©2019 Eva Benavidez
©2019 de la presente edición en castellano para todo el mundo: Ediciones Coral Romántica(Group Edition World)
Dirección: www.groupeditionworld.com
Primera Edición. Mayo 2019
Diseño portada: Ediciones K
Maquetación: EDICIONES CORAL
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, electrónico, actual o futuro-incluyendo las fotocopias o difusión a través de internet- y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes
Sinopsis
Lady Abigail Thompson transita su tercera temporada en sociedad y tiene muy bien ganado su puesto de florero social, y no solo eso, ostenta con orgullo su lugar en el grupo de las demasiado feas, sitio que eligió por propia voluntad, a pesar de que su aspecto real está muy alejado de ser feo.
Los hombres son para ella seres estúpidos, banales, egoístas y egocéntricos, y por ello, está decidida a llevar una vida de tranquila soledad, empedernida en mantener su soltería.
Hasta que un demonio disfrazado de ángel, y la personificación de lo que detesta en un caballero, se interpone en su camino, desbaratando sus planes.
Lord Colin Bennet, Conde de Vander, ostenta un estatus social, origen aristocrático y un aspecto que han logrado que todos sus deseos se cumplan solo con un chasquido. Tras una década de placeres consumados, su reputación de mujeriego le ha valido para ser llamado «Ángel Negro».
Con treinta años, y el peso de ser el primogénito, no tarda en recibir un ultimátum de su padre: debe casarse en el plazo de tres meses o el marqués elegirá la candidata por él.
Nada dispuesto a que elijan alguna joven sosa y aburrida a la que debería aguantar por el resto de sus días, Colin se enfrenta ante su primer obstáculo y también ante el primer desafío de su vida: una dama casi solterona, que ha despertado su interés con sus constantes desplantes, que oculta un secreto tras una fachada desarreglada y que ha despertado su depredador interior, demasiado tiempo dormido.
La cacería comienza, y él ya tiene escogida su presa, a pesar de que sea una fea empedernida.
Dedicatoria:
Dedicado a aquel pequeño milagro, llamado Milo, que al mismo tiempo que nacían las letras de esta historia, crecía en mi interior y llegaba a este mundo para llenarlo de alegría.
PRÓLOGO
«El pasado es la marca que determina el presente y la consecuencia del futuro. A veces es solo una cicatriz, y muchas veces es una herida abierta y sangrante…».
Londres, marzo de 1810.
El salón de baile de la casa estaba a rebosar de gente. Desde el rincón donde ella había montado su escondite, tenía perfecta visión de la pista, donde los caballeros y las damas ejecutaban los pasos de la danza al compás de la música. Sus dedos se movían siguiendo las notas musicales, y le hacían suspirar, soñadora. Cómo desearía poder estar allí, con un hermoso y elegante vestido, girando en los brazos de un apuesto caballero tal y como estaba haciendo justo en ese momento su hermana. No era así para ella, que por ser dos años menor se veía obligada a esperar hasta cumplir la mayoría de edad para ser presentada.
Clara había sido presentada en sociedad esa semana, y su padre había decidido celebrar un baile en su mansión para asegurarse de que su hija fuese considerada por todos los caballeros y las anfitrionas mejor posicionadas.
Abby se asomó y espió a través de las plantas, su hermana estaba a punto de bailar el primer baile de la noche, el primero de su vida, y ella sabía que debía estar muy nerviosa, lo había estado mucho los días previos a su presentación. Clara temía ser rechazada por su apariencia, muy alejada de la belleza en boga, pero ella no creía que eso sucediera, estaba segura que, como su madre siempre les había dicho, en el mundo había muchas más personas llenas de bondad que de maldad, y Abby tenía la certeza de que muchos caballeros sabrían apreciar lo valiosa y verdaderamente hermosa que era su hermana.
Esa noche Clara vestía de blanco, y pese a que no se veía arrebatadora, ciertamente tampoco se veía horrible, aunque el vestido y su color no la favorecían demasiado. Aún así, ya le habían pedido bailar y eso era un buen augurio.
Con curiosidad, observó al caballero que la guiaba hacia el centro de la pista, y al verlo se quedó literalmente sin aliento. Sus ojos se abrieron impresionados, sus mejillas se ruborizaron, y su boca se desencajó; él era hermoso, tenía el aspecto de un príncipe, parecía algo irreal, celestial, estaba viendo un ángel. Vestía saco y pantalón azul claro, camisa blanca y pañuelo plateado, vestimenta que no hacía más que destacar su altura, y su grácil pero masculina figura. Su cabello rubio claro refulgía bajo la luz de las arañas; lo llevaba peinado hacia atrás, lo que permitía apreciar su rostro perfecto, su mandíbula firme y elegante, su nariz fina y larga y unos labios demasiado atractivos. Pero lo que cortó su respiración fueron sus ojos, que eran dos esferas brillantes, celestes como el cielo de verano en un páramo inglés.
Su hermana parecía estar disfrutando de su compañía, y no se veía tan tímida o nerviosa como con los demás caballeros. La cuadrilla terminó, y él la guió de nuevo hacia su padre, mientras ella no dejaba de mirarlo embelesada.
Cuando vio que el caballero caminaba en su dirección, Abby jadeó y se echó hacia atrás tan rápido que cayó sobre su trasero con fuerza. El movimiento provocó que el precario moño que sostenía su abundante cabello rubio se soltara y que este se derramara sobre su rostro.
Una vez recuperada, con precaución miró y lo observó. Él estaba parado bebiendo una copa, muy cerca, tanto que si estiraba una mano podía tocarlo. Gracias a Dios, no se había percatado de su presencia tras las plantas. Algo que agradeció, ya que su padre le había prohibido terminantemente aparecer por allí, y si se enteraba de que le había desobedecido tan temerariamente, la castigaría por varios días, y ella no quería eso, pues su padre había encontrado su talón de Aquiles, y cada vez que no acataba una de sus órdenes, se lo hacía pagar prohibiéndole tocar el piano. Y ese era el peor de los castigos para Abby; ella amaba la música, pero sobretodo amaba tocar el piano, ese instrumento era su refugio, su lugar predilecto, el único instante donde sus preocupaciones desaparecían, donde la muerte de su madre no dolía tanto y donde, con cada tecla que sus dedos acariciaban, la paz y la alegría cubrían su mente y corazón.
En ese momento, un grupo de caballeros se acercó al hombre rubio e iniciaron una conversación con este.
—Qué fastidio de noche, si no fuera porque mi padre le debe más de un favor al marqués ya me habría largado de aquí —habló uno de los recién llegados, apoyando un codo en el alféizar de la ventana a su espalda, y que, por su posición, no podía identificar, aunque su voz le sonó familiar.
—Ni lo diga, Wallace, creo que todos estamos aquí por ese motivo. Eso sí, por lo menos no me han obligado a bailar con la hija como a ti, amigo. Me dan escalofríos de solo pensarlo —respondió otro caballero que se encontraba de espaldas a ella.
Por un momento no entendió la raíz de su conversación, pero cuando hicieron referencia a su hermana, comprendió, y tuvo que sofocar un jadeo indignado. No podía creer que esos hombres se refirieran así a una dama, y menos a alguien tan increíble como Clara. Ciertamente estos no eran verdaderos caballeros, por lo menos no de los que ella y Clara tanto habían leído en sus libros. Aunque aún quedaban esperanzas, el joven rubio todavía no había emitido su opinión.
—Aquí Vander nos puede decir cómo fue esa experiencia. Dinos, Benett, ¿fue tan escalofriante como parece? Porque, de lejos, lady Clara es lo suficientemente terrorífica, de cerca no quiero ni pensarlo —intervino un tercer hombre. Su tono de burla provocó las risotadas de los demás.
Abby se indignó todavía más, y tuvo que contenerse para no dar a conocer su presencia y decirles unas cuantas verdades a aquel grupo de petimetres, y desvergonzados cobardes. Pero quería ver la reacción del hermoso caballero, a quien iba dirigida aquella pregunta, ahora sabía su nombre, su apellido y título al menos: lord Benett, conde de Vander.
Cuando las carcajadas cesaron, lord Vander levantó un dedo y todos le miraron expectantes, su rostro se iluminó por una sonrisa que transformó sus rasgos en belleza pura e irreal. Era demasiado perfecto… Era…
—Solo diré… —comenzó con su voz profunda de barítono, no muy grave ni muy ronca—. Que esos minutos sosteniendo a lady Clara fueron lo más largos de mi vida. Amén de su falta de belleza, lo más difícil fue tolerar su ausencia de conversación y encanto. Parecía que estaba bailando con un ratón asustado —terminó, y sus compañeros prorrumpieron en carcajadas.
«Era un imbécil, un estúpido, banal, egocéntrico, burro y superficial bestia… Lo que tenía de lindo, lo tenía de tarado», pensó Abby, cruzándose de brazos furibunda y dolida.
—Eso me recuerda a algo que me dijo mi hermana: que llaman a la joven fea y otras cosas. Pero ratón, eso le pega mucho mejor, lady Ratón le va como anillo al dedo —se mofó el caballero que había sido el primero en hablar, al que desde su posición no podía avistar, y seguía resultándole conocida su voz. Pero asomarse significaba demasiado riesgo.
—Lástima que no sacó la belleza de su madre. Recuerdo haber visto a la marquesa cuando acompañaba a mi padre a alguna de sus reuniones con lord Garden, era una mujer muy hermosa. En una ocasión la vi caminar por el jardín con una niña pequeña, no era lady Clara, era una preciosa niña rubia de ojos azules, que de seguro será un éxito cuando su padre la presente en sociedad, nada que ver con su hermana mayor, que es tan fea e insulsa como un ratón —comentó en tono despectivo el hombre que estaba de espaldas. Las risas jocosas de los demás no tardaron en resonar, mientras Abby solo miraba a lord Vander hipnotizada. Él también reía, él era igual o peor que esos caballeros estúpidos, malvados y crueles.
Aturdida, retrocedió, y su mirada bajó a su largo cabello rubio. Ella amaba su pelo, le recordaba a Susan, ella siempre lo cepillaba y trenzaba por las noches, lo había heredado de la marquesa, al igual que sus rasgos y sus características físicas, era el vivo retrato de su fallecida madre, y siempre había amado eso. Hasta ese día.
Con lentitud, abrió la puerta a su espalda y salió con sigilo, dejando las risas de los hombres detrás.
Lo que había oído la había dejado estupefacta. Nada de lo que había supuesto era real, los caballeros no eran como los príncipes gallardos de los cuentos, ni las damas como las nobles princesas, ya había oído y visto a un par riéndose de su hermana y de su vestido. Nada de lo que Clara y ella leían existía, no era real, era solo fantasía.
Su madre se había equivocado, el mundo, por lo menos el suyo, el que le había tocado, estaba repleto de maldad y de personas sin alma y ni una pizca de bondad.
Horas después, con el baile terminado, vio entrar a su hermana a su cuarto, con su camisón de dormir ya puesto. Era un ritual que llevaban a cabo cada noche: ambas conversaban, se trenzaban el cabello mutuamente para no extrañar tanto a su madre, quien solía hacerlo, y compartían confidencias.
Pero esa noche, ambas permanecieron pensativas y en silencio. Clara parecía abatida y agotada, y más que nada se veía triste. Abby sabía qué la tenía así, seguramente se había percatado del desprecio de sus pares.
—Abby… —suspiró su hermana, rompiendo el silencio—. Hoy en el baile vi que muchas personas me miraban de manera extraña, y luego cuando fui al tocador les oí, me llaman lady Ratón —confesó abatida.
Abby apretó los dientes y maldijo al presumido conde de Vander. Por su culpa nombraban tan infamemente a su hermana.
—Y no solo eso, solo un caballero me invitó a bailar, él fue muy amable y simpático. Pero obviamente se notaba que lo hacía por compromiso. Creo que acabaré siendo una solterona, no podré casarme nunca, soy demasiado fea para que un caballero me escoja como esposa —dijo pesarosa, girándose hacia ella, que dejó el cepillo sobre la cama y apretó las manos de su hermana mayor, tratando de transmitirle su apoyo.
—Eso no lo sabes, aún faltan muchas veladas y varias temporadas, uno nunca sabe —contestó Abby, resuelta a levantar su ánimo.
—Tú sabes que estoy en lo cierto, Abby. Eso pasará, sabes tan bien como yo que el debut de una jovencita es lo que determina el resto de su estancia en los salones de la aristocracia. Y a mí ya me catalogaron de florero, y no solo eso: de demasiado fea. Por lo menos, me queda el consuelo de que a ti no te pasará eso, tú eres hermosa, eres el vivo retrato de madre, y encandilarás a todos los caballeros. Tú podrás enamorarte, y ciertamente te amarán, te casarás con un importante noble y yo seré una tía feliz que se encargará de cuidar a tus pequeños —contradijo Clara, con una sonrisa triste y mirada perdida.
Abby absorbió aire con fuerza, y la rabia inundó su interior. Ese no sería el futuro de su hermana, ella no permitiría que por culpa de esa sociedad cruel y vacía, su dulce hermana tuviese ese futuro solitario y desolador. Pero más que nada, ella nunca se convertiría en parte de esa hipócrita sociedad, ella no sería uno de ellos. Y aunque su aspecto físico debería parecerle una bendición, ahora lo veía como un castigo, porque la hacía ser candidata a formar parte de ese círculo de personas vanidosas y superficiales.
—¡No! —soltó repentinamente, haciendo sobresaltar a Clara, que volvió los ojos hacia ella extrañada—. No me enamoraré, permaneceremos juntas. No necesitamos a esa gente vanidosa, tampoco un marido superficial y mujeriego. Tú amas escribir y yo tocar el piano, permaneceremos juntas, unidas —dijo con vehemencia, arrodillándose frente a su hermana, tomándola de las manos con fuerza, con la mirada decidida—. Cumpliremos nuestros sueños. Ambas, ya lo verás, Clara. Y envejeceremos juntas. No necesitamos el amor ni a los hombres, solo a nosotras mismas, y nuestros sueños para ser felices. Se lo demostraremos a todos. No importa que se espere de nosotras el matrimonio, padre no nos obligará y si aunamos fuerzas podremos terminada nuestra estancia en sociedad ser dueñas de nuestro destino.
—Abigail… No sé, tú no eres como yo… Tú… —comenzó a negar, pareciendo incómoda e indecisa.
—No lo digas, soy como tú, sin importar mi exterior, tenemos los mismos sueños, las mismas metas y objetivos. Madre nos crió con los mismos ideales y preceptos, y así será siempre —interrumpió vivaz Abby, con tono firme y resuelto—. A ti te han catalogado como demasiado fea, pues eso seré yo también, y nadie podrá decir lo contrario.
—Es una locura, Abby. Aunque, si así me llaman, seguramente hay muchas más en mi misma situación —contestó pensativa Clara.
—¡Eso es! Buscaremos a damas que sean como nosotras, y nos uniremos. Seremos del grupo de las demasiado feas, y que los nobles banales y estúpidos se cuiden de nosotras —declaró con tono de guerra Abby, haciendo reír divertida a su hermana.
—Seremos un grupo de cuidado entonces, seremos las D.F —concordó Clara, y sus ojos brillaron animados.
Esa noche, Abby durmió con una multitud de pensamientos bullendo en su interior.
Mañana, mañana comenzaría su transformación, el mundo nunca conocería a la verdadera y antigua Abigail Thompson. Y los cientos de condes de Vander que pululaban por esos salones, aprenderían de lo que era capaz una demasiado fea. Eso correría por su cuenta, estaba empedernida en lograrlo; le daría una verdadera lección de humildad a esos nobles egoístas y crueles. Ese sería su objetivo, la razón de su existencia.
Su propósito.
CAPÍTULO I
«…La belleza es mucho más que piel, forma, rasgos o apariencia; es aquellos momentos únicos que viven y mueren en un instante, pero renacen en el recuerdo eternamente…».
Extracto del diario Memorias del poeta atormentado.
Londres, octubre 1815. Cinco años después…
La mansión de los duques de Malloren estaba a rebosar de asistentes cuando Colin, su hermano, y su padre entraron. Era un hecho que no le sorprendía, puesto que los bailes de la duquesa eran de los más exitosos de cada temporada social.
Cuando traspasaron las puertas del salón, muchas cabezas se volvieron hacia ellos, y las miradas y gestos incrédulos no tardaron en aparecer, tampoco las miradas espantadas de las matronas, que advertían a sus pupilas, y las lascivas en las damas que conocían de otras veladas muy diferentes. Sabían que aquello sucedería, después de todo, hacía por lo menos tres años que él no aparecía por una velada de aquellas, y en cuanto a Marcus, ni siquiera recordaba la última vez que el caballero negro —como le apodaron—, pisaba un salón de baile.
Por su parte, aunque con el título de conde Vander a cuestas, él también se había granjeado una mala reputación, a base de su fama de mujeriego y juerguista, pero ayudado por su aspecto e innato encanto, no era tan mal visto como su hermano mellizo, y por eso le llamaban «Ángel Negro».
Su padre, el marqués de Somert, se detuvo a saludar a un conocido y ellos hicieron lo propio, aceptando las copas que un lacayo les ofreció.
Colin miró de reojo a su hermano y le provocó risa ver la expresión de tortura que mostraba su rostro.
—Quita esa mueca, estás espantado a las pocas muchachas que no dejan de observarnos—le dijo, sonriendo a una dama bastante apetecible, que se abanicaba sin quitarle el ojo.
—Las que nos están mirando no son jóvenes solteras y ya sabes a lo que vine. ¡Pardiez! No puedo creer que esto realmente me esté sucediendo —se lamentó Marcus, bebiendo todo el contenido de su copa de golpe.
—Claro, había olvidado que debes despedirte de los tiempos en los que hubieras salido de aquí con alguna voluptuosa viuda, porque el Caballero Negro será ejecutado y el verdugo vestirá raso blanco —se mofó con un falso tono de conmiseración.
—Eres un imbécil, Colin —gruñó en respuesta su mellizo—. No te alegres tanto de mi desgracia, porque sí, yo debo escoger esposa y casarme en menos de un mes para no perder el título que acabo de heredar, pero tú no estás en mejor posición, como el primogénito no tardarán en echarte el lazo, y cuando eso suceda estaré en primera fila para ver pasar el cadáver de tu apreciada soltería —espetó su hermano con sorna.
—Pues ve poniéndote cómodo, hermano, porque sobre mi cabeza no pende la amenaza de perder nada, y aún me quedan muchos años de fiestas y placeres. No está en mis planes navegar en las turbias aguas del matrimonio, no hasta que se empiece a caer mi cabello, y los años de pudín y brandy tomen forma en mi barriga —rebatió alegre.
—¿Me puedes decir cómo es la dama con la que pretenden que me casé? Por favor, no quiero llevarme sorpresas desagradables, y estoy viendo a muchas pero no tengo idea de quién puede ser —dijo Marcus después de una pausa y un gruñido de fastidio; su mirada oscura recorría el lugar sin mucho entusiasmo.
Colin sonrió para sus adentros mientras fingía pensar en la petición del otro. Esto se estaba tornando cada vez más divertido. Su hermano ni se imaginaba la sorpresa que le aguardaba, ya que la candidata que padre había escogido para él era todo menos algo que su mellizo pudiera considerar atractivo.
Casi sentía lástima por la manera en la que el destino parecía haberse ensañado con Marcus. Casi.
—Bueno —comenzó, carraspeando—, para hacer honor a la verdad, yo vi a la joven en cuestión solo unas pocas veces. La única vez que hablé con ella fue hace bastante tiempo, no lo recuerdo con precisión, pero creo que bailé con la dama por pedido de padre. Y si mi memoria no me falla, lady Clara Thompson es una joven amable y correcta.
—¿Pero cómo es? Padre me dijo que está en su última temporada, eso se debe a algo, ¡dime de una vez! —alegó con impaciencia.
—Bien, te lo diré. La dama es una florero oficial, según lo que pude averiguar, y con respecto a su apariencia, lo descubrirás por ti mismo en unos instantes. Pero no te preocupes, lady Ratón quedará encantada con el nuevo conde de Lancaster —añadió carcajeándose al ver cómo los ojos de su mellizo se abrían de par en par.
Pero antes de que emitiera respuesta, su padre les hizo una seña para que le siguiesen. Marcus se había quedado estupefacto, así que, riendo entre dientes, Colin siguió al marqués y eso sacó de su parálisis a su mellizo. Pronto estuvieron frente al también marqués de Garden y futuro suegro de su hermano, si las tretas de los progenitores funcionaban.
Las hijas del amigo de su padre les vieron llegar y sus reacciones fueron opuestas. La mayor, que conservaba el mismo aspecto que antaño, sonrió tímidamente cuando él se inclinó sobre su mano, correspondiendo con una reverencia y rehuyendo rápidamente su mirada. Lo que, ahora que la miraba con detenimiento, le daba aspecto de ratoncillo era, más que sus rasgos, su actitud asustadiza.
La restante hermana era todo lo contrario. Todo ella parecía irradiar hostilidad y rechazo. Sus ojos que parecían enormes tras esas espantosas gafas, eran de un azul brillante, pero nada cálidos, despedían rayos fulminantes. Y para rematar, la dama aceptó su mano como si estuviese tocando algo putrefacto, y la apartó con una mueca asqueada antes de que pudiese rozar la tela de sus guantes.
Colin arqueó una ceja observando el gesto altanero de la joven, y tuvo que reconocer que estaba intrigado por su actitud irreverente, tan diferente a la reacción de la mayor, pero no pensaba demostrarlo, así que sonrió y se apartó para que Marcus hiciera su entrada.
Su mirada no se apartó de la pequeña Thompson.
Apenas podía creer la desfachatez de la dama, que estaba faltando a todas las reglas de protocolo, ignorándolos por completo mientras bebía de su copa con una mueca de hastío. Lady Clara hacía lo mismo, pero parecía estar intentando parecer invisible. Lo que les dejaba a él y a su hermano en la incómoda situación de estudiarlas.
Sentía que Marcus estaba tan envarado como un trozo de hierro, y de seguro lo asesinaría por no advertirle sobre el aspecto de la dama. A duras penas había contenido la risa al percatarse del horror en los ojos de su mellizo.
Por su parte, no estaba sorprendido con lady Clara, pero con respecto a la otra dama, no daba crédito a tamaño desarreglo.
Para empezar, a pesar de que en general sus rasgos eran mucho más armoniosos que los de su hermana, era por mucho una de las mujeres más feas que había visto en su vida.
No era que fuera un experto en moda femenina, es más, ni siquiera tenía una hermana, pero hasta un ciego se daría cuenta de que ese espantoso vestido de raso marrón y esa cofia oscura, que hacía imposible adivinar su color de cabello, eran todo menos el último modelo en boga.
La muchacha era alta, más que la mayor, y delgada. Hasta ahí podía dilucidar algo, pues el horrible trapo que la envolvía era tan grande que parecía un saco.
Ciertamente, si él fuese una anfitriona no dejaría entrar en su fiesta a un esperpento como aquel.
Su hermano había salido con la hermana mayor, después de hacer el ridículo, y ahora el aire se había vuelto más denso, la tensión insoportable.
En ese punto, en donde él estaba siendo magistralmente ignorado, resultó obvio para Colin que la actitud de esa mujer era mucho más que la de una solterona amargada. Evidentemente él no le agradaba, más bien no lo soportaba.
Algo insólito, inaudito e ilógico. Ni siquiera se conocían, era la primera vez que la veía, excepto alguno que otro evento donde la avistó de lejos. No podía haber hecho nada para disgustarla.
Además… ¡él siempre le agradaba a todo el mundo! ¡Era el ángel de Londres! ¡Las mujeres morían por él!
Un pensamiento se atravesó entonces por su mente, trayendo la comprensión y la certeza.
Claro… Ahora entendía los motivos de tan estrafalaria actitud por parte de ella. Seguramente se sentía dolida y molesta porque le amaba en secreto, y debido a que era un hombre atractivo y sensual, le guardaba rencor por ser una florero rechazada…
—Lord Garden, ¿me permite acompañar a su hija hasta la sala de bebidas? —solicitó Colin, decidido a, por lo menos, lograr que la joven pudiese sentirse menos fracasada una vez en su vida. Ella no le caía mal, y nada le costaba ser simpático y darle un poco de alegría.
El marqués interrumpió su conversación con su padre y se volvió a mirarlo con expresión sorprendida. Por su parte, había logrado obtener por fin la atención de la hija. Aunque viéndola, empezaba a dudar de la veracidad de su reciente teoría, ya que la dama no parecía estudiarle con un mal disimulado embeleso, toda su actitud corporal parecía la de alguien a punto de cometer un acto demencial.
—Por supuesto, lord Vander, la dejo a su cuidado. Su padre y yo estaremos en la sala de juegos —respondió él, tan rápido que apenas se entendieron sus palabras, y acto seguido desapareció junto a su progenitor.
Colin sonrió y volvió los ojos a la joven, que tenía la vista clavada en la espalda de su padre y los puños apretados.
—Cuando usted diga, milady —dijo con voz amable, ofreciendo caballeroso su brazo.
Abby quería cometer un crimen, se sentía furiosa y traicionada. Su padre se había deshecho de ella, con tanta desesperación que parecía que le hubiesen anunciado que le estaban robando el carruaje y se había largado, dejándola con ese hombre estúpido e intolerable.
Durante unos segundos solo pudo intentar mantener la calma y refrenar sus impulsos asesinos. Luego volteó hacia el caballero rubio y observó el brazo que mantenía en alto, a la espera de su respuesta.
El maldito sabía que no tenía opción, no podía quedarse sola aunque estuviese rodeada de personas, ni darse la vuelta y dejarle plantado como deseaba. En ocasiones como aquellas, odiaba ser quien era y haber nacido en aquellos tiempos, donde su perro era más libre que ella.
El conde arqueó una ceja ante su visible vacilación. Un bufido nada femenino escapó de sus labios, al tiempo que colocaba su mano sobre el brazo del caballero y emprendían la marcha por el salón.
No lo podía creer, estaba caminando con el hombre que más detestaba en toda Inglaterra, y debía soportar su presencia por tiempo indeterminado. No quería asumirlo, pero en cuanto vio acercarse al marqués de Somert, viendo cómo su padre sonreía, cayó en la cuenta de lo que sucedía. Pretendían una unión entre Clara y el infame Marcus Benett, ahora conde de Lancaster. Eso de por sí era algo espantoso, pero peor era pensar que tendría de pariente político a este cretino detestable.
—Una moneda por sus pensamientos —habló cerca de su oreja la irritante voz del hombre, haciéndola sobresaltar.
—No querrá saberlos —gruño Abby mirándole de reojo.
—¿Eso es un desafío? —interrogó el rubio en tono insinuante, justo cuando traspasaban las puertas abiertas del salón, donde en una larga mesa estaban dispuestas diferentes bebidas.
Abby se soltó rápidamente de su brazo y se volvió hacia él cuando se detuvieron junto a la mesa.
El caballero la observaba con fijeza, de cerca sus ojos eran de un celeste imposible. Su cabello, que no era ni muy corto ni muy largo, y que lucía con desenfado, brillaba como oro derretido. Era mucho más alto que ella, dos palmos por lo menos, y su cuerpo, esbelto y musculoso, destacaba embutido en un traje gris perla. Asquerosamente apuesto, insoportablemente masculino, pese a que su nariz fina, labios cincelados y mandíbula firme eran tan hermosos como los de un ángel.
Le odiaba.
—Tómelo como quiera, después no diga que no se lo advertí —declaró ella, encogiendo un hombro. Si quería saber qué pensaba de él, se lo diría encantada.
—Uhm… No lo sé —pronunció él, dejando vagar su mirada por todo su cuerpo. Ya veía que era un descarado, provocador por naturaleza—. Digamos que, por ahora mantendré el misterio —terminó, componiendo un gesto seductor, a la vez que le entregaba una copa de clarete y tomaba una para él.
—No me gustan los misterios, milord —le cortó en tono seco Abigail.
Lord Vander soltó una carcajada y sus ojos la miraron con detenimiento.
—¿No? Pues entonces, me dirá qué esconde bajo esa espantosa tela. Si es una calvicie, conozco un hombre que se dedica a la venta de pelucas, de esas que utilizan las actrices en el teatro —exclamó con una mueca de burla y un ademán abarcador hacia la cofia negra que cubría su cabeza.
Abby apretó los dientes al oír su fragante insulto y esbozó una sonrisa cínica.
—Fíjese que no necesito los servicios de su amigo. Pero tal vez a usted le sirvan los del sastre de mi padre, es muy bueno —rebatió ella con fingida amabilidad.
—¿Sastre? —balbuceó el conde con expresión confundida, desapareciendo su mueca engreída y sardónica—. Yo no necesito ninguno.
Abby sonrió más ampliamente, por el rabillo del ojo atisbó la presencia de su amiga Brianna: su posibilidad de huir. Decidió que aprovecharía la oportunidad de que no habría testigos de su merecido desquite, y acto seguido, arrojó el contenido entero de su copa en el impoluto y perfecto pecho y rostro del caballero quien, desprevenido, solo atinó a abrir la boca y los ojos, conmocionado.
—Ahora sí lo necesita. Fin del misterio —Finalizó Abby, dando media vuelta y dejando a un atónito conde boqueando empapado.
CAPÍTULO II
«Tus ojos azules, brillantes, vivaces, eternos.
Fealdad que oculta un mar de belleza.
Miradas, silencios que me mantienen paralizado, prisionero, subyugado.
Te escondes, huyes, más persistes a cada instante en mi mente, en mi pecho, en mis recuerdos».
Extracto del diario Memorias del poeta atormentado.
Los ojos de Colin estaban fijos en el escote de la rubia que tenía prácticamente sentada en su regazo.
Llevaban un buen rato allí, flirteando descaradamente, y si todo continuaba por esos lares, terminarían el día enredados en alguna habitación.
—¿Soy yo o está haciendo mucho calor, belleza? —susurró Colin a la mujer, que soltó una risita y se abanicó más rápido.
A su alrededor estaban su hermano, el conde de Luxe Maxwell Grayson, amigo y anfitrión del tentempié donde se encontraban, y el duque de Fisherton, Alexander Mcfire, todos igualmente acompañados por exquisitas féminas.
Aaahh… eso era vida…
Lady Price comenzó a acariciar su muslo con descaro y él la miró con una sonrisa pícara y se inclinó para murmurarle la idea que tenía en mente.
Entonces unos chillidos estridentes resonaron por el prado de la propiedad de Luxe, quien ya se había puesto en pie, alarmado.
—¿Qué fue eso? —preguntó haciendo lo mismo.
Nadie respondió, pero su hermano quitó a la joven de su regazo de manera nada delicada y salió corriendo en dirección al lago. Alex, el escocés, lo siguió con grandes zancada, y Max también.
Colin miró los rostros molestos de las damas, y esbozando una sonrisa de disculpa, salió tras sus amigos.
Al llegar a la orilla del lago, sus ojos se abrieron incrédulos. El duque salía del mismo llevando en brazos a una joven pelirroja que temblaba profusamente, y por detrás salía Grayson cargando a una mujer morena que se veía muy nerviosa y pálida, ambas estaban empapadas.
Alex depositó a la joven en el césped con cuidado y levantó su rostro para examinarlo.
Entonces él se tensó.
Reconocía a la dama, era la joven con quien había visto que se marchaba lady Abigail en el baile donde la muy cínica le había derramado una copa encima. Lo que quería decir que ella podía estar en el agua.
Antes de darse cuenta, ya se había adentrado en el lago y localizado a Marcus. Parecía estar desesperado, aferraba a una mujer que gritaba y lloraba intensamente.
¿Quién era?
Nadó hacia ellos, que estaban junto a un bote volteado, y cuando estuvo cerca su corazón se detuvo.
Era ella, pero… se veía distinta.
Sin pensarlo se colocó a su lado y la aferró del brazo para sacarla del agua.
—¿Qué hace? ¡Suélteme! —gritó ella intentando zafarse de su agarre. Sus labios comenzaban a ponerse morados y su rostro estaba sin color.
Decidido a ponerla a salvo, Colin la envolvió en sus brazos y la pegó a su cuerpo, dejando sus brazos aprisionados para que dejara de debatirse.
—¡Suélteme! ¡Bruto, sapo rastrero, bellaco! —vociferaba ella, revolviéndose en sus brazos mientras él haciendo pie, caminaba hacia la orilla—. ¡Que me suelte! Mi hermana no sabe nadar, se está ahogando —sollozó ella fuera de sí.
Colin la bajó ni bien pisó tierra, pero no la liberó, impidiendo que se lanzara nuevamente hacia el agua.
—¡Basta! —la reprendió, apretando la piel de sus brazos implacablemente, ella dejó de sacudirse y levantó la vista hacia él.
Su respiración se cortó al encontrarse sus miradas. Sus ojos, que estaban anegados en lágrimas, eran hermosos. Tan azules como el mar, grandes y brillantes. Y era la primera vez que los veía sin la barrera de esos enormes lentes.
Ella lo miraba tan fijamente como él a ella, y él no podía mover un solo músculo. Era como si esos ojos le mantuvieran paralizado, prisionero, subyugado.
En ese momento las voces de sus amigos, cercanas, se colaron en sus oídos y la joven bajó la cabeza y se separó de un tirón.
Su cabello se terminó de soltar de lo que fuera que lo había mantenido sujeto y se derramó sobre sus hombros, tapando lo poco que quedaba a la vista de su rostro, en el que no había reparado por estar perdido en su mirada.
—No se preocupe, mi hermano es un experto nadador, él sacará a su hermana —dijo incómodo, sin dejar de observarla.
Ella solo asintió y se abrazó temblorosa.
Su pelo, empezaba a secarse y Colin se percató de que era de color rubio, muy claro y bonito. Lo llevaba largo, y a diferencia de su hermana no era lacio, tenía muchas ondas naturales. Parecía un manto dorado, y encandilaba.
Una vez más se encontró actuando por impulso.
—¿Por qué lo esconde tras esas espantosas cofias? —preguntó, tomando uno de los bucles y deleitándose con su textura y suavidad.
La muchacha se tensó y se apartó sin mirarle.
—Eso no es de su incumbencia. No sea entrometido —le contestó con brusquedad.
Él sonrió y dejó vagar su vista por el cuerpo de la joven. Podía darse cuenta que había estado muy equivocado en las conjeturas que había hecho acerca del aspecto de la muchacha pues, si bien ese vestido era tan espantoso como todos los que le había visto, ahora que la veía empapada, y con esa tela marrón pegada a cada parte de su piel, podía ver que sus formas no eran nada de lo que pensó. Todo lo contrario.
Era delgada, bastante, pero su figura era armoniosa, sus piernas eran interminables y preciosas, sus caderas finas y femeninas, su cintura estrecha y sus senos sencillamente perfectos.
Su pulso se había acelerado y sentía la boca seca, tanto le estaba afectando la visión del cuerpo mojado de lady Abigail, que ni siquiera notaba el frío del otoño a pesar de estar completamente empapado.
—Ya ve, el destino siempre se encarga de que cada uno pague por sus obras —dijo él en tono burlón, más desesperado por hacer algo que quebrase la tensión del momento que otra cosa.
—¿De qué está hablando? —preguntó con sequedad, mirando hacia el lago y evadiendo su escrutinio.
—De que ahora es usted quien acabó mojada, y no solo eso, me debe dos cuentas con mi sastre. La del atuendo que me arruinó y la de este —contestó con sorna.
—Yo no le debo nada. Y le diré algo, no sé qué traman usted y su hermano, pero más les vale no lastimar a mi hermana o… —contradijo airada la rubia.
—O… ¿qué?. —inquirió Colin, tirando de ella intempestivamente, haciéndola estrellarse contra su pecho.
La joven jadeó, pero no elevó su cabeza hacia él, acción que le confundía. ¿Por qué se ocultaba?
Abby abrió la boca para escupirle lo que le pasaría a aquel truhan si dañaban de alguna manera a su hermana, pero el sonido de una discusión se lo impidió. De inmediato reconoció la voz de Clara, y ansiosa se zafó del conde y salió corriendo en dirección a la pareja que hablaba acaloradamente.
—Hermana, quería ir por ti, pero este bruto no me lo permitía —le dijo con un ademán airado cuando llego a ella, abrazándola con fuerza mientras señalaba a lord Vander.
El aludido apretó la mandíbula y sus ojos celestes brillaron más todavía. Sin embargo, unos estridentes chillidos no le permitieron refutar.
—¡Amiga! —chilló fuera de sí Mary Anne, llegando como un tropel.
—Clara, ¿cómo te sientes? —exclamó Brianna apretando sus manos.
Clara les repitió que todo estaba bien y que solo se había llevado un susto. Sus amigas comentaron el terror que experimentaron al no verla emerger, y además de sus expresiones angustiadas, las dos presentaban un aspecto deplorable.
Mary Anne tenía el vestido color rosa pastel tan pegado y arrugado sobre todo en su abundante escote que ahora se traslucía por completo, y su peinado estaba deshecho, con sus bucles ébano tapando su cara. Por su parte, Brianna llevaba el vestido verde agua tan justo que transparentaba sus voluptuosas caderas y su rebelde e indómito cabello colorado caía libre por su espalda.
—Vaya, aquí la vista no es tan agradable —dijo de pronto una voz, interrumpiendo su conversación.
Abby se tensó y se giró para ver a quién pertenecía ese insoportable tono agudo. Lady Bloomberg. A unos pasos, con sus sombrillas abiertas y expresión desdeñosa, estaban cuatro damas con rasgos hermosos y presencia impoluta.
La morena que había lanzado ese comentario sarcástico miró a sus compañeras, que estaban paradas junto a lord Fisherton y lord Luxe, quienes a su vez no dejaban de desviar los ojos hacia sus empapadas amigas, el gigantesco y rubio escocés esbozando una mueca hilarante y el castaño anfitrión con los labios fruncidos con reprobación. Al igual que lord Vander, a quien se negaba a mirar, pero podía sentir su mirada celeste fija en ella.
Una mueca de fastidio se instaló en su cara, no soportaba a estos hombres lascivos y descarados, que además de estar examinado sus cuerpos con descaro, tenían la desfachatez de retozar con aquellas mujeres casadas a pleno día y en un evento social. Eran unos degenerados, inmorales, depravados.
—No sabía que podía uno correr el riesgo de toparse con alimañas —siguió con absoluta malicia la dama, clavando la vista en Clara. Las demás rieron con estridente crueldad, festejando lo dicho por la beldad de pelo oscuro.
El rostro de su hermana se descompuso ante la obvia referencia que la mujer había hecho al apodo con el que la había bautizado la sociedad. Y apretó sus manos, bajando la mirada con vergüenza. Ella apretó los dientes con enojo, aquello no era una novedad, otra vez una cara bonita se metía con alguna de ellas y las humillaba solo por diversión, por placer.
Pero no se quedaría así, esas cabezas huecas aprenderían a no meterse con ellas, y sobre todo, a no burlarse de su hermana, que más dulce y noble no podía ser.
—Yo que ustedes me apartaba rápido, o la serpiente que está allí puede morderles con su veneno —les espetó Abby conteniendo la ira y rodeando los hombros de su hermana, a la vez que señalaba los pies de la morena engreída.
El cuarteto de hermosas damas empalidecieron al oír a Abby, y saltaron sin sentido, levantando la orilla de sus vestidos en busca del reptil, chillando horrorizadas y chocando unas con otras torpemente.
Con sonrisas divertidas, las D.F enlazaron los brazos y unidas, emprendieron el regreso a la casa.
Al pasar junto al histérico grupo, una de las damas las miró acusadoramente.
—¡Mentirosa, no hay tal serpiente! —graznó lady Price, una rubia de ojos claros.
—¿No? ¡Pero si yo también la vi allí! —exclamó con preocupación fingida Briana, apuntando muy cerca de la morena.
—¿Dónde? —chilló otra castaña de ojos celestes, con una mueca nada favorecedora, mientras se miraban confundidas y consternadas.
—Justo a tu lado, y esa piel verde no combina bien con tanto polvo de arroz en el rostro —declaró Mary Anne con tono confidente.
Y con cabeza erguida y porte de princesas, abandonaron el lugar, dejando atrás el jadeo ofendido que soltó la morena vestida de verde musgo.
Y cuatro hombres patidifusos, siguiéndolas con penetrantes miradas admiradoras.
Era un hecho, su hermana había enloquecido por completo. Primero accedió a tener una cita clandestina con el conde Lancaster en la velada musical de las hermanas Rolay, después ese mismo hombre pidió su mano en matrimonio, Clara lo rechazó, y ahora ella les encontró juntos por la noche, en la alcoba de su hermana. ¡Inaudito! ¡Infame! ¡Indecente!
Por fortuna fue ella quien les halló en tal comprometedora situación y no su padre, pudo salvar el percance deshaciéndose del hombre, que dicho sea de paso, estaba como una cuba y balbuceaba una indecencia tras otra. Y lo peor: Clara sonreía al oír su desvarío de borracho.
No entendía lo que sucedía con su hermana, si no la conociese de toda la vida, diría que Clara se estaba dejando seducir por el infame libertino conde de Lancaster, pero no podía creerlo, ella no podía ser tan necia, ingenua, débil, boba, crédula, ¿o sí?
¡No! Clara, al igual que ella, sabía que esa clase hombres estaban prohibidos para ellas. Caballeros apuestos, mujeriegos y granujas, ricos y afamados que podían elegir a la dama que quisieran pero nunca a mujeres como ellas, que no daban la talla, ni querían hacerlo tampoco.
Ninguna tenía su cabeza plagada de ideas románticas y banales, no vivían pensando en vestidos, volados, matrimonio y fiestas; ellas tenían grandes sueños, metas, objetivos. Y en ninguno de ellos encajaba un esposo machista, controlador y bribón. Esperaba que Clara no olvidara ese importante lección, o podría arrepentirse, y mucho.
A su mente vino una vez más, la imagen de unos ojos celestes mirándola con intensidad.
«¿Por qué lo esconde?», la voz melodiosa de lord Vander se repetía en su cabeza, ocasionándole un involuntario estremecimiento.
Ofuscada por el derrotero que sus pensamientos estaban tomando, se acercó al espejo de su tocador y observó su reflejo iluminado por la tenue luz de la vela que había encendido al oír el jaleo de la irrupción del conde Lancaster en el cuarto de su hermana.
Ella no se escondía, no se ocultaba, solo… solo se protegía.
Hombres como los hermanos Bennet eran peligrosos y perjudiciales, pues un corazón frágil como el de su hermana podía romperse fácilmente bajo una falsa promesa de amor, que era lo único que podían esperar de ellos.