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Eugenio María de Hostos y Bonilla

La peregrinación
de Bayoán

Créditos

ISBN rústica: 978-84-9953-492-3.

ISBN ebook: 978-84-9007-644-6.

Sumario

Créditos 4

Presentación 13

La vida 13

Prólogo de la segunda edición 15

Prologo de la primera edición 37

Clave 39

La peregrinación de Bayoán 41

A bordo. Octubre 12 41

Octubre 13 41

Octubre 15 42

Octubre 16 42

Octubre 16; por la tarde 42

Octubre 17 43

Octubre 19. Santo Domingo 45

Octubre 21. En Santo Domingo 45

Octubre 22. A bordo 46

Octubre 22. Por la noche 47

Octubre 23 50

Octubre 24 50

Octubre 25 50

Octubre 26 50

Octubre 27 50

Octubre 28 51

Octubre 30 51

Noviembre 3 52

Noviembre 4 53

Noviembre 5 53

Noviembre 6 53

Noviembre 7. Santiago de Cuba 54

Noviembre 8. A bordo 54

Noviembre 9 55

Noviembre 11 56

Noviembre 11. Por la tarde 57

Noviembre 15 58

Habana 17 58

Noviembre 18. Bahía de La Habana 59

Seno Mexicano. Noviembre 20 60

Noviembre 21 61

Entre La Habana y Nuevitas. Noviembre 23 62

Noviembre 23. Por la tarde 62

Noviembre 23 63

Noviembre 24 64

Noviembre 25 65

Noviembre 26 65

Noviembre 28. En el cielo 65

Noviembre 29 68

Noviembre 30 69

Diciembre 1 69

Diciembre 2 71

Diciembre 5 72

Diciembre 7 72

Diciembre 8. Por la mañana 73

Diciembre 8. Por la tarde 73

Diciembre 9. Al amanecer 74

Diciembre 9. Por la noche 76

Diciembre 15 78

Diciembre 20 81

Diciembre 21 83

Diciembre 22 85

Diciembre 22. Por la noche 86

Diciembre 25 88

Diciembre 25. Por la noche 90

Diciembre 26 91

Enero 7. Por la mañana 96

Enero 7. Por la noche 97

Enero 9 105

Enero 10 105

A bordo 108

Enero 11. A bordo 108

El mismo día. A bordo 108

Enero 13 110

Enero 15 110

Enero 18 111

Enero 21 112

A bordo: 24 114

Día 26 115

Enero 28 120

28. Por la tarde 121

Enero 30. Por la mañana 124

En la capital de Puerto Rico. Enero 30. Al mediodía 125

Enero 30. Por la tarde 127

30. Por la noche 128

Febrero 4 129

Febrero 5 131

Febrero 6 132

Febrero 7 135

Febrero 7. Por la noche 136

Febrero 8 137

Febrero 10 138

Febrero 13 138

Febrero 15. A bordo 142

Febrero 18 143

Febrero 20 143

Febrero 23 143

Febrero 23. Por la noche 144

Febrero 24 145

Febrero 26 146

Febrero 27 147

Febrero 28 148

Marzo 2 148

Marzo 2. Por la noche 148

Marzo 7 149

Marzo 8 151

Marzo 8. Por la tarde 152

Marzo 9 152

Marzo 10 153

Marzo 10. Por la tarde 153

Marzo 11 153

Por la noche 158

Marzo 12 159

Marzo 13 160

Por la noche 163

Marzo 14. Por la mañana 167

Por la tarde 168

Marzo 15. Por la mañana 168

Marzo 17 170

Marzo 18 171

Marzo 20 172

Marzo 21 181

Marzo 25 182

Marzo 28 188

Marzo 29. Por la noche 199

Abril 2 199

Abril 27 200

Abril 29. En Madrid 201

Abril 30 202

Junio 20 217

Junio 29 217

Julio 5 219

Julio 7 219

Julio 9 219

Julio 11 220

Julio 19 220

Julio 19 221

Julio 21 222

Julio 22 222

Julio 23 224

Julio 24 224

Julio 24. Por la noche 225

Julio 30. Al amanecer 228

Agosto 2. En la huerta de Alicante 229

Agosto 7 230

Agosto 8 232

Agosto 15 232

Agosto 22 232

Agosto 25. Por la noche 233

Agosto 29. Por la noche 234

Agosto 30. Por la mañana 234

Septiembre 3. Al anochecer 234

Septiembre 5 234

Septiembre 6 236

Septiembre 15 237

Septiembre 30 237

Octubre 1 238

Octubre 2 238

Octubre 6 238

Octubre 7 239

Octubre 9 240

Octubre 9 243

Octubre 10. Por la noche 246

Octubre 11. Por la noche 246

Octubre 15 247

Octubre 16. Por la mañana 247

Octubre 16. Por la tarde 248

Octubre 25 249

Octubre 27 250

Octubre 29 250

Octubre 29. Por la noche 251

Octubre 30 251

Noviembre 2 252

Noviembre 5 252

Noviembre 10 252

Noviembre 12 252

Noviembre 15. Por la noche 253

Noviembre 17 253

Apuntes del editor 255

Diciembre 15 256

Febrero 8 256

Febrero 15 256

Febrero 21 256

Febrero 23 257

Febrero 23 257

Libros a la carta 259

Presentación

La vida

Eugenio María de Hostos (1839-1903). Puerto Rico.

Nació en Mayagüez en 1839 y murió en Santo Domingo en 1903. Hizo sus estudios primarios en San Juan y el bachillerato en España en la Universidad de Bilbao. Estudió además Leyes en la Universidad Central de Madrid. Siendo estudiante luchó en la prensa y en el Ateneo de Madrid por la autonomía y la libertad de los esclavos de Cuba y de Puerto Rico. Y por entonces publicó La peregrinación de Bayoán novela crítica con el régimen colonial de España en América.

Entre 1871 a 1874 Hostos viajó por Colombia, Perú, Chile, Argentina y Brasil. En Chile publicó su Juicio crítico de Hamlet, abogó por la instrucción científica de la mujer y formó parte de la Academia de Bellas Letras de Santiago. En Argentina inició el proyecto de la construcción del ferrocarril trasandino.

En 1874 dirigió con el escritor cubano Enrique Piñeyro la revista América Ilustrada y en 1875, en Puerto Plata de Santo Domingo, dirigió Las Tres Antillas, con la pretensión de fundar una Confederación Antillana.

Hacia 1879 se estableció en Santo Domingo y allí redactó la Ley de Normales y en 1880 inició la Escuela Normal bajo su dirección. A su vez, dictaba las cátedras de Derecho Constitucional, Internacional y Penal y de Economía Política en el Instituto Profesional.

Tras el cambio de soberanía de Puerto Rico en 1898 pretendió que el gobierno de Estados Unidos permitiera al pueblo de Puerto Rico decidir por sí mismo su suerte política en un plebiscito.

Decepcionado volvió a Santo Domingo donde murió en 1903.

Prólogo de la segunda edición

Voy a relatar la historia de este libro.

Temo que en ella se deslice mi personalidad, y los impersonales se han vengado en mí tan inicuamente de que no haya sido impersonal como son ellos, que vacilo. Pero la personalidad que es hija del combate y del dolor, tiene el derecho de hablar y ser oída, porque tiene la conciencia de ser desinteresada y ejemplar.

Ejemplo persuasivo para los que se divorcian de la realidad, ejemplo convincente para los que abusan de la realidad, es bueno darlo a los unos y a los otros; a los primeros, para que conozcan la realidad antes de intentar modificarla; a los segundos, para que modifiquen su táctica y se convenzan de que, con ellos o contra ellos, el que sabe luchar sabe vencer.

El mundo me ha derrotado muchas veces, cuantas veces he intentado hacer un bien con mi pluma, con mi palabra, con mis actos, con mi vida. No me he desalentado jamás, y cada vez que mis principios han necesitado un sacrificio de amor propio, de afectos, de interés, de porvenir personal, el primero en ofrecerse al sacrificio he sido yo.

Si de esta abnegación de mí mismo ha surgido por contraste la personalidad austera que por terror a las comparaciones detestan unos y por error de comparación temen los otros —de la continua derrota ha surgido la personalidad dolorida que, con el nombre de deber, va imperturbablemente buscando deberes que cumplir.

Hoy, próximo tal vez a alejarme de este querido pedazo de América, en donde no ha sido la alegría menos enseñanza que el dolor, quiero que la juventud tenga en la historia de este libro un buen ejemplo, y en la personalidad que de ella se destaca, un buen amigo.

Este libro me ha sido funesto. Por eso lo amo tanto, que es el único de mis trabajos literarios que contemplo con orgullo y puedo leer sin la tristeza piadosa que tengo para las obras de imaginación.

Cuando lo publiqué por primera vez en Madrid, a fines de 1863, era yo dos veces niño: una vez, por la edad; otra vez, por la exclusiva idealidad en que vivía.

El problema de la patria y de su libertad, el problema de la gloria y del amor, el ideal del matrimonio y de la familia, el ideal del progreso humano y del perfeccionamiento individual, la noción de la verdad y la justicia, la noción de la virtud personal y del bien universal, no eran para mí meros estímulos intelectuales o afectivos; eran el resultado de toda la actividad de mi razón, de mi corazón y de mi voluntad; eran mi vida. Y como mi vida no tenía conexiones estrechas con la realidad, solo perceptible para mí en los movimientos de la historia o de la sociedad que justificaban mi ideal o armonizaban con él, cada encuentro con las realidades brutales era un desencanto, una desilusión, un desengaño. Ellos, sin la crisis de carácter que llegó después, hubieran hecho de mí una de las innumerables víctimas que Goethe, Byron, Hugo, Lamartine, Fóscolo, Musset y otros vagabundos de la fantasía han hecho en este campo de batalla de la idealidad enferma y de la idealidad podrida que se llama siglo XIX.

A Goethe y a Fóscolo, a Byron y a su imitador Espronceda, únicos de esos corruptores de sensibilidad y entendimiento a quienes entonces conocía,1 opuso la casualidad todos los grandes moralistas; desde Manou, el chino, hasta Sócrates, el griego; desde Jesús, el nazareno, hasta Silvio Pellico, el lombardo; desde Marco Aurelio, el emperador, hasta Zimmermann, el pensador.

Después de haberme asombrado, hasta el escándalo, de que casi todos los hombres obedezcan más espontáneamente en el régimen de sus facultades y su vida a aquellos corruptores de razón que a estos purificadores de conciencia, hoy no me asombro de otra cosa que de la fácil preferencia que di en mi razón y en mi conciencia al consejo difícil sobre el fácil. Obedecido éste, desde mucho antes de escribir este libro, hubiera tenido un nombre ruidoso, y ni entonces ni después se me hubiera hecho la guerra del silencio.

Pero obedecí los consejos difíciles de seguir, me avergoncé de las lágrimas traidoras que vierten y hacen verter los falsificadores de sentimientos, me creí con una conciencia responsable, tuve por más grande y más digno el hacerla responder de mi existencia que el resignar mi responsabilidad en una sociedad, siempre más ignorante que perversa; me dije que no debiendo la razón tener engaños, no debe tener tampoco desengaños, que solo se desilusiona el que se ilusiona, que solo se desencanta el que se encanta, que la vida es esfuerzo físico, moral e intelectual, no encanto del deseo, no ilusión de los sentidos, no engaño de la razón, y convirtiendo al dolor, de obstáculo en palanca, y subordinando el problema de la felicidad al del deber, y prefiriendo el combate de la inteligencia al triunfo del corazón, me sumergí en el estudio de la historia.

Raynal, Robertson, de Pradt, Prescott, Irving, Chevalier, me presentaron a América en el momento de la conquista, y maldije al conquistador. Un viaje a mi patria me la presentó dominada, y maldije al dominador. Otro viaje posterior me la presentó tiranizada, y sentí el deseo imperativo de combatir al tirano de mi patria.

El patriotismo, que hasta entonces había sido sentimiento, se irguió como resuelta voluntad. Pero si mi patria política era la Isla infortunada en que nací, mi patria geográfica estaba en todas las Antillas, sus hermanas ante la geología y la desgracia, y estaba también en la libertad, su redentora.

España, tiranizadora de Puerto Rico y Cuba, estaba también tiranizada. Si la metrópoli se libertaba de sus déspotas ¿no libertaría de su despotismo a las Antillas? Trabajar en España por la libertad ¿no era trabajar por la libertad de las Antillas? Y si la libertad no es más que la práctica de la razón y la razón es un instrumento, y nada más, de la verdad ¿no era trabajar por la libertad el emplear la razón para decir a España la verdad?

«Bien concebido, bien intentado», ha sido siempre la práctica de toda mi existencia, y cuando en 1863 volví a España, después del año de meditación más dolorosa que conozco en mí, me puse a intentar el bien que había concebido en Puerto Rico.

El señor Rada y Delgado, poeta-literato muy conocido en España, confundiendo con la vocación literaria que nunca he tenido, la idoneidad para pensar que, desde 1858, había él descubierto en mí y estimulado, fue a verme en Madrid a mi regreso de mi Isla. Me recordó dos estudios psicológicos que yo le había leído en 1859 y en 1861 y me preguntó si llevaba algún nuevo trabajo.

—Tengo un libro —le dije, pensando, en el concebido.

—¡Un libro! ¡A ver, a ver!

Y fue tan cariñosa su solicitud, que me arrepentí de haberlo engañado, y no encontrando medio mejor de reconciliarme con él y la verdad, resolví inmediatamente convertir la mentira en realidad.

Le puse un libro cualquiera en las manos, le rogué que esperase, y dejándolo solo en una de mis dos habitaciones, pasé a la otra. Tomé pluma, tinta, papel, y escribí.

A la media hora salí radiante de alegría, y gritando: «iAquí está el libro!», leí a Rada los seis primeros diarios de La peregrinación de Bayoán.

Rada quiso leer más, y se obstinó y porfió por leer más. Cuando le dije que no había más, se quedó estupefacto. Cuando le dije que lo leído acababa de ser escrito, el asombro que mostró fue mi recompensa y fue mi estímulo.

—Pero y ¿el libro? —insistió.

—Ahí está.

—¿En esas cuantas hojas de papel?

—En ellas.

—Usted se chancea.

—Lo que es hoy chanza será mañana seriedad.

—¿Mañana?

—Mañana.

—Es imposible.

—Usted lo verá. Mecánicamente, es imposible que yo escriba ese libro en veinticuatro horas; pero intelectualmente es posible, puesto que acabo de concebirlo y de escribirlo en mi cerebro.

Cuando el literato-poeta se hubo ido después de comprometerme a ir todas las noches a leerle en su casa los diarios que durante el día hubiera escrito, ni un solo instante temí yo no cumplirle mi palabra: el libro estaba escrito en mi cerebro, y era imposible que no obedeciera a mi mandato; él saldría.

Lo que temí, fue el no poder depositar en aquel libro, ya real para mi imaginación, la masa de pensamiento, de sentimiento y voluntad almacenada durante años enteros en mi espíritu.

Lo que temí, fue la súbita transformación que acababa de operarse en mí. La vida no había significado en mi conciencia otra cosa que realización de lo pensado; pero pensar en el secreto y en la soledad de mi interior no era comprometerme a nada, en tanto que pensar para todos y con la voz ruidosa de la imprenta, era imponerme el compromiso de ajustar mi existencia a mis ideas. Cada una de las que vertiera en mi libro había de ser una promesa que yo tenía obligación de cumplir. O las cumplía impasiblemente, y el libro era algo más que una obra de arte, o no las cumplía, y el libro era inútil y no debía escribirlo.

Hay en el mundo demasiados artistas de la palabra, demasiados adoradores de la forma, demasiados espíritus vacíos que solo a la ley de las proporciones saben obedecer, y yo no quería ser uno de tantos habladores que, en tanto que llenan de palabras sonoras el ámbito en que se mueven, son radicalmente incapaces de realizar lo que más falta hace en el mundo: hombres lógicos.

¡Hombre lógico! ¿Quién es capaz de concebir ese ideal sin temblar en todas las raíces de su ser al concebirlo?

La ambición de gloria, la ambición de poder, la ambición de felicidad, el patriotismo, la ciencia, el arte, cualquiera de los medios que el hombre tiene en sí mismo para ponerse en contacto con la sociedad y con la historia, cualquiera de las pasiones que desarrollan en su grado superior de desarrollo una de nuestras facultades, pueden servir y sirven para hacer admirable en un hombre una facultad determinada; pero ¿sirven para dar en un hombre todo el hombre?

Serlo todo en una vida; sentimiento y fantasía en la primera edad; razón y actividad en la segunda; armonía de lo pensado y lo sentido en la tercera; conciencia en todas ellas, es imponerse una tarea tremenda; y no tan tremenda por la fuerza moral que necesita, cuanto por ser incomprensible, y por lo tanto, imposible de apreciar para los otros. En ella, lo admirable será lo no admirado, porque lo accesorio en ella será lo esencial para otras vidas.

En aquéllas que dan en un hombre el grado superior de una facultad o una pasión, la facultad exclusiva y la pasión absorbente lo son todo. La tarea de una vida consagrada a dar un hombre lógico en todas las facultades de los hombres y en todas las pasiones de la humanidad, consiste en eliminar facultades exclusivas y en suprimir pasiones absorbentes. Es decir, que lo admirado por los contemporáneos y por la posteridad, es justamente lo contrario de lo apetecido y buscado e intentado por el hombre que aspira a ser completo. Es decir, que para éste será accesorio todo lo que es esencial para los otros, y en tanto que ellos disfrutan del brillo de la gloria, del poder, de la ventura, amando en sí mismos la patria, la ciencia, el arte, el derecho, la verdad, lo bello, el hombre que aspira al ideal se condena a la oscuridad, y tendrá que realizar en la oscuridad, sin el estímulo de la gloria, del poder, de la ventura, todos los esfuerzos que individualmente hacen los otros por sobresalir en el desarrollo parcial de una pasión o de una facultad.

Ser hombre lógico, no es ideal inaccesible, no es empeño inútil, no es tarea imposible, puesto que el hombre tiene en sí mismo todos los medios intelectuales y morales que necesita para pasar normalmente del imaginar y del sentir al razonar lo imaginado y lo sentido para realizarlo; del realizar al armonizar sus facultades, sometiendo toda su vida a su conciencia; pero si ha habido una época en que sea difícil la tarea, difícil el empeño, difícil el ideal, es la época en que las monstruosidades intelectuales, morales, políticas y sociales, coincidiendo con la renovación de la fe, en la religión, en la ciencia, en la política, en el arte, han perturbado la naturaleza de las cosas, alterando su noción elemental.

Con menos claridad que hoy la percibo, columbraba yo entonces la responsabilidad formidable que conmigo mismo contraía si de mi primera producción hacía un compromiso con el mundo, una como piedra de toque de mi vida sucesiva: temí la responsabilidad, y la esquivé.

Pero no era posible que, encontrando la senda que con tantas angustias secretas había buscado, me negara a seguirla; no era posible que sabiendo ya cómo llamar la atención de mi patria y su metrópoli hacia verdades que habían llenado de nueva luz a mi razón, desistiera del afán generoso de decirlas; no era posible que disponiendo del medio más eficaz de predicar la buena nueva que yo traía del mundo ideal en que hasta entonces había meditado, rehusara el medio más eficaz de predicarla.

Por otra parte, y por mucho que me negara a ver de frente la realidad en que iba a lanzarme, yo veía que la conquista de un nombre literario es la conquista de un poder. El poder me hacía falta para servir inmediatamente a mi país, olvidado, vejado, escarnecido. En él había yo concebido la mayor parte de las ideas que quería expresar, de él había yo traído la idea capital a que desde entonces me consagraba. ¿Por qué había de vacilar?

Si era un deber o no lo era el elevarse por esfuerzos sucesivos a la penosa categoría de hombre lógico, mi vida se encargaría de afirmarlo o de negarlo, y cualesquiera que fueran mis ideas, el mundo no tenía el derecho de exigirme que sometiera a ellas la conducta de mi vida ni yo tenía el deber de contraer ese compromiso con él mundo. Pero ¿era un deber o no lo era lanzar un grito de libertad en favor de la patria esclavizada?

La incertidumbre era imposible; era un deber.

Bajé la cabeza, y me puse a cumplirlo concienzudamente. Cuanto más concienzudamente lo cumplía, más austero y más áspero se hacía.

¿Cómo decir a la altiva metrópoli, que toda su historia en América era inicua? ¿Cómo hacer entender a las Antillas que, si era bueno todavía esperar, era ya inútil esperar? ¿Cómo conseguir que un libro de propaganda antiespañola se leyera en España y se dejara leer por España en las Antillas? ¿Cómo hacer aplaudir de los escritores y de los críticos españoles un libro nuevo y un escritor novel que se atrevía a pensar en alta voz lo que nadie osaba decirse en el oído?

Si el deber se cumplía austeramente y el libro correspondía al deber, la república de las letras españolas crearía el silencio en derredor del libro, y el Gobierno español lo perseguiría. ¿No era mejor escribir un libro inofensivo?

Me rebelé contra esa sugestión de la debilidad. Yo no había vuelto a España para conquistar una gloria literaria que desde los albores de mi adolescencia hubiera podido conseguir. Yo no iba tras la gloria literaria. Si aquel libro me la daba, sería el último; y si me la negaban por lo que él representaba, sería también el último. Las letras son el oficio de los ociosos o de los que han terminado ya el trabajo de su vida, y yo tenía mucho que trabajar. El libro era necesario como preliminar de ese trabajo, y seguir escribiendo libros era seguir perdiendo el tiempo. Para no perderlo más, era necesario escribirlo de una vez.

Negué mis oídos a toda observación de mi juicio, creyendo que podría combatir todos los obstáculos, imaginé un plan en el cual estuvieran de tal modo ligadas entre sí las ideas que deseaba exponer, que el fin literario de la obra contribuyera a su objeto político y social; y que éste, presentado como objeto secundario, resplandeciera tanto más claramente cuanto más absorbido pareciera por el fin literario de la obra.

Estas reflexiones, deliberaciones y resoluciones, que constituyeron durante aquellos días la meditación y la lucha de mi espíritu, no obstaron a mi trabajo; y a las siete en punto de todas aquellas noches de primavera, iba yo a casa de Rada, en cuyo despacho oía él atentamente y leía yo con timidez lo que durante las horas del día había escrito.

Había sido condición expresa, impuesta por mí y aceptada por él, que nadie asistiría a aquellas lecturas, que nadie sabría por él que yo escribía. Tan estrechamente cumplía yo la condición impuesta, que mis amigos más familiares, los mismos que familiarmente me interrumpían con frecuencia en mi trabajo, no supieron que yo estaba siendo autor de un libro nuevo, hasta que vieron, meses después, el anuncio del libro en los carteles públicos.

Así fue tan grande mi extrañeza cuando, en una de las noches consagradas a leer a Rada, encontré departiendo con él sobre mi libro a un caballero desconocido para mí.

Presentado a él, y cambiadas las urbanidades necesarias, yo me encerré en mi reserva y hubiera dejado en el fondo de mil bolsillos el manuscrito, si Rada no me hubiera rogado que leyera.

Lo hacía de mal grado, porque me importunaba la presencia de un tercero, cuando éste, dando un puñetazo sobre un mueble y comentando el pasaje que yo acababa de leer, gritó:

—¡Eso debería estar escrito en indio! ¡Eso es imposible escribirlo en español para que lo leamos españoles!...

—¡Pues qué! ¿la verdad no es española? —pregunté tímidamente.

—Cuando se dice la verdad con ese acento y con formas tan nuevas como las que usted emplea...

—Se debe perdonar la verdad por el acento y por las formas —dijo Rada sonriendo con intención conciliadora.

—O se debe condenarlas con energía, porque una verdad así dicha es más terrible y más peligrosa...

—O se debe no comunicarla a los que no quieren oírla —dije yo guardando otra vez mi manuscrito.

La advertencia había sido persuasiva. Si un solo español, y español ilustrado y letrado como era aquél se lastimaba tan hondamente y con tanta violencia protestaba por una sola de las muchas verdades esparcidas en el libro ¿qué protestas, qué quejas no caerían sobre él cuando todos los españoles lo leyeran?

Yo no oí la advertencia persuasiva. Por una parte, suscitaba en mí un conflicto de conciencia: si aquello era la verdad, debía decirla. Por otra parte, lisonjeaba mi orgullo: yo tenía el poder de castigar eficazmente con mi pluma a los soberbios que encadenaban y esclavizaban a mi patria.

Pero como este suceso me presentaba palpablemente uno de los obstáculos que por inducción había yo encontrado al meditar en la trascendencia que el libro podría tener en mi vida y en su objeto, volví en mis paseos solitarios a trazarme el plan de la obra y conseguí imaginar con claridad lo que quería.

Quería que Bayoán, personificación de la duda activa, se presentara como juez de España colonial en las Antillas, y la condenara; que se presentara como intérprete del deseo de las Antillas en España, y lo expresara con la claridad más transparente: «las Antillas estarán con España, si hay derechos para ellas; contra España, si continúa la época de dominación».

Para expresar esta idea sin ambigüedades, que me hubieran parecido repugnantes; y sin violencia, que hubiera sido absurda, abarqué la realidad de la situación política y social de las Antillas en dos de sus aspectos, y los fundí en el mismo objeto de la obra.

Uno de esos aspectos nacía de la posibilidad de un cambio de política interior y colonial en España. Yo lo acogía de antemano con fervor y predicaba la fraternidad de América con España, y hasta enunciaba la idea de la federación con las Antillas.

El otro aspecto nacía de las condiciones de la vida social en las Antillas. Yo intentaba presentarla toda entera, con todas sus congojas, con todas sus angustias, en una personificación palpable, en el joven sediento de verdad, que tenía, para conocerla, que salir una y otra vez de su país; sediento de justicia, que, para embeber en ella su ávida conciencia, tenía que posponer su bienestar, su ventura, la ventura de lo amado, a las ideas que no atormentan a la juventud en las sociedades que se dirigen a sí mismas.

Desde el punto de vista del arte, pocas concepciones podían ser tan patéticas; desde el punto de vista de la realidad, pocas verdades más conmovedoras que la representada por Bayoán, para el cual eran necesarios los sacrificios más dolorosos, obligatorias las situaciones más absurdas, lógicos los tormentos más horrendos, no por ser él una personalidad monstruosa, sino por ser una entidad entera que luchaba con una sociedad monstruosa.

Las monstruosidades sociales que así ahogaban un espíritu viril, que así condenaban al dolor un corazón enérgico, que así mantenían en la frontera de la demencia una razón tan poderosa, que así martirizaban una conciencia tan superior a la desgracia ¿quién las producía, sino la nación que aherrojaba a la patria de aquel hombre?

De aquella víctima de los sentimientos generosos más ardientes, de las desgracias más humanas, del deber más natural, de la pasión más febril por la justicia ¿quién era el victimario, sino la nación que desterrando el derecho de la sociedad que esclavizaba, hacía imposible el desarrollo normal de una personalidad poderosa?

¿Por qué, sino por odio a la injusticia, sino por la necesidad de clamar contra ella, rompía Bayoán todas las leyes que nos hacen amable la existencia?

¿Por qué, sino por consagrarse entera y exclusivamente al deber de libertad a su patria, ahogaba Bayoán los afectos más puros, sofocaba los deseos más venturosos, sacrificaba los deberes secundarios, su amor, su felicidad, el amor y la felicidad de una criatura virginal?

Así ligados en una encadenación lógica de ideas los dos aspectos que había percibido me parecía que todo el libro, que todas sus intenciones, que todas sus reticencias, caerían como acusaciones fulminantes contra España.

Acusada por una pluma justiciera, la conciencia del mundo la condenaría. Acusada por un patriotismo convincente, todos los patriotas de las Antillas la maldecirían.

¡De la maldición a la explosión, un solo paso!

Yo había dado el primero, yo podría dar el segundo. El primero dependía de mí; el segundo era la incógnita del tiempo : había sabido esperar para el primero, sabría esperar para el segundo.

Y entonces me entregué exclusivamente al afán placentero y doloroso de dar vida real a los dolores de mi patria, personificando en un mártir de ella a la generación que se levantaba consciente y amenazante en las Antillas.

A medida que el objeto y el sujeto de la obra se dibujaban con más claridad y con más seguridad, Rada se hacía más exigente. No quería consentirme el secreto absoluto que le había impuesto, se obstinaba en tener a su lado otros jueces de la obra que con tanto cariño veía crecer, y en una noche de sorpresas agradables para mí, me preparó una asechanza cariñosa.

Tenía reunidos en su aposento de trabajo a tres o cuatro amigos suyos, que se declararon míos en el momento en que yo concluí de leer lo que llevaba.

Llevaba la parte del libro en que Bayoán comienza a sostener la lucha de su amor con su deber. Estaba yo muy lejos de creer que la situación vulgar de que había tenido que valerme pudiera producir ningún efecto nuevo, cuando uno de los asistentes a la lectura, interrumpiéndome, exclamó:

—¡No siga usted! Déjeme usted saborear la emoción que me ha producido ese trozo.

—Pero si es una vulgaridad —observé yo.

—Eso es el arte —exclamó el novelista Entrala, que me había mirado tanto, mientras yo leía, que yo creí que no me oía—. Eso es el arte, enaltecer la vulgaridad hasta hacerla producir efectos nuevos.

—¡Eso es! —exclamó satisfecho el interruptor—; efectos nuevos. Yo nunca había sentido esta conmoción por pájaros, por flores y por besos.

—Tal vez como éstos son pájaros y flores y besos tropicales...

La ocurrencia, celebrada a carcajadas, me libró de la penosa sensación que produce la alabanza faz a faz, y continué leyendo.

Desde aquella noche, leí ante un jurado. Rada, Entrala y Miralles lo formaban; y Miralles, Entrala y Rada hubieran visto concluir a su vista el libro que a vista del uno había nacido y a vista de los otros se formaba, si no hubiera acontecido una pequeñez a que estoy ya demasiado habituado para asombrarme del efecto que produjo.

El más experimentado de aquellos afanosos de gloria, creyó que habría alguna para él en escribir el prólogo de La peregrinación, y en una noche de entusiasmo, solicitó mi permiso para hacerlo. Yo pretexté la distancia que me faltaba recorrer para llegar al término del libro. Insistió, y le di una negativa.

¿Por qué no quería yo que un hombre conocido en ella me presentase a la república de las letras y que su nombre autorizado autorizara el mío?

Por fanatismo de lógica.

Yo deseaba que la obra correspondiera en forma y fondo, en conjunto y pormenores, a su objeto y a su título. Su objeto era antiespañol, y me parecía una inconsecuencia que un español apadrinara el libro. Su título decía: Diario recogido y publicado por E. M. Hostos, y me parecía ilógico que otro que el editor aparente apareciera recomendándolo a la atención del juicio público.

Nunca he sentido los golpes que contra la lógica me he dado, y si hoy deploro la pérdida de una amistad benévola por un acatamiento intransigente de la lógica ni hoy ni mañana culparé a la lógica. Al contrario del proverbio francés, yo creo que todo el mundo no tiene razón cuando todo el mundo se equivoca, y si el padrino natural de Bayoán se resentía conmigo por haberle yo negado el equívoco placer de bautizarlo y por haberme negado la inequívoca ventaja de que me lo presentara en la arisca sociedad de los letrados, culpa de su pequeñez, no de mi lógica, fue su resentimiento y fue el resfriamiento de amistad que lo siguió.

Yo cesé de leer, pero seguí escribiendo; y cuando Entrala fue a proponerme un impresor para mi libro, el libro estaba ya en la mitad de su camino.

Hecho el convenio, empezaron las dilaciones. Pasó la primavera, pasó el verano, empezó el otoño, y el libro no estaba impreso todavía.

Es verdad que tampoco estaba terminado todavía. Yo me había desalentado, y dejé dormir la pluma.

Estaba yo un día revisando los apuntes de un viaje de regreso que desde Puerto Rico a España había hecho 1859, cuando se me presentó un cajista de la imprenta reclamando originales.

—¿Y el que tenían ustedes?

—Consumido.

—¿Y desde cuándo tanta prisa? Después de seis meses de calma...

—Es que ahora vamos al vapor.

—Pues yo no tengo original. Descansaba en la lentitud de ustedes, y nada he escrito.

—¿Y eso?

—Esos son apuntes de viaje.

—¡Velai!2 ¿Y qué es Don Bayoán sino un viajero?

—En primer lugar, Bayoán no tuvo Don porque no fue español: en segundo lugar, fue un peregrino y no un viajero.

—¿Y no es lo mismo, lo mismo da andar de Ceca en Meca, a pie y con bordón, que de Cádiz a La Habana en vapor y sin bordón: todo es viajar.

—Erudito venís, señor cajista.

—Me alimento de letras de imprenta. Conque ¿me da usted eso?

Y tanto me importunó, que yo tomé uno de los manojos de papel que había revuelto sobre mi escritorio, y se lo entregué.

No había sido una distracción. El manuscrito entregado era un episodio interesantísimo del viaje más fructuoso que yo había hecho en el período más crítico de la adolescencia.

Cuando apenas tenía veinte años, navegando de América a Europa, había asistido al espectáculo más ejemplar y como ejemplar, terrible, que pueden los hombres dar a un niño. Había muerto a bordo del buque un pasajero pobre, y habían tratado el mísero cadáver tan inicuamente como al moribundo pasajero.

Al ser sorprendido desprovisto, se me ocurrió que aquel episodio podía no solo suplir, sino completar mi obra.

Pero ¿cómo engarzar en ella el episodio? Aplacé la resolución del inconveniente para el momento de las pruebas (las de imprenta, inteligentísimo lector) y cuando a los pocos días me las trajeron, no me fue muy difícil convertir en americano a un catalán cualquiera, en patriota a un hombre que no se había cuidado de la patria. Antepuse al episodio unos cuantos diarios que lo preparaban, iluminé el cuadro con la presencia de Marién, y cuando ya publicado el libro, Giner de los Ríos3 me habló con elogios demostrados (que solo el que se demuestra es elogio aceptable y merecido) de aquel cuadro que tanto completaba el libro, celebré la importunidad de aquél cajista.

No celebraba tanto la del censor de novelas a cuya adusta mirada, fuera novela o no lo fuera, tenía que someterse Bayoán. Unas veces me rayaba las frases que mejor expresaban mi pensamiento; otras veces atentaba al sentido intencional de algún vocablo. En una de esas veces, no comprendiendo yo por qué no había él comprendido la significación transparente de una imprecación que había borrado, fui a verlo para rogarle que me explicara su juicio. Mi asombro equivalió al manifestado por él.

—Si yo no he borrado nada —me dijo.

—Pero, señor, aquí está el manuscrito, aquí los pasajes rayados, aquí las rayas del lápiz.

—Es verdad, pero no he sido yo.

—¡Cómo! ¿Estoy hablando con el señor fiscal de novelas, único que tiene él derecho de censurarlas, y no ha sido él quien ha censurado?

—Yo diré a usted. Yo tengo aquí un subalterno, que en mis ausencias, está autorizado para sustituirme.

—Yo supongo, señor, que no lo sustituye intelectualmente; que eso sería ofender la ilustración de usted.

—¿Por qué?

—Porque estas rayas demuestran que no sabe lo que lee.

—Eso no: las rayas están bien puestas. Usted habla de España en un tono... Usted debe ser americano ¿eh?, y aquí habla usted de Dios... Pero, ¡demonio! ¡si esto es una blasfemia!

—Pero, señor ¿el arte no puede blasfemar?

—Ni el arte ni nadie. En un país tan católico como el nuestro ¿qué dirían? Pase por esta insinuación republicana y por esta antiesclavista, y por aquella... ¡Pero éstas no pasan! Esta es irreligiosa y esa otra es antiespañola. Esas no pasan, entienda usted, esas no pasan.

Y mientras yo salía, contemplando con ojos de padre las dos frases condenadas, el fiscal se quedaba meneando la cabeza, como si intentara decir: «Esto es serio: ese mozo puede costarme mi empleo, si yo no censuro por mí mismo y si no tengo cuidado con sus terribles ensayos».

Los que estaba yo haciendo para entrar en la nueva vida que me había propuesto realizar, estaban llenos de inconvenientes para una sinceridad tan perfecta como la con que entraba yo en esa miserable república de las letras, en donde la vanidad es poder ejecutivo la envidia poder legislativo, y poder judicial la ignorancia del vulgo omnipotente.

Los únicos hombres que conocían mi secreto designio eran los mismos que lo habían aplaudido con calor. Todos ellos tenían una pluma, y todos ellos me la habían ofrecido. Miralles, el más joven, me había descrito la forma que pensaba dar a sus recomendaciones y alabanzas de mi libro en la crónica del diario que redactaba. Entrala, cuya colaboración en las novelas de Escrich le daba por público el inmenso vulgo de España, me juraba que utilizaría su poderoso recurso, y no contento con él, me enseñó la primera de una serie de cartas que pensaba dirigirme por medio de la prensa periódica en el momento en que mi obra apareciera. Rada perjuraba asegurando que saldría de su pluma el primer juicio crítico de La peregrinación de Bayoán. Todos ellos me pidieron permiso para anunciar el libro, para recomendarlo con anticipación, para preparar en público y en privado la atención de escritores y lectores.

Yo era entonces tan insobornable como hoy, y el mismo desdén que hoy me inspira me inspiraba entonces esa universal sociedad de elogios mutuos que, corrompiendo la crítica literaria y el criterio público, en todas partes ensalza a las nulidades deferentes, exalta a las medianías complacientes, y hace guerra sorda, guerra de silencio o de malicias, al mérito consciente de sí mismo.

Nadie más incapaz que yo de juzgar su mérito intelectual, porque nadie tiene un desdén más benévolo y más firme por los hombres que solo son inteligentes, por el arte que solo es forma, por la ciencia que solo es formalismo. De hombres de esa especie, de arte de esa especie, de ciencia de esa especie, a todas horas y en todas partes hacen la vanidad, la frivolidad y la rutina a los más torpes enemigos del progreso de la humanidad. En ciencia de esa especie, en arte de esa especie, en hombres de esa especie, mi conciencia irritada ha hallado siempre a los aduladores condescendientes del mal poderoso, de la iniquidad victoriosa, del vicio resplandeciente.

Enemigo de mérito aparente e incapaz de juzgar si era tal o positivo el del libro que entonces terminaba, me negué en absoluto a las ofertas de mis amigos y me opuse terminantemente a que provocaran de modo alguno el juicio público.

El juicio público, y no el de ellos, era lo que yo necesitaba. Y como no lo necesitaba para pavonear la estúpida gloria contemporánea, reducida a la interesada admiración de los menguados, y a la importuna curiosidad de los curiosos, sino que lo necesitaba para autorizar mi entrada en la vida activa, en la propaganda penosa, en la lucha difícil en que ansiaba comprometerme, quería que el juicio fuera definitivo. Juicio definitivo es el sincero: juicio sincero es el espontáneo, y no es espontáneo ni sincero el juicio individual que previene arbitrariamente, con aplausos o censuras, el juicio colectivo.

Mis amigos cumplieron fielmente el compromiso. Cuando en noviembre de 1863 apareció La peregrinación de Bayoán, los carteles de las esquinas lo dijeron: nadie más.

Escrupuloso como todos los sinceros, todo lo que yo hice para dar publicidad al libro, fue mandar un aviso a La Correspondencia, el periódico más leído de Madrid, uno de cuyos empleados y mi amigo canceló con un apretón de manos y por un ejemplar del libro la deuda que acababa yo de contraer con el diario. A los demás, remití un ejemplar de la obra. Ella desconocida, desconocido el autor, pensaba yo, la generosidad completará la obra de la curiosidad. Y alimentándome estoicamente de mi fe en los hombres, me puse a esperar el juicio de los escritores y de los críticos.

Pasaron días y días, que parecieron años a mi fe inquebrantable, y los diarios callaban y los semanarios literarios callaban y los críticos callaban.

Un mes o más de uno había pasado, cuando entró en mi aposento mi hospedero, y me entregó una carta y un libro, diciéndome:

—El ayuda de cámara del señor general espera ahí.

—¿Y qué tengo yo que ver con el ayuda de cámara de ese señor general?

—Como él es quien trae esa carta y ese libro, pensé que...

Abrí la carta. Estaba firmada: A. Ros de Olano, y era una compensación del silencio de la prensa. El general-escritor, cuyo Doctor Lañuela acompañaba a la carta y era en aquellos días la ocupación de la crítica literaria, se había propuesto trastornarme. Mi libro había sido para él «como algo que caía del cielo». Si yo lo hubiera creído, Goethe había hecho menos en Werther que yo en Bayoán. El general concluía rogándome que fuera a visitarlo y exigiéndome que le dijera si iría y cuándo iría.

La peregrinación de Bayoán

Y yo ¿no la tenía? ¿No probaba la conducta observada con mi libro, que hasta en el campo de las letras éramos tiranizados los colonos? Porque, a mis ojos, independientemente de la conjuración de emulaciones que siempre recibe en el mundo literario a los recién llegados, el vacío que se hacía a mi derredor era efecto en gran parte, del espíritu americano y de la intención antiespañola de mi obra.

Pero ¿no decían que recordaba a Goethe, que tenía páginas inolvidables, que era empezar por donde pocos acaban? Y ¿por qué no lo decían al público por sí mismos o por medio de sus amigos?

Francisco de la Cortina, dramaturgo que algún día será tan apreciado como merece, me daba en parte la contestación de mi pregunta en una carta halagüeña, expresiva, franca y veraz.

«Ha sido usted demasiado sincero —me decía—. Lo he visto en sus avanzadas ideas políticas, y lo he recordado en sus avanzadas opiniones sociales.»

Se quejaba de la seguridad con que había manifestado las primeras, y consagraba dos pliegos de papel a combatir las segundas «obedeciendo a las cuales —decía sustancialmente— ha destrozado con sus propias manos, después de haberla creado tan pura como es, esa admirable figura de Marién, por la cual lo odiarán a usted los mismos que desearían admirarlo».

—¡Es decir —pensé yo dominado por un verdadero sobrecogimiento— que estos literatos odian tanto a la verdad, que le tienen miedo; es decir que yo he hablado la verdad, puesto que no se atreven a combatirla a la luz pública los mismos que la combaten en secreto; es decir que estoy condenado a la más formidable de las situaciones; la de autor conocido y desconocido a un mismo tiempo, a la vez acariciado y rechazado!

Y ¿no habrá nadie que me juzgue ante el público, que diga lo que piense, que se atreva a ser justo, a ser severo?

Contestó a la pregunta un artículo crítico de mi libro. Era largo y concienzudo. Se atrevía a decir que «La peregrinación de Bayoán es la aparición de la conciencia en el siglo XIX». En esta generalidad vacía, sobre la cual giraba todo el pensamiento del artículo, hubiera habido lo bastante para llamar la atención del público sobre el libro, si el artículo hubiera tenido una firma responsable al pie; pero el autor había temido al contagio, se había escondido tras el anónimo, y yo no he sabido jamás quién fue el único juez público que mi obra tuvo.

En tanto, sabía quién era la autora de una serie de cartas, insinuantes, benévolas, alternativamente severas y entusiastas, que por aquellos días llegaron a mis manos.

Las firmaba la señorita Amparo López del Baño, en la cual estimé después a la mujer más inteligente e ilustrada, más sencilla en sus gustos y más osada en sus pensamientos, que he encontrado en el mundo que conozco. Española, no vacilaba en ponerse de parte de la justicia y de mi parte, contra España. Hija de familia poderosa, denostaba conmigo el poder del mal. Mujer, había penetrado claramente el objeto de la parte más escabrosa de mi obra, y encontraba en Marién el tipo ideal de una realidad posible y deseable.

Con un solo hombre como aquella mujer, hubiera yo entonces podido hacer en breve tiempo lo que tanto me ha costado después y todavía no he podido conseguir.

Pero los hombres no se parecían a la nobilísima mujer. Por uno u otro motivo, tuvieron miedo al libro, y lo alabaron en silencio, como los ya citados, o callaron ante mí y ante el público, como muchos hombres célebres de la política o de las letras, que muertos ya para el mundo y para ellas merecen el respeto del silencio.

Escoriaza, escritor, niño mimado de un partido, por el cual ha sido después cuanto ha querido, se contentaba con decirme: «Si tu libro hubiera llevado el nombre de Víctor Hugo en la portada, hubiera hecho una revolución».

—Mucho debes tú temerle —tenía yo que decirle sonriéndome de lástima—cuando teniendo una pluma no lo dices al público.

Nombela, novelista a la moda, se maravillaba en mi presencia de lo que llamaba «novedad absoluta» de mi estilo, y en vez de confesarlo al público español, daba al americano en cuatro palabras que solo en estos días he leído en El Correo de Ultramar de aquella época, la simple noticia de la aparición del libro, ocultando su espíritu y su objeto y callando el origen de su autor.

En ese mismo libro, tan arteramente tratado por los que hubieran podido combatirlo, si literaria o política o socialmente lo juzgaban revolucionario, había yo puesto en boca de Colón estas palabras: «La injusticia de los hombres es la revelación de la injusticia eterna». Era algo más que una frase: era una fe la contenida en esa expresión de una verdad, y yo no podía apostatar de la fe de mi razón, abandonándome a los enconos de la injusticia. Compadecí muchas más veces que maldije la iniquidad de los jueces a quienes me había sometido, y si algo no he perdonado y si algo no perdono todavía, es que aquel silencio inesperado me haya obligado, imposibilitando mi plan, a seguir con la pluma en la mano. Lo que en mi intención no era más que un instrumento de combate, ha tenido que convertirse después en fin de vida.

Previéndolo y temiéndolo, hice a lo menos que el instrumento me sirviera para el objeto preciso a que lo había dedicado, y tomando de las librerías el resto de la abundante edición que en ellas había depositado, lo mandé a las Antillas.

¡Cosa extraña! —más bien, cosa que prueba hasta qué punto había influido en el silencio de críticos y escritores españoles el fondo político del libro— en las Antillas, el gobierno colonial, obedeciendo al central, prohibió la venta del libro, y no contento con prohibir su lectura obligó a los libreros a sacar fuera de las Islas los numerosos ejemplares que tenían.

Lejos de evitar la lectura, la prohibición influyó para hacer más buscada y más leída y mejor comprendida la obra perseguida, y a ella debo en gran parte la autoridad de mi palabra en mi país; pero en él, como en España, nadie se ha atrevido jamás a pronunciar en voz alta su fallo.

Si ahora lo pido, cuando ya la experiencia que envejece me ha probado que no soy yo de los hombres a quienes acaricie la nombradía ruidosa y cuando actos palpables e innegables, que hubieran hecho de cualquier otro hombre una potencia, solo han servido para obligarme a forzar en todas partes la fría estimación que enaltece a la soberbia, pero que lastima el corazón; si ahora apelo a ese fallo, es porque quiero que renazca en el seno de América aquella concepción de mi alma americana.

De mi descuido o mi desdén por lo que hago, es testimonio el libro mismo que hoy busca la atención de Chile. Cuando yo llegué aquí, tenía un ejemplar, que envié a la República Argentina, y no hubiera tenido posibilidad de reimprimirlo ahora, si no se me hubiera cedido el único ejemplar que había llegado a Chile hace años y que muchas personas, transmitiéndoselo, habían leído.

Terminada la historia, empieza el libro.

Santiago, junio de 1873.