Primera edición: marzo 2019
Edición digital: abril 2019
Textos: © Santi Jiménez Serrano
Cubierta: © Paula Alconada
© MueveTuLengua
ISBN: 978-84-17284-73-2
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A ti
I
Los abrazos perdidos
Abrázame
Los médicos aseguraban que no entendías nada y que, quizá, ni siquiera pudieses escucharme, pero yo no dejaba de hablarte, como en los viejos tiempos cuando me decías que te ponía la cabeza loca. Esa frase tuya me ha hecho pensar muchas veces que tal vez la culpa de todo, de absolutamente todo, fuera mía.
No te negaré que he llorado mil veces en mi habitación cuando no podías verme.
«Los chicos grandes no lloran», me decías cuando llegaba con los mocos colgando y los ojos hinchados tras alguna de las peleas en las que día sí, día también, me veía envuelto en el patio del colegio.
«Los valientes como nosotros solo nos permitimos las lágrimas que podemos contar con los dedos de nuestras propias manos», insistías.
A mí me daba cierta envidia ver a los chicos por la calle de la mano de sus madres, chicos y chicas mayores que yo.
«La gente decidida no se agarra a ninguna mano», asegurabas.
«Como no te pierdas, como no tropieces, como no te caigas, jamás podrás encontrarte, avanzar o levantarte».
A mí me parecía muy injusto que no me abrazaras como lo hacían muchas madres que dejaban a los niños en la escuela. El primer día, el segundo, el tercero, incluso algunas lo hacían hasta el final del curso, pero tú me decías que me tenía que hacer un tipo duro, que todas las rosas tienen espinas y que no querías que esto me pillase por sorpresa.
Recuerdo cuando me pusiste la mano sobre el horno caliente, cuando cerraste el cajón mientras yo jugaba a sacar y meter las cosas sin orden ni concierto, como tú decías. Me acuerdo perfectamente de cómo le explicabas a la tía que los niños teníamos que meter los dedos en los enchufes, y yo tardé como dos minutos en hacer lo propio. Yo solo quería complacerte, pero nunca supe si estaba a la altura, nunca supe si fui suficiente.
Al principio, cuando todo empezó a cambiar sin que yo apenas me diera cuenta, me enfadaba. Tú, que todo lo hacías bien, tú, que todo lo controlabas, llegabas a la cocina y no recordabas a lo que habías ido, metías los calcetines en el frigorífico, olvidabas dónde habías dejado cualquier cosa y me acusabas a mí de haberla cambiado de sitio. No sabías cómo hacer la comida, cómo enchufar la lavadora o el lavavajillas y no podías recordar el nombre de las cosas más sencillas y cotidianas. Así que empecé a poner etiquetas con su nombre a todo, con indicaciones claras del uso de cada aparato, señalando cada estancia.
Al principio, solo al principio, me enfadaba, porque tú no podías recordar qué había pasado, si te había hecho tu comida favorita, qué película habíamos visto, si habíamos escuchado tu canción, pero el sentimiento de alegría o tristeza ante mi reacción, ese sí permanecía.
No recordabas ninguna fecha, ninguna cita y olvidabas tu cumpleaños o el mío.
Después, fue aún peor: era a mí a quien no recordabas. Tu mirada dejó de ser tu mirada. Tus palabras, que siempre habían tratado de encerrar lecciones, solo preguntaban desconcertadas. Preguntabas lo mismo una y otra vez. Me decías, por ejemplo, que querías ir a visitar a tu madre, fallecida hacía diez años. Me explicabas que querías abrazarla antes de que fuera tarde. Se ve que también habías olvidado que no hay que abrazar a la gente por si algún día te falta, no te vaya a doler, o por si tienen espinas, no te vayas a pinchar.
Así que, en los últimos días, yo te abrazaba y tú no soltabas mi abrazo. Muy al contrario, me agarrabas con fuerza por todos y cada uno de los abrazos que nos habíamos negado, aunque en el momento más inesperado me preguntases quién era yo, aunque olvidases en ese abrazo, que solo podemos permitirnos las lágrimas que podemos contar, una sola vez, con los dedos de nuestras dos manos.
«Abrázame como si no supiésemos hacer otra cosa. Abrázame como si no fuera tarde», susurrabas en esos primeros y últimos abrazos.
El libro mágico
El tío de esta semana se llama Juan. Hace dos meses, más o menos, estuvo con nosotros el tío Antonio. Son parientes que nunca he visto antes, de los que no salen en los viejos álbumes de fotografías. Al menos el tío Juan me trata bien. Recuerdo un tal tío Enrique que, cuando mi madre se ausentaba, se empeñaba en hacerme aprender las cosas a base de cinturón sobre mi trasero.
Cuando hay alguno de estos tíos en casa, mi madre trabaja menos. En las temporadas que no nos visita ningún familiar ella pasa todo el día en la calle, pero por la noche, aunque llega bien tarde, duerme conmigo y eso me encanta. Desde que recuerdo le digo que la espero despierto y que si me duermo, haga el favor de despertarme ella. Y ella lo hace.
En esas noches, a su regreso deja las medias de rejilla y sus tacones rojos en la entrada, detrás de la puerta, y cuelga su abrigo en el perchero que hay justo encima. Deja los pendientes gigantes y brillantes en el mueblecito del recibidor y unos cuantos billetes. Yo la espero con el libro preparado en la mesilla. Ella se mete en la ducha y yo hago verdaderos esfuerzos para no dormirme. Se acuesta conmigo oliendo a flores y a madre. Me besa en la frente y me dice: «Estoy segura de que has tenido un día maravilloso. Se nota porque estás muy guapo y te brillan los ojos». Yo siempre le respondo que sí, y entonces es a ella a quien le brillan los ojos, como si fuese una estrella de cine.
Y sucede. Toma el libro de la mesilla con sus manos pequeñas y calentitas, me rodea con uno de sus brazos blancos y sostiene con la mano del que le queda libre el cuento, así que yo tengo que pasar las páginas por ella. Siempre susurra orgullosa: «¿Qué haría yo sin ti?». El libro es el mismo desde que tengo uso de razón y es el único que habita nuestra casa. No importa porque es un libro mágico y la historia siempre es diferente. Los dibujos no cambian, pero las palabras son distintas cada vez.
Cuando aprendí a leer, regresé a la carrera a casa para ver qué historia tocaba ese día. Mi madre no estaba, a pesar de que esa semana vivía con nosotros el tío Alberto, un hombre con el bigote como el de los señores de las fotografías antiguas, esos que posan junto a bicicletas de ruedas gigantes o coches con una manivela en la parte delantera para arrancar el motor. Me tumbé en la cama con el corazón al galope y, efectivamente, la historia era otra bien distinta, diferente, además, de la que mi madre me contó la siguiente noche, cuando se marchó el tío Alberto. Magia, sin duda.
Hay una palabra que me inquieta. Se la oigo a las vecinas de la escalera, a los niños del recreo e, incluso, alguno de mis tíos se la ha dicho a mamá.
Así que una mañana le pregunté:
—Mamá, ¿qué es «puta»?
—Bébete la leche que vas a llegar tarde al colegio —me dijo por toda respuesta.
Hoy me he pegado con un chico en el colegio. Se sienta cinco filas detrás de mí en clase. Es un matón, el típico repetidor profesional. Los chicos leían la nota que el matón me había escrito y se reían, la volvían a doblar y la pasaban al de delante, hasta que Blas, el que se sienta a mi espalda, me la ha metido en la cartera. La he cogido junto con el bocadillo, que al final no me he comido, y cuando hemos salido al recreo, todos me miraban esperando a que la leyera. Eran solo cinco palabras y no estoy muy seguro de lo que significan, pero me he puesto muy furioso y muy colorado y he arremetido con unas fuerzas —que no sabía que tenía— contra el escritor. Ha sangrado como un auténtico cerdo y se ha hecho el silencio en el corro que nos rodeaba. He podido notar las miradas de algo así como el respeto, pero yo no me he sentido orgulloso para nada.
Me ha tocado ir al despacho, por primera vez. El director me ha cogido la nota, que aún apretaba en mi puño dolorido, como mi corazón.
—Está bien, lo dejaremos pasar por esta vez —ha dicho después de leer la nota con gesto indescriptible.
Por la noche, la nota descansaba arrugada junto al libro mágico. Mamá se ha duchado y se ha metido con el olor de todas las flores en mi cama. Me ha dicho que estoy muy guapo, que me brillan los ojos, que qué haría ella sin mí. Ha cogido la nota y ha mirado fijamente las cinco palabras, «Tu madre es muy puta», y me ha preguntado:
—¿Qué es? ¿El nombre de alguna novieta?
He sentido una pena infinita por mi madre que, igual leer no sabe, pero lo que sí que sabe es hacer magia y la historia de esta noche ha sido, sin duda, la más bonita de todas.
Camille
Recuerdo a menudo a Camille, la chica de sexto curso. Nuestra clase había permanecido invariable desde primero y aquel 9 de marzo llegó la francesita con sus ojos enormes del mismo color que los pupitres y sus manos temblorosas, iluminando la clase por completo.
El maestro la situó frente a nosotros, junto a la pizarra y el mapa de Europa, y nos dijo:
—Os presento a vuestra nueva compañera, Camille, viene de Cordes-sur-Ciel en Francia. —Esto lo dijo señalando Francia en el mapa y mirándonos por encima de las gafas, como si a esas alturas alguno desconociese dónde estaba situado el país vecino—. Y apenas chapurrea español. Espero que la ayudéis en todo lo que precise.
Y, por los comentarios de los chicos en el recreo, estaba claro que deseaban ayudarla, y mucho.
La empollona de la clase echó a Gabriela de su lado y ordenó a Camille:
—Asseyez-vous ici, s’il vous plaît. —Con un marcado acento francés y altos dotes de mando y se convirtió en su sombra y en un obstáculo insalvable para cualquier tipo de acercamiento por mi parte.
Ese 9 de marzo, llegó Camille y se esfumaron mis ganas de estudiar y de comer. Llegó Camille y lo llenó todo de flores, flores que no eran sino su nombre que yo escribía, diminuto y hasta la saciedad, en la última página de cada cuaderno.
Llegó Camille y me olvidé de la colección de fútbol, de la de chapas y de la de caracolas y empecé a suspirar y a tocarme sin descanso, en cuanto me encerraba en mi habitación a no estudiar.
Los sacapuntas de entonces no eran como los de ahora, que cuentan con un depósito para recoger los restos de lápiz. Nosotros teníamos que levantarnos a la papelera, situada en la esquina derecha, a un extremo de la pizarra y junto a la puerta del aula. No he sacado más punta en mi vida que cuando llegó Camille. Dejaba la punta bien afilada —igual que en mi dormitorio al recrearla—, y, cuando regresaba a mi mesa, me quedaba detenido, paralizado, mirándola a ella, a la preciosa Camille, hasta que las risas de mis compañeros me sacaban de mi ensoñación y ella, ella permanecía con la vista fija en su cuaderno o en su libro o escuchando atenta lo que la empollona le susurraba al oído.
Un día me armé de valor y escribí todo aquello que me estaba pasando, todo lo que sentía por mi amada Camille, en un papel. Fue así como empecé a escribir y, desde entonces, no he dejado de hacerlo. Tracé un plan. Me toqué. Cambié el primer plan. Me toqué de nuevo. Otro plan. Vuelta a los tocamientos. Así hasta llegar al plan Z y a la extenuación.
Y por fin llegó el gran día. Lo haría, hablaría con ella y le entregaría el papel. Después esperaría su respuesta rezando a todos los santos y todos los dioses en los que no se creía en casa y a los que, últimamente, yo no dejaba de acudir pidiendo un milagro de amor, entre paja y paja. Y si todo iba bien, mi preciosa Camille y yo iríamos a la chocolatería después del colegio. Haríamos los deberes juntos, ella miraría mis dibujos y mis poemas, acercándose mucho a mí, y yo olería su cuello francés y blanco y acaso la besaría.
No sé qué explicó ese día el profesor de Matemáticas, ni el de Geografía, ni cualquier otro. Yo estaba echando cuentas de lo mío e imaginándonos con nuestros tres hijos, igualitos a ella, veraneando en Cordes-sur-Ciel y besándonos en la boca, con las bocas abiertas.
Salimos de clase. Su falda se movía junto a la de la empollona delante de mí. Yo llevaba la nota en la mano sudada con el papel humedecido y, posiblemente, la tinta corrida.
Avancé decidido. La empollona y la bella detuvieron el paso y choqué con mi preciosa Camille. Se le cayó la cartera. Nos agachamos a la vez. Su pelo me rozó. Su cabello olía diferente a cualquier otra cosa que yo conociese. Era mi oportunidad. Podía sentir la mirada de la empollona fija sobre mí.
—Camille, votre crayon.
—Merci.
Sonrieron todas las flores y Camille se alejó junto a la empollona, mientras yo recogía bajo la manga de mi camisa el papel del amor, como un mago que oculta su último truco.
Acabó el curso y no logré hablar con ella, ni tomar chocolate, ni besarla con la boca abierta. Acabó el verano y Camille no regresó a la escuela. La empollona me abordó el primer día de clase y me entregó una nota, cuidadosamente doblada, a la orden de «Toma, retrasado». Era una nota que olía como el pelo de mi preciosa Camille y decía así:
«Me voy sin saber si acaso tú tampoco hablas español, chico de la quinta fila. Si algún día regreso, no hace falta que digas nada, pero bésame».
Feliz navidad
Odio que lleguen estas fechas. Lo sé, no es lo normal en un niño. Odio ir a clase y tratar de copiar las redacciones de cuentos de hadas de los demás niños, recordar las que leyeron en voz alta años anteriores y parecer alegre. Odio cantar villancicos, hablar de familias felices, de reencuentros y de toda esa parafernalia navideña que lo más de cerca que he visto ha sido en los anuncios de televisión, porque a mis abuelos, a mis tíos y a mis primos hace siglos que no los veo.
«Tú verás, te puedes ir con tu familia perfecta que yo no me muevo de aquí», le dice mi padre a mi madre en los típicos días como Nochebuena, Navidad o Nochevieja.
Mis abuelos vienen a vernos cuando no está él, pero nuestras sillas siempre se quedan vacías en su casa desde ya ni me acuerdo, y eso pone a mi madre muy triste, que lo sé yo.
Odio decorar la clase, disfrazarme de pastorcillo, lo del amigo invisible, las estrellas de goma EVA, la purpurina y todo lo demás.
No estaría mal, sin embargo, poder adornar mi propia casa con mi madre y mi hermana, pero eso, como todas las cosas que hay que hacer bien, como todo lo importante, es cosa de mi padre. Me muero por coger el espray de espuma y esparcirlo por toda la casa, por todos los cristales y por todos los espejos. Pero lo que pasa es que soy un inútil, como mi madre y mi hermana y, por más que mi padre nos repite cómo se hacen las cosas, no somos capaces de hacerlas bien hasta que él no se pone como se pone.
Normalmente, los gritos solo se escuchan cuando se cierra la puerta del dormitorio de mis padres. El resto del día mi padre nos habla con una voz suave, que yo creo que da más miedo. No sabría explicarlo pero es como algo que te ahoga sin tocarte. Tampoco sabría explicar por qué, pero sientes que tienes que actuar de determinada manera, decir lo que espera si quieres que las cosas vayan bien, aunque, al final, también se estropean, sea por lo que sea.
Pero los gritos solo se oyen detrás de la puerta de su habitación. Mi madre me dice al día siguiente que estaban comentando una película o el telediario y que no estaban de acuerdo, que mi padre tiene mucho trabajo, que está muy cansado, que no duerme bien y que ella tiene los ojos hinchados por su alergia y que los cardenales se deben a la mala circulación. Pero yo oigo decir a mi madre, así como agobiada: «Los niños, los niños», y a mi padre, frases del tipo: «Que te calles, que no sabes ni lo que dices, que estás acostumbrada a que te lo den todo hecho, que parece que te gusta escucharme, que si no me pongo así no te enteras, inútil». «Inútil» es, sin duda, su palabra preferida. Porque mi madre es una inútil integral de esas que lo hacen todo, pero lo hacen todo mal, y luego tiene que ir mi padre recolocando las cosas, supervisando su trabajo y protestando.
Cuando vamos de compras mi hermana va mirando el móvil y yo mirando a mi madre que va un paso por detrás de él. Él es el que sabe dónde hay que comprar cada cosa, dónde encontrar los mejores precios, cuáles son las mejores marcas y cómo se coloca la compra en el carrito y en las bolsas, en las estanterías de la despensa, en el frigorífico y en los armarios. Lo hace mi madre, pero el que sabe y tiene que reorganizarlo todo de nuevo es mi padre.
Dice mi padre que mi hermana y yo tenemos las mismas tonterías que mi madre y su familia, que somos igual de blandos y malcriados, que nos creemos los mejores, pero lo que somos es una mierda. Hoy hemos comprado los adornos y el espray de mis amores. Juro que me muero por agarrarlo y llenarlo todo de blanco. Como es Navidad hay que hacer las cosas bien y, aunque mi madre se encarga de eso todo el año, lo típico es que en estas fechas sea mi padre el que deje relucientes los ventanales del salón, con su escalerita y las persianas bien abiertas para ver hasta el último detalle de suciedad y acabar con él. Yo lo observo desde el sillón, sin poder tocar ni colocar ninguno de los adornos que me miran golosos desde las bolsas. Mi madre siempre le dice que lleve cuidado, que está muy alto y que debería bajar las persianas y encender las luces para evitar una desgracia. Él contesta que a ver si se cree que es la primera vez que lo hace y que lo que a ella le jode es que las vecinas vean el pedazo de marido que tiene y que ella no sirve ni para limpiar cristales. Así que la manda a la cocina a preparar la comida, el menú que él ha decidido, y yo me quedo sentado en mi sillón, odiando un poco más la Navidad.
—Esto casi está, acércame ese paño seco a ver si haces algo, inútil —me dice.
Me levanto del sillón, cojo el paño seco y el espray. Lo contemplo de espaldas, ensimismado en la maravilla reluciente de los transparentes cristales y, no sé muy bien por qué, le empujo, sencillamente, le empujo y escribo en letras bien grandes «Feliz Navidad» con el espray en esos ventanales tan perfectos.
Las alas, el globo y las trenzas sujetas al suelo
A mí me hubiese encantado llevar el pelo largo y hacerme dos trenzas que cayesen a ambos lados de mi cara o unirlas en la parte de arriba de la cabeza, como si fuese una diadema. Pero mi madre decía que no podía dejarle, además, el cargo de cuidarme la melena a la tía Luisa, que no era tía ni era nada, no era más que la vecina, puerta con puerta, pared con pared, del rellano. A mí me encantaba cómo decía mi madre lo de «puerta con puerta», «pared con pared» las contadas ocasiones que salíamos a pasear juntas y le explicaba al primero que encontrase que me tenía que dejar con Luisa, la vecina, porque ella trabajaba todo el día y que, la pobre, bastante tenía con encargarse de su padre, que era un «porculero», y de mí. A mí esa palabra me hacía mucha gracia y también me daba un poco de pena por el «porculero», y otro poco de vergüenza porque saliese de la boca de mi madre, con lo guapa que ella era.
Luisa dejaba las dos puertas abiertas, la de su casa y la nuestra, para escuchar al padre cuando la llamaba a voces, que si «Luisa, agua», que si «Luisa, sube el volumen», «Luisa, baja el volumen que te crees que estoy sordo», «Luisa, apaga la tele», «Luisa, pon la radio», «Luisa, quita esa caja de grillos». Pues eso, que la mujer no paraba de echar viajes porque el padre era un poco «porculero», y porque, además, no podía caminar, el buen hombre.
Esos raros días que paseábamos mi madre y yo, ella me daba una peseta al regresar a casa y la guardábamos en un calcetín desparejado, como ella, con las anteriores y me decía, muy misteriosa: «Algún día entenderás que esto son más que pesetas».
Entre vuelta y vuelta al «porculero», Luisa hacía vida en nuestra cocina. Allí lo hacía todo: la comida, coser, planchar, jugar conmigo a las cartas, al parchís, a aguantar la respiración, a estar muy callada y muy quieta (yo), enseñarme a leer y hablarme de mi madre, de lo guapo que era mi padre y de lo mucho que había pasado mi santa madre con él, por su mala cabeza, que «los guapos son como los helados: dan mucho gustico un ratico, pero luego todo son madresmías». Yo la escuchaba con la barbilla apoyada en esa mesa de la cocina que servía para todo y unas trenzas de lana rubia sobre mi cabeza que me había hecho ella misma, la tía Luisa que «no era tía ni era nada, pero que nos quería más que nuestra propia sangre», como decía mi madre.
—Luisa, ¿por qué trabaja tanto mi madre? ¿Y por qué trabaja los domingos y todas las fiestas?
—Hija mía, porque tu padre no solo os dejó a vosotras, dejó también muchas deudas y porque mierda, lo que se dice mierda, hay todos los días. Y los señoritos son muy señoritos pero ensucian como el que más.
—Luisa, y ¿por qué no limpia estas escaleras y las casas de los vecinos y así la tengo bien cerca?
—Hija mía, porque aquí ninguno tenemos dónde caernos muertos.
Yo miraba el suelo perpleja, atónita de que aquella mujer, que tanto sabía de todo, no supiese que cualquiera se puede quedar muerto en el suelo y que el suelo jamás en la vida diría nada.
Esa mañana de primero de enero, en el perchero que había detrás de la puerta de entrada estaba colgado el abrigo rojo que la nieta del señorito había desechado, que estaba reluciente y que me hacía parecer una princesa, aunque llevase el pelo tan corto. Luisa estaba llamando al gato, ese que solo venía para comer, afilando la hoja del cuchillo contra la piedra que había en la encimera para tal fin. Estaba hablando consigo misma y yo aproveché el descuido para ponerme las trenzas y el abrigo y salir a dar una vuelta. Eso estaba totalmente prohibido y quizá por eso lo hice.
Bajé de puntillas por la escalera y caminé hasta que estuve cansada y perdida. Llegué a un parque en el que no había estado nunca y aterricé, como decía Luisa. Un señor muy mayor con pelo blanco y gabardina, me levantó, me sopló y me dijo que no pasaba nada. Cada vez que me he vuelto a caer después, he soplado y me he dicho que no pasaba nada yo también.
—Estoy perdida y no puedo hablar con usted. Estoy buscando a mi madre.
—A lo mejor la llevas en el bolsillo.
—¡Qué disparate y qué risa cuando se lo cuente a Luisa!
Metió la mano en mi bolsillo y sacó un papel que yo no llevaba y, de su oreja, un lápiz. Me pidió que me dibujase. Me dibujé con unas trenzas arrastrando por los tobillos.
Él me dijo:
—Está sin acabar. ¿A que no sabías que llevabas un papel en el bolsillo? Pues tampoco sabes que tienes esto. —Y me dibujó unas alas en mis orejas, un globo que salía del corazón y un lazo que ataba las trenzas al suelo. Y me explicó:
—Camina sujeta al suelo siempre, pequeña, pero deja que tu cabeza y tu corazón toquen el cielo.
Y ya, solo recuerdo que estaba en casa acostada y que mi madre, como cada noche, se metió en mi cama oliendo a guiso, a tabaco del señorito y a sudor. Lo sé, no suena muy delicioso, pero a mí me acunaba y reconfortaba cada noche.
Luisa y ella dicen que eso no pasó, que nunca me escapé y que jamás conocí a ese señor. Pero yo sé que es cierto porque en el calcetín que guarda esas pesetas que hoy sé que eran mucho más que pesetas, aún conservo aquel dibujo de las alas, el globo y las trenzas sujetas al suelo.