia algo así como el «despotismo ilustrado». En aquellos tiempos prerrevolucionarios, logros tan pequeños parecían los únicos posibles y requerían denodados esfuerzos.
Ante tan grandes dificultades, hoy todos los análisis confirman que —a pesar de compartir con D’Alembert la alta dirección de la Enciclopedia y continuar después de la dimisión de éste— el plebeyo Diderot no podía jugar el papel de aquél y eso, que gozaba de comprobada habilidad, astucia, eficacia, inteligencia y capacidad de trabajo. Tampoco podía competir por el decisivo papel de D’Alembert, el también plebeyo Rousseau, a pesar de ganar para la Ilustración tantos lectores con su patetismo seductor y su brillante escritura a la vez radical y predicadora.
En definitiva, en el absolutista panorama francés —hoy anacrónicamente percibido como más tolerante de lo que era—, solo D’Alembert parece equilibrar vicios, virtudes, talentos y debilidades, para ponerlos al servicio de mejorar decisivamente el impacto histórico real e institucional de la Ilustración. De hecho, cuando consigue pasar el «relevo» o «testimonio» a su discípulo Condorcet, ya es demasiado tarde para una evolución política, cultural y social; y Francia tiene que enfrentarse con la violenta escisión que representa la Revolución. Pero en todo caso ni la Ilustración ni la Revolución «francesas» se pueden entender sin las complejas estrategias y prácticas político-culturales que impulsó D’Alembert.