JUAN CASIANO

COLACIONES

(vol. I)

Tercera edición

MADRID

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Colombia, 63, 8º A — 28016 Madrid

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ISBN (versión impresa): 978-84-321-4907-8

ISBN (versión digital): 978-84-321-4908-5

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

PRESENTACIÓN

PREFACIO DEL PRESBÍTERO JUAN CASIANO A LAS DIEZ CONFERENCIAS DE LOS PADRES QUE MORAN EN EL YERMO DE ESCETE

I. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD MOISÉS. DEL OBJETIVO Y FIN DEL MONJE

II. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD MOISÉS. DE LA DISCRECIÓN

III. CONFERENCIA DEL ABAD PAFNUCIO. DE LAS TRES RENUNCIAS

IV. CONFERENCIA DEL ABAD DANIEL. DE LA CONCUPISCENCIA DE LA CARNE Y DEL ESPÍRITU

V. CONFERENCIA DEL ABAD SERAPIÓN. DE LOS OCHO VICIOS CAPITALES

VI. CONFERENCIA DEL ABAD TEODORO. DE LA MUERTE DE LOS SANTOS

VII. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD SERENO. DE LA MOVILIDAD DEL ALMA Y DE LOS ESPÍRITUS DEL MAL

VIII. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD SERENO.DE LOS PRINCIPADOS

IX. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD ISAAC. DE LA ORACIÓN (I)

X. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD ISAAC. DE LA ORACIÓN (II)

AUTOR

PRESENTACIÓN

LAS COLACIONES CONSTITUYEN LA OBRA principal del abad de Marsella y la más original, tanto por su estructura como por su contenido. Por eso alcanzaron un éxito de proyección universal. Si en la primera obra, las Instituciones, Casiano había tenido ya predecesores —como san Basilio, san Jerónimo, etc.[1]—, no así en esta segunda, que no tiene modelo en la literatura cristiana precedente. Además, en ella se adivinan todas las facetas —de las plurales que hay en el monje provenzal— de su carácter y recia fisonomía moral. El amante de los clásicos, el virtuoso de la prosa oratoria, es en ella grandilocuente y a la vez sencillo. La palabra de los solitarios, que aquí toma cauce en su pluma, cautiva al lector al sentirse tan cerca de aquellos hombres de vida venerable.

Casiano la intitula Seniorum Conlationes, «Colaciones o conferencias de los ancianos»[2], y en otro lugar, Conlationes spirituales, «Colaciones espirituales»[3]. Son —según afirma él mismo— como el complemento indispensable y el coronamiento de las Instituciones[4]. En el prefacio precisa: «Del aspecto exterior y visible de la vida de los monjes, de que nos ocupamos en nuestros primeros escritos (es decir, en las Instituciones), pasemos a tratar ahora de las disposiciones del hombre interior, que, por ser invisibles, se ocultan a la mirada»[5].

Como se ve, el objeto del autor es darnos en esta obra una visión panorámica, lo más completa posible, de la vida interior del monje. Estas conversaciones habidas por él con los solitarios de Egipto se ordenan a establecer toda la doctrina monástica por la que se ha de regir la vida de los monjes de Occidente.

INTÉRPRETE DE LOS PADRES DEL YERMO

La obra casianense es como un legado de la doctrina de los Padres. Este es uno de los valores más sustantivos de sus conferencias. Casiano nos dice cómo se siente, cómo se vive en el desierto. Desde luego, no hay que apurar tanto el valor de este aspecto que descartemos en absoluto de sus conferencias las ideas propias que ha ido barajando con las de los monjes. Casiano introduce, a no dudarlo, conceptos de su propia cosecha; pero aun estos aparecen sugeridos y, por lo mismo, subordinados a los que van exponiendo los ancianos.

Por otra parte, lo que da más calor y viveza a su obra es precisamente este diálogo que entabla con los monjes. Sus conferencias son el fruto de su contacto personal con ellos. Cierto que el papel de discípulo que interroga va a cargo de Germán, su amigo entrañable y compañero de peregrinación, pero también alguna que otra vez lo desempeña el mismo Casiano[6]. Las respuestas de los quince maestros que responden están condensadas en las veinticuatro conferencias. El lector ve desfilar ante sus ojos las figuras de Moisés, Serapión, Abraham, José, Nesteros… Casi siempre nos describe los rasgos personales de estos héroes al principio o al final de su exposición, trazándonos con una pincelada maestra las preferencias de cada uno de ellos, su idiosincrasia, sus virtudes más características. Así, por ejemplo, de Pafnucio nos dice: «Entre aquella pléyade de santos vimos brillar al abad Pafnucio con el resplandor de una ciencia singular, semejante a la claridad de una luz deslumbradora»[7]. Al abad Daniel le llama «paladín de la filosofía cristiana»[8]. Del abad Sereno escribe bellamente: «Su vida era un fiel trasunto de la serenidad que expresaba su nombre»[9]. Del centenario Cheremón afirma que «se traslucía en él toda la candidez de la infancia»[10]. Y así, de cada uno de ellos nos va dando una idea, sucinta, sí, pero global, que pone al lector en conocimiento de aquellos ancianos venerables. Nos hacemos a la idea —a medida que vamos leyendo la obra de Casiano— de que estamos oyendo de los mismos labios de estos varones espirituales la doctrina monástica que han vivido de antemano en el desierto.

Si a ello se unen las descripciones topográficas que prodiga el autor —como cuando nos pinta la vastedad del desierto egipcio, el ambiente de paz de Escete, la soledad inhóspita de la Tebaida, que es, al mismo tiempo, cuna y tumba de aquellos solitarios—, tenemos la grata impresión de revivir las circunstancias y situaciones de aquel mundo monástico en que se hallaron un día los dos monjes peregrinos. Y es que Casiano tiene el don de hacerse interesante, de insinuarse en el alma de los lectores e inocularles, merced a sus dotes de escritor, las ideas madres que bebe directamente de sus interlocutores. En este sentido puede llamársele con justo título intérprete de los Padres del yermo.

ESQUEMA IDEOLÓGICO

Las Colaciones constan de tres partes, al frente de las cuales figura su respectivo prefacio, original de Casiano. Los tres grupos de conferencias están estrechamente coordinados.

Como se componen de veinticuatro, en la última el autor subraya el carácter simbólico de este número, que evoca a los veinticuatro ancianos del Apocalipsis. Es que redacta la obra como en homenaje ofrecido al Cordero Salvador[11]. Casiano vuelve reiteradamente sobre los mismos temas y toca a menudo los puntos de vista de los sucesivos Padres. Y ahí estriba tal vez el defecto que podría achacársele: que repite una y otra vez las mismas ideas, insistiendo hasta la saciedad en ciertos puntos de doctrina, como si temiera no haberlos esclarecido suficientemente. No obstante, a pesar del aparente desorden a que dan lugar tales repeticiones, las tres partes —que comprenden respectivamente, diez, siete y siete colaciones— forman un todo cuyo esquema ideológico es:

Primera parte: Consta de diez conferencias (i-x), escritas, como las Instituciones, a instancias del obispo Cástor. No obstante, como este, en el ínterin, había fallecido, van dedicadas al obispo Leoncio, hermano de Cástor, y al solitario Heladio. Estas conferencias corresponden al largo periodo que pasó el autor en el desierto de Escete[12].

A. Fin del monje y medios de alcanzarlo (Col. I-III):

1) objeto de la vida monástica: la perfección cristiana (Col. I);

2) actitud fundamental del alma: la discreción (Col. I-II);

3) premisa indispensable: la gracia de la vocación (Col. III);

4) correspondencia a la gracia: la renuncia (Col. III).

B. Obstáculos que empecen a la consecución del fin (Col. IV-VI):

1) la concupiscencia humana (Col. IV);

2) los vicios de la carne (Col. V);

3) el pecado, obstáculo de toda vida de espíritu (Col. VI).

C. El combate espiritual que libra el alma (Col. VII-X).

1) papel que incumbe a la voluntad (Col. VII);

2) táctica seguida por los demonios (Col. VII);

3) tratado de los espíritus o demonología (Col. VIII);

4) la oración en sus distintas formas y la vida contemplativa (Col. IX-X).

Segunda parte: Comprende siete conferencias (XI-XVII), dirigidas a los hermanos Honorato y Euquerio. Esta segunda serie de conferencias corresponde a los principios de la permanencia de Casiano en Egipto y se sitúan en Panéfesis[13].

A. Complemento y aclaración de lo dicho sobre la perfección (Col. XI-XIV):

1) la virtud de la caridad (Col. XI);

2) la «apatheia» o la castidad (Col. XII):

3) la verdadera ciencia espiritual (Col. XIV).

B. La perfección consumada y sus indicios (Col. XV-XVII):

1) sobre los carismas y milagros (Col. XV);

2) la amistad entre las almas perfectas (Col. XVI);

3) lo esencial y lo accesorio en la vida espiritual (Col. XVII).

Tercera parte: Consta también de otras siete conferencias (XVIII-XXIV), destinadas a los cuatro abades de la isla de Hyeres, Joviniano, Minervio, Leoncio y Teodoro. Las tres primeras datan de su permanencia en Diolcos; las otras cuatro, que se sitúan generalmente en Panéfesis, pertenecen, en realidad, al tiempo transcurrido en el yermo de Escete.

A. Sobre los monjes y diversas modalidades de la vida monástica (Col. XVIII-XIX):

1) de los tres géneros de monjes (Col. XVIII);

2) las dos vidas: cenobítica y anacorética (Col. XIX).

B. Adiciones y suplementos sobre la vida espiritual (Col. XX-XXIV):

1) la vida purgativa o de purificación (Col. XX):

2) la libertad y el ideal de la perfección evangélica (Col. XXI);

3) conflicto entre la carne y el espíritu (Col. XXII);

4) la impecabilidad, patrimonio de ultratumba (Col. XXIII);

5) prerrogativas y exigencias de la vida eremítica (Col. XXIV).

LA DOCTRINA: DOBLE FIN EN LA ASCENSIÓN ESPIRITUAL

Casiano concibe dos fines en la búsqueda y posesión de Dios: el inmediato o σκοπóς y el mediato o τελος. El inmediato es lo que él llama «la pureza de corazón». Implica la purificación total del espíritu y el desprendimiento completo de todas las cosas. Este fin inmediato tiene su valor sólo en razón del τελος, fin último o «reino de Dios», que es la vida eterna poseída en el cielo[14].

A estos dos fines —próximo y supremo— corresponden dos aspectos o grados de vida espiritual: la πράξις, πρακτική scientia o vita actualis, que es sinónimo de «vida ascética», y la θεωρία, θεωρετιχη, scientia o vita theoretica, que es lo mismo que «vida contemplativa».

Para alcanzar el fin próximo o «pureza de corazón», que es caridad[15], santidad[16], el monje renuncia a todo y abraza una vida de total consagración a Dios. El conjunto de estas renuncias y prácticas religiosas constituyen la vita actualis o practica, o sea, el ascetismo monástico[17]. El conocimiento de los vicios y el modo de curarlos, y el de las virtudes y manera de adquirirlas, son los dos jalones de esta scientia preliminar de ascesis.

Esta ciencia le lleva como de la mano a la vita theoretica o contemplación, que le pone en posesión del fin último de su vida: el reino de Dios[18]. Por la ascesis, pues, camina el monje hacia la unión con Cristo; por la «ciencia práctica», a la «ciencia teorética»; por el ascetismo, a la contemplación, que es, para Casiano, la realización incipiente del quehacer eterno del cielo.

Ahora bien, para vivir la vita actualis y la vita contemplativa es de capital importancia la «discreción»[19]. Esta virtud distingue lo que favorece el bien, lo que fomenta el mal, lo que viene del hombre y lo que procede del demonio[20]. Además, para obrar el bien precisa de continuo la gracia de Dios. Es este un aspecto en que Casiano insiste enérgicamente. Pero, por desgracia, yerra en un punto notable. Al contrario de san Agustín, cree Casiano que para salvaguardar la libertad de la voluntad se debe admitir en el libre albedrío un mínimum de iniciativa personal del todo independiente. Este desliz fue parte para que se le considerara como fautor del semipelagianismo. No obstante, en hecho de verdad, Casiano no es quien inventó esta teoría. Los orígenes de tal doctrina se remontan más allá en la historia de la teología y de la ascesis. Orígenes y san Juan Crisóstomo, entre otros, trazaron ya inconscientemente los primeros esbozos doctrinales de la misma[21].

LA CONTEMPLACIÓN

La ascesis no es el fin de la vida espiritual; nos suministra solamente los medios para llegar a la contemplación.

De ella, en cuanto constituye la esencia de la vida eremítica, trata Casiano en la Colación IX: la oración pura, las formas de la plegaria, el sentido del Pater Noster, la oración ígnea, constituyen para él el más alto grado de oración. La compunción y el don de lágrimas son las señales por las cuales sabemos que hemos sido oídos. Por otra parte, la Colación X está dedicada al tema de la contemplación perpetua. Casiano se revela aquí, como en otros puntos, seguidor de la espiritualidad alejandrina. El medio más eficaz para fomentar ese clima espiritual de contemplación nos lo ofrece Casiano en la Conferencia XIV, que versa sobre la ciencia del espíritu desde el punto de vista de la gnosis. En el fondo, se trata de un más profundo conocimiento «pneumático» de las Sagradas Escrituras, con aplicaciones a la vida moral. Condición de esta espiritual comprensión —cuyas formas principales son la tipología y alegoría— es también la vita actualis.

LA «APATHEIA», PRESUPUESTO DE LA ORACIÓN PURA

Para llegar el monje a esa plegaria «ígnea» —que constituye el más alto grado de oración—, ha de estar dotado de la impasibilidad, o sea, de la «apatheia». Para él es lo mismo que «pureza y tranquilidad del alma»[22]. Constituye el ideal del asceta oriental, y Casiano lo propone como objetivo y fin de todo el ascetismo monástico y cristiano[23]. Se caracteriza por la ausencia de pasiones y turbación de la sensibilidad. Deja al monje en una serenidad y paz sin eclipse. Además, afecta también al cuerpo, y es como una inmunización de la carne que logra el alma frente a los efectos de las leyes fisiológicas[24]. Esta perfecta integridad de cuerpo y alma es como una especie de imitación del estado angélico[25] que precede a la «oración pura».

Así llama Casiano la oración gratuita, don de Dios, superior a todo esfuerzo humano. La denomina transitoria[26] y ocasional[27], por lo mismo que es breve y fugitiva. Constituye, en realidad, el ápice de la perfección, pues en ella se conjugan la elevación más sublime de la plegaria con el fuego encendido de la caridad[28]. La oración pura es propia del alma pura.

Tal es, en bosquejo, la doctrina espiritual contenida en la obra de Casiano.

INFLUENCIA PÓSTUMA

De lo dicho hasta aquí se desprende que las Conferencias casianenses no son propiamente una relación de sus viajes. Han sido redactadas mucho tiempo después, y arguyen otras influencias además de las de los Padres del desierto. No obstante, los pormenores e incidencias que contienen son bastante exactos para permitirnos reconstruir las vicisitudes de la estancia de Casiano en Egipto. Y ello desde el desembarque hasta que abandona el país del Nilo, al cabo de veinte años, expulsado por el arzobispo Teófilo de Alejandría.

En esta obra, el lector sigue, año tras año, los avatares de la vida que lleva un monje peregrino, a través de celdas y monasterios, pero de un monje que es un escritor excepcional.

Las Colaciones son la prolongación, en un plano hondamente espiritual y místico, de su obra anterior. Y en cuanto reflejan una parte de las reacciones de su vida íntima, son como la autobiografía de su alma. Alma enamorada de Cristo y de la vida monástica que se centra en Cristo. Porque la doctrina que entrañan sus conferencias ha de verse bajo esa luz de ambivalencias, de interrogantes personales, de ansias de sublimación que le acucian a lo largo de sus correrías.

En Casiano se encuentran descritas todas las fases de la vida mística que describen nuestros más modernos tratados de espiritualidad. Sólo que no se hallan sintetizadas ni expuestas en un orden sistemático.

Distinguiendo bien los medios de adquirir la perfección de la perfección misma, no la hace consistir Casiano ni en las austeridades ni en las obras de misericordia, ni siquiera en los carismas o dones preternaturales, sino en la caridad que nos une a Dios[29].

Podría afirmarse que la espiritualidad del monje de Marsella, como la de todos los autores antiguos, es, sobre todo, una espiritualidad de combate: es un ejercicio, un ascetismo. Casiano quiere, no obstante, que la mortificación exterior sea siempre moderada: «Valdría más tomar todos los días —dice— una comida razonable que ayunar largamente y con exceso»[30].

En Casiano apunta ya la idea de las tres vías, purgativa, iluminativa y unitiva. Baste citar, entre otros, el pasaje siguiente: «Cheremón nos dijo: hay tres cosas que alejan a los hombres del vicio: el temor del infierno y de la ley, la esperanza y el deseo del cielo, el atractivo del bien y el amor de la virtud»[31]. Y más claramente distingue en el trabajo un doble aspecto: uno, negativo, que es la renuncia por la cual nos alejamos del mal, y otro, positivo, que es la oración y la contemplación, por la cual practicamos el bien y nos unimos a Dios.

Tomadas, pues, en su conjunto, las Colaciones constituyen un directorio completo y de los más auto­rizados de la vida monástica o simplemente ascética.

Por lo demás, con su obra Casiano da a la vida monástica una nueva vigencia. El monacato occidental le parecía desquiciado, lánguido. Por eso concibió el plan de reformarlo. Para ello introduce las observancias del cenobitismo egipcio, mitigadas por las de Palestina y Mesopotamia[32], e integra en la vida del cenobio —por una transposición que representa el gran hallazgo de Casiano— lo esencial de la anacoresis[33].

Digamos, en fin, que sus experiencias, las fuentes en que bebe el oro puro de su doctrina, la índole y trascendencia de los temas y aun la forma documentada y sagaz en que los pone de relieve, le colocan en la línea de los grandes autores espirituales. Por eso, al mentar a Casiano —dice un esclarecido investigador de su doctrina— hemos nombrado al gran maestro de la espiritualidad monástica en Occidente, al más leído de los antiguos escritores ascéticos y a uno de los tres o cuatro Padres latinos que han marcado con un cuño original la vida de la Iglesia[34].

Quiera el Señor bendecir esta nueva versión de sus obras, para que se difunda en círculos cada vez más amplios el conocimiento de la antigua espiritualidad, y las almas ansiosas de perfección encuentren en ellas pábulo de verdadera y sólida piedad.

DON LEÓN M.ª

y don PRÓSPERO M.ª SANSEGUNDO

Monjes benedictinos

Monasterio de Santa María de la Asunción,

15 de agosto de 1957.

Medellín – Colombia

[1] Inst. pref. 1.

[2] Inst. II, 1; II, 9, 1; II, 18, y V, 4, 3.

[3] De Incarnt. pref., 1.

[4] Inst. pref. 5; Col. XVIII, pref. 3.

[5] Col. pref.

[6] Col. XIV, 2, y XVII, 3.

[7] Col. III, 1.

[8] Col. IV, 1.

[9] Col. VII, 1.

[10] Col. XI, 4 ss.

[11] Col. XXIV, 1.

[12] Col. XI, pref. 2.

[13] Col. XI, pref. 2.

[14] Col. I, 1, 4 y 5.

[15] Col. I, 7 y 8.

[16] Col. I, 5.

[17] Col. I, 7. Cfr. Col. XIX, 8, e Inst. IV, 34-35.

[18] Col. I, 8 y 15.

[19] Col. II.

[20] Col. II.

[21] M. CAPPUYNS, Cassien (Jean), en Dictionnaire d’Histoire et de Géographie Ecclésiastiques, t. 11, col. 1349.

[22] CASIANO pone gran cuidado en evitar el término apatheia - απάθεια por el uso que hacían de él los pelagianos. Lo traduce por «inmutable tranquilidad del alma». Véase M. OLPHE-GALLIARD, Cassien (Jean), en Dictionnaire de Spiritualité, t. 2, col. 247-249; G. BARDY, Apatheia, ibíd., t. 1, col. 727-746.

[23] Col. I, 5-8; II, 6 y 7; IX, 2; XVII, 28, y XXI, 12, 14.

[24] Col. XII, 11. Cfr. Inst. IV, 6.

[25] Col. XII, 6, y XXII, 3.

[26] Col. IX, 15.

[27] Col. IX, 26.

[28] Col. IX, 18.

[29] Col. XXIV, 6.

[30] Inst. XI, 6.

[31] Col. XI, 6.

[32] Inst. pref. 6.

[33] Cfr. San Benito, su Vida y su Regla, BAC. Introd. pág. 34 ss. Col. XVIII, pref.

[34] M. CAPUYNS, o. c., col. 1347.

PREFACIO DEL PRESBÍTERO JUAN CASIANO A LAS DIEZ CONFERENCIAS DE LOS PADRES QUE MORAN EN EL YERMO DE ESCETE

AL OBISPO LEONCIO Y A HELADIO

El prefacio a mis volúmenes precedentes contenía una promesa que hice al venerable obispo Cástor[1], de quien, por lo mismo, me hice deudor. Los doce libros que con la ayuda de Dios he consagrado a las instituciones de los cenobitas y a los remedios de los ocho vicios capitales, han satisfecho más o menos esa deuda, según la medida que yo podía pretender, dados mis cortos alcances. Resta ahora saber el concepto que os han merecido, y si en materia tan profunda como sublime —sobre la cual nadie aún, que yo sepa, había escrito— he dicho algo digno que mereciera vuestra aprobación y colmara los deseos de los monjes.

El mismo pontífice Cástor, inflamado en ansias de santidad, me había rogado también que pusiera por escrita estas diez conferencias de los más esclarecidos Padres del yermo. Quiero decir de los anacoretas que vivían en el desierto de Escete. El amor que me profesaba no le dejó ver con claridad el peso ingente que ponía sobre mis hombros, demasiado débiles de suyo. Ahora, cuando nos ha dejado ya para reunirse con Cristo, he proyectado dedicarlas a vosotros, bienaventurado obispo Leoncio y venerable hermano Heladio. Me ha inducido a ello el ver que uno de vosotros está unido a él por el amor fraterno, la dignidad del sacerdocio y, lo que, es más, por la afinidad de unos mismos deseos e ideales. Se hace, pues, acreedor, por derecho de herencia, al bien debido a su hermano. En cuanto al otro, no ha ambicionado otra cosa que imitar de cerca la vida sublime de los anacoretas, sin dejarse guiar en eso —como han hecho algunos— por su antojo o inspiración personal. Movido interiormente por el Espíritu Santo, ha penetrado por los cauces de la doctrina auténtica, ejercitándose en ella casi antes de haberla aprendido. Es que ha preferido forjarse en el yunque de las enseñanzas de los solitarios antes que fiarse de su propio criterio.

Por mi parte, establecido al presente en el puerto del silencio, veo abrirse ante mis ojos un océano sin fin. Voy a escribir para la posteridad algo sobre la vida y doctrina de varones eminentes. Siendo más ardua la navegación, corro tanto mayor peligro cuanto mayores son las ventajas de la vida solitaria sobre la cenobítica, o los de la contemplación de Dios —en que casi siempre se emplean aquellos varones— sobre la vida activa que se vive en los monasterios.

Vuestro deber es secundar mis esfuerzos con vuestras fervientes plegarias. Así no quedará menoscabado por la impericia de mi lenguaje un tema tan santo y subido. Mi expresión, aunque deficiente, debe ser por lo menos fiel. Vuestra oración, además, hará también que la rusticidad mía no sea en perjuicio de la hondura e importancia del asunto.

Del aspecto exterior y visible de la vida de los monjes, sobre que versaron mis primeros escritos[2], pasamos ahora a tratar de las disposiciones del hombre interior, que son invisibles a la mirada. Que nuestro discurso se eleve de la descripción de las horas canónicas[3] a esta plegaria ininterrumpida que nos aconseja el Apóstol[4]. Si alguien ha merecido, merced a la lectura de la obra anterior, el nombre de Jacob según el espíritu, aniquilando los vicios de la carne, que al abrazar ahora no tanto mis enseñanzas como las de los Padres del yermo, pueda llegar, por la contemplación de la pureza divina, al título glorioso y, si puedo expresarme así, a la dignidad de Israel[5]. Que en lo sucesivo se instruya en los deberes que incumben a este tal, al hallarse ante las cimas de la perfección.

Rogad por mí al Señor. A aquel que me ha juzgado digno de conocer a estos grandes varones y me ha hecho la gracia de haberles tenido por maestros y compartir su vida. Pedidle por mí una memoria feliz para recordar lo que vi entre ellos, y un estilo fácil para poder expresarlo dignamente. Quisiera confiaros su doctrina con la misma exactitud y calor espiritual con que salía de sus labios. Quisiera representaros al vivo sus ideas, situadas en el marco de sus mismos coloquios. En fin, y esto es lo que más importa, quisiera exponerlo con claridad en la inteligible lengua latina.

Ante todo, que el lector que va a leer mis Colaciones, como leyó mi obra precedente, no olvide esta advertencia: si algunas cosas le parecen imposibles o difíciles de observar, por el estado y costumbre que ha abrazado, o también con relación al estilo de la vida cotidiana, que sepa cotejarlas no con su debilidad, sino con el mérito y perfección de mis interlocutores. Que piense en el deseo que a estos les anima, el ideal que persiguen, y cómo, muertos en verdad a la vida de este mundo, están libres de toda dependencia de sus padres y de toda ocupación secular. Que considere el lugar donde viven. Establecidos en una soledad inaccesible, segregados enteramente del consorcio de los hombres, están dotados de grandes luces sobrenaturales. Se les ha dado ver y decir cosas que aquellos que no tienen ciencia ni experiencia de ello considerarán tal vez como inverosímiles, comparándolas con los principios de vida por que se rige habitualmente su existencia mediocre.

No obstante, si alguien quiere formarse una idea exacta de este modo de vivir y desea comprobar prácticamente hasta qué punto es ello posible, que abrace sin tardanza la vida de los solitarios, imitando su fervor y su santa conducta; y verá que aquello que a primera vista parecía exceder las fuerzas humanas, lejos de ser inasequible, es de una suavidad extrema que garantiza su realización.

Pero ya es hora de abordar sus Colaciones y exponer su doctrina.

[1] Este era hermano de Leoncio, a quien dedica más abajo estas conferencias. Era obispo, según se colige del título honorífico de papa, que antiguamente se daba también a los obispos, no a los clérigos inferiores. Cástor figura entre los obispos de la iglesia de Apto († a. 426). Heladio, a quien nombra después Casiano, no ostentaba la dignidad episcopal en esta época, ni la ostentó seguramente después.

[2] Se refiere a las Instituciones cenobíticas. Véase vol. 15 de esta obra en la presente Colección NEBLI.

[3] Es decir, de las horas regulares o prescritas por la Regla. De ellas habló CASIANO ampliamente en los libros ii y iii de las Instituciones.

[4] I Thess v, 17.

[5] Pasaje un tanto oscuro, pero de fácil aclaración. Alude CASIANO a la historia del patriarca Jacob, que tuvo dos nombres. Primero fue llamado Jacob, o sea, el que suplanta a otro; por eso dice Esaú: «Justamente le fue impuesto el nombre de Jacob, porque me suplantó otra vez» (Gen XXVII, 35). Mas después que luchó contra el ángel, recibió de él la bendición y fue llamado Israel (Gen XXXII, 28), o sea, varón que ve a Dios. De igual manera, el monje que es verdaderamente piadoso, que por la lectura de los libros precedentes ha aprendido a suplantar y superar los vicios carnales, y, por tanto, ha merecido el nombre de Jacob espiritual, esto es, el nombre de «suplantador»; después, por la lectura de las Colaciones, será elevado a una contemplación más sublime para ser digno de llamarse Israel, es decir, «el que ve a Dios».