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SER DIRECTIVO

UN VIAJE HACIA UNA DIRECCIÓN DE EMPRESAS CON SENTIDO

Julián Gutiérrez Conde

La vida es un proceso de aprendizaje.
Este libro está dedicado con mi mayor respeto a todos los colaboradores con los que he trabajado durante mi vida profesional y a quienes me han ofrecido grandes oportunidades.
Gracias por lo que he podido aprender de vosotros.

Prólogo

Conozco a Julián desde hace ya varios años, muy seguramente por ese espíritu inquieto e inconformista que lo ha traído una y otra vez a Hispanoamérica y a donde no duda en volver cada vez que tiene oportunidad.

En este apasionante libro, escrito casi a modo de biografía, Julián nos va desgranando su personalidad, su tránsito por la vida laboral, y a través de la experiencia adquirida nos da consejos prácticos para la dirección de personas.

Ante todo se enorgullece de ese entorno rural en el que se crió, de sus paseos por el campo, del contacto con la naturaleza, de esa sabiduría popular que tanto lo ayudaría a lo largo de su vida profesional. Comparto con él ese mismo orgullo y los principios y valores de la gente humilde y honesta del medio rural.

Julián destaca en su libro cómo la observación de los mayores es una magnífica fuente de aprendizaje. En mi caso, mi padre (fallecido en septiembre del 2015) me ha inspirado a todo lo largo de mi vida. Al leer el libro no he podido dejar de pensar en él y en las similitudes que ambos tienen: vidas marcadas por la rectitud, la honestidad, la integridad y el esfuerzo, personas de principios éticos y valores morales que siempre han respetado. La buena estrella de ambos les permitieron conocerse en un verano del año 2013.

Además de conocer el transitar de la vida laboral de Julián, de cómo se puede pasar de ser un directivo a ser un mentor práctico, el libro nos deja profundas reflexiones sobre cómo liderar equipos y organizaciones.

En un mundo tan competitivo como el actual, poner el humanismo como eje central de una organización no es sencillo, pero sin lugar a dudas las personas son el activo más preciado de una organización. Palabras como amabilidad, calidez en el trato, respeto y escuchar atentamente nos introducen a pensar en líderes más humanos y organizaciones donde la confianza debe de ser el motor de las organizaciones. Dirigir con base en criterios y valores, más que con normas y procedimientos, nos ayudará a tener comportamientos más honestos.

Quiero agradecerle a Julián y a su buena estrella que me haya invitado a participar en su proyecto con la redacción del prólogo de este libro y quedarme con una última reflexión: el de directivo es un trabajo fascinante, una creación personal; depende de tu espíritu y de la forma en que lo afrontas. Estoy seguro de que Julián ha hecho de su vida un trabajo apasionante.

Lucio Rubio Díaz
Director general de Enel Colombia

Parte I.
Experiencias

Capítulo 1. Forjar el carácter

Nací en una familia modesta y soy el mayor de tres hermanos. Vivíamos en un barrio de expansión de la gran ciudad donde el hábitat más común estaba formado por parejas jóvenes que iniciaban su convivencia con el deseo y la ilusión de construir un hogar y llenarlo de hijos a los que entregarse y con los que prosperar.

No teníamos ni aire acondicionado en los calurosos veranos ni calefacción, más allá de una cocina de carbón y el apoyo esporádico de alguna estufa de gas o eléctrica que se administraba con prudencia porque la economía era ajustada.

Aquella moderación necesaria para llegar a fin de mes nos enseñó a ser equilibrados en el gasto, a valorar lo que teníamos y a administrarlo con prudencia. Ni el derroche ni el lujo eran en modo alguno accesibles y ni siquiera imaginables. Todo se aprovechaba hasta el final y se usaba con moderación. Lo que se poseía se cuidaba en extremo.

El hábito de la moderación es un buen soporte sobre el que construir una vida, incluso en los momentos en que esta te sonríe.

Sin embargo, jamás faltaron en mi casa ni el calor de hogar ni la alegría. En eso teníamos una profunda riqueza que emanaba del interior. La abundancia no tiene relación directa con la alegría. A veces aquella produce hasta más insatisfacción.

La felicidad no es incompatible ni con el
trabajo intenso ni con la escasez.

Ni la televisión ni los frigoríficos eran de uso común, y mucho menos los lavavajillas. Solo unas burdas neveras y lavadoras ayudaban a las tareas del hogar, así que las labores caseras eran numerosas e incómodas. Muchas familias reunían también en aquellos pisos de medianas dimensiones a los abuelos, por lo que la convivencia humana era muy estrecha.

La radio era la más fiel y casi permanente compañera en el hogar, y también eran frecuentes las conversaciones en torno a la mesa del comedor o de la cocina, que era mucho más cálida.

Aún recuerdo aquellas charlas entre mis queridos abuelos, mis padres y mis hermanos. Creo que personalmente fue allí donde comencé a aprender a observar, escuchar, respetar y dialogar.

Observar a mis mayores fue una magnifica
fuente de aprendizaje.

Mi familia era humilde pero culta y mi padre con cierta frecuencia solía preguntarme por el significado de alguna palabra, y si no lo sabía explicar, incluso sabiéndolo, me mandaba coger el diccionario de tres volúmenes y leer en voz alta. Así aprendí también la importancia que tiene el manejo, con precisión y amplitud, del lenguaje, para saber expresarse con la sofisticación de matices que resulta tan importante en la vida.

Si bien la ciudad tenía ciertas reminiscencias de la vida rural, las similitudes no se producían de modo alguno en sentido contrario. En el pueblo norteño, origen de mi familia y donde aún vivía parte de ella, las cosas eran completamente diferentes. Ni la vestimenta, ni las costumbres, ni los modos de comportamiento, ni los tipos de trabajo, ni las viviendas se parecían en nada a los de la ciudad. Allí todo era más genuino. La vida tradicional en la montaña era más dura y más simple. Muy pronto se metió en mi corazón.

Como muchas personas que vivían en la ciudad, estaban recién llegadas del campo, traían consigo sus costumbres y tradiciones, lo cual daba a la villa, por una parte un ambiente diverso, y por otra una sensación de choque entre lo urbano, más moderno, y lo callejero, más rústico, donde jugueteábamos los chiquillos.

No es que la ciudad de entonces tuviese demasiadas restricciones, pero el campo no tenía limitaciones ni tampoco circulaban coches por él. Me encantaba pasear por los prados abiertos con las manos en los bolsillos y silbando alguna canción. Allí todo funcionaba con tracción animal, salvo alguna esporádica bicicleta, y esos animales eran fieles aliados del hombre porque juntos compartían el trabajo. Se entendían entre ellos con una especie de lenguaje especial.

Se comía de lo que se producía, y si existía excedente de algo, patatas, maíz, alubias, tomates, avellanas, nueces, manzanas, castañas, remolacha o cualquier otra cosa, se intercambiaba con amigos, parientes, vecinos, carreteros, tratantes o negociantes en una economía que en buena parte era de trueque. Todo se aprovechaba, si no para hoy quizá para mañana, desde un clavo roído hasta un pedazo de cuero de lo que un día fue un cinturón. Aquellas gentes tenían desarrolladas unas admirables destrezas para con poco conseguir logros o resolver situaciones inimaginables. Lo mismo recolocaban una pequeña puerta desencajada que hacían un artilugio para incrementar la capacidad de transporte de un carromato. Me parecían increíbles todas aquellas habilidades artesanales y la naturalidad e ingenio con que las manejaban. Aprendí a admirar lo simple y sencillo más que lo superfluo y eso se grabaría en mi carácter.

Prever para el futuro siempre es una
buena decisión.

En el campo la inmensa mayoría trabajaba para sí misma y sus familias. Las personas vivían para ganarse la vida y muy pocos eran asalariados de alguna empresa o negocio. Era un modelo de vida mucho más próximo a los orígenes. Estoy seguro de que en muchas de las formas de hacer de entonces, donde aún se usaban arados romanos, las cosas permanecían como en los tiempos más ancestrales de la Humanidad. Y aquello me daba mucho que pensar. Había un ingenio natural que me gustaba conocer y llamaba profundamente mi atención. Las labores artesanas especialmente.

Hay modos de ganarse la vida distintos a
una remuneración salarial.

Todos sabían que eran humildes, pero eso no les hacía sentirse avergonzados. Incluso se ensalzaba y elogiaba la labor del modesto campesino. Ellos tenían «otros conocimientos» que versaban sobre el aprovechamiento de las tierras, de los bosques, de los árboles, de los cultivos, de los frutales, de los animales de trabajo y de los de granja, de la matanza, de la siega y de otras infinitas tareas. Incluso de la cocina casera. Sabían detectar el tiempo atmosférico y escoger los mejores modos y momentos para conseguir los mayores rendimientos.

Entre las gentes del campo no existía prácticamente nivel de estudios, por lo que se refiere a lo que se considera ciencia o se ha valorado como conocimiento. Algunos incluso eran analfabetos; es decir no sabían leer ni escribir, porque la vida les había negado la oportunidad de ir a la escuela al tener que, desde la niñez, ayudar con su trabajo a sus padres.

Sin embargo percibí en ellos una valiosa inteligencia natural y un sentido de la cordura y de la sensatez dignos de elogio. Y es que cuando se es humilde y se depende de la naturaleza el sentido común es una virtud imprescindible que te hace llegar lejos. Además, la gran mayoría de aquellas personas sabían perfectamente lo que era la buena educación. Podían ser rudos y humildes pero eran educados y honestos; es decir, distinguían perfectamente entre el bien y el mal; corregían a los chiquillos, propios o ajenos, cuando actuábamos de forma inapropiada o faltábamos al respeto. Es cierto que muchos eran rudos porque su entorno así los había hecho, pero tenían el sentido común del aldeano que ha sufrido muchos avatares.

La sensatez se encuentra más fácilmente
en lo más básico.

Así la mayor parte de los chiquillos aprendíamos rápido que una cosa es el conocimiento y otra bien distinta el comportamiento, y que una buena educación no solo consiste en aprender y adquirir conocimientos sino en construir un carácter valioso, lo cual es imprescindible para la vida. No se nos explicaba de ese modo conceptual pero recibíamos signos de ello que se iban asentando en nuestro interior.

Me gustaba contemplar las labores del campo, aprender algunas y observar la maestría de aquellas personas para resolver situaciones imprevistas. Igual arreglaban un roto que un descosido y su destreza para la artesanía llamaba enormemente mi atención. Además todo lo resolvían con productos naturales aprovechando lo básico y elemental de que disponían. De ese modo hacían hasta clavos de madera y sus soluciones estaban pensadas para durar.

Esa destreza del campo se me grabó en el interior y siempre he admirado y respetado profundamente a las gentes humildes pero prudentes y honestas. Me han parecido uno de los mejores ejemplos a seguir.

Es importante aprender a admirar las destrezas de las personas humildes.

Otra cosa que me sorprendía de aquel entorno era el aprovechamiento del tiempo. En primer lugar no se paraba nunca de hacer cosas. En primavera y verano, más volcados hacia el exterior; en otoño recogiendo y apilando alimentos para pasar el crudo invierno; y en este último tiempo reparando y acomodando el interior. Si por aquel entonces el sentido del ocio era poco conocido en el mundo urbano, en aquel mundo rural era absolutamente desconocido. Se reducía a poco más que unos chatos con los vecinos o a una partida de bolos. Pero entretenimientos no faltaban. De ese modo mezclaban diversión y trabajo bajo un solo concepto. Únicamente ya con la oscuridad y para soportar mejor el frío, las sentadas en torno a la chimenea donde se consumían recios troncos recogidos del monte y aserrados o cortados con hacha a tamaño adecuado, acogían el descanso.

Más que buscar un trabajo que te guste, aprende a obtener satisfacción con el que desarrollas.

Al no haber luz eléctrica, con la aurora comenzaba el día para aprovechar la luz natural y se terminaba con el declive del sol.

Por otra parte, el ritmo de actividad no era estridente pero sí persistente. Y ese método altamente eficaz lo empleaban tanto para caminar por el monte, donde lo más práctico era mantener un ritmo mejor que llevar prisas que no conducen a ninguna parte, como para cualquier trabajo. Eran muy habilidosos para poner las tareas en cola calculando el tiempo que les podían llevar y no acometer la siguiente hasta no haber terminado la anterior. Desde bien niños los críos observaban a los mayores recibiendo sus enseñanzas y tradiciones que venían muy de antaño.

Esas lecciones me han sido muy útiles en mi vida, tanto para la práctica del montañismo o la travesía de largas distancias, como para ordenar mis quehaceres y conseguir llevar a cabo mis propósitos. Esas gentes tenían ese método aprendido de sus antecesores y lo aplicaban de forma natural, lo cual les hacía muy diestros en la persistencia y la consistencia de su trabajo. Eran una disciplina y un rigor naturales en ellos. En el ejercicio profesional muchos años después recordaría y echaría mano de aquella enseñanza. En ella se asentaba su temple. Necesariamente se veían obligados a usar herramientas, útiles y materiales rudimentarios, pero tenían a la vez un enorme empeño por las cosas bien hechas.

Por supuesto existían zánganos y gañanes, pero de ellos se decía que así nunca llegarían a convertirse en personas de provecho, como así era.

Aunque, como ya he dicho, el domicilio de mi familia estaba en la ciudad, aquella combinación entre lo urbano y lo rural me fue realmente provechosa. Esa mezcla me abrió la mente; me enseñó, no solo que existían diferentes formas de vida, sino que además pude participar e integrarme en ellas.

Debo reconocer que en aquel momento yo no tenía conciencia de la oportunidad para aprender que aquello significaba porque me faltaba perspectiva. Ha sido cuando fui aprendiendo a usar las luces de larga distancia cuando, y visto desde hoy, comprendí que aquello fue impregnando no solo mi mente sino también mi carácter.

Para dirigir hay que sostener la vista en el horizonte.

Durante los años de niñez, además del entorno familiar mi siguiente ámbito de influencia fue el colegio.

Aquel, no solo era una institución destinada a la educación y formación, sino que abrió mi mundo al nuevo entorno que conformaban los compañeros que tuve la oportunidad de conocer y con los que conviví.

Reconozco que no acogí con ningún entusiasmo mi entrada al colegio. Aquel bautizo a la vida real con los madrugones y las obligaciones no tenía nada que ver con el mundo idílico de hijo único que había vivido hasta ese momento. La llegada del primero de mis hermanos rompió mi calma y exclusividad y aquella especie de destierro al colegio me produjo un sentimiento de rechazo en mi mente de niño de cuatro años.

Introvertido, como siempre he sido, me costó primero entender y luego incorporarme a la disciplina colegial y a las relaciones con otros niños. No podía imaginar que con el paso de los años aquel ambiente sería uno de los más entrañables y felices con los que he convivido. Pero tuve que entender y superar muchos obstáculos y barreras que estaban dentro de mí.

A veces nosotros mismos somos nuestro
mayor límite.

Las actividades de deporte, montañismo, música etc., de compromiso social y campamentos fueran instrumentos que me resultaron inmensamente útiles para facilitar la construcción de relaciones. Y siempre con la confianza de que detrás de todo ese mundo exterior se encontraba mi familia y todo su cariño.

Descubrí que el compañerismo surge, bien por tener enfrente una situación común desagradable difícil de superar, o bien un proyecto capaz de activar nuestro entusiasmo.

Para mí no era nada difícil tener ideas novedosas ni encontrar al modo de implantarlas. La imaginación y la eficacia comenzaron a surgir en mí de forma natural. Y cuando me comprometía con algo, la seriedad, la persistencia y el trabajo intenso me resultaban fáciles de entregar. El «si quieres puedes» apareció en mi comportamiento. También es cierto que empecé a descubrir que aquello que me aburría me producía rechazo, así que tuve que esforzarme por ser imaginativo para hacer llevadero y descubrir el interés de aquello que me resultaba un auténtico plomo.

Si activas tu ilusión comprobarás cómo se multiplica tu rendimiento.

Es como si aquello aprendido de las gentes del pueblo de incorporar el trabajo de forma natural a lo cotidiano se me hubiera contagiado. Y aprendí a apasionarme con lo que hacía y a divertirme con ello.

Quizá por esto no llegué nunca a comprender la razón por la que en aquella institución a la que íbamos todos a aprender, había algunos profesores –y también alumnos– que se empeñaban en crear una sensación de alta tensión. Me parecía una torpeza innecesaria y una forma ridícula de comportarse que no producía resultados satisfactorios sino angustia improductiva.

Aprende a evitar conflictos innecesarios que te desgastan.

Con los compañeros que creaban esas situaciones —fundamentalmente por su ánimo de abusar del resto y especialmente de los más débiles— tuve algún serio enfrentamiento. Nunca los rechacé como personas y solía conversar con ellos, pero mantenía un margen mínimo de tolerancia ante sus amenazas, presiones y hasta agresiones. Alguna desagradable pelea y uno que otro tortazo me costó, pero aprendí que si no pones límites llega un momento en que las situaciones se hacen insostenibles y acaban creando situaciones dramáticas.

No hace falta crear conflictos de alta intensidad para establecer los límites de lo no aceptable.

Cuando era algún profesor —excepcional, eso sí— el que creaba esa situación de tensión por emplear formas inadecuadas para tratar de conseguir el nivel de esfuerzo y exigencia de su asignatura, lo que pude comprobar es que el grupo reaccionaba uniéndose y estrechando lazos de forma espontánea y generalizada para tratar de encontrar el mejor modo de capear el temporal. Nos dábamos cobijo unos a otros para en lo posible ser capaces de superar aquella situación. Esa era una de las formas de manifestación de la solidaridad entre las personas que luego verificaría muchas más veces durante mi vida profesional. Es una de las clases de movimiento humano que en ocasiones no se manifiesta de forma explícita sino subterránea pero que hay que saber percibir y tratar. A veces las fuerzas más poderosas no se expresan abiertamente, pero eso no quiere decir que no existan. Solo es que están latentes o adormecidas.

Era muy diferente a lo que sucedía cuando los «matones» eran tus compañeros. Lograban reunir tras ellos a toda una corte de chivatos, aduladores y serviles que, por miedo o por bajeza, les reían las gracias y ensalzaban su ego. Y había también chavales acomplejados, llenos de fobias y hasta odio hacia los demás que demostraban su frustración personal con agresividad.

Durante todos aquellos años de mi infancia y juventud hubo una práctica familiar que se convirtió en costumbre y que resultó ser una de las cosas que de forma inconsciente más benéfica resultó para mi formación. El hecho de ser el primogénito y de que me separasen casi cuatro años de mi segundo hermano y más de siete del siguiente hizo que acompañase en muchas ocasiones a mi padre durante sus frecuentes viajes.

La familia es la fuente más sólida para aprender principios y valores.

Muchas de aquellas situaciones se guardan de forma imborrable en mi alma. De entre todos aquellos acontecimientos hay una anécdota muy especial que no me resisto a escribir con detalle por la trascendencia que tuvo y la huella que dejó en mí para siempre. Más adelante lo relataré.

Capítulo 2. Las oportunidades que nos dan las personas

Aquella etapa de mi vida resultó ser de exploración sin saberlo. Después de la separación del seno materno, quizá mi momento más chocante fue el del abandono de la niñez para encontrarme conmigo mismo. En mi caso sentí como si me desdoblara internamente. Una parte de mí me empujaba a volar y dejar la dependencia familiar mientras que la otra parecía negarse a acogerme a mí mismo, fundamentalmente porque no sabía hacia dónde quería dirigirme. La adolescencia fue un viaje por terreno de nadie, acompañado por una incómoda sensación de entre abandono y rechazo.

Afortunadamente la paciencia y la confianza en la vida aprendidas en el campo me hicieron comprender que aquella era una etapa de paso obligatorio y me evitó hacer movimientos estridentes.

Probablemente fue un aventurero proceso de descubrimiento sin tener conciencia del mismo como tal. Más bien lo fue de desvalorización de mí mismo. Era la sensación de caminar sobre un alambre inestable que no sabía hacia dónde me empujaba.

Cuando, titubeante con los estudios y cursando tercero de bachillerato, repentinamente mi rendimiento se vino abajo, sentí que no valía para superar aquella cuesta en la que las Matemáticas y la Física aparecieron como barreras insuperables. A Dios gracias, un magnífico profesor, a quien guardaré reconocimiento de por vida, se fijó en mí, me escuchó y me dijo: «¡Tú puedes, ya lo verás!». Se puso a mi lado y me demostró que yo era capaz. Me devolvió la autoestima y activó mi regeneración. Jamás he olvidado esa lección ni dejado de admirar su comportamiento de auténtico maestro.

Como tantas veces en la vida creo que él mismo no fue consciente del valor de lo que estaba consiguiendo conmigo. Su aportación fue mucho más que enseñarme y adiestrarme en aquellas ciencias. Me devolvió la auto-estima.

Muchos de mis amigos empezaban a tener clara la orientación profesional que más les gustaba: Medicina, Ingeniería, Magisterio, Filosofía, Historia, Derecho, Arquitectura, etc. Y mientras tanto yo seguía flotando en un mar de desconcierto e indecisiones.

La casualidad hizo que un antiguo alumno del colegio nos diera allí una charla y comentara que existía la profesión de Dirección y Administración de Empresas. Y ese día salí de allí pensativo e ilusionado. Ese día se fijó para mí un rumbo.

Como ya he contado, en aquella época mi grupo de amigos más próximos y yo procurábamos en lo que nos era posible desarrollar algunas labores sociales con personas en situaciones difíciles en hospitales, zonas marginales, etc. Hacíamos aquellas actividades con alegría y sin más intención que la de contribuir y ayudar. Solo podíamos tratar de llevar una sonrisa y algo de distracción.

Cuando comencé a contar entre mis amigos que estaba decantándome por los estudios de Dirección de Empresas, muchos se sorprendieron y en algunos noté incluso que pensaban que estaba dando la espalda a mi «compromiso social». Ninguno llegó a expresármelo abiertamente, pero percibí claramente sus opiniones.

Comprendo que era mucho más fácil de entender la vocación de médico, la de enfermera o la de maestro, por ser más contributivas y sociales, pero nunca entendí que otras se consideraran excluidas.

Quienes contribuyen o no son las personas y no las profesiones.

Medité bastante sobre aquellas cuestiones; quizá fue una de las primeras ocasiones de mi vida en que me sentí impulsado a caminar contra la corriente habitual, y aunque debo confesar que al principio eso me desconcertó, acabé estando orgulloso de esa actitud.

En primer lugar, comprendí que una profesión estrechamente vinculada a la economía y la empresa no era incompatible con el hecho de continuar llevando a cabo proyectos sociales a título individual; pero además descubrí que, para resolver los problemas de la miseria, la solución no era expropiar la riqueza y repartirla, porque eso era una «acción agotable» creadora de problemas más graves a largo plazo. La clave era actuar inteligentemente sobre los motores de la economía y de la empresa para hacerlos más generadores de riqueza y al tiempo más distributivos y más responsables socialmente.

La empresa tiene para mí una ineludible función social de alto impacto.

Aquel simple pensamiento inicial, que reconozco que entonces no sabía explicar bien ni era demasiado comprendido ni quizá creído o aceptado, sin embargo se fue convirtiendo en un credo para mí. Y con esa convicción afronté mis nuevos estudios universitarios de Dirección de Empresas que complementé con los de leyes para tener una visión más completa de la sociedad, de la justicia y de las humanidades, que me parecía esencial.

No me resisto a relatar una anécdota que viví junto a mi padre durante mi adolescencia. Para ponerla en antecedentes diré que en aquel entonces él ocupaba un cargo ejecutivo en la dirección comercial del primer banco en tamaño y prestigio del país. Siempre ha sido un hombre extraordinariamente trabajador y viajaba con frecuencia para visitar «in situ» y conocer directamente las sucursales y los negocios con los que mantenían relaciones. En algunas ocasiones tuve el placer de acompañarlo, lo cual era una excelente oportunidad para conversar juntos. Aunque lógicamente no me implicaba en su trabajo, era inevitable que en algunas ocasiones asistiera a conversaciones, formales o informales, con algunos de sus colaboradores.

Yo sabía que mi función entonces era la de «ver, oír y callar», pero como los adolescentes de entonces no sabíamos aburrirnos, aquellos silencios y escuchas de conversaciones de negocios me hicieron aprender muchas cosas y conocer los comportamientos de muchas personas. El adolescente es como una esponja dispuesta a dejarse empapar por todo tipo de percepciones, así que recibí algunas de las mejores lecciones para la vida.

En una ocasión viajábamos de vacaciones por La Montaña, donde nació mi padre, y el director de una de las principales oficinas de aquella provincia lo llamó porque necesitaba verlo. Le comentó que una persona, de destacada familia y cliente del banco, quería exponerle un asunto personalmente porque tenía en la cabeza hacer unos negocios para los que precisaba un crédito y le gustaría presentárselos directamente. Además, aquella persona era de edad aproximada a la de mi padre y hasta habían sido compañeros de colegio en su infancia. Mi padre, hombre abierto y cercano, aceptó gustoso y quedaron en tomar café en el propio hotel donde nos alojábamos.

Recuerdo que, dadas las circunstancias, asistí a aquella reunión de carácter informal y la conversación se ha quedado grabada en mi memoria. Se saludaron con alegría como compañeros que hacía tiempo no se veían, aunque los dos sabían del otro a través de contactos comunes, y comentaron entre risas, anécdotas y chiquilladas de antaño.

El recién llegado le explicó a mi padre que quería hacer unos negocios con unas tierras que deseaba adquirir de una familia a la que ambos conocían.

–Bueno –dijo mi padre–, no creo que haya demasiado problema dada la solvencia de tu familia y que supongo que dispondremos de avales.

–Por supuesto, por supuesto –comentó él–; en eso no habrá problema alguno. Pero quisiera pedirte un favor especial. Mira, es que la familia vendedora está pasando unos malos momentos económicamente y como tienen unos créditos con vosotros pendientes de vencer he pensado que, si dierais orden de que se les exigiera la devolución con premura, pues se verían obligados a vender con agobio y eso reduciría drásticamente el precio de los terrenos. De este modo vosotros recuperaríais los importes de esos créditos y yo me subrogaría en ellos con los avales de mi familia a la que bien conoces.

–¡Mmmm! –expresó mi padre en uno de sus característicos sonidos guturales–. ¿Lo que me estás pidiendo, si te entiendo bien, es que fuerce el vencimiento de los préstamos de esa familia, que ambos conocemos desde niños y que está económicamente en apuros, para que te venda más baratos los terrenos?

–¡Bueno, ya sabes! –murmuró el interlocutor algo azorado.

El director de la oficina bancaria, que también asistía a la reunión, intervino para desviar la conversación por un rumbo tangencial explicando:

–¡Y por supuesto tendríamos el aval y la garantía de tu familia! ¿verdad?

–Bueno –dijo mi padre–. Pues tratándose de ti si te parece me quedo un momento con el director y te daremos la decisión de forma inmediata para que no tengas que esperar.

Se despidieron y mi padre le pidió a su colaborador y director de aquella oficina:

–¿Tienes ahí los papeles de solicitud de esta operación?

–¡Oh!, por supuesto –respondió con prontitud extendiéndoselos a la firma–. Y aquí están preparados los documentos de exigencia de aval a su familia.

–Bien, déjamelos, por favor–. Mi padre los tomó en sus manos, los extendió en la mesa y escribió con letra de imprenta bien visible y clara: ¡DENEGADO POR INSOLVENCIA MORAL!, y firmó debajo devolviéndoselos al director, que al recibirlos se quedó tan estupefacto como mudo. Así acabó aquella reunión.

Cuando volvíamos juntos, mi padre me preguntó si había entendido aquel asunto y mi opinión sobre aquello que había vivido. Le dije que no me gustó el comportamiento de aquella persona de presionar indebidamente y por medios externos a quienes pasan por dificultades para obtener un beneficio. Y alabé su forma de hacer.

–Mira hijo –me dijo–, hay algo que debes aprender. Un dirigente que quiera ser respetado y gozar de autoridad y solvencia jamás puede doblegarse a perder su integridad ni consentir que su equipo la pierda porque esa es una riqueza que viaja con nosotros durante toda la vida y que trasciende a uno mismo. Tu conciencia contamina tu entorno. Si tú actúas de mala fe, tus colaboradores, ni sabrán ponerse límite ni tú tendrás fuerza moral para exigirles rectitud. En algún momento actuarán de igual forma contigo y toda la confianza de un equipo se desvanecerá.

No recuerdo haber recibido mejor consejo ni lección en mis años de universidad. Tampoco sé si después mi padre mantuvo alguna conversación privada con su colaborador o se limitó a dejar las cosas de aquella manera para que él extrajera sus propias conclusiones.

Hubo otra cosa que aprendí en todos aquellos años y fue admirar a las gentes de todo rango y a saber ser feliz en todas las situaciones, tanto las de abundancia como las de modestia o escasez, pero sobre todo en estas últimas, porque para saber ser feliz en estas circunstancias hay que tener mucha más madurez y fuerza interior. Se gana más empleando el tiempo en buscar personas a las que admirar que aquellas de las que desconfiar. Las personas nos alimentamos de energías positivas y decaemos cuando dejamos que las negativas invadan nuestras sensaciones y pensamientos.

Hay muchas oportunidades para admirar a quienes nos rodean. Tener mayor rango no puede ser un obstáculo para aprovecharlas.

Si quieres ver a Julián hablando sobre la importancia de escuchar a las personas que realizan los trabajos más básicos en la organización puedes hacerlo con ayuda de este bidi:

Capítulo 3. Un trabajo de
larga distancia

Mi incorporación a la vida universitaria me demostró lo diferente que puede ser la cultura de las organizaciones, aunque sus objetivos sean los mismos. Mi colegio había sabido crear entre nosotros un espíritu de compañerismo, de dar importancia a la construcción de equipos y de responsabilidad social, todo lo cual en el nuevo ambiente era desconocido. Aquí todo era mucho más frío e impersonal. Ni los profesores ni los directivos de la institución desarrollaban su trabajo con la implicación de un líder. Se conformaban con hacer su trabajo de enseñar conocimientos. Tuve la sensación de empezar de cero. El prestigio que había conseguido en el colegio ahí no contaba para nada; era un capital que cada uno llevaba consigo pero que lógicamente era desconocido para los demás. Había que volver a observar, a escoger compañeros y, en lo posible, a hacer nuevas amistades. ¡Otra vez tendría que abandonar el confort y superar mi timidez! Casi me preocupaba más eso que superar todos aquellos volúmenes de libros que debería aprender para corresponder a mis padres como se merecían por el esfuerzo económico que hacían al pagar los altos costes de aquellos estudios en una escuela universitaria de negocios de élite.

Corresponder con responsabilidad es una excelente compensación. La familia no debe ser algo gratuito sino un grupo humano que hay que cuidar y retroalimentar.

Estudiar en la escuela de mayor prestigio y hacer al mismo tiempo dos carreras, la de Derecho y la de Dirección y Administración de Empresas, fue una tarea dura que me exigió un gran esfuerzo y muchas horas de estudio con pocas de sueño. Allí conocí mentes brillantes tanto en mis profesores como en mis compañeros, algunos de los cuales por no decir bastantes han desarrollado prestigiosas carreras profesionales. La responsabilidad me ocupaba mucho tiempo.

Pero aquello me hizo construir un carácter disciplinado y fuerte, capaz de afrontar retos de larga distancia y saber dosificar y seleccionar esfuerzos. A cambio viví poco esa «vida disipada y algo loca» que se atribuye a los estudiantes como grupo privilegiado.

Dirigir es un trabajo de larga distancia en el que disciplina y persistencia son cualidades imprescindibles.

La presión por aprobar nos hizo bastante individualistas y eso no iba con mi carácter ni con mi forma de entender la vida. Es cierto que a partir del segundo año, y al tener que acometer trabajos en grupo, hice buenos y entrañables amigos, pero no llegamos a conseguir la atmósfera de equipo que había en mi colegio, al que tanto eché de menos. Aquel modelo de frialdad fue un error. Hubiéramos obtenido mayores beneficios todos de haber conseguido crear un grupo más homogéneo y cooperador.

Según progresaba en mis años universitarios fui descubriendo, como preveía, que mi interés se decantaba más por el mundo de la empresa que por el del Derecho. Es cierto que obtuve algunas excelentes calificaciones sobre todo en Derecho Penal porque lo veía más práctico, pero la construcción y gestión de empresas era sin duda lo que más me atraía e interesaba con diferencia. Y no tanto por el hecho de querer construir modelos organizativos capaces de generar dinero y riqueza, sino porque los comportamientos de las personas en el trabajo y la obtención de mayores metas y retos me parecían apasionantes. Yo creo que ya en segundo año de carrera tenía bien claro que el ejercicio del Derecho no iba a ser mi profesión, pese a que siempre he considerado que esa formación clásica me ayudó a tener una mejor construcción mental y a entender los procesos de progreso de la Humanidad mediante la creación de formas relacionales, que es lo que en definitiva son los ordenamientos jurídicos.

La frialdad relacional no hace los equipos mejores. Las sensaciones y las intuiciones cabalgan siempre por delante de la razón.

Sin embargo, en el modelo de gestión de esa escuela universitaria presentía que había una asincronía respecto a los métodos de mayor rendimiento que estudiábamos en las asignaturas de Empresa. La organización humana más eficaz y eficiente que el ser humano ha creado es la empresa, y su modelo de gestión y liderazgo tenía un impacto sustancial y directo en el rendimiento que se obtenía. «¡Esa es la clave!», comenté con algunos de mis mejores amigos cuando descubrí ese «misterio». Me estaba involucrando en el gran problema de la empresa y de las organizaciones: el sistema de motivación para conseguir la mayor satisfacción de las personas y el mejor de los rendimientos empresariales.

Un día tuve claro que, con un modelo de gestión distinto y más proactivo en la escuela, todos podríamos obtener mejores resultados, más satisfacción e involucración en nuestro trabajo y mayor prestigio y vinculación también para la institución universitaria. Sin embargo, todavía me faltaban muchos datos del problema y muchas cosas por descubrir, que poco a poco irían llegando a mi mente.

No saber fomentar las habilidades relacionales positivas para la construcción de equipos reduce también el rendimiento individual.

Si quieres oír a Julián hablando de la responsabilidad del directivo, puedes hacerlo con ayuda de este bidi:

Capítulo 4. Determinando mi valor

De forma casual como tantas veces en la vida apareció un día ante mí una oportunidad. Un amigo de la familia con el que estábamos cenando, se interesó por mis estudios y me dijo: «Yo soy director de una empresa; si en algún momento tienes interés por hacer prácticas, llámame y lo organizamos». Y me dio su tarjeta profesional, que fue la primera que recibía.

Debíamos estar en el mes de marzo, creo. Guardé con sumo cuidado aquella tarjeta y recordé aquel ofrecimiento.

Al terminar mis exámenes de junio del primer año de carrera tomé aquella tarjeta y consulté con mi padre, como tantas veces he hecho en mi vida, si le parecía oportuno que llamara a aquella persona para recordarle su ofrecimiento y si existía alguna oportunidad de poder aprovecharlo. A mis padres les pareció bien y no sin cierto rubor me decidí a llamar al día siguiente.

«Ven por aquí mañana y hablamos», me dijo. Esa noche me costó conciliar el sueño. ¿Qué me diría? ¿Cómo plantearle el asunto? ¿Qué sabía hacer? ¿Me valdrían mis estudios para algo? Pero pese a la inquietud había llegado hasta allí y me gustaba haberlo hecho. Aún no tenía conciencia de que yo era un buen «producto». Pero eso sería una de las enseñanzas que la vida me tenía reservada para el tramo siguiente.

Si el primer día que me presenté allí a interesarme por la oferta de prácticas fue de nervios porque no me consideraran un «caradura», el día en que ya debía comenzar a trabajar fue de aún mayores nervios. Al fin y al cabo, pensaba, ¿qué se hacer yo?

Todavía no había aprendido a valorar mi potencial ni mi valía. Si sabían moldearme y modelarme podrían llegar a obtener de mí un excelente rendimiento y resultado. Pero me habían educado en la modestia como virtud, la cual es preferible sin duda al descaro, pero sin que tampoco carcoma tu autoevaluación.

Tu valor ante los demás no está solo en lo que sabes, ni siquiera en tus cualidades, sino en tu capacidad para satisfacer lo que el otro busca.

A mi llegada me explicaron que me integraría en el área financiero-administrativa, lo cual me pareció muy adecuado, dada la formación universitaria que estaba cursando. Me presentaron al que sería mi jefe y luego a mis compañeros. Todos me acogieron con afecto y, aunque notaba que nos observábamos mutuamente, no había suspicacias ni posiciones extrañas. Me encomendaron unas tareas sencillas que yo realizaba con infinita menos rapidez y precisión que cualquiera de mis otros compañeros, muchos de los cuales no tenían estudios superiores pero mostraban una destreza y agilidad envidiables.

Después de unos primeros días de aterrizaje y adiestramiento, empecé a preguntarme sobre el sentido de aquellas tareas. Se trabajaba con intensidad, se hacían un montón de documentos, se soportaban operaciones que remitían desde Comercial y se atendían problemas surgidos con clientes, bancos, proveedores, etc. Pero lo que me empezó a importar realmente fue para qué se hacía. ¿Cuál era el sentido de cada una de esas operaciones? ¿Dónde comenzaba y se cerraba el circuito? En definitiva, lo que estaba intentando averiguar sin saberlo era cuáles eran las claves de aquel próspero negocio.