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ISBN: 978-84-321-5013-5
A D. José Ramón, D. Emilio, D. Juan Antonio
y tantas personas que se dedican
a cuidar de los sacerdotes.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
«ME HAGO SACERDOTE PERO DÉJAME EN PAZ»
EL DISPARO DE DIOS
EL “PECADO” DE SER SACERDOTE
¿SER SACERDOTE O JUGAR EN EL REAL MADRID?
NUESTRA ALMOHADA NOS CONOCE MUY BIEN
UN REBELDE ENTRE LA SELVA Y LA SABANA
UN TRATO CON DIOS EN TIERRA DE LAGOS Y VOLCANES
«LOS “PECADOS” DE LA IGLESIA ME LLEVARON A DIOS»
«DIOS VOLVIÓ A POR MÍ»
«DIOS ES MÁS DE LO QUE PUEDO PENSAR»
UNA LLAMADA DE DIOS A UN CORAZÓN JOVEN
EL PELIGRO DE DESAFIAR A DIOS
UNA LLAMADA CLANDESTINA DE DIOS
PALABRAS DE SAN JUAN MARÍA VIANNEY, PATRONO DE LOS SACERDOTES
CUANDO SE PIENSA LO QUE ES UN SACERDOTE... (HUGO WAST)
AUTORES
PRÓLOGO
Recuerdo que tras mi ingreso en el Seminario, con 18 años de edad, sentía la necesidad de preguntarles a mis compañeros de curso cómo habían llegado ellos hasta allí… Tenía la curiosidad de saber si su historia se parecería en algo a la mía. En poco tiempo descubrí que cada caso era diferente, y que hubiese sido absurdo construir la propia vocación imitando a la de los demás… En la vocación hay algo de “único e irrepetible”… Sin embargo, había también algo en lo que todos coincidíamos: me refiero a la convicción de haber sido “descubridores”, que no “inventores”, de nuestra historia… Ciertamente, la diferencia entre ser inventor o descubridor es muy notable. El inventor da a luz “algo” que ha nacido de su mero ingenio personal; y que, en consecuencia, está hecho a su medida. En nuestro caso, no había margen de duda: se trataba de un descubrimiento, del que nosotros habíamos sido los primeros sorprendidos. Nuestra vocación era algo que no nacía de nosotros, sino de Otro.
Alguien dijo que los tres momentos claves en la vida se podrían concretar en: el día en que nacemos; el día en que descubrimos para qué hemos nacido; y el día en que marchamos de este mundo. Lo que ocurre es que el segundo momento —el momento de descubrir para qué hemos nacido— dura el espacio de la vida entera. Por lo tanto, la pregunta más determinante es la pregunta por el sentido de la existencia. No hay cosa más frustrante que pasar por la vida sin averiguar para qué hemos venido a ella. En el día a día de nuestra existencia, hay sufrimientos físicos, mentales, emocionales…; pero, con frecuencia ocurre que la fuente principal del sufrimiento es el ámbito espiritual; es decir, la carencia de sentido, la no percepción de cuál es nuestro sitio en la vida. Dicho de otro modo, la pregunta por el sentido y el reto vocacional no son dos cuestiones distintas y desconectadas; sino que están estrechamente entrelazadas.
En estas historias personales a las que te vas a asomar, descubrirás mucha magnanimidad y valentía. Pero te equivocarías si interpretases que estos testimonios han sido escogidos entre gente de otra pasta; una especie de selección de “supermanes”… De eso nada. La explicación es otra. Al ser humano le atrae todo lo grande, pero no por vanidad o por vanagloria, sino porque llevamos inscrita en nuestro ADN la vocación al infinito. Recuerdo haber leído en un club de equitación un letrero que recogía el siguiente lema como divisa de los jinetes: “Lanza tu corazón por encima del obstáculo y tu caballo irá a buscarlo”…
Esto me recuerda lo acontecido el 28 de mayo de 2018 en París, cuando un inmigrante sin papeles de Mali, escaló por la facha de una vivienda hasta la altura de cuatro pisos, en tan solo 30 segundos, para salvar la vida de un niño que estaba colgando de un balcón. Algunos dijeron que era una especie de spiderman, otros que este joven habría tenido algún tipo de entrenamiento que le capacitó para hacer una cosa así. Pero él dijo que lo hizo, sin más, gracias a Dios. Cuando le escuché, me vino a la mente una de las genialidades de Chesterton: “Los ángeles vuelan porque no se ponen a pensarlo”.
La vida es un don que nos ha sido entregado, y que estamos llamados a revertir. Ojalá no perdamos mucho tiempo en teorizar y en dudar, sino que nos pongamos a ello… “¡Gratis lo hemos recibido, démoslo gratis!” (cfr. Mt 10, 8).
José Ignacio Munilla
Obispo de San Sebastián
SIEMPRE ENTUSIASMAN LAS HISTORIAS DE PERSONAS que han llevado una vida diferente, apasionada: un revolucionario, un converso, un emprendedor, un misionero… Descubrir vidas que se dividen en un antes y un después. Con ese algo que les obligó a cambiar el paso. Y no te digo nada de las historias en que Dios se erige en protagonista dando golpes de mano. Porque Dios sabe también dar golpes de mano cuando es preciso.
Estas páginas tratan de esto último, de jóvenes a los que Dios ha seducido y se han dejado seducir, jóvenes que han sabido sacar brillo a lo que tenía un tono mate. Y tratan también de Dios, que los sostiene y alienta, y va actuando en ellos…
Este es un libro para ti, que te interesa conocer historias que inspiren. Es un libro para que sonrías al descubrir que la vida es para amar y vivirla apasionadamente, con sus cosas buenas y sus momentos de lágrimas. Es un libro para ti, que necesitas abrirte a la esperanza, que buscas consuelo y perdón, que quieres que alguien te escuche sin reprocharte nada, que te traiga el cielo a la tierra y te haga mirar a lo alto porque esto no es tan malo como dicen. Es para ti, que tienes la oportunidad de recibir todo esto, con el amor y la misericordia de Dios a través de las manos de un sacerdote.
¿Sacerdotes? Sí, esas personas normales y corrientes, pero con un encargo especialísimo de Dios. Hombres que han vivido una infancia como la de cualquier otro niño, que sangran cuando les pinchan, que se ríen con un buen chiste, que tropiezan, como todos, en su caminar cotidiano… Pero hombres también, que han respondido a la llamada de Dios para que Jesucristo pueda hacerse presente en el mundo, y especialmente a través de los Sacramentos. Decía la Madre Teresa de Calcuta: «Sin los sacerdotes no hay Eucaristía. Sin Eucaristía, no hay Jesús. Y sin Jesús, no hay vida en la Iglesia».
Quizá estas páginas permitan conocer la realidad de estos hombres y valorar su trabajo sacrificado y hecho en silencio. No corren buenos tiempos para ellos hoy en día, muchas personas los ponen en tela de juicio, y algunos consideran que son una figura del pasado, o poco clara. Los escándalos provocados por algunos, que han hecho cosas mal, han dejado herida su reputación y la de la Iglesia. No hay duda de ello. Pero todo eso no puede hacer oscurecer y olvidar la vida de sacrificio y entrega de tantos otros. Sucede como con los aviones: nadie se da cuenta de los miles de aviones que sobrevuelan el cielo cada día, pero siempre es noticia cuando uno cae. Hay miles y miles de sacerdotes en todo el mundo que dan diariamente la vida por las personas que más lo necesitan. Hombres de Dios que apenas salen en los medios, que no hacen campañas de marketing, pero que, de forma sencilla y sin espectáculos, son los brazos, los labios de Dios. Muy posiblemente, conocer el origen y la historia de alguno de ellos nos puede servir para verlos en su sencillez, tal y como son, y valorar su vida entregada.
EL SENTIDO DE LA VIDA
De vez en cuando conviene hacerse preguntas incómodas, incluso comprometedoras. ¿Yo, para qué me levanto cada mañana? ¿Qué sentido le doy a lo que hago? ¿Vivo, o simplemente veo pasar los días con sus obligaciones cotidianas? Porque, a veces, podemos tener la impresión de ser el figurante de una película de romanos, en el que no se fija nadie, hasta que uno, que pasaba por allí, le llama por su nombre.
Nadie está aquí para eso, para hacer bulto. Dios no quiere hijos anónimos, nos llama por nuestro nombre y tiene un plan de amor para cada uno. Nuestra vida tiene un sentido claro y hemos de descubrirlo. Podríamos decir, llenos de alegría, que Dios ha soñado con nosotros y nos ha abierto un camino. Un camino de felicidad. No hay dos caminos iguales, pero, cuando el Señor acompaña, todos llevan a la misma meta. Es el misterio escondido en la mente de Dios. Merece la pena descubrirlo y caminar por él. Y eso se llama vocación, el plan que Dios tiene para que tú seas feliz. Hay dos días importantes en la vida: el día que uno nace, y el día que descubre para qué.
La vocación no es para gente súper-especial, es para todos. En este libro se va a tratar de vocaciones al sacerdocio, pero no hay exclusividades, cada persona recibe también ese impulso que viene de Dios para marchar con Él, sin perder el ritmo que nos va marcando. ¿Y qué tengo que hacer? Pregúntale al Señor: ¿qué quieres de mí? Dios es quien de verdad da sentido a tu vida, pero pide tu colaboración para que le pongas chispa y seas feliz.
EL SECRETO DE LA FELICIDAD
Si preguntáramos a gente y gente, de uno y otro lado, de distintos países y culturas, qué es lo más importante para su vida, diría eso: ser feliz. La felicidad. Hay que buscarla. Con pasión, pero sin engañarse. Hay felicidades que son como de plástico: encontramos lo que parecía que iba a ser… y resulta que no. Detrás de muchas “felicidades” hay tantas trampas, tantos vacíos. Digamos, de entrada, que una felicidad sin Dios siempre es decepcionante.
Muchos de los protagonistas de este libro la han buscado infructuosamente por distintos sitios, y al final la han encontrado en el amor de Dios y en una vida de entrega a los demás. Es esa una felicidad que va más allá de placeres efímeros, que se esfuman al momento y te dejan vacío. Una felicidad que no se agota en la fama y la admiración de los otros. Una felicidad que no consiste en tener todo el dinero del mundo, porque el dinero solo puede comprar lo caduco. Es esa felicidad de sentirse amado por Dios y aprender a quererlo a Él y a los demás. Decía san Josemaría que «Lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado». Con eso nos basta.
Cuando se descubre y se experimenta el amor de Dios, todo lo demás se queda corto. Ya no puedes conformarte con cualquier cosa. Por más que te prometan el todo sin que te falte nada. La alegría, la paz, es el regalo que Dios da a quienes buscan amar de verdad.
Y todo esto ya aquí abajo. No hay que esperar a llegar al cielo. Quien acoge el amor de Dios y lo ofrece a manos llenas, ya vive el cielo en la tierra. Dar. La dicha de dar. El gran problema es el egoísmo, pensar en uno mismo. La solución es la entrega, el olvido de sí. Las historias que aquí se cuentan son la constatación de que esto es posible. Experimentar la alegría de darse a los demás por amor de Dios.
LA VOCACIÓN ES SIEMPRE PARA ENTREGARSE
Amar y ser amado. Esa es la llamada de Dios a cada uno de sus hijos. La llamada universal a la santidad. ¿Y eso qué quiere decir? Que todos tenemos corazón. Nadie es tan mezquino que no pueda albergar en su interior al menos un pequeño rescoldo que encienda el fuego del amor. Cada uno concretará esa vocación de modo distinto: darse en el matrimonio para formar una familia, darse a los demás siendo célibe. Lo que no existe es la vocación a ser “soltero de oro”. La vocación es un camino de amor, de entrega a los demás.
Este libro quiere mostrarte uno de estos tipos de fuego ardiente: la vocación especial que algunos reciben al sacerdocio. Seguir a Jesús de forma más exclusiva, para darle visibilidad en el mundo, obrando en su nombre. Es lo que les ha ocurrido a los que van a contarte su historia. Dios les ha colmado el corazón, sin que sientan en él ningún déficit de nada. El sacerdocio no es dejar amores, sino acoger y favorecer el Amor. No es, aunque algunos lo quieran ver así, una carencia, sino una plenitud.
SE BUSCAN REBELDES
Un sacerdote no es un conformista. Todo lo contrario, es un auténtico rebelde. Tiene atravesado el corazón de grandes ideales, no quiere ajustarse a los estándares de la sociedad, no quiere dejar que la sociedad le corte según sus patrones. Cuando uno va conociendo la vida de sacerdotes santos, ve en ellos algo común: que han tenido la rebeldía de dar su vida por los demás. Quizá lo veas con algo de sobrepeso, cuidando su parroquia rural y siendo un auténtico “cura de pueblo”. Quizá sea una sacerdote dinámico y joven, con un don especial para predicar, conmover y acercar a Dios a jóvenes y mayores. Quizá sea un sacerdote “normal”, incluso tímido y sin especial preparación intelectual. También era así el Santo Cura de Ars, y cambió Francia desde su confesonario. Todos ellos, bajo la carrocería, esconden una valiosa rebeldía, van a contracorriente, hoy más que nunca, y son lámparas eficaces que dan consuelo y luz para el camino vocacional de los demás. Quizá no sea este tu camino, porque estás casado, porque eres mujer, porque tu camino es otro. Te ayudará también leerlo, porque todos los sacerdotes tienen padre y madre. Hermanos. Y amigos. Y necesitan de ellos tanto como cualquiera. Porque son rebeldes de carne y hueso, hijos, hermanos, y amigos.
Desde hace más de dos mil años, Jesús busca y llama a rebeldes de todo el mundo para revolucionar la historia. Cristianos auténticos, rebeldes que busquen cambiar el mundo, no a través de la violencia, sino a través del amor y entregando su vida.
Esta es la gran revolución silenciosa que comenzó Jesús y a la que se siguen uniendo jóvenes de todo el mundo. ¿No es esto lo que cambió el Imperio romano, y ha seguido cambiando la vida millones de personas desde entonces?
Piénsalo, tú que eres joven o no tan joven. Dios también puede querer escribir tu historia. Sé valiente. No se trata de lo que hagas tú, sino de lo que Dios vaya haciendo en ti, y quiere hacer con tu colaboración en los demás. Es cuestión de dejarle. Dios no llama a los capaces, sino que hace capaces a los que llama.
Una noche de julio del año 2009 estaba escribiendo en mi ordenador un ensayo que me habían pedido para la universidad. Mientras, en la televisión, tenía puesto el partido final de la emocionante Copa Libertadores de América. De repente un amigo, me pasó por el Messenger la dirección de un video en el que aparecían varios seminaristas hablando de por qué querían ser sacerdotes. Apenas vi de qué iba el asunto, dejé correr el video sin prestarle atención, y continué redactando aquel molesto ensayo, que estaba a punto de agotar mi paciencia. Un par de minutos después, dándole vueltas a una idea atractiva para el nuevo párrafo, se apagaba el sonido ambiental del partido, y escuché una voz que venía del video: «Porque Cristo no vale la pena… vale la vida». Me quedé sin habla, esa frase me golpeó por dentro. A partir de ahí, Dios ya no me dejaría vivir en paz. |
SOY LUCHO PALACIOS Y NACÍ EN ECUADOR, un país pequeño, pero con una diversidad cultural y geográfica enorme. En mi tierra puedes encontrar playas hermosas bañadas por el Pacífico, escalar nevados de más de seis mil metros de altura como el Chimborazo, recorrer y explorar la selva amazónica o maravillarte contemplando las famosas Islas Galápagos, todo un orgullo nacional. Soy de Guayaquil, la ciudad más grande del país, que, con sus casi tres millones de habitantes se extiende a orillas del hermoso río Guayas. Cada persona que la visita puede contemplar su manglar, sus iguanas, sus cangrejos de pata gorda… Pero, sobre todo, puede palpar no solo su calor ambiental, sino también su calor humano.
Soy el segundo hijo de unos padres a los que amo muchísimo, Luis y Jovanka. Mi hermana mayor se llama Karla y la menor Camila. Crecí en una familia como tantas otras, y mis diversiones cuando era niño eran las propias de esa edad: me encantaba jugar al fútbol y nadar. Recibí desde muy pequeño formación religiosa en el colegio salesiano de mi ciudad, aunque la verdad es que, durante los trece años que pasé ahí no me gustaba mucho ir a la iglesia. Podría añadir, además, que mis padres tenían una visión muy distinta de lo que es realmente importante en la vida. Mi padre, extremadamente inteligente y exitoso, piensa que una vida que realmente valga se ha de apoyar en el éxito profesional. Mi madre, por el contrario, es una mujer menos pragmática y más reflexiva. Posee una profundidad espiritual que, a pesar de mis años de formación teológica, nunca deja de sorprenderme. Ella piensa, y no sin razón, que lo que realmente importa en la vida es ser hombres y mujeres de virtud, que sepan amar a Dios y, en Dios, al prójimo. Yo fui creciendo entre estas dos formas de ver la vida y, al irme progresivamente alejando de la visión de éxito, empecé a darme cuenta de lo que Dios quería de mí.
No fui uno de esos niños que suelen decir que quieren ser bomberos o policías. Yo siempre tuve claro que quería ser ingeniero de caminos (ingeniero civil, lo llamamos en Ecuador). Como mi padre. Aunque era consciente de que nunca llegaría a ser ni la mitad de inteligente que él, soñaba con igualar sus éxitos. El problema fue que solo me fijaba en esa parte de su vida, y no en otras facetas incluso más valiosas. Todo esto afectó a mi propia visión de una vida lograda, porque enfoqué mi adolescencia como un camino hacia un único fin: el triunfo. Que mi vida moral y religiosa fuera un desastre importaba menos. Al fin y al cabo, la ética y la fe solo eran ilusiones, lo que realmente importaba era lo que podía lograr en el mundo. Lo que se podía objetivar, y palpar. Con estos vanos ideales llegué a la universidad y fui ahí donde Dios me “tiró del caballo”, como hizo con san Pablo.
Cuando cursaba el primer año de carrera sucedió algo que dio un giro completo a mi vida: mis padres se separaron. Fue un golpe muy duro para toda la familia, aunque yo no quise aceptar que estaba realmente afectado y traté de dar la impresión de superar rápidamente la situación. La realidad era bien distinta: estaba destrozado y comencé a buscar consuelo en fiestas, chicas y alcohol.
Mi madre, con su gran intuición, no se había dejado engañar. Sabía que yo no estaba bien, así que un día me abordó y me sugirió hablar con Carlos Santoro, el orientador familiar que trató de ayudarlos a ellos durante los últimos meses. Salté como si hubiera recibido un golpe y le dije que si estaba loca, no quería ni necesitaba hablar con nadie. ¿De qué podía servirme hablar con alguien que, de hecho, no había logrado salvar el matrimonio de mis padres?
Ella insistió y volvió a pedírmelo por favor. Y yo seguí excusándome: tenía muchas cosas que hacer en la universidad y no tenía tiempo. Pero ella no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer y, como hacía poco que había sacado mi permiso de conducir, astutamente, me dio la posibilidad de dejarme su coche para ir a verlo. Ante semejante proposición no supe decir que no. Me convenció.
Acepté pasar el mal trago de conversar con él porque después de este encuentro me iría a visitar a una chica con la que estaba saliendo. Nunca pensé que, a partir de esta conversación, el Luis que entró ya no sería el mismo que salió. Carlos era un hombre profundamente católico, con 5 hijos y fundador de un grupo juvenil llamado “Procare” (Programa de Catequesis y Recreación). Fue la primera persona que conocí en mi vida que me demostró, con su ejemplo, que se puede ser a la vez católico y no parecer un tipo raro o “friki”. Era una persona cercana, alegre y divertida. Pero esto no fue todo. En tan solo pocos minutos de estar con él, logró identificar mi actitud. Y me lo dijo: creer que había superado el problema de mis padres era, sencillamente, mentira…