Textos |
Pedro Andreu |
diseño y Maquetación |
Cristina Reina |
Ilustración portada |
Cristina Reina |
Fotografía |
Laura Pernía |
Número de edición |
Tercera Edición |
Edición digital |
Abril, 2019 |
Edición |
MueveTuLengua |
isbn |
978-84-17284-41-1 |
I dream of rain.
I dream of gardens in the desert sand.
I wake in rain.
I dream of love as time runs through my hand.
STING FT. CHEB MAMI
Desert Rose, 1999
A jet stream cuts the desert sky.
This is a land could eat a man alive.
Say you’d leave it all behind.
REM
Low Desert, 1996
Motel de carretera
primer cuaderno
Los mellizos
capítulo uno
1.
Los gitanos habían llegado cuatro días antes con su media docena de carromatos tirados por burros. Acamparon en el secadero de iguanas, al otro lado de la carretera. Levantaron sus carpas, extendieron techos de uralita y chapa, hicieron fogatas para ahuyentar a los insectos. Se hablaban a gritos. Magdalena podía observarlos desde el porche del motel. Eran veinte o treinta gitanos a la antigua: los pies ásperos de andar descalzos, la tez aceituna, las narices de cuervo... Vagabundos de ojos taimados y negros. Apátridas, seres de ninguna parte. La más vieja del clan tiraba las cartas; lo decían en el pueblo.
Algunos hombres muy morenos se acercaban cada tarde hasta el motel a comprar aguardiente. Sus mujeres esperaban junto a la verja del terreno, donde sacaban agua del pozo. Magdalena y Edgardo les dejaban hacer. Luego escuchaban con estupor sus risas agudas junto a las hogueras del otro lado de la carretera. Los gitanos bebían como esponjas y sacaban sus instrumentos. Durante horas cantaban, tocaban y bailaban sus canciones desgarradas y festivas. Muy entrada la noche, regresaba por fin el silencio a tomar el pedregal.
Magdalena temía a aquellos gitanos, pues había oído contar en innumerables ocasiones a sus huéspedes que traían mala sombra a donde quisiera que llegaran con sus desarrapadas familias. Se decía que una vez hicieron noche en Jabalí Viejo y que extendieron la fiebre amarilla y el vómito negro por el pueblo, que solo sobrevivieron dos mujeres y un niño a la epidemia. Magdalena los odiaba; odiaba a aquellos hombres porque eran demasiado diferentes. Mientras Edgardo y ella permanecían desde hacía décadas atados al motel y al desierto, aquellos gitanos hacían ostentación de su pobreza nómada y no paraban más que algunas semanas en un mismo lugar. Eran seres desarraigados y hostiles, acostumbrados al camino y la intemperie, como los perros asilvestrados o los coyotes. Sobrevivían como podían. Algunos días comían; otros no. Se alquilaban a temporadas en la recogida de aceitunas de las tierras del sur. A veces robaban en los pueblos para después huir. En ocasiones, si acampaban en zonas boscosas, se alimentaban de la caza hasta que los guardias los echaban o metían presos a algunos de ellos. Pero sobre todo salían adelante con el poco dinero que daba la chatarra. Probablemente pronto partieran hacia los vertederos de la fundición de metales de Abiedma, un centenar de kilómetros al norte, a rebuscar entre las rocas de los cráteres pedazos de hierro que venderían luego al peso. Aquellos gitanos conocían el sabor despreciable del hambre. Lo más práctico para sus vidas era no pensar demasiado. Si no había qué comer, levantaban su campamento y se marchaban a buscarse la vida en cualquier otro sitio, de cualquier manera.
Magdalena les envidió un instante mientras recordaba que no había abandonado aquella parcela pedregosa desde que llegara poco después de desposarse con Edgardo. Fue en el tiempo de la posguerra, cuando la tristeza y la hambruna en la ciudad eran tan insoportables que habían decidido probar suerte más al sur, en aquella región de Río Seco. Construyeron el motel desde la nada. Pasaron malas épocas hasta que el negocio fue prosperando y llegaron años mejores. Pero siempre se sintieron desgraciados por no haber tenido descendencia. Edgardo había llegado a reprochárselo en más de una ocasión.
–Estás seca como este desierto, maldita sea. Deberíamos haber tenido niños. Ahora podrían echarnos una mano con la cafetería. Empezamos a hacernos viejos, Magdalena, a bajar escaleras en vez de subirlas –le había llegado a decir.
Por eso, cuando ella dejó de menstruar la primavera anterior, ambos creyeron simplemente que le había llegado la hora de la menopausia. No podían imaginar que, a aquellas alturas de la vida, a sus cuarenta y siete años, a Magdalena se le iba a abrir la matriz y quedaría encinta.
Se cumplían ya seis meses de embarazo cuando los gitanos se asentaron en el secadero de iguanas.
“En mala hora”, iba a murmurar Edgardo el resto de su vida.
2.
Río Seco era una extensa comarca desértica apenas habitada por el hombre. La surcaban unos vastos laberintos de cañones y quebradas por donde discurría el río Iguana, un afluente del río Seco. En realidad, se trataba más bien de un torrente de aguas rojizas que a tramos se soterraba para correr escaso y subterráneo durante decenas de kilómetros. Algunos años se secaba del todo y solo cada siete o nueve temporadas, que era la frecuencia con que llovía en la región, crecía su caudal y descendía bravo hacia tierras más al sur. La región era atravesada por una sola y monótona carretera recta que se perdía en el infinito. En una de sus orillas se encontraba el Motel del Secadero.
Aquellos páramos eran territorio de buitres, pequeños mamíferos y roedores, algunas cabras y unos pocos coyotes... Tierra de alacranes, víboras e infinidad de diferentes especies de lagartos.
Frente al motel, en el solsticio de verano, ocurría año tras año un extravagante milagro de la naturaleza que siempre había desconcertado a Edgardo. Cuando el sol se encontraba en lo más alto y casi no se podía ni respirar, empezaban a llegar lagartos viejos desde todas partes del desierto. Se iban reuniendo al otro lado de la carretera. Al principio eran unas pocas docenas, pero al caer la noche podían contarse centenares, quizás algunos miles. Se acercaban hasta el lugar a dejarse morir de hambre. Era igual cada verano. Se les podía oír gritar, sobre todo al anochecer y poco antes de despuntar la aurora. Eran gruñidos moribundos, casi como aullidos de perros, difíciles de describir, hermosos e inquietantes. El sol iba secando los cadáveres a medida que transcurrían las jornadas y los pájaros carroñeros acudían desde la garganta del río Iguana para darse un festín en aquel pudridero. Durante semanas el fuerte olor a carne en estado de descomposición alcanzaba el motel. Algunos huéspedes vomitaban, aunque terminaban por habituarse a aquel áspero hedor.
Nadie sabía con certeza por qué los saurios acudían desde todas partes a dejarse morir, pero se respetaban religiosamente sus restos. A veces, tras una noche de insomnio, algún que otro forastero aseguraba haber visto a un djin rondando el secadero y devorando alimañas muertas. Eran habituales las leyendas y las historias de djins en aquella región del desierto. Sin embargo, ningún hombre se atrevía, ni en época de hambruna, a mancillarse comiendo la carne de aquellos lagartos a la brasa; es más, se espantaba a los inquietos buitres prendiendo basura en el secadero y clavando en el suelo espantapájaros que el viento movía.
Y era allí precisamente, en el secadero del río Iguana, conocido en la región como el secadero de iguanas –aunque no había iguanas en el desierto, sino otro tipo de lagartos; el nombre era más bien debido al topónimo del riachuelo–, donde los gitanos se habían acuartelado hacía pocos días. Magdalena no temía a los djins, nunca había creído en ellos, como no creía en fantasmas, pero sí a los gitanos. Se parecían demasiado a los espantapájaros del secadero. Vivían de los deshechos.
3.
Corría la medianoche de un miércoles sin luna. Un grupo de gitanos atravesó la carretera. Llevaban dos días sin comer. No les dolía su hambre, sino la de sus niños. Saltaron las vallas metálicas que delimitaban el terreno del motel. Avanzaron sigilosos y protegidos por la oscuridad hasta el hangar del fondo, donde se apilaban varios esqueletos de automóviles, motores desmontados, viejos asientos de coches, neveras despiezadas, tubos de escape, televisores inservibles… Pensaban robar cuanto pudieran para venderlo más tarde en los pueblos del norte.
Edgardo se despertó con los ladridos de los perros. Pudo vislumbrar, desde la ventana de su habitación, en el primer piso, un grupo de sombras que se movía bajo el hangar. Bajó las escaleras y se dirigió a la cocina de la cafetería. Abrió el cajón de los cuchillos y escogió uno de hoja pesada y afilada que utilizaba para deshuesar carne seca. Después salió de la casa y corrió hacia los gitanos. Un joven flaco se encaró con él. Las navajas hablaron con presteza. La del muchacho mordió el costado del hombre a la altura del estómago tres veces. Edgardo cayó al suelo. Gruñía de dolor y gritaba que le habían matado. Magdalena despertó con los chillidos. Se dirigió al vestíbulo y buscó en la penumbra de un armario la escopeta de caza de su marido. Cuando salió armada al patio, los gitanos ya habían escapado saltando las redes metálicas. Con la misma hambre con la que llegaron. Sin ningún botín.
La guardia caminera se presentó media hora después de que Magdalena les hubiera alertado por teléfono. Cruzaron hasta el secadero de iguanas, donde los gitanos ya estaban desmontando sus chabolas. Magdalena, sentada en el porche del motel, escuchaba, sin llegar a entender lo que se decía, la voz del sargento y los llantos de algunas mujeres. Edgardo se hallaba acostado en la cama de matrimonio. Le habían limpiado y cosido las heridas; el médico había asegurado que eran superficiales y que se recuperaría pronto. Solo necesitaba guardar reposo, tener paciencia, tomar los medicamentos que le había recetado. Los guardias regresaron a la cafetería e informaron a Magdalena de que el muchacho que había apuñalado a su marido había escapado a caballo.
Al día siguiente la llamaron para notificarle que habían apresado al joven muy cerca de Burgo de Cuerva. Lo capturaron a los tiros. Al pobre gitano lo lanzaron a un calabozo de paredes cuarteadas. Los guardias se acordaban de él solo para darle puñadas y coces.
–Porque un gitano vale menos que la mierda –reía el sargento.
El muchacho murió a los diez días porque nadie se preocupó de limpiarle la herida de bala que había recibido en su pierna izquierda. El gitano sufrió fiebres altas, perdió mucha sangre… Se deshicieron de él arrojándolo a un descampado sin siquiera darle sepultura. Para que sirviera de alimento a los buitres.
Genaro, patriarca calé, abuelo del muchacho encarcelado, tras saber de la desgracia de su nieto, había hecho un gesto con la mano derecha y se la había besado. Cruzó entonces la carretera y enfiló despacio, levantando la tierra seca, hacia la cafetería. Al llegar al porche se sacudió de polvo el bajo de los pantalones. Abrió la puerta y unas campanillas de metal rompieron el silencio de la sala vacía, sin clientes. Magdalena se sorprendió al ver al anciano gitano frente a ella. No pudo sostener su mirada. La vista trató de refugiarse en aquellos pies viejos y descalzos. El gitano habló con su acento rudo y hambriento, tan característico de su raza:
–Me habéis matado un nieto.
–Señor –balbuceó Magdalena sin lograr apartar los ojos de sus pies llenos de callos–, lo siento… Nosotros no… Mi marido está acostado… Vuelva más tarde, por favor...
Don Genaro no contestó. Se acercó a ella y le tocó el vientre de preñada con fingida ternura. Magdalena sintió que un escalofrío le tomaba todo el cuerpo y que una montaña rusa de hielo le subía por la espina dorsal hasta la nuca. Se encontraba tan alterada por la presencia y luego el tacto del anciano que se orinó encima. Don Genaro no le prestó mayor atención. Se dio media vuelta y descaminó sus pasos de regreso al secadero, donde los suyos esperaban. Se volvió antes de abrir la puerta y desde allí murmuró, sin casi mover los labios, sin emociones:
–Ojalá te vea con hormigas en la boca. Mal fario tengas, paya.
Luego escupió al suelo y salió por la puerta. Volvieron a tintinear las campanitas metálicas. Magdalena temblaba como un arrozal al viento. Tenía las bragas mojadas y calientes de orina. Un charco amarillo entre los pies constataba su miedo. La luz y la quietud en la cafetería eran demasiado intensas. Magdalena se desmoronó en el suelo y empezó a sollozar sin fuerzas, avergonzada, aturdida. No consiguió dominar su llanto hasta que Edgardo despertó y pudo abrazarla.
A la mañana siguiente, don Genaro y su gente habían alzado el precario poblado. Desaparecieron sin hacer ruido. Sus carretas habían tomado carretera arriba hacia el norte. Siempre había sido así, desde tiempos inmemorables; los gitanos, cuando se hartaban, recogían sus cosas, se llevaban sus casas a cuestas, y se perdían en la tierra.
4.
Edgardo contemplaba el horizonte desde la cafetería. Llevaba tardes adquiriendo el color y la textura de un pergamino viejo y cuarteado. Sucedía siempre igual al acercarse el otoño. Los espantapájaros del secadero parecían entonces figuras de oro líquido que fueran a cobrar vida en cualquier momento.
–Pronto llegarán desde el sur las tormentas de arena –le dijo a su esposa embarazada–. Escuché en la radio que será mañana o pasado.
Ella asintió. Edgardo comenzó a preparar el motel para los vendavales que se avecinaban. Siempre había sido previsor. Descolgó los catorce espantapájaros –dos viajes en carretilla– y los guardó en el sótano. Colgó alfombras viejas en las entradas de las casetas de los perros; condujo a los lagartos que criaba, con cuidado de que no le atacaran, hasta una pequeña cabaña; resguardó a las gallinas en otra y atrancó las puertas con gruesos maderos. Luego se dirigió al desguace del fondo de la finca y reforzó el techado de metal con pesadas piedras y vigas de madera que alzó con la ayuda de una cuerda y una polea. Antes de entrar en el motel, decidió cerrar la barrera de entrada al terreno y asegurarla con algunas cadenas. Aquella noche ya no encendió el cartel luminoso de la carretera.
A la mañana siguiente un viento incómodo y racheado los despertó. Algunas persianas porteaban. Las cerraron y fijaron con tablones y largos clavos el resto de ventanas y puertas. En unas pocas horas el viento soplaba tan caliente y espeso que costaba respirar. Las ráfagas de aire levantaban arena y pequeñas piedras que golpeaban contra las paredes del motel con un sonido rudo, insistente, y uno se sentía allá dentro como en una casa de muñecas en las manos de un loco.
Normalmente, a finales de verano, pocos trataban de cruzar aquel desierto en camión, y aún menos en coche, pues eran de sobra conocidas las inclemencias del tiempo y lo peligrosas que podían llegar a ser. Llevaban semanas alertando por televisión y radio de que en breve llegarían las tormentas de arena. Por eso en aquella ocasión solo un temerario representante de aspiradores había quedado atrapado con ellos en el motel.
–A mí no me asusta un poco de aire... Además, quiero llegar pasado mañana a la feria de Palomares Altos. Allí se vende bien –había fanfarroneado la tarde anterior antes de pedir una habitación sencilla.
Pronto aquel vendedor ambulante hubo de tragarse sus palabras. Edgardo y Magdalena estaban ya acostumbrados a pasar por aquello cada año, y apenas sufrían un ligero dolor de cabeza, pero el pobre forastero padeció unas horribles migrañas y acabó perdiendo los nervios, acosado por continuos ataques de ansiedad. La primera mañana de temporal se quedaron sin suministro eléctrico y a las pocas horas comenzó a fallar la línea de teléfono. Al cabo de dos días de incomunicación, el comerciante perdió los estribos definitivamente. De repente, presa del pánico, se abalanzó hacia la puerta y trató de desclavar los tablones para salir al desierto. Edgardo intentó inmovilizarlo, pero el hombre no lo permitió, parecía poseído. Al fin, Edgardo se vio obligado a noquearlo de un puñetazo. Con la ayuda de su mujer, lo ataron a una cama.
–Lo siento, amigo –le dijo al comerciante–, pero no me has dejado más opción. Espero no haberte pegado demasiado fuerte. Si llegas a abrir esa puerta, el viento hubiera arrancado de cuajo la casa y nos habrías matado a los tres. Volveremos a soltarte cuando la tormenta amaine y te tranquilices.
Pero el viento no quería amainar. Siguió azotando el motel sin tregua durante dos semanas. Los días eran largos y aburridos. Magdalena preparaba algo de comer y el resto del tiempo se dedicaba a leer a la luz de un quinqué. Edgardo fumaba un cigarrillo tras otro y paseaba arriba y abajo de la casa reforzando las maderas, puertas o ventanas que estuvieran resintiéndose con el temporal. El comerciante dormía la mayor parte de las horas y tenían que darle de beber y comer a la boca, pues no se atrevían todavía a desatarlo. Las noches eran peores. Todo el edificio crujía y temblaba. La temperatura descendía con brusquedad. Apenas lograban dormir más de un par de horas seguidas, por lo que se levantaban cansados y de mal humor.
Una tarde cualquiera, durante aquel encierro obligado, Magdalena rompió aguas. Edgardo la ayudó a tumbarse en la cama. Luego acercó varios quinqués que iluminaran lo mejor posible el dormitorio. Trajo dos barreños con agua y todos los trapos que encontró en la cocina. También se subió unas tijeras y una botella de aguardiente de la que se sirvió un vaso que le templase el ánimo. Las contracciones eran ya muy seguidas y Magdalena, con las piernas abiertas, se puso a empujar como un animal. Gruñía como un monstruo y apretaba el brazo de Edgardo hasta casi estrangulárselo. Y al fin parió, aunque no uno, sino dos niños sanos.
Primero dio a luz a Martina; poco después, a su hermano mellizo, Alberto. Este lloró enseguida, en cuanto Edgardo lo levantó bocabajo y le golpeteó las nalgas; la niña, sin embargo, no berreó hasta pasados unos pocos minutos, cuando Magdalena sufrió unos repentinos espasmos, se vació de aire y, en un gemido agudo, se quebró por dentro. Murió tan rápido que su marido no supo reaccionar. Le cerró los ojos a Magdalena, cortó con sumo cuidado los cordones umbilicales, que anudó con unas tiras de trapos de algodón, y puso a los niños en otra cama que hacía días había colocado al costado de la suya. Tras cubrirlos y contemplar admirado sus bracitos y cabecitas ensangrentadas, se bebió de un trago el aguardiente que quedaba en el vaso. Después lo lanzó contra el suelo de madera y agarró directamente la botella, que besó largamente.
Edgardo tomó fuerzas para limpiar a los recién nacidos y preparar la leche de lactancia antes de acostarse contra el cuerpo distante y sin vida de Magdalena. Se sentía vacío, mareado por la realidad y su borrachera, incapaz de llorar. Le habían arrancado las entrañas de cuajo. Se durmió sin pensar en nada, como si lo hubieran sedado con algún medicamento muy fuerte. Soñó que era niño e iba de la mano de su padre. Volvían del colegio. Era feliz. Mientras dormía abrazó a su mujer muerta. Estaba tan fría que se dio la vuelta y se arrebujó entre la sábana y las mantas.
A Edgardo le despertaron los ladridos de los perros. Era de día y las tormentas de arena habían pasado de largo. Habían sido las más terribles que recordaba desde su llegada a Río Seco. Las peores en treinta años. Se levantó despacio de la cama. Los bebés dormían. Magdalena no despertaría nunca. Agarró la botella de aguardiente y pegó un trago largo hasta vaciarla. Abrió las ventanas y una bofetada de luz le hizo cerrar los ojos. La luz se derramó por toda la estancia y bañó sin pudor el cadáver de su esposa. Edgardo la contempló un instante para apartar después con tristeza su mirada. Salió del cuarto y bajó las escaleras. Desclavó los maderos de una de las ventanas que solo había fijado por dentro y saltó afuera con una pala y unas tenazas. Fue arrancando las tablas del resto de persianas. Las abrió. Gran parte del terreno estaba sepultado por la arena que el viento había arrastrado.
Dedicó lo que restaba de mañana a despejar a paladas el porche que, a pesar de estar alzado casi un metro del suelo, había quedado recubierto de arena. Una hora más tarde, pudo por fin abrir la puerta principal del motel sin inundar de tierra el living. Dos veces tuvo que hacer una pausa para alimentar a los bebés. Debían de ser cerca de las cuatro de la tarde cuando decidió prepararse algo con que llenar el estómago. Después salió otra vez al patio.
Desató a los perros, que hicieron una fiesta y ladraban alegres. Se acercó a la cabaña donde había encerrado a los lagartos y abrió las puertas para que salieran al sol. Con la ayuda de los perros, los condujo al cercado donde los criaba. La otra cabaña, en la que había escondido a las gallinas, había volado y pudo ver sus restos hechos trizas contra los automóviles y demás mamotretos del desguace. Advirtió que la mayor parte de las gallinas había muerto, pero al menos se había salvado un gallo. Fue recogiendo las aves sin vida y las metió en la cafetería. La mayoría se pudriría y acabaría dándoselas de comer a los lagartos que criaba, pero durante unos pocos días aprovecharía algunas para él y los primeros clientes que pudieran ir llegando.
Antes de enterrar a su mujer al fondo del terreno y clavar una humilde cruz de madera sobre la tumba, limpió la boca del pozo que les abastecía de agua, quitó la tapa de acero y sacó un cubo de agua helada. Iba a beber de él, pero volcó el líquido en el suelo. Prefirió pegar otro sorbo al aguardiente. Nunca hasta entonces había bebido tanto. Fue la única forma que encontró de no derrumbarse. Contempló largo rato la carretera, que había literalmente desaparecido bajo el arenal y no podría ser transitada hasta que llegasen las máquinas quitatierra desde Jabalí Nuevo, el pueblo más cercano.
Al atardecer se acordó del comerciante de aspiradores y corrió a desatarlo.
–Voy a soltarte. Espero que lo entiendas. Fue por tu propio bien –le dijo.
El forastero, en cuanto se vio libre, le propinó un puñetazo a Edgardo que le hizo sangrar por la nariz.
–Mi mujer murió ayer al parir dos niños sanos –balbuceó Edgardo mientras se limpiaba la sangre.
No respondió al golpe.
Ambos hombres quedaron callados uno frente al otro. Contemplaban las gotas de sangre oscura que caían de la nariz de Edgardo.
Diez días tardaron en limpiar la carretera los quitatierras que llegaron del pueblo. No se recordaba en la región un temporal tan violento. Ni siquiera los más ancianos habían contemplado algo así.
El comerciante partió a la ciudad a la mañana siguiente para no regresar nunca más a aquella comarca sureña. Se despidió de Edgardo con un seco apretón de manos, seis kilos más flaco y sin ganas de vender nada a nadie.
Tras su marcha, Edgardo bajó al sótano a por los catorce espantapájaros que iba a volver a empalar sobre el secadero de iguanas. Se había quedado viudo y era padre de dos niños que podrían haber sido sus nietos. No cerró el negocio un solo día. No guardó ningún luto. No hubo curas ni velatorios en un aséptico tanatorio. Los muertos, muertos estaban, se decía a sí mismo Edgardo; tocaba ocuparse de los vivos. Aquellos dos mellizos eran ahora lo único que importaba. Cargó la primera carretillada de espantajos, dejó el motel a sus espaldas y atravesó sudando la carretera hasta el secadero.
Cuando Edgardo terminó de empalarlos, catorce espantapájaros ardían bajo un sol naranja; con los brazos en cruz.