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Editado por Harlequin Ibérica.
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© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Lazos de amistad, n.º 193 - junio 2019
Título original: The Friends We Keep
Publicada originalmente por MIRA® Books, Ontario, Canadá
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-103-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Para Marla. Que siempre seamos amigas.
Besos
¿Tan mal estaba querer hacer pis a solas? Gabriella Schaefer se hizo aquella pregunta por enésima vez durante los dos últimos meses. En realidad, adoraba su vida. Adoraba a su marido, a sus hijas mellizas de cinco años, a sus mascotas, su casa. Sabía que todo eso era un gran don. Una bendición. Sin embargo, de vez en cuando… O, por lo menos, una vez al día, deseaba con desesperación poder ir al baño a solas, como una persona normal. Sentarse y hacer pis sin que la interrumpieran.
No con alguien abriendo la puerta para quejarse de que tenía hambre o de que Kenzie le había quitado la muñeca. No con Andrew entrando con un par de calcetines en cada mano para preguntarle cuál era la mejor elección. No con la pata de un gato mostrándole las almohadillas rosadas por debajo de la puerta, ni con un basset gimiendo suavemente al otro lado, rogando que le dejara pasar. Sola. Oh, poder estar sola aquellos treinta o cuarenta segundos. Poder terminar, tirar de la cadena y lavarse las manos. Sola.
Gabby puso el intermitente, se cambió al carril izquierdo y, después, aminoró la velocidad para girar. Cincuenta y siete días. Quedaban cincuenta y siete días hasta que las mellizas empezaran a ir al jardín de infancia y ella pudiera volver a trabajar. Solo iba a ser media jornada, pero, de todos modos, sería algo mágico. Aunque no le iba a contar a nadie que lo que más le emocionaba era poder hacer pis a solas.
–¿Qué es lo que te hace gracia, mamá? –preguntó Kenzie, desde el asiento trasero–. ¿Por qué sonríes?
–¿Vas a contar un chiste? –preguntó Kennedy–. Yo quiero que lo cuentes.
Con aquella edad, los niños siempre estaban haciendo preguntas. Gabby mantuvo la vista en el tráfico y entró al aparcamiento del centro comercial. Había dos sitios justo enfrente de La cena está en la bolsa. Metió el coche en uno de ellos y apagó el motor.
–Estoy pensando cosas raras –les dijo a las niñas–. No tengo ningún chiste que contar.
Kennedy arrugó la nariz.
–De acuerdo –respondió, en un tono de desilusión.
Las dos niñas sabían que lo que los adultos pensaban que era divertido y lo que realmente era divertido, normalmente, eran dos cosas distintas.
Gabby tomó el bolso, se lo colgó en bandolera y salió del coche. Se acercó a la puerta trasera y la abrió.
–¿Ya estáis?
Las niñas asintieron. Se estaban desabrochando los cinturones de seguridad de las sillas infantiles.
Sacarlas de sus asientos no suponía un problema; lo difícil era volver a meterlas. A pesar de que los asientos eran para niños de hasta veintisiete kilos, ellas querían elevadores en vez de sus sillitas infantiles, que eran para bebés, según la habían informado ya en varias ocasiones. Las sillas infantiles eran más seguras, pero no parecía que eso sirviera como argumento en la discusión.
Andrew y ella iban a tener que encontrar una estrategia mejor, pensó Gabby, mientras ayudaba a Kennedy a saltar al suelo. Kenzie la siguió. No podían seguir teniendo la misma pelea todos los días. Las discusiones cada vez duraban más, y tenía que añadir cinco o diez minutos a cada cosa que hacía para conseguir llegar a tiempo a las citas.
El problema era que las niñas salían a su padre, pensó con humor. Era un ejecutivo de ventas con alta cualificación y el don de la palabra. Y, aunque solo tuvieran cinco años, las mellizas ya empezaban a dar argumentos para librarse de las posibles consecuencias cada vez que se metían en un lío.
–¿Va a estar Tyler? – preguntó Kennedy.
Gabby le apartó el pelo de los ojos. Su flequillo rubio necesitaba un buen corte. Otra vez.
–Sí.
Las niñas aplaudieron. Tyler, el hijo de su amiga Nicole, tenía seis años, y pronto iba a empezar el primer curso. Y, para dos niñas que estaban emocionadas y un poco nerviosas por su comienzo en el jardín de infancia, Tyler se había convertido en un hombre. Sabía muchas cosas, y las dos lo adoraban.
Gabby se estiró por encima de las problemáticas sillitas infantiles para alcanzar las bolsas de color verde brillante con el logo de La cena está en la bolsa. Cada dos semanas se reunía con un par de amigas durante una sesión de tres horas en La cena está en la bolsa y, cuando se iba, tenía seis comidas para su familia. Comidas que se podían meter directamente al horno o asar a la parrilla. Estaban condimentadas, divididas en raciones y listas para su preparación.
La premisa de La cena está en la bolsa era sencilla. Cada sesión duraba unas tres horas. En aquella gran cocina de estilo industrial había ocho puestos, cada uno dedicado a un plato diferente. Siguiendo las instrucciones, se cortaba la carne y se le añadían las especias, y se ponía junto a las verduras en recipientes reciclables, de modo que solo hiciera falta cocinar.
Al principio, se había sentido culpable por haberse apuntado a aquellas sesiones. Era ama de casa y ejercía de madre en el hogar, y debería ser capaz de organizarse para poder cocinar para su familia. Sin embargo, los días se le escapaban, pensó, mientras entregaba las bolsas vacías a sus hijas y las guiaba hacia la tienda. Afortunadamente para ella, la dueña de La cena está en la bolsa era hermana de una buena amiga suya, y el hecho de pensar que estaba apoyando a un negocio local la ayudaba a sentirse menos culpable.
Además, Andrew la animaba a usar aquel servicio. Salían a cenar por lo menos una vez a la semana, así que con las seis comidas que preparaba allí, ya solo tenía que hacer otras seis por su cuenta.
El local era grande y abierto, y los puestos para cocinar estaban instalados en el perímetro del espacio. En la zona central había estanterías industriales llenas de productos. La caja registradora estaba junto a la puerta, donde también había unas baldas para que los clientes dejaran sus pertenencias. Las encimeras eran de acero inoxidable, al igual que los fregaderos.
A la izquierda había una pequeña zona de estar donde los clientes podían sentarse y charlar, si querían. A la derecha había una zona pequeña, dividida en varias partes, pintada en colores brillantes con mesas y sillas para niños con algunos juguetes, un montón de cajas de pinturas de cera y un montón de libros para colorear. Cecelia, la cuidadora, ya estaba allí. A ver a las mellizas, la muchacha, una estudiante de universidad menuda y de pelo rizado, sonrió.
–Me alegro mucho de que hayáis venido hoy –les dijo, saludándolas con la mano–. ¡Nos lo vamos a pasar muy bien!
–¡Cece!
Las mellizas dejaron las bolsas y echaron a correr hacia la cuidadora para abrazarla.
–¿Va a venir Tyler? –preguntó Kenzie, ansiosamente.
–Sí. Seguro que su madre y él vienen más tarde –dijo Cecelia, y se llevó a las niñas hacia una de las mesas–. Vamos a empezar a hacer un dibujo mientras vuestra madre hace la comida –dijo.
Gabby dejó allí a sus hijas y se puso un delantal. Después, tomó la hoja en la que se le indicaba qué puestos debía utilizar, y en qué orden.
La cena está en la bolsa no era una idea original; había muchas empresas como aquella por todo el país. Aunque a ella nunca le había caído del todo bien, tenía que reconocer que Morgan, la dueña del establecimiento, sabía sacarles los dólares a los clientes.
Los niños eran bienvenidos pagando cinco dólares la hora, así que, para ella, eso significaba treinta dólares más por cada sesión, pero era mucho más barato que pagar a una canguro. Con cada uno de los platos se ofrecían vinos diferentes por un precio extra que debía de aportar el mismo margen que marcaban los restaurantes de lujo. Después de las sesiones de cocina, se ofrecían aperitivos y copas de vino, también a cambio de un precio extra.
La hermana de Morgan, Hayley, que era su amiga, iba temprano varios días a la semana para preparar la comida. Ella era la que cortaba los productos y abría los frascos de especias y las latas de tomate. Gabby sabía que Hayley trabajaba a cambio de comidas.
Aunque Hayley decía que ella era la que salía ganando, Gabby tenía serias dudas al respecto, porque parecía que, fuera cual fuera la situación, Morgan siempre era la beneficiada.
Entraron varias mujeres más al local. En cada sesión podían cocinar treinta y dos clientes, aunque casi siempre había unas veinticinco personas. La cena está en la bolsa también abría por las tardes desde los jueves a los domingos, de cuatro a ocho y media. Vio a Hayley y a Nicole y a su hijo Tyler. Nicole dejó al niño con Cecelia y todas se reunieron en el fregadero, lavándose las manos.
–Hola –les dijo Gabby a sus amigas, mientras se abrazaban.
Nicole era una mujer rubia, alta y esbelta, tanto por la genética como por el hecho de que se ganaba la vida dando clases de gimnasia. Gabby siempre se estaba diciendo a sí misma que iba a apuntarse en una de las clases, porque todavía no había perdido doce de los kilos que había engordado durante el embarazo. Sin embargo, como las mellizas iban a empezar a ir a la escuela, tenía que hacer algo para perder aquel peso, porque ya no podría seguir culpando a las niñas.
Hayley también estaba delgada, pero de un modo que preocupaba a Gabby. Su amiga siempre estaba pálida y tenía ojeras; aunque, por una vez, parecía que aquel día tenía mucha energía.
–Estoy muy emocionada con las comidas de hoy –dijo Hayley–. Las verduras estaban fresquísimas, y creo que la nueva receta de enchiladas va a ser un éxito.
–Vaya, estás muy contenta –le comentó Gabby, mientras se ponía un delantal verde con el logotipo de La cena está en la bolsa–. ¿Qué ocurre?
–Nada del otro mundo.
Gabby no supo qué pensar. La vida de Hayley era una montaña rusa de emociones, porque estaba intentando con todas sus fuerzas quedarse embarazada y llevar el embarazo a término. Había tenido el último aborto hacía pocos meses y, en aquel momento, estaba en un periodo de descanso por indicación de los médicos.
Nicole se hizo una coleta.
–¿Seguro? –le preguntó a Hayley–. Porque parece que estás mucho más animada de lo normal.
Hayley se echó a reír.
–Vaya, esa no es una descripción muy halagadora.
Las tres amigas se detuvieron en el primer puesto y tomaron un contenedor de aluminio.
–Es increíble que ya estemos a mediados de julio –comentó Nicole, mientras cubría el fondo de su contenedor con tortillas de maíz–. Quería llevarme a Tyler unos días de vacaciones, pero me parece que no va a poder ser. Entre el trabajo y el tener que cuidarlo, siempre estoy corriendo de un sitio a otro.
–Tienes una empresa –dijo Gabby y, de nuevo, se sintió culpable.
Ella también debería tener su empresa. O volver a trabajar más de veinte horas a la semana. Y hacer las comidas de la familia desde cero, en casa. En realidad, no tenía ni idea de cómo se le pasaban los días. Las mellizas estaban en un campamento de verano desde las ocho de la mañana a la una de la tarde todos los días. Makayla, su hijastra de quince años, estaba en otro campamento diferente, de ocho a cuatro. Ella debería tener tiempo suficiente para hacer los recados, la colada, la comida y, además, hacer algo por el mundo que la rodeaba. Sin embargo, no parecía posible.
–Siempre está Disneyland –le dijo Hayley, mientras ponía los pedazos de pollo en su tartera, preparando las raciones para Rob, su marido, y ella.
–A Tyler le encanta Disneyland –dijo Nicole–. Pero me da la sensación de que eso sería como hacer trampas.
–Da gracias de que esté tan cerca –le dijo Gabby.
El parque de atracciones estaba a cuarenta y ocho kilómetros de Mischief Bay, a menos de una hora en coche, si el tráfico no era demasiado denso.
Gabby rodeó a Nicole con un brazo.
–Podría ser peor. Podría ser Brad the Dragon Land. Entonces sí que estarías en un buen aprieto.
Nicole sonrió.
–Tendría la tentación de prenderle fuego.
Hayley y Gabby se echaron a reír.
Brad the Dragon era una saga de libros infantiles muy conocida. A Tyler le encantaba, pero, por algún motivo que Gabby no conocía, Nicole detestaba a aquel personaje y al autor de los libros; decía que había leído un artículo en el que se contaba que Jairus Sterenberg solo lo hacía por dinero y que era una mala persona. Gabby no estaba muy segura de aquellas acusaciones. Además, había muchos padres que estaban totalmente hartos de Frozen y de los Minions.
–¿Qué tal Hawái? ¿Es tan increíble como se dice? –preguntó Nicole.
Gabby asintió al recordar los diez días que habían pasado Andrew, las mellizas y ella en un bungalow de Maui el mes anterior. Makayla se había quedado con su madre.
–¡Es maravilloso! El tiempo es espléndido y hay muchas cosas que hacer. Las niñas se lo pasaron en grande.
–¿Y qué tal Makayla con su madre mientras vosotros no estabais? –preguntó Hayley.
Gabby suspiró.
–Más o menos. A su madre no le gusta tenerla más de un fin de semana, y eso complica mucho las cosas. No lo entiendo. Makayla tiene quince años. Está claro que es un poco contestona, pero es su hija. Se supone que una debe querer a sus hijos.
–¿Ya ha vuelto contigo? –preguntó Nicole.
–Su madre la trajo a casa la primera noche que volvimos.
–Es una pena que no pudierais llevárosla –comentó Hayley.
–Umm –murmuró Gabby, mientras espolvoreaba con queso el contenedor y le ponía la tapa de plástico. Seguramente, debería querer que Makayla hubiera podido ir con ellos, pero, en realidad, había sentido agradecimiento por aquel descanso de su hijastra.
Terminaron de preparar la primera comida, llevaron las tarteras al frigorífico y se encaminaron al siguiente puesto. Hayley empezó a sacar frascos de especias mientras Gabby y Nicole leían los pasos de la receta.
–El estofado es interesante –dijo Nicole, aunque su tono de voz era dubitativo–. La información de la Crock Pot es buena.
–No lo dices muy convencida –respondió Gabby en voz baja.
–Estamos en verano, y no quiero tener que utilizar la Crock Pot en verano –dijo Nicole, cabeceando–. Un problema típico del primer mundo, ¿no? Pero a Tyler le encanta el estafado, y se lo come muy bien, así que es lo que voy a hacer.
–Esa es la actitud –le dijo Gabby, guiñándole el ojo.
Hayley señaló los frascos de especias.
–Va a quedaros delicioso –les prometió–. Os va a encantar. Y el siguiente puesto va de preparar una parrillada.
–Verdaderamente, estás muy contenta –comentó Nicole–. ¿Qué ha pasado? ¿Te han subido el sueldo?
–No, nada de eso. Gabby también ha mencionado mi buen humor. ¿Es que normalmente estoy insoportable?
–Claro que no –dijo Gabby, rápidamente. Sin embargo, no sabía cómo explicar que, por una vez, Hayley estaba feliz y relajada. Si su amiga no estuviera en un periodo de descanso del tratamiento de fertilidad, pensaría que se había quedado embarazada, pero Hayley tomó una botella de vino, midió media copa y la vertió en su bolsa.
Así pues, no, pensó Gabby; no podía estar embarazada. Pero había algo.
Siguieron recorriendo los puestos y, al terminar, cargaron todas las comidas en las bolsas. Gabby lo llevó todo al coche antes de ir a buscar a las mellizas.
–¿Listas? –preguntó.
Kennedy y Kenzie se miraron y asintieron.
–Han sido muy buenas –dijo Cecelia.
–Hemos sido muy buenas –repitió Kenzie.
–Estoy segura de ello –respondió Gabby.
Las mellizas estaban en aquella edad en la que eran angelicales con todo el mundo salvo con ella. Había leído muchos libros sobre crianza y educación infantil y, por lo que decían los expertos, la necesidad de ser más independientes chocaba con la necesidad de atención maternal. Así pues, mientras que todo el mundo recibía sonrisas y buen comportamiento por parte de las niñas, ella recibía rechazos y lágrimas.
Esperó a que las mellizas abrazaran a Cecelia para despedirse. Con satisfacción, Gabby pensó que estaban creciendo muy deprisa; eran inteligentes, curiosas y afectuosas. Así que, teniendo en cuenta que en su vida todo iba bien, podía gestionar algo de rechazo y algunas lágrimas de vez en cuando.
Aunque las niñas eran mellizas, se parecían tanto que la gente creía que eran gemelas. Las dos tenían los ojos castaños y grandes y el pelo rubio rojizo. Las dos hablaban de un modo muy parecido y eran muy enérgicas.
Sin embargo, también había diferencias entre ellas. La forma de su mentón. Kennedy tenía el pelo más espeso y un poco más rizado. Kenzie era un poco más alta. La escuela iba a ser interesante, pensó Gabby. Kennedy era más extrovertida, pero Kenzie tenía un nivel de paciencia del que carecía su hermana. Ella no sabía cuáles de los rasgos de sus hijas iban a servirles mejor para tener éxito.
Cuando llegaron al coche, les abrió la puerta trasera.
–Entrad.
Las niñas no se movieron.
–Queremos tener elevadores de asiento –dijo Kennedy con firmeza–. Las sillitas son para los bebés. Mamá, nosotras vamos a empezar el jardín de infancia.
–Ya no somos bebés –añadió Kenzie.
–Todavía estáis creciendo –dijo Gabby, intentando mantener el tono más suave posible–. Y yo os quiero mucho. Por eso, quiero que estéis seguras. Por favor, subid a las sillitas para que podamos irnos a casa a preparar la cena para papá.
Las mellizas no se movieron.
Gabby tuvo que contener un suspiro. No iba a permitir que la chantajearan unas niñas de cinco años.
–Boomer y Jasmine también están esperando su cena. Quiero ir a casa. Por favor, subid a vuestras sillitas ahora mismo.
–No –dijo Kennedy, y se cruzó de brazos. Kenzie siguió su ejemplo, como siempre.
–Por cada minuto que tengamos que esperar aquí, vais a perderos quince minutos de televisión –les dijo Gabby. Y eso era grave, porque en la casa de los Schaefer, el tiempo de televisión estaba limitado.
Las niñas se miraron la una a la otra y, después, miraron a su madre. Kenzie se inclinó hacia su hermana.
–Quince minutos es mucho.
Kennedy suspiró. Entonces, las dos subieron a sus sillitas infantiles, mientras Gabby pensaba en que tenía que hablar con su marido para encontrar una solución a aquel problema. O, por lo menos, se tomaría una copa de vino con él y ambos se recordarían que, dentro de diez años, cuando las mellizas quisieran empezar a salir con chicos, aquellos momentos de discusión sobre las sillitas del coche les parecerían los buenos tiempos.
–Me he enterado de la noticia –dijo Cecelia, mientras recogía las pinturas que había en la mesa de los niños.
Nicole Lord contuvo un gran suspiro y sonrió forzadamente.
–Ah, claro. ¿A que es estupendo? Estamos todos muy emocionados.
Cecelia se le acercó y bajó la voz.
–No pasa nada. Tyler está allí.
Nicole miró a su hijo, que estaba jugando con Hayley al otro extremo del local. Después, se giró de nuevo hacia la niñera de diecinueve años.
–¿Te lo puedes creer? Yo, no. Qué mala suerte… Tyler está encantado. Está contando los días que le quedan.
–¿Y tú? –le preguntó Cecelia.
Nicole puso los ojos en blanco.
–Yo también estoy contando los días, pero por otros motivos.
–No vas a atacarlo, ni nada por el estilo, ¿no? No quisiera que te detuviesen.
Nicole tenía la tentación de hacerlo. Aunque sabía que no iba a estar bien en la cárcel, se imaginaba a sí misma dándole un buen bofetón a Jairus Sterenberg. O, simplemente, diciéndole tres o cuatro cosas de las que pensaba.
–No le voy a agredir, te lo prometo. A Tyler le encantan sus libros de Brad the Dragon, y yo nunca le haría daño a mi hijo.
–¿Y si no se enterara? –bromeó Cecelia. Rápidamente, alzó una mano–. Está bien, está bien. Ya lo dejo. Es solo que le tienes tanto odio a ese hombre, que…
–No le tengo tanto odio –dijo Nicole–. ¿Cómo voy a odiar a alguien a quien no conozco? Es que… lo del imperio que se ha montado… En el artículo que leí sobre él, decía que era una persona horrible y que ganaba dinero a costa de los niños, haciendo merchandising con cualquier cosa que se le pasara por la cabeza.
Brad the Dragon había empezado siendo una serie de libros de dibujos y ahora también existía en libros de texto de lectura más avanzada. Y, como productos de merchandising, había animales de peluche, ropa, sábanas, juegos… Su autor había hecho una fortuna, pensó Nicole con amargura. Y todo, a costa de niños y padres de todo el mundo.
Además, para empeorar las cosas, había descubierto hacía poco tiempo que el tipo vivía por aquella zona. Jairus Sterenberg, en un gesto que algunas personas podrían interpretar como una muestra de generosidad, había organizado un concurso entre los niños que asistían a los campamentos de verano municipales, y Tyler estaba apuntado a uno de ellos.
Los niños podían participar escribiendo una redacción sobre los motivos por los que les gustaba Brad the Dragon. El premio era un libro autografiado y la visita de Jairus Sterenberg en persona a la clase del ganador.
Tyler se había puesto eufórico al enterarse del concurso y había pasado dos semanas perfeccionando su redacción. Nicole lo sabía muy bien, porque le había ayudado. Habían inventado un argumento para una historia en la que Brad conocía a Tyler. Incluso habían hecho algunos dibujos.
–Sé que tú no crees que sea mal tipo –dijo Nicole–, pero… ¿no te parece mal que los niños tengan que escribir una redacción antes de poder conocerlo? ¿Acaso no podía aparecer en el campamento como una persona normal? No, por supuesto que no se iba a rebajar tanto…
Cecelia se echó a reír.
–Tienes mucha energía para meterte con ese pobre hombre.
–No es ningún «pobre hombre».
–Bueno, pero ¿y si no es tan malo como tú crees?
Entonces, me sentiré fatal por haberme metido tanto con él.
–¿Y crees que eso es probable?
Nicole sonrió.
–Ni por asomo.
Confirmó el horario de la semana siguiente con Cecelia y fue a recoger a Tyler. Tenía que reconocer que su odio por el creador de Brad the Dragon era algo reciente. Que, en realidad, tal vez estuviera proyectando sus sentimientos hacia un hombre al que no iba a conocer nunca.
Hacía dos años, el que entonces era su marido había dejado el trabajo para empezar a escribir un guion. Sin embargo, no se había dignado a hablar de aquello con ella, ni se lo había mencionado, hasta dos días después de haberlo hecho. No había habido ninguna negociación, ninguna advertencia. Eric había dejado el trabajo sin avisar y la había dejado toda la carga del mantenimiento de la casa mientras él se pasaba el día haciendo surf para aclararse las ideas antes de ponerse a escribir.
Y, justo en aquel momento, Brad the Dragon y su merchandising habían empezado a parecerle algo molesto. ¿Qué les pasaba a los escritores? ¿Acaso todos tenían que ser unos imbéciles egocéntricos? ¿O solo lo eran aquellos que tenían éxito? Porque Eric había conseguido vender su guion por un millón de dólares. Y, después, la había abandonado.
–¿Nos vamos? –le preguntó a Tyler.
Él abrazó a Hayley por la cintura, y Hayley le devolvió el gesto de cariño. Siempre habían estado muy unidos. Hayley era una buenísima persona.
–Nos vemos la próxima vez –le dijo el niño a Hayley.
–Estoy deseándolo –le dijo Hayley–. Que te lo pases muy bien cuando conozcas a Jairus.
Tyler sonrió tanto, que Nicole pensó que tenía que dolerle la cara.
–Sí, solo quedan cinco días.
Nicole le dio un abrazo a su amiga y la observó. Como de costumbre, Hayley estaba pálida y tenía ojeras. Era como si estuviera luchando contra alguna enfermedad. Nicole sabía que la realidad no era tan desesperante, pero, de todos modos, era dolorosa para su amiga. Hayley estaba recuperándose de otro aborto.
Nicole tomó a Tyler de la mano y lo sacó de la tienda. Mientras lo ayudaba a subir a la sillita infantil, él hablaba sin parar sobre Brad the Dragon y sobre la próxima visita de su prolífico autor.
Tal vez no fuera culpa de Jairus, se dijo, mientras cerraba la puerta trasera. Tal vez Jairus fuera un hombre muy agradable que quería a los niños. Lo dudaba, pero esperaba estar equivocada. Porque lo que menos quería era que a Tyler se le rompiera el corazón si descubría que su héroe era un ser imperfecto.
Ella se había ofrecido para estar allí durante la visita, de modo que si Jairus resultaba ser un completo idiota, haría todo lo posible por proteger a Tyler y a los otros niños. Como mínimo, podía hacer tropezar al hombre como por accidente. E insultarlo. Posiblemente, lo golpeara con un peluche de Brad the Dragon.
Aquella imagen hizo que sonriera, y se recordó a sí misma que gran parte de la vida tenía que ver con la perspectiva de las cosas.
«Y estamos aprendiendo a confiar. Y finalmente estamos empezando a vivir».
Hayley Batchelor tamborileó con los dedos en el volante mientras cantaba al son de la música de la radio. Aquella nueva canción de Destiny Mills hacía que bailoteara en el asiento. Cuando el semáforo se puso verde, entró en el cruce y giró a la derecha.
Eran las seis y media de un jueves por la tarde, y había mucho tráfico. Los vecinos se detenían en los caminos de entrada a sus casas y los niños jugaban en los jardines delanteros. El límite de velocidad era solo de cuarenta kilómetros por hora, pero nadie infringía aquella norma. No era ese tipo de barrio.
Hayley se fijó en que la casa de la esquina ya tenía una segunda planta. Llevaba meses de obras, y había sido interesante observar la demolición del edificio y, después, su reconstrucción. Una vez terminada, la casa sería impresionante. La mayor parte del vecindario estaba pasando por aquel proceso de rehabilitación y arreglos. Sabía que había un término para describirlo: gentrificación, tal vez.
Giró en la siguiente esquina y entró en su calle. Allí se veían más señales de la rehabilitación del barrio. Le gustaban la pintura reciente y las puertas principales nuevas. Sin embargo, al detenerse en el camino de entrada de su propia casa, arrugó la nariz. «Hablando de una casa destartalada», pensó, mientras observaba el patio lleno de broza y la pintura desconchada de los cercos de las ventanas. El estuco gris claro todavía estaba en buen estado, pero la casa parecía lo que era: un lugar que llevaba una temporada descuidado.
Ella sabía cuál era el motivo, y era lógico, pero las cosas habían cambiado. Y había llegado el momento de que su casa reflejara esos cambios.
Recogió las bolsas de las comidas de La cena está en la bolsa, se dirigió a la puerta principal y entró.
La casa era pequeña; solo tenía ciento cuarenta metros cuadrados. Recién construida, era una casita de ciento diez metros cuadrados, pero los anteriores propietarios habían añadido una suite principal con un pequeño baño y un vestidor. Ahora, la casa tenía tres dormitorios y dos baños. La parcela tenía un tamaño decente y la ubicación, a solo cuatro manzanas del mar, era magnífica.
La sala de estar conservaba el suelo de madera noble original. Y la casa tenía chimenea, aunque no la usaran mucho, porque en Los Ángeles no hacía demasiado frío en invierno. No obstante, la chimenea era bonita y, de vez en cuando, la temperatura bajaba lo suficiente como para justificar su uso.
Hayley entró en la cocina y dejó las bolsas de comida. Metió dos de las raciones al refrigerador, y colocó el resto ordenadamente en el congelador. Cuando terminó, encendió el horno y sacó ingredientes para hacer una ensalada. Dobló las bolsas, las guardó en un armario del cuarto de la lavadora y se volvió a observar su cocina.
El diseño era bueno. La encimera estaba hecha de baldosas, al estilo de los años cincuenta, en dos tonos de verde. No era exactamente moderna, pero estaba en consonancia con el resto de la casa. La cocina era muy luminosa y tenía mucho espacio de almacenamiento. Los armarios eran de madera maciza, muy bonitos, aunque les iría bien un buen barnizado. También estaría bien renovar los tiradores. Pasó las manos por la puerta de uno de los armarios y se preguntó qué se necesitaría para renovarlas. ¿Podrían hacerlo Rob y ella?
El suelo era de un linóleo triste, pero reemplazarlo sería demasiado caro. El fregadero aún estaba bastante nuevo y, cuando su vieja cocina había dejado de funcionar, habían comprado un modelo bastante mejor.
Si dejaran las baldosas y se concentraran en los armarios… la cocina mejoraría mucho. Además, podían pintar las paredes, y el cambio sería enorme.
Recorrió el corto pasillo que llevaba al baño principal y dos de los dormitorios. Rob y ella habían discutido mucho sobre el baño. También era el original de la casa, con azulejos azules en dos tonos y una bañera enorme. Él quería tirarlo abajo y hacer algo moderno. A ella, sin embargo, le gustaba el carácter de lo que tenían.
Las habitaciones eran fáciles de renovar con una mano de pintura y, quizá, con algunas cortinas a buen precio. El dormitorio de la parte de atrás, el más pequeño de los dos, hacía las veces de despacho. La otra, bueno… Ella no entraba en aquella habitación. Sabía muy bien cómo era: las paredes estaban pintadas de color amarillo claro y el suelo era de madera reluciente. Había una mecedora en una esquina. Por lo demás, estaba vacía.
La ampliación estaba en el otro lado de la casa. En aquella zona, también, la pintura y un cambio de ropa de cama harían maravillas. La casa tenía una buena estructura y estaba en un barrio estupendo. Solo necesitaba renovarse.
Se abrió la puerta principal y se oyeron pasos en el salón.
–Ya he llegado –dijo Rob.
Hayley fue a recibirlo.
–Hola. Yo también acabo de llegar. Tenemos enchiladas para cenar.
Rob medía aproximadamente un metro ochenta centímetros, tenía el pelo castaño claro y los ojos azules. Llevaba gafas y sonreía con facilidad. La gente confiaba instintivamente en él, y a ella le había gustado desde el primer momento en que lo conoció.
En aquel momento, se acercó a él y lo abrazó. Él le dio un beso en la mejilla.
–¿Qué tal has pasado el día? –le preguntó.
–Bien. He ido a La cena está en la bolsa.
–Ya me lo imaginaba. Sabes que me encantan esas enchiladas.
–Pues sí.
Rob la miró con atención a la cara.
–¿Te encuentras bien?
–Sí, muy bien. Fuerte.
Aunque su expresión era dubitativa, sonrió.
–De acuerdo. Hace una noche estupenda. Podríamos comer fuera.
–Buena idea.
Fueron juntos a la cocina. Mientras Rob se lavaba las manos, ella metió la tartera de aluminio en el horno. Después, él sacó dos cervezas de la nevera y dos vasos de uno de los armarios. Las sirvió y le entregó a Hayley uno de los vasos. Salieron al patio y se sentaron.
–¿Y tú? –le preguntó Hayley a su marido–. ¿Qué tal tu día?
–Bien –respondió él–. No ha habido ninguna explosión.
–Eso es toda una ventaja.
Hacía seis meses, Rob había empezado a trabajar como subdirector del concesionario de BMW de Mischief Bay y, en el primer día de trabajo, había habido una explosión en una de las áreas de reparación de vehículos por algo relacionado con la compresión y el calor. Nadie había resultado herido y no se habían producido daños en ningún coche, pero había sido un comienzo de trabajo muy emocionante.
Empezar a trabajar en aquel puesto había sido un gran paso en su carrera profesional y le había supuesto un buen aumento de sueldo. Aunque trabajaba muchas horas, no tenía que viajar, y a ella le gustaba que estuviera en casa. Además, tenía pagas extra y vacaciones pagadas, aunque para eso último todavía quedaban varios meses. Eso estaría muy bien cuando tuviera el bebé. Rob tenía un segundo trabajo ayudando a un amigo a restaurar coches antiguos los fines de semana. Un trabajo fácil para alguien a quien le encantaban los coches.
–¿Seguro que te encuentras bien?
Hayley se dio cuenta de que él estaba preocupado, y sabía cuál era el motivo. Cuando se miraba al espejo, veía que parecía una persona que tenía problemas médicos. Ese era el precio que tenía que pagar, pensó con tristeza. Y que iba a seguir pagando, pasara lo que pasara, porque su sueño era demasiado importante.
–Estoy bien –le aseguró a Rob, y le dio una patadita en el muslo, suavemente, para aligerar la tensión–. No te preocupes.
–Te quiero.
–Yo también te quiero, y he estado pensando.
Él se detuvo con la cerveza a medio camino hacia los labios.
–¿Y crees que me va a gustar lo que has estado pensando?
–Sí. Hoy, al llegar a casa, estaba mirando el barrio. Tenemos la casa más fea de la zona, y no deberíamos. Esta casa es preciosa, pero con todo lo que está pasando no hemos tenido tiempo para mantenerla como es debido. Me gustaría que habláramos sobre algunos cambios que podemos hacer.
Rob se inclinó hacia ella.
–¿De verdad? Eso es genial. Estoy de acuerdo. La verdad es que la casa llama la atención, y no precisamente de un modo positivo. Tenía miedo de que los vecinos pusieran una queja en el Ayuntamiento. Tengo un montón de ideas.
A ella no le sorprendió lo más mínimo, porque los dos pensaban siempre de forma muy parecida.
–Lo de fuera es fácil de solucionar –dijo Hayley–. Solo necesitamos tiempo.
–Hayley, cariño, pero tú no puedes hacer esfuerzos de ese tipo. El hermano de uno de mis compañeros de trabajo tiene una empresa de jardinería y paisajismo. Creo que el jardín nos lo limpiaría por poco dinero en un par de días y, después, tú y yo podríamos poner algunas plantas nuevas.
Ella no quería gastar dinero limpiando el patio, pero Rob tenía razón. Todavía estaba débil, y él ya tenía dos trabajos.
–No quiero gastar mucho –dijo.
–Yo, tampoco. Le diré a Ray que le pida a su hermano que pase por aquí para darnos un presupuesto. Podemos hacer solo la parte de delante.
–De acuerdo.
El jardín trasero no estaba demasiado mal. Había un patio y algunos árboles, y el resto era césped. Si empezaban a regarlo con más regularidad, se pondría verde enseguida.
–Y ¿qué has pensado para el interior? –le preguntó Rob–. Deberíamos remodelar la cocina.
–Bueno… ¿qué te parecería si empezáramos con la pintura, y algunas cortinas nuevas?
Aunque pensaba que él iba a insistir, la sorprendió, porque asintió.
–Tienes razón. Hacer obra en la cocina es demasiado lío en este momento.
Hayley se sintió culpable, porque a Rob le preocupaba que ella se agobiase. Siempre estaba preocupado. Habían pasado por mucho, y él había estado siempre a su lado. Los intentos de que se quedara embarazada la habían dejado débil, y habían hecho mella en su cuenta corriente. Estaban emocionalmente agotados.
–En la ferretería tienen saldos en la parte trasera –le dijo a su marido–. Podríamos ir después de la cena y ver si tienen alguna pintura que nos guste. Solo necesitaríamos un par de botes de cuatro litros para pintar nuestra habitación y el despacho. Y estaba pensando que también podíamos pintar la cocina.
Rob frunció el ceño.
–¿Te refieres a esos botes de pintura que ha devuelto la gente porque eran horribles?
–No es que fueran horribles, sino que a la gente que los compró no le gustaron, o que la pintura no les encajaba con los colores que ya tenían. Venden los botes de cuatro litros a cinco dólares, más o menos.
–Sé que te hace muy feliz ahorrar hasta el último céntimo, pero creo que podemos permitirnos el lujo de pagar el color que nos guste, aunque sea un poco más caro.
Estaba bromeando. Hayley lo percibió en su tono de voz suave, y lo vio en su sonrisa. Ella se esforzó por mantener la calma y aceptar aquel comentario del mismo modo. Por no gritarle que tenían que ahorrar en la medida de lo posible, porque tener hijos era algo muy caro y, en su caso, quedarse embarazada era aún más caro.
Pero ya habían discutido suficiente sobre eso. Sobre todo. Necesitaba que Rob estuviera de su lado durante los próximos meses. Tenían que ser un equipo. Dentro de un año, las cosas serían diferentes. Tendrían una familia, estaba bien segura de ello. Porque, en aquella ocasión, sabía que iba a haber un milagro.