BREVE HISTORIA DE
ESPAÑA I
LAS RAÍCES
BREVE HISTORIA DE
ESPAÑA I
LAS RAÍCES
Luis E. Íñigo Fernández
Pocas cosas resultan tan difíciles en la profesión de historiador como la divulgación del conocimiento histórico para un público no especializado, dentro de los exigentes parámetros de calidad que calificamos de «académicos». Quien acomete el empeño debe conciliar en una síntesis el rigor intelectual y la capacidad de resumir los contenidos científicos con la amenidad expositiva que demanda la variedad de lectores a los que se dirige. Frente al «vulgarizador» mediático, que sigue la fácil senda de cultivar los prejuicios y los tópicos manidos, el divulgador académico se atiene al compromiso de calidad y objetividad que dimana de su propia condición de educador. Pocas cosas hay tan serias como transmitir al común de los mortales el conocimiento científico actualizado.
Y ello es especialmente comprometido cuando el empeño es, nada menos, que explicar el conjunto del devenir histórico de un pueblo desde el principio de los tiempos hasta los días vividos por el lector. Pocas cosas han sido tan cuestionadas en nuestro país, en las últimas décadas, como la historia «nacional» española.
La potenciación de los particularismos regionales por la vía de los nacionalismos alternativos ha conducido, en las universidades y otros centros de investigación, a impulsar una pluralidad de enfoques sobre el concepto mismo de la «historia patria». Cobran fuerza las interpretaciones que niegan carácter nacional a la realidad del Estado español. Desde las conciliadoras propuestas federalistas de interpretar a España como «nación de naciones», hasta las lecturas que, por la vía de relativizar o demonizar la historia común, introducen visiones «soberanistas», confederales o abiertamente independentistas.
Pervive, pese a ello, la visión progresista de la historia de España concebida como un proceso de vertebración y modernización, en torno a la unidad territorial y al Estado soberano, que condujo hasta una comunidad nacional integrada por ciudadanos iguales y solidarios, los españoles. Y se mantiene, con mucho menos vigor, el enfoque tradicionalista de la nación forjada por una unión de pueblos en torno a la comunidad cultural hispana, la unidad religiosa y la grandeza de las empresas pretéritas.
Tras esta pluralidad de enfoques late, en el fondo y en la forma, la pregunta acuciante que tantos pensadores han intentado resolver: ¿qué es España? Para cualquier español consciente de su entorno social, del pasado que hereda, del presente que vive, del futuro que lega, esta es una cuestión fundamental. Y para resolverla más allá del puro sentimiento, siempre es preciso volver la vista atrás, a la historia. Profundizar en las raíces, estudiar los procesos comunitarios, analizar sus consecuencias.
Claro que lo «nacional» tiene límites retrospectivos. Aunque algunos lo pretendan, en los tiempos del Antiguo Testamento no se pueden rastrear las naciones actuales. Es imposible que los habitantes prehistóricos de Atapuerca se considerasen «españoles». Tampoco sería, por ejemplo, el caso de Viriato, el guerrillero lusitano, de quien es igualmente improbable que se identificara como «portugués» o como «extremeño».
Podemos apostar a que su coetáneo, el caudillo íbero Indíbil, tampoco sabía que era «catalán». Pero un habitante de la península en tiempos de Cristo ya se consideraba genéricamente «hispano» y, en la Edad Media, el concepto geopolítico de España estaba suficientemente arraigado, al margen de las siempre cambiantes divisiones fronterizas de sus reinos. Los súbditos ibéricos de Carlos V se sabían pertenecientes a un reino de España que ya existía bajo una fórmula confederal dos siglos antes de que los decretos de Nueva Planta establecieran la moderna forma unitaria del Estado.
Concepto geográfico, comunidad cultural, realidad política, Iberia, Hispania, España constituye una constante en la evolución de sus pueblos que ha llevado a los historiadores, desde mucho antes de que existieran los nacionalismos y de que de ellos surgieran las naciones, a fijarla como objeto histórico milenario. Es como proyectarse al pasado desde el presente en busca de junturas y líneas de fractura de un proceso de convivencia en continua reelaboración.
La historia, como conjunto de saberes y como metodología de análisis del pasado, evoluciona en el tiempo y ello cambia la forma en que se percibe y se trabaja. Ni los historiadores, ni sus lectores, dejan de ser hijos de su tiempo. Es un tópico afirmar que cada generación reescribe la historia. En realidad, la reescribe cada promoción que sale de las aulas universitarias y, en el curso de la vida de su autor, un juvenil ensayo rompedor se trasformará en un «clásico» de la historiografía, numerosas veces superado y rebatido. Otro tópico afirma que la historia la escriben los vencedores.
Solo es cierto en parte. Como el actual y apasionante debate sobre la «memoria histórica» de la guerra civil de 1936 está poniendo de manifiesto, la escriben los vencedores, pero la reescriben los nietos de los vencidos.
Y el empeño precisa de la pluralidad de enfoques. Aunque la pretenciosa historia total que se proponía a mediados del pasado siglo ha quedado relegada al desván de los imposibles, una historia «nacional» requiere de un tratamiento multidisciplinar, en el que la historia política, la económica, la social, la cultural... se complementan en la exposición de los procesos de largo recorrido a fin de explicarlos con la pluralidad de enfoques que requieren.
El esquema de la historia general de España está establecido en nuestras conciencias desde la escuela.
Sigue una línea cronológica global, dividida en periodos y un ámbito geográfico común, frente a las visiones fraccionales que la diversifican conforme a los espacios geográficos interiores o las estructuras político-administrativas actuales. Desde mucho tiempo atrás, esta línea cronológica se ha ceñido a la convención de unas divisiones tradicionales —prehistoria, edades Antigua, Media, Moderna y Contemporánea— separadas por tópicas cesuras, rígidas, breves y muy concretas: la batalla del Guadalete, la conquista de Granada, el 2 de mayo de 1808… El mundo académico lo sigue admitiendo así, de una manera formal, en las «áreas de conocimiento» que compartimentan nuestra historiografía universitaria. No obstante, parece más lógica la opción que se sigue en este libro: una estructura mucho más flexible, con una sucesión de capítulos de temática concreta, que obvian, en la medida de lo posible, los saltos entre las tópicas «edades» y mantienen, por lo tanto, una mayor continuidad en el relato.
La Historia de España que prologan estas palabras es un excelente ejemplo de síntesis de una tradición histórica nacional que supera, en el tiempo y en el espacio, los límites de un Estado contemporáneo.
Tradición que responde a una realidad avalada por los propios procesos históricos. Pero tradición que, en la visión actual que nos ofrece el autor, huye de los tópicos nacionalistas de cualquier signo para asumir la compleja pluralidad del hecho español y acercarla a la sensibilidad del lector de hoy. Luis Íñigo es un historiador vocacional, con una larga trayectoria como investigador y docente. Es, por lo tanto, un lector voraz y un trasmisor nato de conocimiento en los diversos niveles del discurso historiográfico. Y en esta Historia de España demuestra su capacidad para llegar al más amplio público de estudiantes y aficionados a la Historia. Con una prosa amena, explicativa, plena de imágenes y sugerencias. Pero sin concesiones a la vulgarización y al tópico, planteando en cada tema el estado de cuestión a la luz de las investigaciones más recientes. Con la esperanza, quizás, de que el lector del libro tenga, cuando lo concluya, más firmes elementos de valoración personal para contestar a la inquietante pregunta que subyace en tantas controversias historiográficas: ¿qué es España?
Julio Gil Pecharromán,
Profesor titular de Historia Contemporánea Universidad Nacional de Educación a Distancia
¿Otra historia de España? Probablemente, querido lector, acabas de hacerte esta pregunta. Quizá has cogido el libro, atraído por el colorido de su cubierta, que tanto destaca entre los atestados anaqueles de la librería o del centro comercial donde te encuentras, sin otra intención que hojearlo mientras tal vez tus hijos se entretienen en la sección infantil. Si es así, cuento tan solo con unas pocas líneas, un par de minutos en el mejor de los casos, para provocar de tal modo tu curiosidad que no te quede más remedio que leerlo, convencido de que lo que en él vas a encontrar nadie te lo había ofrecido antes y de que, además, te ofrecerá algunas horas de lectura agradable y, por qué no decirlo, conocimientos fáciles de adquirir.
Por supuesto, tengo que asegurarte que eso es, precisamente, lo que vas a encontrar en estas páginas. No voy a engañarte. Escribirlas no ha sido una tarea fácil. Condensar en menos de trescientas páginas de este formato una historia de España desde la prehistoria hasta el siglo XVIII, y hacerlo de modo que la entiendan y la disfruten personas que no son, ni tienen por qué serlo, profesionales de la historia, merecería figurar entre los doce trabajos de Hércules.
Sí, quizá he exagerado un poco. Por supuesto, para escribir este libro no he tenido que dar muerte al león de Nemea, pero lo cierto es que se trata de un pequeño logro. Primero, porque estamos hablando de un período de varios milenios, y eso es mucho tiempo para tan poco espacio. Y segundo, porque se trata también de una historia muy compleja. La parte del mundo que nos ha tocado habitar, la península ibérica, se encuentra ubicada en un lugar muy especial, en el extremo occidental del continente europeo. Y esta ubicación ha condicionado su evolución histórica, otorgándole el papel de puente entre Europa y África y forzándola, a un tiempo, a volverse hacia el mar y buscar en él el destino colectivo de sus pobladores. Aunque sea un tópico, Iberia estaba llamada por la geografía a ser crisol de pueblos y culturas. Narrar su historia haciendo justicia a este papel, y a la pluralidad que de él resulta, sin negar por ello su existencia milenaria como entidad histórica reconocible —no como nación, que de eso no había aún antes del siglo XVII, por más que muchos lo pretendan—, no es una tarea sencilla. En todo caso, el resultado está a la vista y dentro de muy poco estarás en disposición de tener ocasión de juzgar si este autor ha logrado o no lo que se proponía.
Antes me gustaría, una vez explicado mi objetivo, exponer también la forma en que he tratado de lograrlo. Como no quiero apartarte más tiempo del placer de leer esta obra, diré tan solo un par de cosas. Después de varias décadas viviendo entre libros de historia, he podido comprobar que uno de los elementos que más dificultad y lentitud añaden a su lectura es la necesidad en que a menudo se ve el autor de explicar los conceptos que va introduciendo. Si no lo hace y los da por conocidos, se arriesga a que el lector no comprenda lo que quiere decir. Pero si los desarrolla en notas a pie de página, el resultado no es mucho mejor, ya que la mayoría de los lectores —es decir, todos con excepción de los eruditos— consideran que los libros con excesivas notas son lo más parecido a un ladrillo que cabe imaginar. Para conjurar ambos riesgos, he optado por señalar con un asterisco los conceptos con los que el lector de a pie puede no estar familiarizado y explicarlos por orden alfabético en un glosario al final del libro. De este modo, la lectura no pierde agilidad, y solo los que lo necesiten se verán obligados a interrumpirla para consultar algún término.
Por otro lado, la experiencia me ha demostrado también que, a pesar de la predilección de los historiadores por los análisis sesudos y complejos en los que intervienen múltiples factores, lo que el lector de a pie prefiere es la historia narrativa. Esto no quiere decir que este libro sea un cuento o una novela, y menos aún que no trate de explicar por qué y cómo se desarrolló nuestro pasado. La historia puede narrar y explicar a un tiempo, e incluso rozar lo literario, sin perder por ello profundidad en sus análisis. Por supuesto, hacerlo así añade una dificultad más a un trabajo ya de por sí arduo, pues la historia, a diferencia de otras disciplinas, es pluricausal, lo que hace muy complicada la exposición escrita de sus conclusiones. Con demasiada frecuencia, los historiadores nos perdemos tanto en cuestiones de detalle que los árboles impiden ver el bosque.
En fin, lo que aquí he tratado de hacer es precisamente eso: lograr que el lector vea a un tiempo los árboles —los hechos históricos— y el bosque —los procesos, las permanencias, los cambios— de manera que los primeros cobren sentido insertos en los segundos y el conjunto sirva al que debe ser el objetivo último de toda obra de historia: convertir el conocimiento del pasado en una herramienta útil para comprender el presente y, en última instancia, hacer de nosotros personas más libres. Este pequeño libro tan solo pretende colaborar con humildad en esa gran tarea. Espero que lo disfrutes. Y si lo haces, ya sabes: no dudes en leer a su debido tiempo el segundo tomo. Como ya demostrara Cervantes, las segundas partes también pueden ser buenas.
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Por lo demás, parece oportuno añadir unas breves palabras a esta introducción, escrita para la primera edición del libro, allá por el año 2010. Casi una década más tarde, es obvio que nada nuevo ha sucedido en lo que se refiere a la España anterior al advenimiento de los Borbones, pero sí ha sucedido, y mucho, en lo que se refiere a nuestro conocimiento de ese período, no por lejano poco relevante para la comprensión de nuestro presente. Sabemos ahora más cosas sobre nuestros antepasados más remotos y su peripecia en la península ibérica, sobre los inicios del Neolítico peninsular o, por citar uno de los ejemplos más relevantes, sobre la presencia de los fenicios en nuestra tierra, mucho más intensa e influyente de lo que pensábamos hace unos años. Todos estos cambios merecían una segunda edición del libro, esta que, amigo lector, tienes ahora entre tus manos. Espero que la disfrutes.