El cazador menguante

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Esparció varias fotografías sobre la mesita de noche y tomó papel y lápiz. Tras varios intentos, logró hacer sonar el reproductor integrado en el teléfono móvil. No le resultó fácil porque lo suyo no era la tecnología. Nunca le gustaron esos aparatos «modernos».

Con mano temblorosa buscó un archivo denominado «Alfonso» y apretó con el pulgar la tecla central del móvil. Anotó todas las frases que iba escuchando. Tachó después las partes que no le servían y eligió aquellas que podían ayudarle con su propósito. Lo redactó de nuevo, soltó el lápiz y puso el papel en medio de dos fotografías.

Asentía mientras leía lo que había escrito:

Necesito ayuda.

Ya no puedo vivir si no es contigo.

Te quiero más que nunca.

Perdóname el daño que te he hecho, amor mío.

No te preocupes por el dinero. Lo único importante es que estemos juntos.

Abrió un cajón y extrajo un pequeño magnetófono. Con afán y tiempo, consiguió grabar en él solo las frases seleccionadas y volvió a dejarlo en el mismo sitio. Suspiró hondamente, pues, a pesar de haber recibido instrucciones muy precisas de cómo reproducir, rebobinar y pausar un fichero de audio, tenía dudas de ser capaz de hacerlo. Guardó el móvil junto al dictáfono, el papel y las fotografías. Al cerrar el cajón sintió que una lágrima fría resbalaba por su pétreo rostro. Se la apartó de un manotazo como quien espanta a un insecto.

Se quitó el abrigo, agarró una manta en la que envolverse y se recostó en un viejo catre sin despojarse de la ropa que llevaba puesta.

«Lo haré el lunes por la mañana —pensó—. Cada día que espere será peor. Será más peligroso».

Se dio media vuelta y fijó sus ojos en una grieta de la pared, confiando en que el sueño apareciese pronto, pero los ruidos volvieron y le fue imposible conciliarlo.

 

 

SÁBADO, 3 DE DICIEMBRE DE 2011

Isabel colgó el arcaico teléfono de pared en el pasillo de la entrada y contestó después a su marido que, desde el sofá, preguntaba con la mirada.

—No era ella, Alfonso. Son otra vez esos pesados del seguro. No sé por qué insisten de este modo. Ya les dije no hará ni un mes que teníamos contratadas todas las pólizas de salud que uno pueda necesitar. La de vida, la de enfermedad y la de accidente. No sé qué más quieren.

—Quieren la de la muerte, Isabel. Un seguro de defunción —respondió decepcionado—. ¿Y ella? ¿Cuánto hace que no nos llama?

—Vaya, parece que recuperaste el habla.

La esposa espiró un aire resignado mientras se sentaba junto al marido en el sofá. El mismo sofá donde veintinueve años atrás le cambiaban los pañales a su hija.

—Estará muy liada con el trabajo. No quiero que te preocupes más de lo necesario. Acuérdate de lo que dijo el médico, que no te venía nada bien alterarte.

—¿Cuánto hace que no llama mi niña? —Se levantó y se puso la chaqueta. Su voz se había endurecido.

—Alfonso, ya sabes cómo es nuestra hija. Solo nos telefonea una vez al mes. Trabaja mucho y una policía no tiene un horario fijo, pero llamará. Siempre lo hace. Y dime, ¿adónde vas ahora? ¿Por qué es tan difícil que tú y yo mantengamos una simple conversación? Últimamente tengo la sensación de que me rehúyes. Hay cosas que quiero contarte. Por ejemplo, que dentro de una semana es la fiesta de la aldea y me gustaría ir a Huelva o a Sevilla para comprarme algo nuevo…

Alfonso Garrido ya había abierto la puerta con intención de salir a la calle.

—¿Pero adónde vas, alma santa? Para un poco y habla conmigo. Necesito escuchar una voz distinta de la mía de vez en cuando —insistió ella.

—Yo también necesito oír una voz distinta de la tuya, de vez en cuando.

El hombre cerró la puerta tras él y respiró profundamente. Se había arrepentido de aquellas palabras nada más pronunciarlas, pero aligeró el paso. Caminar le ayudaba a olvidar y en pocos minutos ya se había distanciado de su casa el escaso kilómetro que la separaba del monte.

Corte del Ángel era una aldea hundida en un estrecho valle flanqueado por montes de bosques despejados y rocosos. Contaba apenas con una docena de vecinos y una veintena de casas, algunas de las cuales yacían abandonadas desde hacía muchos años.

Pertenecía al municipio de Aracena y este a la provincia de Huelva.

El terreno era mayormente escarpado, por lo que las cosechas se limitaban a patatas, uvas y castañas. Estas últimas eran tardías y de escaso calibre, con poco recorrido en el mercado. Las uvas de las apretadas y empinadas viñas se pisaban para fabricar vino casero y las patatas que sembraban eran también de autoconsumo. Lo único que dejaba margen de beneficio en aquellas tierras era la crianza y venta de ganado porcino.

Hacia el norte, los dos montes confluían con otros más lejanos formando hermosas espirales rocosas salpicadas de pinos, arbustos y matorrales. La caza era abundante en esa parte de la sierra, aunque estaba muy controlada al tratarse de una zona protegida por Medio Ambiente. Al sur, el terreno se allanaba y estaba poblado por numerosas encinas y chaparros que propiciaban el negocio del cerdo, pero para que pudiera ser rentable había que contar con varias docenas de estos animales y con al menos cinco o seis hectáreas de encinares donde abastecerlos. Pocas familias pudieron salir adelante durante las últimas décadas y los campesinos fueron abandonando poco a poco la pedanía. Sin embargo, no llegó a convertirse en un pueblo fantasma. La belleza de su paisaje rural, la templanza del clima y la soledad del lugar atrajeron con el tiempo a un puñado de singulares turistas. Procedían tanto de fuera como de dentro del país y venían en busca de setas, pájaros, vientos aromáticos y lunas grandes. Buscaban un lugar de retiro espiritual o artístico para sus transitadas almas. Las casas volvieron a poblarse, aunque con gentes de otros mundos. Pintores, naturalistas, músicos y bohemios decidieron acompañar a los pocos hacendados de la zona.

Isabel se quedó muy preocupada cuando su marido cerró la puerta tras de sí, pues hasta hacía poco más de un mes no había tenido costumbre de salir al campo después del mediodía.

Hasta esa fecha su rutina había sido invariable. Se levantaba muy temprano para ir al campo, pero volvía a casa para el almuerzo y permanecía junto a su esposa el resto del día. Tras un breve desayuno ponía los pies en dirección a su finca. Partiendo de la misma se adentraba en el corazón de la sierra en compañía de su aparcero y buen amigo, Fermín. El acuerdo de aparcería consistía en que Fermín se encargaba de toda la gestión de la finca y el ganado a cambio de un cincuenta por ciento de los beneficios. Sin embargo, se trataba de un acuerdo verbal, de hombre a hombre. De cara al Ministerio de Hacienda y al de Trabajo él era solo un capataz a tiempo parcial. Alfonso lo tenía dado de alta en el régimen agrario y, solo de vez en cuando, le firmaba algunas peonadas. El acuerdo satisfizo a ambos, al primero porque el porcentaje se aplicaba al beneficio y no a los ingresos brutos y al segundo porque así evitaba pagar impuestos y le permitía cotizar algunas cuotas para su futura pensión.

A Fermín le conocían todos sus paisanos como el Cazador, aunque a veces, según el ánimo de la mención, le llamaban el Furtivo. Fue él quien le metió la pólvora en las venas y convirtió a Alfonso en otro adicto a la cacería. Después de cuatro tiros «prohibidos» regresaban uno al encinar que rentaba y el otro a su hogar, junto a su esposa. El resto del día, Alfonso lo pasaba regando las plantas del patio, leyendo novelas de vaqueros o mirando la televisión al lado de Isabel. Su vida transcurría entre la vivacidad del monte y la costumbre del hogar.

Desde que, tres años antes, llegó de la ciudad, su ánimo había ido descendiendo hasta el nivel de la apatía. Solo el intercambio de disparos y palabras con su capataz y el fulgor de la naturaleza le hacían sentirse animado. Lo que sentía hacia su esposa, que había prendido en el intenso incendio de su adolescencia, se iba apagando poco a poco, entre las turbias aguas de la rutina. En las últimas semanas este proceso se había acentuado. Se le notaba más inquieto en casa y menos amable con su mujer, a veces incluso arisco. Al contrario que él, ella lo amaba más que nunca. El paso de los años había convertido lo que para Isabel había sido una relación basada en la amistad y la conveniencia en un cariño desmedido hacia su marido. Hacia el hombre bueno, responsable, respetuoso y enamorado que cada día amanecía junto a ella en el mismo lecho. Ahora ella ardía en un fuego que a él ya no le quemaba. Por ello Alfonso pasaba la mayor parte del día en el monte y sus salidas ya no se limitaban a las horas de luz solar. Una semana antes, había pasado toda la noche fuera. Salió al atardecer y no regresó hasta el día siguiente. Isabel estuvo muy angustiada durante la espera, pues nunca había hecho algo parecido. La mujer no sabía dónde acudir, y a la una de la madrugada, con la esperanza de encontrarlo, quizá, por el camino, anduvo seis kilómetros campo a través hasta llegar al puesto de la Guardia Civil en Aracena. Por mucho que insistió, los guardias decidieron esperar al amanecer para iniciar la búsqueda. Suponían que su marido volvería a casa durante la noche y, en cualquier caso, alegaron que poco podría hacerse en la oscuridad de la sierra. Alfonso regresó poco después de salir el sol cuando el dispositivo de búsqueda estaba preparado y a punto de ponerse en marcha, cosa que no fue necesaria. El cabo les visitó unos días después y les reprendió personalmente. Habían incurrido en gastos inútiles en un año de voraces recortes presupuestarios.

«No entiendo qué le pasa a este hombre. Antes no era así. Le gustaba charlar conmigo, pero ahora me paso el día hablando sola…».

Isabel se detuvo un instante frente al espejo del pasillo antes de entrar en la cocina. Bajo sus grandes ojos oscuros se apreciaban algunas arrugas, quizá de tanto como había reído en el pasado, quizá de las preocupaciones del presente, pero, por lo demás, se conservaba muy bien. Sus sesenta y pocos bien podían pasar por cuarenta y muchos. El pelo negro muy corto, sin apenas canas delatoras, y las mismas curvas de su voluptuosa adolescencia, cuando era la muchacha más deseada del barrio.

«Espero que no sea verdad eso que dice el doctor, que con la edad su mente empieza a jugarle malas pasadas y le obliga a hacer cosas que no debe y a decir cosas que no siente… O quizá sea mejor así. Más me vale pensar que me sigue queriendo, que la culpa de que a veces me haga sufrir con sus palabras o sus ausencias no la tiene su corazón, sino esa parte de su cerebro que lo está abandonando».

Seguía escuchándose a sí misma cuando sonó la puerta.

«¿Será él? —se preguntó—. Apenas acaba de salir. Seguro que vuelve arrepentido por lo que me ha dicho».

Abrió la puerta, pero no era él.

—¡Ah! Hola, Pepi —dijo sin disimular su decepción.

—Vaya, Isabel, no parece que te alegre mi visita. Si quieres me vuelvo por donde he venido.

—No es eso, mujer. Pasa para adentro, anda, que enseguida te pongo una copita. Es solo que no te esperaba tan tarde —se excusó, antes de señalar a su amiga una silla en el salón mientras ella se dirigía al mueble bar.

El salón era un espacio austero, sin cuadros ni otros adornos en la pared. Una cortina de palillo cubría el ventanal por donde la luz entraba a chorro desde primera hora de la mañana. La rojiza solería estaba compuesta por baldosas de barro cocido y era la misma en toda la casa. Su mobiliario consistía en un viejo sofá convertible, con sillón a juego, una mesa de madera recién barnizada rodeada por cuatro sillas de enea y una voluminosa y antigua televisión de veinte pulgadas. Además, estaba el mueble bar.

—¿Tan tarde? Vengo todos los días a la misma hora, chica. ¿Qué es lo que te ocurre? ¿Y adónde va tu marido con tanta prisa y esa cara de preocupación? ¿Es que habéis vuelto a discutir?

—No, que yo sepa, porque este hombre es como si se enfadara por dentro.

—No le hagas mucho caso, mujer. Ya sabes que te quiere. Es solo que se está volviendo refunfuñón, pero no es mal tío… Además ¿dónde va a encontrar ese anciano un mujerón como tú?

—Pues cuéntaselo a él, Pepita, porque está conmigo peor que nunca. Lleva un mes que ni me mira, ni me habla. Yo sé que no quería pasar su vejez en el pueblo, pero que no me culpe por ello, porque a mí me apetecía aún menos. En Madrid vivíamos felices, compartíamos mucho tiempo y muchas cosas. Fue su médico quien lo envió aquí, y este es su pueblo, no el mío. Si se siente desgraciado no será por causa mía.

—Pero algo le habrás dicho, mujer. Uno no se enfada y sale por la puerta porque de repente se acuerde de que no le gusta vivir en el campo.

—Ni media palabra. Es solo que está alterado por el tiempo que lleva sin hablar con su hija. Cuando ha sonado el teléfono hace un momento ha dado un respingo porque pensaba que era ella quien llamaba, pero eran los del seguro y eso lo ha contrariado.

—Es que son muy pesados. A mí también me llaman cada dos días y…

—Ha pasado más de un mes desde la última vez que la niña llamó —la interrumpió Isabel para no apartarse de lo esencial—. No sé cuándo tendrá un teléfono donde la podamos localizar. Yo no sabría ni cómo empezar con todos esos números que hay que marcar para hablar con el extranjero, pero mi Alfonso es un hombre listo… o al menos lo era.

—¿La niña no tiene teléfono? —preguntó su amiga, extrañada.

—Dice que tiene un móvil, pero que para poder hablar con el extranjero necesita contratar una cosa que se llama rumin que por lo visto cuesta una fortuna. No sé si será eso o que no quiere que la molestemos. El caso es que es ella la que siempre llama desde su comisaría.

—Desde la comisaría le saldrá gratis, y si es de «la hermandad del puño cerrado» como el padre, pues…

Pepita apretó el puño y frunció los labios. Cuando hacía ese gesto, su boca, que era muy fina, se reducía casi a un punto. Un punto rojo intenso, pues, a pesar de su edad y su espíritu indolente, le gustaba pintarse la cara, teñirse el pelo y vestir de forma alegre y hasta provocativa. Blusas de vivos colores y faldas por encima de sus gruesas y morenas rodillas. Ya no existían los complejos para aquella pequeña y sesentona pelirroja, para la Chaparrita Colorá, como la llamaban en el pueblo.

—Fíjate quién fue a hablar. Si esa hermandad existe será porque la has fundado tú, que la última vez que te gastaste algo fue en pesetas.

La Chaparrita sonrió.

—Sea como sea —continuó Isabel volviendo al tema principal—, Alfonso se preocupa cuando lleva mucho tiempo sin saber de su hija y para tranquilizarse necesita que le dé un poco el aire. Por eso habrá ido un rato al pie del monte. Lo que ocurre —añadió con semblante serio mientras dirigía su mirada a la ventana— es que, desde hace una semana, cuando desapareció, cada vez que sale por esa puerta pienso que no va a volver y estoy en un sinvivir.

—Volverá enseguida, no te preocupes tanto. Seguro que tiene bien aprendida la lección desde que el cabo le leyó la cartilla —quiso tranquilizarla Pepita, que, tras una mínima pausa, añadió con gesto impaciente—. Pues yo lo que estoy es en un «sinbeber».

—No me queda anís, Pepi. ¿Te da igual pacharán?

—Claro que sí, mujer. Cualquier cosa que me arda en la boca me irá bien.

—Discutir ya te digo que no hemos discutido, pero algo le pasa a este hombre conmigo de un tiempo a esta parte. No sé, lo noto muy raro.

—¡Bah! Mujer, no tengas pena. Debe ser lo que te dijo el doctor, que los años lo están volviendo más huraño… Será que se está resecando como todo lo viejo —comentó Pepita mientras se servía ella misma la segunda copa tras acabar con la primera de un solo trago—. ¿Tú no te pones vaso, guapa? Ya sabes que no me gusta beber sola.

—Hoy no me apetece, y si no te gusta beber sola, deja un poquito en paz la botella —contestó mientras la apartaba de su alcance—. Que me sales cada día más cara. ¿Nunca te has planteado dejar de beber?

—Sí, claro, y empezar a disfrutar de la vida como una quinceañera, no te jode. Mira Isabel, tengo sesenta y seis años, viuda hace más de veinte por la gracia de Dios. No tengo hijos. Vivo sola. Voy donde quiero y hago lo que me apetece en cada instante. Y resulta que en este instante lo que me apetece es beber, así que trae para acá esa botella. —La atrajo nuevamente hacia sí—. Y no seas tan tacaña, que con lo que te rentan las tierras y la pensión de Alfonso si algo te sobra es el dinero.

—El dinero nunca sobra, pero, aparte de eso, tanto alcohol no puede ser bueno. ¿Cuánto hace que empinas el codo de esta manera?

—¿A qué viene ahora esa preocupación, chica? ¿Es que me estás cogiendo cariño en la vejez? ¿Que cuánto hace que bebo? Pues creo que empecé cuando mi marido dejó de hacerlo. Es decir, cuando el hijoputa se murió. Él dejó de llegar cada noche borracho y agresivo, y yo empecé a celebrarlo. A brindar por mi salud y por mi libertad. Y ahora dejemos ese tema, que me pone en una onda muy chunga, y hablemos de cosas más emocionantes. Como por ejemplo de tu amiguito el pintor.

—Peter es un hombre interesante, desde luego que sí, y no carente de atractivo para su edad, eso tampoco te lo voy a negar, pero ya sabes que amo a mi marido. Y, aunque quizá no estemos en nuestro mejor momento, estoy segura de que él también me ama a mí.

—¡Qué bonito, coño! —Alzó los brazos burlonamente—. Pero el americano te tira los tejos y a ti te gusta que te los tire. A mí no me vengas con cuentos…

—Es pura coquetería, Pepi. ¿A qué mujer no le agrada que la halaguen con palabras?

—Con palabras y con miradas, chica, que ese se conoce tu cuerpo de memoria de tanto como te lo ha repasado con los ojos. Cualquier día te hace un retrato desnuda sin que tú te enteres.

Isabel levantó las cejas y esbozó una sonrisa misteriosa.

—¡No me digas que ya te lo ha propuesto!

—Sí, y, por supuesto, le he dicho que no.

—Me decepcionas. Tienes la oportunidad de ponerte en pelotas delante de ese semental tejano en su maravilloso taller, en esa antigua bodega restaurada en plan moderno… ¿y tú prefieres quedarte sentada en el sofá viendo la tele al lado del muermo de tu marido? La vida se nos va de las manos, querida, y cualquier momento es bueno para apurarla.

Nada más pronunciar esas palabras, se llevó la copa a los labios y la terminó con un sorbo corto, paladeando el licor en sus rosados carrillos.

—En contra de lo que puedas creer, yo ya soy feliz como estoy. No necesito de nuevas y extravagantes distracciones —se defendió Isabel.

La Chaparrita se levantó y agarró su bolso.

—Tengo ganas de otra copa, pero no aquí. No me gustas cuando te pones en plan mojigata.

—¿Y adónde vas a ir? ¿A qué vecino le vas a pegar el sablazo a estas horas? Porque desde que Federico murió ya no tenemos tasca en la aldea.

—¿Todavía no te has enterado de que han reabierto la cantina? —preguntó Pepita con una pícara sonrisa de satisfacción.

—Ah, ¿sí? No tenía ni idea, la verdad.

—Pues ya hace casi un mes. Desde luego no sé en qué mundo vives, porque el pueblo más chiquito no puede ser.

—Ya sabes que llevo un tiempo en que apenas salgo de casa.

—Pues vaya pareja que hacéis. Él todo el día en el campo y tú sin salir de la casa. ¿No te has planteado que sería bueno que lo acompañaras alguna vez? Ya sé que no te gusta andar por el monte, pero si tanto dices que lo quieres deberías mostrar interés por las cosas que le gustan…

—Lo raro es que tú no me lo hayas contado, que vienes a verme todos los días —la cortó en seco volviendo al asunto de la cantina, pues no le gustaba que la juzgaran.

—Mira, si no te lo he contado será porque habré dado por sentado que ya lo sabías. Te repito que este pueblo es muy pequeño y aquí se sabe todo.

—Pues yo creo que no me lo has dicho para no perder la excusa de seguir viniendo a mi casa a beber gratis. Además, aunque esto sea pequeño, la taberna me queda muy retirada… Y hablando de eso… —Cambió el tono de reproche por el de preocupación, ya que apreciaba de verdad a aquella mujer. En el fondo le gustaba que fuera muy sincera y un poco descarada. Sentía que podía confiar en ella y además la hacía reír. También estaba segura de que el cariño era mutuo—. ¿Vas a ir andando hasta allí sola, y oscureciendo como está?

—¿Y por qué no? No hace frío y la noche va a ser luminosa con esta inmensa luna.

La señaló a través del ventanal e Isabel se apresuró a cerrar la persiana y a encender la luz del salón.

—¿Qué te pasa, amiga, es que no te gusta la luna?

—Lo que no me gusta es que la gente que pase por la calle vea lo que estamos haciendo dentro de casa. No me había dado cuenta de que ya había oscurecido tanto.

—Vamos, Isabel. ¿Quién va a pasar por aquí a esta hora? El único que vive más allá de tu casa es el Cazador, y ese ya debe estar roncando en su molino.

—Está bien, tú ganas. No me gusta, no. Te parecerá una tontería, pero la luna me da… me da miedo.

—¿Miedo? Deberías beber más, chica —dijo la Chaparrita mientras se volvía a acomodar y se servía una nueva copa—. Tanta sobriedad te está volviendo loca. ¿Por qué va a darte miedo ese inofensivo planeta? ¿Acaso eres una especie de mujer lobo o algo parecido?

—No es un planeta, ni tampoco una estrella. Es…

En ese punto Isabel se perdió entre sus recuerdos y viajó hasta su infancia madrileña, cuando aún vivía con sus padres en la sierra, en Robledo de Chavela.

Su casa estaba apartada unos kilómetros del pueblo y desde ella se divisaban las dos sierras más importantes de Madrid: Gredos y Guadarrama. La tarde estaba cayendo y ella, una niña de nueve años, jugaba dichosa con su padre. Él le hacía cosquillas mientras se revolcaban muertos de risa entre la hierba del jardín. Entre vuelta y vuelta se detenían para descansar, devolviéndose miradas llenas de amor y complicidad. Recordó los últimos rayos de sol enredados en el rubio cabello de su padre, mientras él le sonreía y la acariciaba con ternura. Después sonó el ruido de los todoterrenos y los ladridos de los perros.

—Se acabó el juego por hoy, pequeña.

Se levantó, le dio un beso en la frente y se acercó hasta la puerta de la casa donde su esposa lo miraba con dureza, con los brazos cruzados. La hija corrió detrás, escuchó los reproches de ella y las palabras de descargo y consuelo de él.

—Todos lo hacen, no seas tonta. Fíjate. —Señaló a los tres vehículos llenos de cazadores, escopetas y perros—. Están casi todos los del club. Es de noche y la Guardia Civil nunca se aleja tanto del cuartel. No tienes nada de qué preocuparte. Ya verás cómo cambias esa cara cuando veas el ciervo que te voy a traer. ¿Te gusta la caldereta de venado, Isabelita? —Le frotó el pelo a la hija, que se había agarrado a su pierna—. Pues nadie en el pueblo la sabe preparar tan bien como mami.

Su madre meneó la cabeza hacia los lados y se metió en la casa, resignada. La noche avanzaba. Las dos, las tres, las cuatro de la madrugada. Las horas pasaban y él no volvía. Mamá se asomaba por la ventana continuamente, nerviosa, preocupada.

—Era una ventana igual que esta, Pepi, y la luna estaba llena. Se veía tan grande como la de esta noche. Me subí en una silla y me asomé a verla. La estaba mirando cuando el teléfono sonó. Rompió el silencio de la noche como una ráfaga de disparos. Llamaban desde el hospital, un accidente fortuito y desgraciado. Lo estaban operando a vida o muerte. Cuando llegamos mi padre estaba en coma. Todos los cazadores, el médico y el párroco del pueblo se amontonaban en la sala de espera de la uci. Recuerdo que el cura se me acercó.

—Tranquila, hija mía. Confía en Dios. Él lo salvará.

—Quiero ver a mi padre. No quiero que sufra. Tengo que ayudarle.

La niña intentó apartarse de él y entrar en la sala donde lo mantenían con vida de forma artificial. El sacerdote la sujetó con firmeza.

—Si quieres ayudarle, reza mucho por él. Reza mirando al cielo para que escuchen tu plegaria y tu papá pueda despertar.

—Pero… es de noche. No hay cielo. Está oscuro.

El párroco miró a través del ventanal que señalaba la niña.

—No está tan oscuro. Hay una gran luna que nos ilumina. Rézale a ella. Piensa que Dios está en su interior. Él te oirá desde allí. Tu padre sanará, pequeña, ten fe, y reza, rézale a la luna.

»Y cada noche le recé desde la ventana de mi cuarto. Noche tras noche, luna tras luna, pero ella menguaba y mi padre no despertaba. Tres semanas después, cuando ya no quedaba luz de luna, la noche de luna nueva, escuchamos unos pasos y un lamento lejano. Corrí junto a mi hermano, que ya estaba frente a la puerta cuando se abrió. Mi abuelo lloraba desconsolado. Junto a él estaba el cura del pueblo, que trataba de animarlo en vano. Mi padre acababa de morir y, antes que la pena, llegó la rabia a mi alma. Recuerdo que me fui derecha al párroco. Le agarré por la sotana y le golpeé con mis pequeños puños.

—Me mintió, usted me mintió. Dentro de la luna no estaba el señor, estaba el demonio. La luna es mala, es el diablo. La luna se ha llevado a mi papá. Lo ha escondido para siempre.

—Querida amiga, respeto tus recuerdos y tu dolor. Sé cuánto amabas a tu padre, pero tienes que reconocer que eran cosas de niños. —A Pepita le había asombrado oírla hablar así—. ¿No me dirás que aún crees en ese tipo de historias? Tú eres una mujer de mundo.

—Casi todos los miedos de la infancia desaparecen cuando crecemos, cuando los entendemos y argumentamos, pero algunos son tan poderosos que se quedan ahí para siempre. No se pueden explicar con palabras… ¿Tú no has tenido miedos en la infancia?

La Chaparrita cambió el gesto. También se remontó a su niñez, a su dura niñez.

—¿Yo? Muchos.

—¿Y no se te ha quedado ninguno dentro?

—Alguno anda suelto todavía, sí, pero sé bien cómo espantarlo. —Levantó la copa y la apuró—. Bueno, chica, es mejor que me marche, ya que esto se está poniendo muy serio y hoy es sábado por la noche y toca diversión.

Las dos amigas se levantaron y, desde la puerta, la Chaparrita le dijo:

—Y no te comas mucho el coco, que Alfonso habrá ido a dar un paseíto a cualquier parte. ¿Quién sabe? A lo mejor me lo encuentro por el camino y le dejo que me invite a una copa.

—Que te lo encuentres, como tú dices, será algo difícil, porque a él le gusta adentrase en la sierra y a ti en los bares, pero que te invite será del todo improbable. Y no porque no sea generoso como tú le reprochas, que ni lo es ni deja de serlo, sino porque nunca lleva dinero encima. No sabe qué hacer con él.

—Con lo bien que ha sabido ganárselo, lo inútil que es para gastarlo. Menos mal que para eso te tiene a ti. En fin, que me voy, que ahí te quedas. Te dejo sola pensando en tu Peter, que a mí ya sabes que no me la das.

—Tú piensa lo que quieras, Pepita, pero no bebas mucho ni te acuestes muy tarde que, aunque seas una fresca desagradecida, ya sabes que me preocupo por ti.

—Más te vale, porque no encontrarás una mejor dama de compañía en muchos kilómetros a la redonda.

—¡Qué cara tienes! Anda, vete ya y mañana me cuentas qué tal es el nuevo tabernero. Bueno —sonrió—, o, más bien, el viejo tabernero, porque en ese bar tan cutre solo han servido carcamales tras la barra.

—Pues no es ni nuevo ni viejo, querida. Me dicen que es una hembra, una muy grande. Igual es machorra.

—¿Quién sabe? —Isabel volvió a sonreír—. Mañana me informas con detalle. Y ahora, lárgate de una vez.

Cuando se quedó a solas miró el reloj y volvió la preocupación a su gesto. Encendió la televisión y decidió que no cenaría hasta que él regresase.

Una hora después, la puerta se abrió y escuchó aliviada los pasos hondos de su marido y el sonido de la llave al caer dentro del jarrón.

—Hola, Isabel. ¿Qué haces ahí sentada? ¿Es que ya has cenado? —preguntó en un tono de decepción.

—No, tranquilo. He preferido esperarte a pesar de la hora y es porque quiero que sigamos haciendo algo juntos, aunque solo sea comer.

—Siento lo que te dije antes, mujer. No sé qué me pasa últimamente…

—No te esfuerces —lo interrumpió—. Tus palabras son contadas, así que ahórralas para darme un poquito de conversación mientras cenamos. Y vete pensando en un día de esta semana que entra para que salgamos de compras.

Mientras hablaba se levantó en dirección a la cocina fingiendo estar de nuevo de buen humor.

Él frunció el gesto como si no entendiera y añadió burlonamente:

—¿De compras? ¿Y qué quieres comprar ahora? Si te tengo bien provista de todo.

—Las fiestas de la matanza, Alfonso. Mi vestido nuevo —resopló—. Ya te lo he dicho varias veces. En fin… En cinco minutos estará la cena. Solo tengo que calentar la sopa. Si quieres vino sírvetelo tú mismo.

—Mejor pacharán. El vino le ha salido muy amargo este año al Cazador.

—Tan amargo como es él —replicó Isabel desde la cocina—. No sé cómo podéis hacer tan buenas migas siendo tan diferentes, aunque un poquito se te está contagiando su carácter. Eso no me lo niegues.

—Ya te he dicho que lo sentía. ¿Dónde has puesto la botella?

—Pacharán ya no queda, cariño. —Se sintió dichosa al poder llamarle cariño de nuevo con naturalidad.

Alfonso se quedó dormido al poco de entrar en la cama. A Isabel le fastidió, pues también en eso estaba cambiando. Antes aprovechaban el silencio de la noche para conversar sobre los asuntos que les ocupaban o preocupaban. A él le gustaba hablar de su hija Amalia, de lo importante que era su trabajo y del mérito que tenía haber alcanzado un puesto tan importante, aún más tratándose de una mujer. Después se lamentaba del lugar tan lejano que había elegido para vivir y su esposa aprovechaba para culparla por esa circunstancia. Ella nunca llegó a entenderse bien con su hija, al menos no tan bien como Alfonso. Tras el reproche, él permanecía en silencio mientras la escuchaba hablar de sus queridos vecinos, de los cuadros tan bonitos que pintaba Peter, de las locuras y ocurrencias de su amiga Pepita, de las nuevas composiciones musicales de Luis o de los pájaros que estudiaban los Ornitorrincos, como llamaban en el pueblo a dos zoólogos cordobeses que llegaron para hacer una tesis de ornitología y acabaron enamorados de la villa y de sus aves, decidiendo residir allí.