VIAJERAS POR LOS
MARES DEL SUR
PILAR TEJERA
Viajeras por los Mares del Sur
© Pilar Tejera, 2019
© Ediciones Casiopea, 2019
Foto de cubierta: Fanny y Robert L. Stevenson en Villa Vailima con amigos samoanos y algunos tripulantes del HMS Tauranga. Fotografía de Alfred Tattersall, 1890
Autor: J Patrick.
ISBN: 978-84-120012-9-7
Diseño de cubierta: Anuska Romero y Karen Behr
Maquetación Ebook: Carlos Venegas
Impreso en España
Reservados todos los derechos
Los viajes son la parte frívola de la vida de la gente seria y la parte seria de la vida de la gente frívola.
Madame Swetchine, 1869
Navegamos costeando. Se oía, a babor, el estrépito del oleaje. Algunos pájaros volaban y pescaban bajo la proa del navío; eran los únicos ruidos, las únicas señales de vida, tanto humana como animal, en aquella parte de la isla.
Louis Stevenson
A todas aquellas mujeres que pusieron a prueba sus límites y a las que aún lo siguen haciendo.
Creo que por fin he vencido la batalla que mantenía desde hace dieciocho años y que las inclemencias que hemos experimentado desde que salimos de Constantinopla y que comprenden cinco vientos en once días, ha terminado haciendo de mí un buen marinero. Durante los últimos dos días realmente he sabido lo que es sentirme bien en el mar, incluso cuando la situación es difícil, y he podido comer mis comidas e incluso leer y escribir, sin sentir que mi cabeza pertenecía a otra persona.
Annie Brassey
A mí siempre me embarga una sensación de plácida dicha durante estas colosales agitaciones de la naturaleza. Con frecuencia me he amarrado cerca de la bitácora permitiendo que me alcanzasen las descomunales olas con el único fin de impregnarme en cuerpo y alma del espectáculo.
Ida Pfeiffer
El mar del Sur (mar del Sud)…, el mar de Balboa… nombres que parecen evocar lugares inalcanzables, deseables… Los Mares del Sur y sus islas… Algo se despierta en nosotros, algo que nos traslada a los tiempos en que estudiábamos a los exploradores del pasado. Vasco Núñez de Balboa, Magallanes…, tiempos de búsqueda de nuevas rutas, tiempos de navegación, de curiosidad, de grandes interrogantes en los que los astrolabios y cuadrantes marcaban los destinos aliándose con los astros… Barcos, atolones, guirnaldas de flores, danzas sensuales, remeros atléticos, aguas purísimas, cristalinas… Todo unido se confabula para recrear la imagen de paraísos lejanos. Las Islas Salomón, Vanuatu, Fiyi, Tonga, Samoa, las Islas Cook, Hawái…
Uno de los lugares que más avivó la imaginación en los antiguos viajeros fue esa familia de fronteras que comparten los Mares del Sur. Fronteras flotantes, paradisiacas en las que muchos vertieron sus ansias de aventura. Naufragios, motines, tesoros, playas blanquísimas y arrecifes de coral, forman parte del adn de esas islas que tantas novelas de aventuras inspiraron. Leyéndolas, casi se puede oír el chapoteo producido por el ancla al caer, sentir el olor de la pólvora o respirar el aire del trópico que parece atrapado entre las páginas.
Quién no recuerda el motín de la Bounty y a un Marlon Brando inmortalizando a Fletcher Christian, cabecilla de la sublevación. Como olvidar los viajes del capitán Cook, el culpable de descubrir, cartografiar e incorporar al mundo de lo conocido muchos de estos litorales gastados por las olas. Existen tantos rincones en ellos, que hay cabida para todo tipo de viajeros. Buscavidas, exploradores, aventureros, artistas y escritores quedaron atrapados en esta galaxia de arrecifes. Magallanes, Álvaro de Mendaña, Herman Melville, que tras enrolarse en un ballenero desertó al recalar en Nuku Hiva, la mayor del archipiélago de las Marquesas… ¿Qué tienen estas islas que tanto invitan a la rebeldía? Claro que, en el caso de Melville, fue a caer en manos de una de las tribus con peor fama de canibalismo de todos los Mares del Sur, los typee, que por alguna razón en vez de comérselo prefirieron venderlo a otro barco ballenero. Esta isla junto con Tahití, donde fue encarcelado más tarde y las islas de la Sociedad y Hawái donde vagabundeó durante un tiempo, inspiraron sus futuras obras. Moby Dick, respira el aire de todas ellas.
Morada eterna de Stevenson, cuyos restos mortales transportaron los nativos de Samoa hasta la cumbre de Vaea, su monte sagrado, tras abrir a golpe de machete un camino a lo largo de la tupida jungla, que aún conserva su nombre, el Camino de la Gratitud. Descansa en la bahía de Kealakekua, Hawái, el cuerpo del capitán Cook, tras resultar mortalmente apuñalado en una playa. Descansan también los de otros exploradores como Domingo de Boenechea, y lo hacen los restos de los amotinados, de los pecios hundidos en sus cristalinas aguas…
Yacen estas islas muy quietas, con sus bordes de puntillas de coral, sus cielos peinados por las gaviotas, sus tupidas selvas, sus nativos semidesnudos y el sonido de tambores en medio de las resplandecientes aguas que las rodean. Parecen posar para los artistas y escritores atraídos por sus cantos de sirena. Jack London, Somerset Maugham, el periodista, escritor y viajero Frederick O'Brien, Pierre Loti, Gauguin o Matisse cayeron bajo su embrujo.
¿Fueron realmente paraísos perdidos? No para todos los que recalaron allí. Sin duda, los misioneros, comerciantes, tratantes y pioneros ofrecieron una visión muy diferente de aquellos volcanes extintos
Pero en este laberinto oceánico, ¿tuvo cabida también la sensibilidad y la curiosidad de las mujeres?, ¿conserva la historia el recuerdo de algunas? El eco de sus voces resuena como un susurro en algunos libros y diarios.
Francia, la inventora de la expresión bon vivant, tan íntimamente asociada al concepto decimonónico del viajero, nos habla de Jeanne Baré, quien a mediados del siglo xviii logró circunvalar el globo convirtiéndose en la primera europea en surcar el Pacífico. Para ello, tuvo que hacer uso de la picaresca, embarcando disfrazada de hombre para poder sumarse a la expedición botánica llevada a cabo por un velero entre los años 1766 y 1769. No fue hasta que el barco arribó a las costas de Tahití, dos años después de zarpar, cuando descubrieron el engaño, pero para entonces nuestra protagonista supo convencer al capitán para que la dejara concluir el viaje.
Dejando a un lado el posible desenlace de aquella aventura (ser desenmascarada como mujer en un barco repleto de hombres condenados al ayuno carnal no debió de ser un plato de buen gusto), saltamos a la historia de Rose de Freycinet quien, tal vez animada por el éxito de su compatriota, se embarcó, también disfrazada de hombre, en una larga y peligrosa travesía alrededor del mundo. Tras aquel viaje que duró nada menos que tres años, regresó a casa en 1820 habiendo bautizado con su nombre a un puñado de especies botánicas repartidas por todo el planeta.
Las siguió en aventuras Madame Giovanni, conocida así por su matrimonio con un comerciante italiano. Para ella, el elemento rey era el agua y se sentía a sus anchas a bordo de cualquier embarcación. A los veinte años de edad, se lanzó a una travesía a vela que duró otros diez. En fecha tan temprana como 1845, conoció isla Mauricio, Australia, Nueva Zelanda, las Marquesas, Hawái o México casi doscientos años antes de que los turoperadores comercializaran aquellos destinos y descubrió, mucho antes que los pintores postimpresionistas franceses, el encanto de Tahití, isla a la que calificó como un paraíso en la tierra.
Trotamundos, pintoras y escritoras sintieron algo similar. Pusieron a prueba su resistencia en las largas y peligrosas travesías rumbo al Pacífico Sur, un destino poco accesible a cualquier viajero. Sus islas fueron durante mucho tiempo interrogantes metidos en un mismo saco, pese a sus diferencias culturales, geográficas, territoriales… La Polinesia y sus atolones de coral, la fisonomía volcánica de las melanesias, la hosca personalidad de Papúa Nueva Guinea, la homogeneidad étnica de Tonga, la fascinante mezcla de Fiyi, el temperamento inhóspito de las Nuevas Hébridas o la variada constelación de casi 1000 islas integrantes de las Salomón, fueron cuestiones que algunas de aquellas viajeras fueron desvelando.
Viajeras alegres, casi naíf, como Marian North, la pintora convertida en trotamundos que dejó una estela de pinceles y colores a su paso por los Trópicos. Viajeras movidas por el estímulo de aprender algo nuevo, como la coleccionista Lucy Cheesman que protagonizó ocho expediciones a los Mares del Sur. Viajeras que se negaron a seguir la ruta de la lógica de las cosas como Annie Brassey, circunvalando el planeta a bordo de su propio velero, y que nos coge de la mano para empaparnos de mar.
Viajeras circunspectas, elegantes, serenas… como Isabella Bird, la trotamundos victoriana que abrió la compuerta de su pasión por viajar en las islas Benditas, también conocidas como islas Sándwich, el actual archipiélago de Hawái… «Me siento resucitar y volver a la joven de veintiún años. No puedo explicar cómo disfruto con esta vida», declaró en 1873, nada más aproximarse a los trópicos tras doce meses de travesía. Pasó seis meses en Hawái, en una especie de bruma, en una ensoñación de vivencias que obraron un milagro en su precaria salud. Hubo de todo, momentos de excitación recorriendo los valles a caballo, tardes de profunda soledad escribiendo sus diarios, noches de ensueño durmiendo en cabañas nativas, y días de intensa actividad que la animaron a escalar los más de 5000 metros del volcán Mauna Loa. Todo aquello le devolvió el color y la hicieron olvidar el dolor y el cansancio. «Me he visto tan joven al mirarme en el espejo, que apenas me he reconocido», escribió.
Viajeras también, cuya curiosidad las llevó a caminar con grandes y anhelantes zancadas, mientras que sus compañeros, sus guías o intérpretes, se vieron obligados a forzar el ritmo para no perderlas de vista. Viajeras que podrían hablar de soledad, como Constance Cumming, a la que le gustaba desplazarse en solitario. Sus viajes fueron un ejercicio de adaptación y de audacia y fue una de las primeras artistas en pintar en activo los volcanes de Hawái.
Viajeras desconocidas pero deslumbrantes, como Abby Jane Morrell que protagonizó un épico viaje por aquellas latitudes en 1830. Viajeras que se movieron sin amortiguar el ritmo ni bajar sus pulsaciones, como Marie Fraser en Samoa. Viajeras que acabaron sintiéndose como en casa en aquellos territorios, como le ocurrió a Agnes Gardner King que anduvo cuatro meses perdida por Fiyi y algunas islas de la Polinesia. Viajeras impulsadas por la sed de aventura como Harriet Chalmers Adams, la californiana que recorrió vastas regiones del Pacífico y dejó su huella en la National Geographic Society, para la que trabajó veintiocho años. Después de afrontar momentos críticos en su vida (logró sobrevivir a un terremoto, a la congelación y estuvo a punto de morir al comer un ave cazada con una flecha envenenada), se salvó de quedar paralítica tras sufrir una fractura en la columna en un aparatoso accidente.
Viajeras que emocionan con sus relatos; viajeras sorprendidas por lo que prometía ser un infierno de mosquitos y humedad y resultó el paraíso; viajeras que se movieron por el mundo como si fuera lo único que podían hacer, como le ocurrió a Miss Woolley que en 1906 protagonizó una travesía a través del Pacífico Sur. Viajeras que preguntaban qué rumbo seguir y se ponían en marcha como Carrie Francis Robertson, cuyo diario de viajes da cuenta de sus andanzas por Nueva Zelanda en 1912. Viajeras que pensaban que siempre hay que seguir adelante, como opinaba Charmian London, segunda esposa de Jack London, que compartió con él su aventura por los Mares del Sur a bordo del Snark, el barco diseñado por el gran escritor y aventurero.
Viajeras que decidieron adentrarse en territorios prohibidos, como Osa Johnson, pionera del documental que filmó la vida de los pueblos indígenas de las Islas Salomón. Viajeras que descollaron entre sus contemporáneos, como Margaret Mead, trabajando como antropóloga y de paso disfrutando de nueve meses en Samoa, a la que definió como el paraíso en la Tierra…
Viajeras transgresoras como Aimée Crocker, la heredera estadounidense del ferrocarril nacida en 1864, que se hizo famosa por sus lujosas fiestas y su larga lista de amantes y esposos. Toda ella es una oda a la libertad, a la independencia, al libre albedrío… Cuando se cansó de ser blanco de los chismes de la sociedad desapareció poniendo tierra de por medio. En Hawái, el rey Kalākaua quedó tan prendado de ella que le regaló una isla y el título de princesa. Después de bregar con cazadores de cabezas en Borneo, escapar a la muerte en Shanghái y a una boa constrictora en la India, después de diez años en el extranjero, esta maravillosa aventurera regresó a casa con un botín de anécdotas, el cuerpo tatuado y una incondicional devoción al budismo. Pero fueron los Mares del Sur, y en concreto Hawái, los que marcaron su punto de inflexión ante la vida.
Fanny Stevenson, fue quizás la gran viajera. Recorrió medio planeta hasta hallar en la isla de Samoa la morada definitiva de su gran amor: Louis Stevenson. Viajeras como Beatrice Grimshaw, enviada por el Daily Graphic como reportera de las islas del Pacífico, lo que la llevó a visitar destinos tan exóticos como las Islas Cook, Fiyi, Niue, Samoa. Tras su experiencia de casi dos años a principios de 1900, aceptó encargos para escribir publicidad turística sobre algunas de aquellas islas.
Viajaron sintiendo el húmedo calor de los trópicos, el soplo de los alisios, la furia de las súbitas y violentas tormentas, la monótona promesa del mismo cielo y el mismo mar… Compartieron la electricidad de los relámpagos envolviendo sus embarcaciones, «jugueteando alrededor de la parte superior del mástil», como escribió la trotamundos austriaca Ida Pfeiffer que viajó por el Pacífico en 1848:
El viento aumentó su fuerza de tal modo que el capitán ordenó a los marineros que se aseguraran de cerrar bien las escotillas y se prepararan para coger rizos al velamen en cualquier momento. Sobre el horizonte se proyectaban ya los destellos de los relámpagos que alumbraban a los hombres en su trabajo, así como a las enojadas olas, con un brillo cegador. El majestuoso estruendo de los truenos ahogaba la voz del capitán y las oleadas de espuma rompían con tal fuerza sobre la cubierta que parecía que fueran a arrastrar todo hasta las profundidades del océano. De no ser porque los marineros se ataron firmemente a unos cabos, habrían sido llevados por la corriente. Una tormenta de tales características sirve de base para la reflexión. Te encuentras solo en el infinito océano sin ningún amparo y sientes más que nunca que tu vida está en manos del Todopoderoso.
El efecto que produjo en ella la isla de Tahití, con su anarquía natural y su libertad social, tal vez no fue de su agrado: «Es sorprendente hallar una raza de hombres tan fuertes cuando sabes la vida descarriada e inmoral que llevan. Niñas de siete a ocho años con novios de doce o trece y unos padres encantados (…) Tuve ocasión de asistir a sus bailes, los más indecentes que he visto jamás». Pero, a pesar del mordaz estilo de Ida Pfeiffer: «yo me sentía feliz al decir adiós al Océano Pacífico pues no hay nada más monótono que viajar por sus aguas», a pesar de las penalidades sufridas por aquellas viajeras, de las picaduras de los mosquitos y de las agotadoras jornadas a pie, a pesar incluso de que algunas no sentían placer en los lugares inciertos y de que los espacios vírgenes las oprimían acabaron sucumbiendo al encanto de vagabundear y fueron conquistadas por la grandeza natural, la vida primitiva y el encanto de las islas del Pacífico Sur, esas colosales montañas erguidas sobre las aguas del océano. Viajar les hizo a todas ellas más libres, más sabias, más atractivas, más interesantes. Al fin y al cabo, como dijo en una ocasión la escritora Lisa St. Aubin de Terán: «Viajar es como flirtear con la vida. Es como decir: “Me quedaría y te querría, pero me tengo que bajar: esta es mi estación”».
Papúa Nueva Guinea, las Islas Salomón, Vanuatu, Nueva Caledonia, Fiyi, Tonga, Samoa, las Islas Cook, conservan el recuerdo de todas esas grandes damas. Al descubrir en sus playas y selvas las huellas de sus pequeños pies, uno se queda con la sensación de que la historia ha sido injusta con ellas o, al menos, ha hecho trampa con su memoria.
Pilar Tejera, mayo 2019
Todas las sensaciones de deleite de días como estos, los miles de detalles de belleza, la luz y alegría de la vida, suenan pobres cuando trato de expresarlo con palabras.
Constance Cumming, Fiyi
Mucho antes de la aparición de Lonely Planet, Rough Guides e internet, se publicó un libro, en 1889, que alentaba y aconsejaba a las mujeres decididas a emprender aventuras en tierras extranjeras. En abril de 2011, la Royal Geographic Society puso en circulación una reimpresión de este manual victoriano de viajes titulado: Hints to Lady Travellers (Consejos para mujeres que viajan), celebrando así la historia de la exploración femenina. Escrito en el siglo xix por Lillias Campbell Davidson, el libro resultó liberador para muchas damas victorianas, mujeres independientes que devoraron los numerosos consejos prácticos, en ocasiones, críticos y francos, contenidos en él. Cómo vestirse, qué prendas llevar a según qué clima, qué artículos de tocador, cómo hacer el equipaje y un largo etcétera dieron respuesta a las preguntas que muchas se venían haciendo.
Hints to Lady Travellers, que muy pronto se convirtió en un éxito de ventas, también aportaba otras valiosas sugerencias como la necesidad de comprar un seguro de viaje antes de partir, qué hacer en caso de que volcara la embarcación, aspectos sobre la etiqueta, las propinas, etc. Como escribió la trotamundos Isabella Bird: «Con la esperanza de ayudar a aquellos miembros de mi sexo para quienes el mundo de los viajes sigue siendo una región amplia e inexplorada… se ha escrito este libro». Sin duda, el libro de Campbell Davidson es un reflejo del creciente número de damas que decidieron ingresar en la aventura de los viajes aún a riesgo de dejar unos pocos huesos adicionales en algún punto remoto del planeta o acabar sirviendo como plato principal en la marmita de alguna tribu.
Hace 150 años, los viajes no solo resultaban difíciles y peligrosos para cualquiera, sino que también eran considerados por la sociedad como una búsqueda inadecuada e impropia para el «sexo débil». Lord Curzon, presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres, lo dejó bien claro: «Su sexo y su entendimiento las hacen ineptas para la exploración y este tipo de trotamundos femeninos es uno de los mayores horrores de este fin de siglo xix».
Y es que hace 200 o 250 años, viajar a lugares remotos era un asunto muy serio. La experiencia planteaba la delicada cuestión de la penosa, larga y arriesgada travesía hasta cualquier punto distante del planeta. Dos inglesas, Flora Annie Steel y Grace Gardner, autoras de la guía de viajes más vendida en el siglo xix, hicieron uso del humor británico para aconsejar a las damas llevar en su equipaje vestidos de tweed apropiados para «Homi-cide» así como prendas ligeras para «Suez-cide». Se consideraba que tales trayectos ponían en riesgo «la frágil naturaleza de la mujer».
Además, la duración de aquellas travesías era otra cuestión a considerar. Partiendo de Europa, un viaje a un destino tan distante como el Pacífico Sur requería entre dieciocho y veinticuatro meses, eso teniendo suerte con el viento. El canal de Suez, y más tarde el canal de Panamá cambiaron radicalmente las cosas, y a ello se sumó la aparición de los barcos de vapor. Pero antes de todo aquello, los veleros a merced del viento eran los protagonistas, y el cabo de Hornos, una cita ineludible para cualquier viajero. María Gram lo comprobó sobradamente cruzando el temido cabo y así lo hizo constar en su obra: Journal of a Voyage to Brazil, en 1824:
Latitud 55º26’11’’W. El capitán Graham y el primer lugarteniente aún están muy enfermos. El barómetro marca 38º Fahrenheit, y hemos sufrido ráfagas de aguanieve y un mar embravecido. Pequeñas aves vuelan en círculo en torno al barco y hemos podido ver numerosas ballenas. Un miembro de la tripulación tiene dos costillas rotas por una caída y otro hombre está enfermo después de una agotadora hora al timón. Hemos improvisado guantes para los hombres uniendo trozos de tela. La nieve cae de forma muy severa y en cada pliegue de las velas se forman carámbanos de hielo.
La viajera victoriana Julia Maitland, resume de esta forma la vida a bordo de aquellas primeras y rudimentarias embarcaciones:
Gracias a Dios logramos acomodo en las cabinas superiores, aunque reciben mucho más aire y son más ruidosas que las inferiores. Por suerte a mí los ruidos no me molestan en absoluto. La primera mañana, al despertar, parecía que hubiera una combinación de sonidos inimaginables. Cerdos, perros, aves de corral, vacas, gatos, ovejas, todo en concierto al amanecer. Luego los gritos procedentes de la zona de la guardería: el comandante O'Brien gorjeando a su bebé, el niño chillando, la enfermera cantando y gritando, la mamá regañándola a ella. A todo lo descrito vino a sumarse la algarabía producida por los criados peleándose por su ropa, por la comida… Así cada día hasta la hora del desayuno.
Zarpar en ellas suponía abandonar terreno seguro. Eran tiempos en los que el transporte de mercancías y el de pasajeros compartían espacio. Grandes fardos de correspondencia, armas y munición, alimentos y animales golpeaban los costados de la embarcación con el oleaje. Los infelices viajeros procuraban conciliar el sueño entre la sinfonía de mugidos, cacareos y gruñidos de los animales destinados a alimentarlos. Poco después de haber zarpado, en medio del tormentoso océano, la mayoría caía presa del mareo. Pálidos y ojerosos, acababan descubriendo que viajar distaba mucho de la idea que se habían forjado.
Luego estaba la delicada cuestión de que se acabaran los alimentos, de que la nave no pudiera abastecerse y el hambre, la disentería y el escorbuto se convirtieran en las principales pesadillas de los pasajeros. Una viajera de la época lo describía así:
Todos los terrones de azúcar y los huevos se malograron y tuvieron que lanzarlos por la borda hace algunas semanas, y aunque cada día disponen en la mesa algún postre, no logro tocar nada, como las galletas o los higos, sin descubrir que están vivos. No puedes imaginar lo enferma que me hace sentir cortar un higo para descubrir tres o cuatro grandes gusanos blancos acostados cómodamente en su interior.
Grandes barreños de agua salada eran destinados, algunos días, al aseo personal o a la colada. A falta de baños en los camarotes, las labores de higiene se efectuaban en la cubierta o, con suerte, en baños compartidos. Bajo la furia del viento y las olas barriendo la embarcación, no debía resultar fácil. Muchos acostumbraban a tirar por la borda la ropa interior con demasiadas millas náuticas en su haber para evitar enfermedades. Durante un siglo y medio, el Atlántico, el Pacífico y el Índico se poblaron de camisones y calzones deshilachados lanzados por aquellos pasajeros.
Pero aquellas grandes trotamundos estaban hechas de otra pasta y, además, eran de las que pensaban que, precisamente, el distanciamiento y la incomunicación era lo que convertía un destino en Edén. La viajera victoriana Florence Dixie lo dejó bien claro al declarar: «¿Qué tiene de atractivo perderse por un lugar perdido y apartado del resto del mundo? Precisamente, porque está perdido y apartado del resto del mundo es por lo que yo lo elijo».
Florence Dixie fue posiblemente una de las muchas contestatarias que alentaron declaraciones como la publicada por la revista Punch en 1893 y dirigida a la National Geographic Society: «¿Una Lady exploradora? ¿Un viajero con faldas? La sola idea resulta una trivialidad demasiado ilusoria. Dejémoslas en casa cuidando de los niños o remendando nuestras viejas camisas. Ellas no deben, no pueden ser Geógrafas».
Una dama que proclamaba su intención de protagonizar un largo viaje, se convertía en blanco de las censuras: «Mis amigos intentaron en vano disuadirme de mi propósito dibujando con los colores más realistas las dificultades que esperaban en aquellas regiones cuestionando si tendría la fortaleza física y mental para afrontar los peligros, las enfermedades, el clima, el ataque de los insectos o la mala alimentación, etc. El hecho de que una mujer pudiera aventurarse a solas y sin protección a recorrer el mundo, cruzando mares y montañas, era considerado absurdo». Afirmó Ida Pfeiffer.
Aquella, sin duda, era una época en la que la vida se movía a otro ritmo. El horizonte se acercaba lentamente. Los ferrocarriles, los barcos se movían a otra velocidad. Eran otros tiempos, otra forma de moverse por el mundo. La inseguridad, el azar, la fatalidad eran, en aquel entonces, sinónimos de un gran viaje y el cambio de mentalidad, el aperturismo para que las mujeres se incorporaran a los mismos escenarios de los que el hombre venía disfrutando, llevó su tiempo.
Pero para bien o para mal, la idea de viajar, y de viajar solas, se instaló en el corazón y también en el cerebro de no pocas mujeres. Echaron por tierra sus ideas preconcebidas, su educación, las lecciones aprendidas, abrieron la verja de seguridad de un espacio mental que hasta entonces ellas mismas desconocían y pusieron rumbo a lo desconocido, en algunos casos el Pacífico Sur. Para muchas de ellas, este mundo supuso el Edén, el verdadero destino, el descubrimiento…
Annie Brassey, Constance Cumming, Fanny Stevenson, Agnes Gardner King, Beatrice Grimshaw, Lucy Evelyn Cheesman… fueron solo unas pocas. Su eco nos cautiva. Sus pasos nos llevan de aventura. Narran sus experiencias y descubrimientos mezclando en sus páginas deseos, lugares y vivencias como alquimistas de su propio destino. Con ellas, paseamos por playas volcánicas, escuchamos sonidos de tambores, nos internamos por la jungla, descubrimos la magia de Samoa, de Vanuatu, de Fiyi… Todas ellas comparten el don de la curiosidad y una fuerza casi sobrenatural, que nunca las abandonó.
A veces pienso que todo lo que he visto debe tratarse solo de un sueño, y que muy pronto me despertaré a la fría realidad.
Annie Brassey
Battle es una pequeña población ubicada en el distrito de Rother, East Sussex, Inglaterra, famosa por su abadía medieval. Todo el lugar respira historia. Sus calles, sus casitas, sus jardines parecen haber quedado congelados hace mucho mucho tiempo. A tres millas de distancia, se encuentra, dominando el paisaje, Normanhurst Court, la imponente mansión que fue hogar de lady Brassey, autora y viajera victoriana que circunnavegó el planeta en un tiempo en el que las mujeres debían contentarse con bordar o tomar el té en casa con las amigas. Las torres dominan el edificio, parecen guardianes del lugar.
La hiedra trepa por las paredes hasta alcanzar el techo. Otros edificios, casas de labranza e invernaderos forman parte del conjunto en medio de jardines de flores, praderas de césped y bosques. Es un paraje sobrio y sereno, apropiado como morada de la realeza.
Normanhurst Court fue mandada construir por Thomas Brassey en 1860 —el mismo año que contrajo matrimonio con lady Brassey—, no solo para acoger a la familia y a sus muchos sirvientes sino también para demostrar riqueza e influencia de quien era un importante accionista y constructor ferroviario.
El interior de la mansión conserva retratos y objetos de la familia. El aire parece detenido. Pinturas en las paredes de terciopelo rojo, tesoros traídos por lady Brassey de Japón, de las islas del Mar del Sur, de América del Sur, estuches de cerámica, trabajos en mármol, candelabros de la ciudad de Dresde, Alemania, armaduras antiguas, pieles, sedas… forman parte de un museo, recreando un mapamundi en el que cada objeto ha sido destinado al lugar que ocupa con exquisito gusto.
A la vista de tantos objetos, traídos de destinos lejanos, resulta difícil imaginar que alguien que murió a los cuarenta y siete años de edad hubiera podido estirar tanto su vida. Sin duda, debió de ser una mujer excepcional.
* * *
Lady Brassey o Annie Brassey. Capitana intrépida, aventurera, vagabunda del mar, astro inquieto… Su estela se pierde entre las olas, su eco se hunde en el mar, sus diarios suenan a viento, saben a espuma, a sal… Nacida Anna Allnutt, nuestra protagonista vino al mundo en Londres en 1839. Fue hija de la era victoriana, con sus normas, sus etiquetas, su pompa y su boato. Nunca tuvo una salud de hierro. Desde niña, padeció graves problemas de salud. Una forma de bronquitis crónica, al parecer hereditaria. Años después, siendo adolescente, también sufrió quemaduras severas cuando, estando demasiado cerca de una chimenea, su falda se incendió. Le tomó seis meses recuperarse.
Su vida dio un giro de 180 grados en 1860 al contraer matrimonio con Thomas Brassey, miembro del Parlamento, que más tarde sería nombrado caballero en 1881 y conde cinco años después. Fue un político liberal con un interés especial en los asuntos navales. Fue nombrado secretario parlamentario del Almirantazgo en 1880, cargo que ocupó por un periodo de cuatro años. Además de otros títulos, en 1895 fue nombrado gobernador de la colonia de Victoria, Australia, viviendo en su capital, Melbourne, hasta 1990, año en que regresó al Reino Unido.
La pareja tuvo cinco hijos, con cuatro de los cuales compartirían aventuras por todo el mundo. Una de sus hijas, Constance Alberta, falleció de escarlatina a los cuatro años. En 1869, cuando llevaban nueve años casados, los Brassey decidieron emprender un viaje por mar, y entre este tiempo y 1872 hicieron dos cruceros en el Mediterráneo y el este y se perdieron por Canadá y los Estados Unidos, navegando por varios de sus largos ríos. A su regreso, lady Brassey publicaría: A Cruise in the Eothen.
Desde su infancia, lady Brassey había llevado un diario, hábito que la ayudó más tarde a describir sus experiencias viajeras. Ello unido a su gran capacidad de observación hizo de sus diarios de a bordo, precisos y preciosos documentos que han llegado a nuestros días en forma de libros.
Cuatro años más tarde, en 1876, decidieron dar la vuelta al mundo y, para ello, Thomas Brassey mandó construir un hermoso yate al que bautizaron Sunbeam (rayo de sol), en memoria de su hija fallecida. El Sunbeam sería en adelante hogar del matrimonio durante las numerosas travesías que los Brassey compartieron. Se trataba de una soberbia y elegante goleta de tres mástiles, 530 toneladas y 48 metros de eslora. Todo un lujo en el diseño, en los camarotes, en los mínimos detalles.
Zarparon el 1 de julio de 1876. Dejaron atrás Beachy Head, y más tarde Cowes, en la isla de Wight, donde comenzó su aventura. «Éramos cuarenta y tres a bordo». Ella, su esposo, sus cuatro hijos, algunos amigos, el contramaestre, el carpintero, algunos marineros, ingenieros, bomberos, cocineros, enfermeras y doncellas. A ello, hay que sumar las mascotas: dos perros, tres aves y un gato persa.
Una semana después, dejaban a babor Ouessant, la isla francesa situada al oeste de la región de Bretaña. «Había marejada. Las olas rompían en columnas de espuma contra las afiladas rocas en forma de aguja de la isla». Dos días después, Annie Brassey tenía su primera gran experiencia con el mar.