EL FANTASMA
DE LOS NANJŌ
EL FANTASMA
DE LOS NANJŌ
Sergio Vega
© Sergio Vega, 2018
© de la ilustración de cubierta: Alba Palacio, 2018
© de la presente edición: Chidori Books S.L., 2019
Archiduque Carlos, 64-1º-4ª, 46014 Valencia
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Corrección: Margarita Adobes
Diseño de cubierta: Terelo
Realización técnica: ePubOnline
ISBN: 978-84-946048-7-4
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A Elena y Alba, los seres más
sobrenaturales que conozco
Hay quien asegura haber visto al fantasma.
Hablan de una forma que se confunde en la noche, arropada por una capa oscura que desdibuja su cuerpo. Su rostro, de una blancura imposible, no es más que la grotesca caricatura de un ser humano.
En lo que todos coinciden es que de su mano nace un sable afilado, capaz de cortar la carne y el alma de aquellos que han osado importunarle. Sus motivaciones parecen variar, aunque en la mayoría de las ocasiones es la esperanza de los que han sido injustamente maltratados y el temor de los que han abusado de su poder. Ya es difícil escapar de la justicia Tokugawa, pero parece imposible hacerlo de la ira del fantasma.
Lo conocen en Edo, en Osaka, en Kioto, en las montañas del norte, en las playas del sur. Muchos se ríen en público de lo que consideran una superstición más, pero recelan en la intimidad y procuran evitar la tentación de transgredir la ley. Y es que la condena de los jueces puede ser la muerte, pero la del fantasma pasa por la locura eterna.
Con el paso del tiempo se ha ido olvidando su origen, cómo empezó todo, quiénes fueron los primeros en saber de su existencia.
El fantasma de los Nanjō no caminó entre los mortales desde el nacimiento de las Islas Sagradas. No, fue mucho después cuando cobró forma.
Todo empezó en una pequeña aldea, en el cruce de dos importantes carreteras.
SEKIGAHARA
La noche aún no había cedido su oscura hegemonía al decimoquinto día del noveno mes de la era Keichō[1] cuando un fuerte codazo arrancó a Sakurayama de su duermevela. No necesitó recordar que estaba lejos de su provincia y la mansión de su familia, ni justificar que, en lugar de su ropa de cama, vistiera de cuero y acero. La permanente tensión mantenida durante las últimas semanas no le permitía eludir su nueva realidad, ni siquiera mientras dormía. Una inquietud vigilante y opresiva apenas le permitía descansar, con su katana al alcance de la mano, dispuesto a incorporarse de inmediato para rechazar un inesperado ataque.
Todos compartían el mismo suelo, sin importar condición ni linaje, por lo que no supo identificar al hombre que los zarandeaba uno por uno.
Le costó moverse. El dolor de la cadera y los músculos del cuello, provocados por tantos días sin retirarse la armadura, era más intenso cada mañana. El joven se consoló pensando que, en cuanto se pusieran en camino, remitiría y que, pasada la jornada, quedaría un día menos para regresar a casa.
—Es la hora —susurró una voz entusiasmada. El corpulento samurái que había dormido a su lado dibujó una aviesa sonrisa antes de propinarle una fuerte palmada en el pecho, que acabó de espabilarle.
—Kudan —protestó Sakurayama a media voz—, ¿cómo haces para estar siempre de tan buen humor?
—¿Acaso pueden las carpas evitar nadar en el estanque? —respondió el otro, divertido—. Espabila, dormilón, o no quedarán enemigos a los que cortar la cabeza.
—¿Sabes, Kudan? A veces lamento tener un primo tan bocazas.
El grandullón volvió a palmearle el pecho con fuerza. Pese a la coraza que lo cubría, Sakurayama sintió la mano de su primo doblar las placas de metal.
—Ánimo, tal vez te libres de mí durante la batalla que está por venir. Mantén la esperanza.
—Lo dudo mucho. No hay acero capaz de cortar esa lengua inquieta con la que los dioses decidieron castigarme. En otra vida debí de ser un individuo despreciable.
Una risa espontánea contagió a los dos camaradas de armas. Además de primos, los dos jóvenes habían fomentado una buena amistad tras superar la exigente formación militar del clan codo con codo, por lo que cabalgaban siempre juntos y se apoyaban mutuamente en combate.
Un poco más allá se incorporaban también varios de los hermanastros de Sakurayama, hijos de concubinas sin derecho a heredar las riendas del clan, pero que se comportaban con la misma lealtad que el resto del cohesionado grupo. Eran mayores que Sakurayama, con mujeres e incluso hijos, y apenas había cruzado algunas palabras protocolarias con ellos. De entre los hijos de la misma madre, su hermana Emiko era un bebé, pero su hermano Munenao, a quien admiraba y trataba de emular desde la infancia, estaba lejos de allí, cumpliendo con otros deberes familiares. Hubiera dado cualquier cosa por tenerlo a su lado, por mucho que la presencia de su primo Kudan lo reconfortara.
Alguna callada protesta, una tos persistente, el fuerte hedor propio de la falta de limpieza. Apenas había libre un palmo del suelo irregularmente cubierto de esteras deshilachadas. La estructura de bambú que levantaban cada atardecer no era capaz de dejar fuera la humedad reinante, pese a cubrirse de papel barnizado con zumo de caqui. Por eso, los hombres y las escasas mujeres se apiñaban buscando mantener el calor de sus cuerpos.
Todos eran guerreros del Ejército del Este, llamados a filas desde alejadas provincias, pertenecientes a antiguos clanes a veces enfrentados durante generaciones. La tensa y afectada tensión suscitada durante los primeros días de marcha había pasado a un segundo plano y ahora los viejos enemigos compartían el mismo objetivo. Un hombre había sido capaz de reunirlos a todos, aunando matrimonios de conveniencia, promesas y favores, amenazas y conquistas. Su dominio de la política y el sutil conocimiento del alma samurái había forzado lealtades y alianzas antes impensables. Ese día, Tokugawa Ieyasu exigía un servicio más, una última batalla que pudiera poner fin a la guerra civil provocada precisamente por su alarmante escalada de poder.
No había tiempo para espabilarse mojando el rostro y las extremidades en el cercano río Ai. Cada cual se desemperezó de la forma más rápida posible, tomando sus armas y pertrechos en la penumbra con la rapidez que daba la práctica. Sus capitanes esperaban en el exterior. Ese día no habría desayuno. Así se evitaría la deshonrosa evacuación que a muchos aquejaba cuando la muerte corría a su encuentro y otros tantos podrían rajarse el vientre en caso de necesidad sin que de su interior brotaran indecorosamente alimentos a medio digerir.
El silencio con el que formaban los guerreros evidenciaba la inquietud provocada por la cercanía del enemigo, pero también era consecuencia del desánimo que muchos sentían tras la reciente pérdida del castillo de Fushimi, que se creía inexpugnable. Había rumores de una traición entre los que lo defendían que habría ofrecido una brecha por la que eludir el primer anillo defensivo. Otros bastiones, dispuestos para impedir el avance del enemigo, habían sucumbido por la fuerza arrolladora de Ishida Mitsunari, miembro, al igual que el propio Ieyasu, del Consejo de los Cinco Regentes, órgano directivo destinado a gobernar el país hasta la futura mayoría de edad de Toyotomi Hideyori. El último castillo en ser pasto de las llamas había sido el de Jibushoyu. Era necesario detener el avance del Ejército del Oeste ese mismo día en la última y arriesgada maniobra de Ieyasu. Si fallaban, todo estaría perdido.
Sakurayama se había tomado la licencia de quitarse el haidate[2] para dormir. Ahora se lo ceñía a la parte posterior de sus muslos y cintura. Las placas de metal sobre el grueso cuero ya no resplandecían como el día que había abandonado su hogar, exultante, a la cabeza de la columna junto a su padre, como tampoco lo hacían las estrechas piezas de las espinilleras, todas ellas deslucidas por restos de barro. Al incorporarse, también apretó el cinturón alrededor del cuerpo de la armadura, donde las lacadas planchas de metal presentaban mejor aspecto, aunque no así los cordones que las unían, desvaídos por las semanas de acumulación de sudor y humedad.
Tomó su katana, sus dagas y la alabarda después de asegurar las protecciones de hombro. Repasó el cuero que cubría los brazos hasta el dorso de las manos y después salió al exterior junto a su primo.
La actividad en el campamento itinerante era frenética, acuciada por la inseguridad. Los informes eran contradictorios, pero la llamada a las armas solo podía significar que el encuentro con el Ejército del Oeste era inminente.
—¿Estáis todos aquí?
Pese a que el volumen de su voz era moderado, la firmeza en el tono de su padre acabó por apartar los últimos jirones del sueño. Delante de sus hombres, respetuosamente arrodillados a su alrededor, Nanjō Enki presentaba un aspecto imponente. Su armadura atrapaba la escasa luz de las antorchas, formando sombras danzantes sobre ella en un vórtice visual que atrapaba las miradas de los reunidos. Las borlas que colgaban de las juntas anudadas parecían danzar con vida propia y el hoate[3] de largos bigotes parecía el rostro vivo de un demonio. Sakurayama se hinchó de orgullo. No podía imaginar mejor líder para su familia.
Eran treinta y ocho samuráis, una fuerza escogida de entre los mejores de la casa Nanjō, fieros y avezados guerreros, destacados tanto por su valentía en campaña como por su mesura e inteligencia en los periodos de paz. A una respetuosa distancia, apartados de la conversación, esperaban los ciento diez guerreros restantes, miembros de infantería y, por tanto, de menor rango, alineados por categorías.
Nadie respondió a la pregunta de Enki. Se limitaron a inclinar el rostro respetuosamente, como si en lugar de arrastrarse por la tierra fangosa estuvieran sobre las esteras tatami de la sala principal de la mansión familiar.
—Bien —concedió después de corresponder al saludo. Las palabras brotaban amortiguadas por el embozo y la dificultad de mover libremente la mandíbula—. El Ejército del Oeste salió de Ogaki por la carretera de Makita durante la noche y nos aguarda estratégicamente posicionado al sur y al oeste de la aldea de Sekigahara.
Una punzada de alarma brotó en la mente de Sakurayama. Sekigahara estaba demasiado cerca. Era increíble que las patrullas de reconocimiento no se hubieran percatado antes del rápido e inesperado avance del enemigo. Después de meses de encarnizadas batallas por el control de las principales arterias de comunicación del país, Ishida se había adelantado con aquel inesperado movimiento. No habían llegado todos los aliados convocados, entre ellos, uno de los hijos de Ieyasu, y el enemigo ya se les echaba encima.
—No sabemos su número —continuó su padre—. Algunos hablan de cien mil hombres, pero es imposible saberlo con exactitud. En cualquier caso, estoy seguro de que no habrá más de treinta mil que puedan considerarse verdaderos guerreros. El número de los nuestros tampoco está claro, pero podemos considerar que es muy similar. Por este motivo, es de vital importancia que durante esta primera jornada avancemos con resolución, que tomemos la mayor cantidad posible de terreno, tiñendo de sangre el acero de nuestras armas. Eso reforzará nuestras alianzas y sembrará la duda y la incertidumbre entre los de Ishida.
Ninguno de los reunidos, pese a haber dedicado su vida a la milicia, conocía de una batalla librada con un número tan elevado de participantes, por lo que resultaba del todo descabellado aventurar su desarrollo.
—Nuestro señor, Akamatsu Chiba —continuó Enki, ajeno a la locura de actividad que crecía en el campamento—, da fe de que el propio Ieyasu ha llegado a tiempo de liderar el combate, después de que muchos samuráis sacrificaran su vida para franquearle el paso hasta aquí.
Eso alentó a los reunidos, pues las maniobras políticas del señor de los Tokugawa, que tanto habían ofendido a Ishida y a los otros regentes, les importaba bien poco. Aquellos hombres solo veían al líder que había logrado ascender en el poder gracias a sus gestas militares. Pasar de una infancia como rehén de los Imagawa hasta convertirse en uno de los cinco señores más poderosos en una nación en permanente estado de guerra no era algo baladí. Lo preferían como líder supremo de la nación antes que a cualquier noble o funcionario elegido por viejos cortesanos apergaminados en la capital. Solo él podía liderarlos en esta batalla.
—Ya sé que alguno de vosotros pensará que lo adecuado sería una retirada estratégica, pero nuestro ejército es demasiado grande para moverse con rapidez. Si no plantamos cara aquí y ahora, nos cazarán como a conejos. Moriremos con una flecha clavada en la espalda.
—Nuestros caballos no saben andar hacia atrás —intervino uno de los samuráis. Una sola mirada bastó al líder de la vieja familia guerrera para saber que hablaba como portavoz de todos sus hombres.
Puede que los Nanjō fueran vasallos de Chiba y este, a su vez, se hubiera aliado con Ieyasu, pero, entre aquellos valientes, los lazos de fidelidad eran tan férreos que solo seguirían a Enki. Su palabra era la única ley que realmente reconocían.
—Me alegra saber que seguimos fieles al código marcial —respondió, solemne, el padre de Sakurayama. Se refería al bushidō, el conjunto de normas no escritas que seguían todos los caballeros dignos de llamarse samurái.
Estaban resueltos a avanzar hacia un enemigo del que solo sabían que ocupaba las posiciones más ventajosas en el campo de batalla. Temían que fueran más numerosos que el Ejército del Este y muchos morirían antes de llegar siquiera a posicionarse en el campo de maniobras. Sin embargo, Enki no dio a sus hombres palabras de aliento, arenga que buscara dar fortaleza a la resolución antes del combate. Eso habría sido reconocer cierta debilidad.
El fuego que ardía en sus corazones era más que suficiente para aceptar el supremo esfuerzo; el deber, el más poderoso de los acicates para su espíritu. Cada miembro de la sociedad tenía un papel que desempeñar por nacimiento, desde el curtidor de pieles al emperador. Ellos eran guerreros y su destino era morir combatiendo. Una vez aceptado lo inevitable, ¿podía haber mejor ocasión que durante aquella grandiosa batalla?
Esperaron a que Enki se incorporara, apoyándose sobre la pierna derecha, mientras su mano se cerraba en la empuñadura de la katana ceñida al fajín de seda. Después, caminaron en silencio tras él; los semblantes, circunspectos; el porte, marcial.
Sakurayama se acercó a su caballo, que había dormido ensillado. Uno de los guerreros de infantería, cubierto de ristras de bolas de arroz prensado, le ofreció las riendas inclinando el rostro. Era una yegua de baja altura, rápida y robusta. Montó con la agilidad de un mono y mantuvo por un instante la mirada que adivinaba en el rostro de su padre, vuelto hacia él sobre su propio caballo unos pasos por delante. No podía ver su expresión, ni siquiera los ojos enterrados en la macabra máscara diseñada para infundir temor en el enemigo, pero fue suficiente para sentirse doblemente alentado para la difícil tarea que tenían por delante. No fallaría, lo seguiría hasta el final como digno hijo del líder familiar.
Galoparon entre la muchedumbre de rostros anónimos que formaban la marea de guerreros a pie. La mayoría caminaban protegidos con piezas de hierro o cuero unido con cordones; otros, con armaduras sencillas en forma de caja que tan solo cubrían el torso. Los había con la cabeza descubierta; otros, con simples fundas de cuero con visera, y la mayoría, con cascos planos de hierro con el emblema de su clan. Había lanceros con sus pértigas de cinco metros de longitud y sus escudos rectangulares de gruesa madera; más atrás, arqueros con sus sandalias de paja y armadura ligera para desplazarse con mayor facilidad; el último grupo lo formaban arcabuceros, más lentos por la gran cantidad de equipo que transportaban para hacer ladrar sus armas. Todos cedían el paso a los caballeros de la casa Nanjō que avanzaban hacia la vanguardia, donde el resto de hombres a caballo ya había iniciado el avance por la carretera Nakasendō.
Se unieron a la estela del estandarte de los Akamatsu, donde apenas se podía leer la relación de sus dioses protectores bajo el mon[4] debido a la persistente oscuridad. Para decepción de los Nanjō, no había el menor rastro de Akamatsu Chiba, el jefe del clan, que debería haber liderado el contingente.
—Está recibiendo las últimas órdenes de batalla de boca del propio Ieyasu al sur de Sawayama —manifestó uno de los samuráis de su casa cuando preguntaron por él.
—Nosotros avanzamos hacia la boca del dragón sin más escudo que nuestro espíritu y nuestro líder parlamenta en retaguardia —censuró Kudan al oído de Sakurayama.
—Primo, ¿crees que podremos hacerles retroceder? —preguntó el joven samurái con inquietud. No le faltaba valor, pero de nada servía una gran gesta que condujera a la derrota y el descrédito.
—¿Quieres saber lo que creo realmente?
—Claro, por eso te pregunto.
—Esta noche nos emborracharemos celebrando la victoria y mañana podremos regresar a casa —respondió Kudan, ufano—. Estoy harto de dormir sobre el barro y cabalgar todo el día. Es hora de que acabemos con esto de una vez.
Sakurayama asintió con un gruñido, pero en realidad no compartía el mismo optimismo. Su padre le había dicho muchas veces que ser el primero en llegar al campo de batalla ganaba la mitad del camino hacia la victoria. Mientras el Ejército del Oeste esperaba cómodamente su llegada, ellos debían apresurarse y tratar de adaptarse a las condiciones inesperadas que encontraran. Estaba seguro de que, de no haber recibido la orden de avanzar, y pese a las palabras antes pronunciadas, Enki habría preferido hacerse fuerte al otro lado del río y esperar a que fuera el enemigo quien hiciera el primer movimiento.
El silencio de Sakurayama fue suficiente para que su primo adivinara sus recelos, pues volvió a hablarle de nuevo en tono confidencial.
—El viejo Ieyasu no arriesgaría su ejército si no creyera en la victoria. Casi todos sus aliados estamos aquí.
—Si pierde hoy, no tendrá otra oportunidad para detener el avance de Ishida.
—Eso es. Y hay rumores de que algunos de los grandes señores que esperan en Sekigahara, en realidad, no sienten simpatía por Ishida. Puede que no luchen con verdadera fidelidad…
—¿Insinúas que puedan mantenerse al margen o, incluso, pasarse a nuestro bando? ¿Puede ser cierto algo así? —alzó la voz Sakurayama sin ser consciente de ello—. Sería el peor de los crímenes.
Captaron la atención de varios guerreros de otra familia, por lo que se vieron obligados a guardar silencio momentáneamente.
—Claro —respondió Kudan al poco—. Olvidas que la lealtad es para el líder familiar. Los caciques y grandes señores no deben lealtad a nadie. Se siguen rigiendo por el antiguo vínculo «servicio por favor». Hacen y deshacen sus alianzas según su conveniencia o por el bien de su clan. Si creen en la victoria de Ieyasu, algunos no dudarán en pasarse a nuestro bando o mantenerse neutrales, y sus samuráis con ellos.
Sakurayama rumió aquella inesperada revelación y la esperanza fue abriendo camino en su ánimo.
—¿Quiénes son los daimios[5] dispuestos a traicionar a Ishida? ¿Cómo sabremos a quién no debemos atacar?
—Solo Ieyasu podría responder a eso. Olvida tus dudas y centra toda tu atención en nuestro brazo. Deja las preocupaciones para los comandantes.
Tenía razón. Había sido un estúpido llenando la cabeza de vanos pensamientos y dudas que no tenía derecho a mantener. Su obligación era mucho más sencilla: obedecer.
—Querido primo —respondió Sakurayama irguiéndose sobre su silla—, creo que has hablado con claridad sobre el futuro: esta noche tomaremos suficiente arroz fermentado para tumbar a un buey.
En los rostros de ambos surgió una gran sonrisa.
—Eso es —corroboró Kudan, jubiloso—. Los Nanjō volveremos a demostrar nuestro valor. No desaprovecharemos la oportunidad de lucirnos ante el Ejército del Oeste. Lo contrario sería una descortesía, pues han dedicado mucho tiempo y esfuerzo en venir hasta aquí.
El resto del camino lo recorrieron en silencio, deteniendo su marcha a intervalos regulares en espera de la infantería. La vieja costumbre samurái de recabar méritos siendo el primero en entablar combate aún estaba muy presente en el ánimo de todos, pero las nuevas tácticas de combate aconsejaban prudencia. La introducción de las armas de fuego ya no permitía que un caballero solitario galopara hasta el enemigo gritando su nombre y la de sus ancestros, y escasa gloria podía surgir de una muerte ocurrida en tierra de nadie de manos de un anónimo arcabucero. Ahora se necesitaba a los ashigaru[6] para cubrir el avance samurái.
Sakurayama jamás había visto a tantos samuráis en un solo bando y su grupo, que había sido decisivo en muchos enfrentamientos del pasado, parecía insignificante. No adivinaba la forma en la que podrían destacar y ser reconocidos por su señor entre tantos guerreros.
El tiempo pasaba lentamente, mientras que la tensión aumentaba a cada paso. La falta de visibilidad no permitía la menor referencia sobre la distancia que los separaba de Sekigahara y daba la sensación de que llevaban horas avanzando. El sol ya debería haber salido, pero la silueta de las montañas seguía oculta en la noche sin luna. Un muro indefinido impedía que el rostro del firmamento se pintara de los tonos ocres del amanecer. El sonido de los cascos era solo un susurro, el canto de los pájaros no llegaba hasta ellos, la oscuridad se aferraba a la tierra tratando de alargar su reinado. ¿Qué clase de extraño fenómeno era aquel?
Una luminiscencia lechosa, que parecía suspendida ante los ojos de los samuráis, empezó a restar presencia a las antorchas y lámparas, atrapando la luz para devolverla distorsionada, sin llegar a revelar los contornos de la realidad que los rodeaba. Gruesos jirones de una neblina húmeda aparecieron titilando de entre los árboles a ambos lados del camino.
Los hombres parpadeaban, tratando de centrar la vista en lo que tenían delante, ralentizando la marcha por temor a perder el camino o a que una aparición fantasmal se presentara de improviso. Los Nanjō, en cambio, temían peligros más terrenales y acuciantes, como que se dieran de bruces con una celada del enemigo o aparecieran, sin pretenderlo, en medio de su ejército. Avanzaban con inquietud, con las manos apoyadas en las empuñaduras de sus armas o con las flechas dispuestas en los arcos. Fue Enki quien se atrevió a romper el aura ominosa que mordía la piel de los guerreros.
—Los dioses están de nuestro lado —aseguró en voz alta para que todos los samuráis pudieran escucharle—. El día comienza con la niebla que ocultará nuestro avance hasta el enemigo.
Al poco, se filtró del cielo la suficiente luz para que las teas y faroles fueran inútiles y se confirmaron las palabras del jefe de los Nanjō. Una espesa niebla rodeaba Sekigahara y había evitado que fueran detectados. Gracias a ello, pudieron avanzar hasta entrar en la amplia planicie salpicada de suaves ondulaciones y pequeños bosques que antecedían al río Makita. El monte Nangū y el Matsuo, más al sur, empezaban a asomar entre la niebla, que ya se retiraba perseguida por los ahora fuertes rayos del sol de la hora del dragón[7].
Ieyasu no estaba dispuesto a desperdiciar aquel golpe de suerte que había logrado que su ejército llegara, contra todo pronóstico, indemne frente a Ishida. Se había negado a llevar yelmo y, cubierto por una capucha de crepé de seda, impartió las órdenes precisas para que sus más de ochenta mil hombres se abrieran en abanico. Los correos a caballo cruzaban el campo para hacer llegar las órdenes, pues la distancia entre los clanes aliados era tan grande que ni las trompetas de caracola ni las señales visuales eran efectivas.
Los Nanjō fueron destinados al flanco derecho, junto al resto de los hombres de Akamatsu Chiba, su señor. A su lado combatirían los Kuroda, Hosokawa, Katō, Tanaka y los famosos Ii, los diablos rojos de Naomasa.
Sakurayama no supo contra quién se enfrentarían hasta que cruzaron uno de los afluentes del Ai y los últimos jirones de niebla se disolvieron.
Los tambores de guerra empezaron entonces a golpear la tierra con su sonido cargado de ancestral simbolismo mientras el colorido despliegue de estandartes brillaba al otro lado de la carretera de Makita. Los separaba un manto verde cubierto de rocío.
Hubo gritos de sorpresa al reconocer por los emblemas de los pendones la calidad del enemigo. Allí estaban los principales clanes del Ejército del Oeste: los Shimo, Gamō, Konishi, Shimazu, Kinoshita y Ōtani, y también el clan Ukita, con su poderoso ejército de diecisiete mil guerreros.
—¡Mira allí! —gritó entonces Kudan, eufórico.
Señalaba al pie de una colina, por detrás del grueso de las tropas enemigas. El mon del propio Ishida delataba su posición. Su extenso pabellón estaba ocupado por sus estrategas y hombres de confianza, protegidos por una guarnición venida del castillo de Osaka.
—Estamos frente al corazón y las garras del enemigo —corroboró Sakurayama, contagiado por su alegría. La fortuna les había situado en la zona clave de la batalla.
Los daimios habían aprendido de los errores del pasado y ahora imitaban a los grandes comandantes chinos de la era Nara. Se imponía la disciplina, la estrategia y el uso inteligente de los ashigaru. La lucha individual había dado paso al protagonismo de la infantería desplegada en secciones.
No hubo lanzamiento de flechas sonoras, ni retos personales que antecedieran al enfrentamiento global. La etiqueta era prescindible en caso de necesidad.
Los Nanjō esperaban anhelantes, deseando tomar parte en las hostilidades. Por desgracia, no podían conducirse con libertad: debían obedecer las órdenes del hijo de su señor. Con tan solo catorce años, Fujifusa lideraba la comitiva en ausencia de su padre, aunque a nadie se le escapaba que el cargo lo ejercía tan solo nominalmente. Un samurái llamado Tadakano Yukichi hacía las veces de consejero y guardaespaldas, permanentemente a su lado.
—¡Formad tras la línea de arcabuceros! —gritó Fujifusa a los samuráis de Enki, repitiendo lo que Yukichi acababa de susurrarle.
Era una disposición que contradecía el antiguo código e incluso podría haber sido interpretado como un insulto no mucho tiempo atrás. A regañadientes, los Nanjō obedecieron, gracias a la presencia de ánimo de Enki, que no titubeó a la hora de ceder su posición a los ashigaru. Aquellos que ni siquiera tenían apellido formaron delante de ellos creando dos líneas, la primera con la rodilla en tierra. El enemigo procedía a realizar una disposición similar, a tan solo cien metros de distancia, sorprendidos por la súbita aparición del Ejército del Este.
Los samuráis gruñían nerviosos, apenas contenido su deseo de entablar combate en lugar de parapetarse tras las armas de fuego. Ellos, guerreros de nacimiento, tenían que retroceder y esperar mientras otros les arrebataban el honor de iniciar la lucha.
—¡Que no se acuse a los Nanjō de desobedecer la voluntad de su señor! —bramó Enki, adivinando la turbación de sus hombres.
Aparecieron a la carrera sus lanceros y arqueros a pie, que se mezclaron con las dos líneas de arcabuceros para darles protección. Sin embargo, no se dio la orden de disparar.
—¿A qué esperan para atacar? —se preguntó en voz alta Kudan. Al igual que el propio Sakurayama, estaba poseído por la ansiedad previa a la batalla. Impotentes, observaban como el enemigo se reorganizaba. Habían perdido el factor sorpresa.
Ii Naomasa, señor de los diablos rojos y yerno de Ieyasu, destacaba claramente entre los generales que lo rodeaban gracias a su armadura encarnada y a los enormes cuernos dorados de su casco. Al contrario que el señor de los Akamatsu, galopaba junto a los suyos, expuesto al fuego enemigo. Incluso cargaba con ellos cuando la situación lo requería. De esa forma, alentaba a sus guerreros con su sola presencia.
—¡Rápido! —pidió a los suyos poniéndose en pie sobre su silla y recogiendo el abanico de guerra con un furioso ademán—. Atacad de inmediato. No desaprovechemos esta oportunidad.
Una sacudida en el flanco izquierdo del contingente del que formaban parte los Akamatsu siguió a las palabras de Naomasa. Los diablos rojos de Ii, fácilmente reconocibles por llevar tintadas sus armaduras de un rojo brillante, lanzaron una carga de caballería contra la fuerza más nutrida del enemigo, los samuráis de Ukita.
—¡No os mováis! —recordó Tadakano Yukichi. Fujifusa ni siquiera era capaz de disimular su falta de decisión. Miraba absorto al enemigo con la boca abierta de asombro. Seguramente fuera su primera batalla.
Los guerreros bajo el blasón de los Akamatsu obedecieron, testigos de excepción de las letras que trazaban para la historia los hombres de Ii. Los diablos rojos ostentarían la postrera gloria de haber sido los primeros en entablar combate.
Los sashimono[8] cimbreaban doblados por la velocidad de la carrera y el acero de las lanzas guiaba la dirección de los magníficos equinos, orgullo del clan. Los gritos enfurecidos espantaron los últimos retazos de niebla y los samuráis de Ii Naomasa cruzaron a una velocidad moderada el terreno llano que los separaba del enemigo, dando tiempo a que este se preparara para recibirlos. Los robustos corceles tenían que soportar el peso de sus amos, con la carga extra de la armadura y el resto del equipo, y no convenía forzar sus cortas patas en la primera embestida. El día podía ser muy largo y agotar a sus caballos en el primer envite anularía la efectividad de los caballeros.
Los diablos rojos habían elegido conscientemente medirse con el más formidable de los adversarios, una tropa nutrida y de gran renombre, declinando incluso avanzar hacia Ishida. Buscaban la gloria, y para ello debían medirse con un digno adversario.
El líder de los Ukita, Hidei, recibió la noticia del ataque de boca de uno de sus comandantes. Leproso y medio ciego, permanecía en su palanquín, pues también las piernas hacía tiempo que se habían negado a sostenerle. Pese a que la maniobra del Ejército del Este inquietó a su plana mayor, Hidei no se precipitó. Confiaba en lo acertado de la elección de su posición, ligeramente elevada, y ordenó que la caballería permaneciera a la espera mientras la infantería se defendía del asalto.
Pese a la cercanía del enemigo, la línea de los metódicos arcabuceros introdujo la pólvora en el cañón de sus armas casi al unísono y añadió la bala sin que los hombres titubearan un solo instante. Rellenaron la cazoleta con la preciada pólvora, encendieron la mecha y apuntaron, esperando la orden de disparar, que no tardó en llegar. Un corto y ensordecedor estruendo sacudió como un látigo el frente de batalla. Los letales proyectiles antecedieron en su salida a la humareda que se elevó al cielo.
Los Ukita alcanzaron con su lluvia de acero a los jinetes de Ii mucho antes de leer en sus ojos la rabia y la frustración por el duro revés. Las armaduras habían soportado muchas flechas en el pasado, pero los nuevos proyectiles las atravesaban como si fueran papel. Los gritos de ánimo y la llamada a los dioses de los jinetes fueron acallados por el estallido de la pólvora y los aullidos de dolor.
Ashigaru con escudos de la altura de un hombre cubrieron a los arcabuceros cuando, diezmada, la primera oleada de los diablos rojos arremetió contra ellos. De entre el muro de gruesa madera brotaron largas pértigas que derribaron jinetes y ensartaron monturas, deteniendo la carga de los Ii. Los jinetes que aún no habían llegado a la primera línea para apoyar a sus hermanos de armas recibieron una nutrida andanada de los arqueros Ukita, ocultos hasta entonces más atrás. Los famosos Ii no tuvieron más remedio que retroceder, dejando atrás un rastro de muertos y heridos.
Los Akamatsu, testigos de excepción de la fallida carga, seguían esperando las órdenes del hijo de su señor o de su ama de cría, pero ninguno se decidía a hacerlo. El muchacho tenía bastante con controlar el miedo que le oprimía la garganta, mientras que Yukichi mantenía la mirada fija al frente con expresión adusta, sin que el desarrollo de los acontecimientos lo turbara. No parecía dispuesto a susurrar al oído de Fujifusa nuevas sugerencias en el liderazgo: al igual que el resto de los presentes, esperaba órdenes.
En ese instante apareció un jinete a la carrera. Llegaba desde el monte Sasao con noticias. Allí, Chiba había instalado su cuartel general, aunque nadie sabía si era por cobardía o para dar un papel preponderante a su hijo. Tras intercambiar unas frases con el recién llegado, Fujifusa y Yukichi se acercaron hasta los Nanjō.
—¡Nanjō Enki! —pidió Fujifusa con voz entrecortada al principio y más firme a medida que encadenaba las palabras—. Te ordeno que avances con tus caballeros hasta el enemigo y rompas esa línea de infantería para que podamos penetrar por ella, para mayor gloria de nuestro clan.
El patriarca de los Nanjō asintió solemne, inclinando el rostro desde su caballo.
—Así se hará —respondió Enki—. Seguid a mis hombres. Abriremos la brecha.
—No falléis —advirtió Yukichi, situado junto a su joven señor.
Tal vez un grupo menor de guerreros que llegaran hasta los Ukita como un delgado alfiler pudieran eludir a los arqueros y arcabuceros, logrando la gesta que había sido negada a los Ii. No era un imposible, aunque sí muy arriesgado. Todo dependía de los Nanjō. Si erraban, el resto de los Akamatsu que siguieran su avance quedarían desprotegidos y a merced del enemigo en tierra de nadie. Era el momento decisivo que los Nanjō habían anhelado.
Dejando atrás a sus asistentes y guerreros de a pie, los Nanjō rompieron la formación y partieron a la carrera. Sakurayama y Kudan arrancaron juntos tras su líder afianzando los pies sobre los estribos. Las cuatro mujeres samuráis de la partida se unieron a Enki gracias a su menor peso y agilidad, pero los dos primos no rompieron su binomio para tratar de emularlas. Preferían entrar en combate juntos a acompañar en el lugar de honor al padre de Sakurayama.
No miraron atrás. Los valientes de Shinano cabalgaron desafiando flechas y balas, sin importar las heridas que recibían, sin detenerse a socorrer a los caídos, sin modificar un ápice su trayectoria o resolución. Gritaban para acallar sus dudas, para infundirse ánimo unos a otros, con el único temor de que la mínima vacilación o retraso diera al traste con su misión.
Cuando estaban a punto de caer sobre los arcabuceros, incapaces de recargar sus armas a tiempo de enviarles una nueva andanada, los lanceros se adelantaron una vez más para evitar que cruzaran la línea del ejército del clan Ukita. Pero Enki no estaba dispuesto a repetir el error de los Ii y ordenó desmontar y avanzar con las katanas desenvainadas. Solo veintidós de sus hombres obedecieron. El resto había quedado atrás, descabalgados, heridos o muertos.
Kudan era uno de ellos, con el hombro izquierdo destrozado por una bala.
—¿Puedes seguir? —preguntó Sakurayama intranquilo.
—¿Pueden las estrellas brillar? —respondió su primo rabioso. La lividez de su rostro desmentía la firmeza de sus palabras. Era obvio que el dolor debía de ser apabullante, pero Sakurayama, sin ninguna herida, asintió con un gesto breve y se abstuvo de ayudarle para no herir su orgullo. Juntos corrieron tras Enki.
Los lanceros enemigos esperaban la llegada de hombres a caballo y se vieron sorprendidos por el inesperado cambio de estrategia. Las largas pértigas, más lentas que las katanas de los Nanjō, no pudieron ensartar a los samuráis, que se escurrieron entre ellas como gotas de agua. Enki cortó de un sablazo dos de las astas y cargó con su hombro sobre el primer escudo, derribándolo y pasando al otro lado. Una de las mujeres samurái se limitó a esquivar las pértigas con endiablada agilidad para saltar por encima del muro de madera. Sakurayama la reconoció por su escasa altura y la larga cinta anudada al casco. Era Aiko, primera esposa de uno de sus tíos, con un sable a cada mano. Prestaba servicio en su lugar, después de que su esposo falleciera en el asalto del castillo de Kiyosu, en Owari.
Espoleado por el arrojo de su padre y Aiko, Sakurayama usó su propia lanza para pasar la punta de acero entre dos de los escudos y acabar con la vida de uno de los defensores. En cuanto se despejó el camino, los dos primos corrieron juntos y lograron abrirse paso.
La armadura de la infantería ashigaru que encontraron tras la línea de escudos era mucho más débil que la de los samuráis, lo que permitió que la katana pudiera atravesarla. No podían detenerse, aunque su espalda quedara desprotegida. De hacerlo, darían una oportunidad para que el enemigo taponara la herida recibida, o incluso que los arcabuceros retrocedieran y los abatieran. Poseídos por la locura de la sangre, acuchillaban sin piedad, plenamente conscientes de que el menor titubeo los condenaría.
Sakurayama recibió un profundo corte en una pierna, del que apenas fue consciente. El paroxismo propio de la desesperada situación anulaba sus sentidos y su mente. Solo había una idea, una voluntad: seguir hacia adelante.
Kudan, a dos pasos tras él, tropezó, pero volvió a incorporarse de inmediato. Había perdido su katana entre las costillas de un enemigo y se limitaba a correr tras él, al borde de la extenuación.
Por su parte, Enki y Aiko avanzaban hombro con hombro, arrollando a todo aquel que se atrevía a interponerse en su camino. El resto los seguía muy cerca, formando un solo cuerpo combatiente. Su escaso número los hubiera condenado de no ser por su disciplinada disposición, que aunaba el esfuerzo de todos ellos.
Los Nanjō sembraban el caos y la muerte con letal contundencia, sin dejar de gritar, esta vez para crear la ilusión de que eran un número mucho mayor de guerreros. A medida que avanzaban, el terreno se hacía más empinado, por lo que el esfuerzo a cada paso se hacía casi insoportable. La carrera se había convertido en marcha, para terminar en un lento y sufrido ascenso, pero el trabajo ya estaba hecho.
Los ashigaru enemigos acabaron por desobedecer las órdenes de sus oficiales y rompieron la estudiada formación. Como una piedra arrojada a un lago calmo, el avance de los Nanjō provocó una onda que despejó una amplia zona de terreno, claramente visible desde la distancia. Habían logrado mucho más que una brecha en el muro defensivo de los Ukita.
Enki, jadeando, se detuvo al fin. Aiko había sobrevivido, protegiendo el flanco derecho de su señor con envidiable maestría. Sakurayama había recibido un nuevo corte en un costado, del que manaba abundante sangre. Kudan apenas se sostenía en pie, lívido como un muerto. Otros siete samuráis completaban su fuerza, la mayoría heridos. Encaraban el pabellón del clan enemigo, claramente visible a mitad de la loma. La conmoción sacudía a los guerreros Ukita, que se comportaban como un hormiguero en llamas.
Pero la situación no se prolongaría eternamente. En breve, la disciplina volvería a imponerse y los capitanes se pondrían al frente de sus recuperadas formaciones. Entonces se percatarían de que solo eran un puñado de hombres, de que podrían aplastarlos de inmediato para continuar con la verdadera batalla. Los Nanjō necesitaban los refuerzos de inmediato o su gesta sería inútil.
Miraron atrás.
Gracias a su elevada posición, pudieron recorrer con la mirada el campo verde mecido por la brisa que separaba el grueso de ambos ejércitos. No había el menor rastro de los Akamatsu. Tampoco localizaron al resto de los Nanjō, su infantería y asistencia. No habían dado ni un solo paso para seguirlos.
—¿Dónde están los nuestros? —desesperó Sakurayama.
En ese momento las filas de los Ukita se cerraron tras ellos, taponando la herida provocada por la incursión de los Nanjō. Quien quisiera seguirlos tendría que volver a abrir brecha.
—¡Allí! —señaló Aiko.
Los blasones de los Akamatsu, que se suponía que debieran haberles seguido, ondeaban en el flanco este del ejército, a un mundo de distancia. Solo los diablos rojos de Ii y el clan Fukushima, otro de los aliados de Ieyasu, parecían dispuestos a enfrentarse a los Ukita. En ese momento los guerreros de Fukushima Masanori cubrían el avance de los diablos rojos con nutridas descargas de arcabuz, pero los Ukita habían formado de nuevo sus líneas defensivas y no sería fácil atravesarlas.
—¿Qué haremos ahora? —solicitó uno de los primos de Sakurayama.
El muchacho buscó la respuesta en su padre, que en ese momento se retiraba el casco. Necesitaban de su experiencia y liderazgo más que nunca, pero el gesto derrotado que encontró delataba una contrariedad que le heló la sangre. Confirmaba que ya era demasiado tarde para intentar una nueva proeza. Los Ii no llegarían a tiempo, por mucho que se apresuraran. Habían quedado a merced del enemigo, por eso Enki había decidido desprenderse de su máscara. Deseaba enfrentarse al momento decisivo de su vida con el rostro descubierto.
El líder de los Nanjō no podía dejar que sus hombres murieran sin la presencia de ánimo necesaria para hacer el tránsito al otro mundo y, sobreponiéndose a sus propios sentimientos, que le acercaban a Sakurayama, decidió dedicar sus últimos momentos a sus obligaciones como líder familiar.
—Hemos logrado lo imposible —proclamó recuperando el resuello que el esfuerzo por llegar hasta allí le había restado. Milagrosamente, no tenía ni un solo rasguño, como si un aura mágica lo protegiera—. Esta gesta será recordada por incontables generaciones y el nombre de nuestra familia llegará a oídos de toda la nación. Sin embargo, no seremos testigos de la gloria dentro de estos cuerpos caducos condenados al deterioro. Lo veremos desde el otro lado del río Sanzu, el mismo que han atravesado antes todos nuestros ancestros desaparecidos. ¡Preparémonos, pues, para el momento decisivo!
Nanjō Enki no necesitó aclarar con palabras su última orden. Todos habían comprendido al instante lo que se esperaba de ellos y se apresuraron a obedecer. Se arrodillaron donde estaban y liberaron la parte de la armadura que protegía el torso. Después buscaron sus cuchillos.
Gritos de alarma o de ánimo empezaron a escucharse a su alrededor. Los tambores y platillos comenzaron a redoblar su llamada junto a los cuernos de caracola. El enemigo regresaba, empujado por sus airados líderes, ultrajados por aquella muestra de debilidad imperdonable. Su retroceso había sido como el de la ola antes de volver para golpear con mayor furia sobre las rocas.
Sakurayama mantuvo la mirada de su padre un solo instante. La caballería enemiga ya se les echaba encima. Kudan seguía a su lado y, entre ellos, también bastó con una inclinación del rostro para decirse todo lo necesario. El resto elevó una muda petición a los dioses familiares para que les prepararan el camino al otro mundo. Casi al unísono sus compañeros se rajaron el vientre de lado a lado, incluida Aiko, a la que Enki había concedido el dudoso privilegio de morir como el resto de sus compañeros y no acuchillándose la garganta como una dama. La agonía duraría muy poco, los Ukita ya llegaban.
Solo Sakurayama se contuvo, deteniendo el filo del acero sobre su piel para mirar al cielo un instante, que, alejado de todo aquel caos, se mostraba límpido y luminoso, ajeno a la maldición y sufrimiento humanos. Sus pensamientos volaron lejos de allí, a su tierra natal.
El temblor provocado por los cascos de los caballos anunció su inminente partida de este mundo. Instintivamente sus músculos se tensaron y sus sentidos se agudizaron. Podía escuchar los jadeos agónicos de sus compañeros con una nitidez abrumadora, sentir la suave brisa erizar el vello de su piel, detectar la mínima brizna de hierba flotando a su alrededor.
No experimentó la menor ansiedad, ni atisbo de miedo o fatalismo. Su único pensamiento estaba centrado en el recuerdo de un rostro, de unos labios, de una piel y una voz que parecía susurrarle desde su memoria palabras de amor.
—Shinko —recordó como una plegaria, un mantra o un juramento.
No hubo tiempo para más.
[1] En el calendario gregoriano, 21 de octubre de 1600.
[2] Haidate: parte de la armadura, a modo de delantal, con la finalidad de cubrir las piernas.
[3] Hoate: máscara protectora unida al casco de la armadura samurái.
[4] Mon: blasón distintivo de un clan.
[5] Daimio (daimyō): señor feudal que ejercía el control de un territorio y contaba con ejército privado. Basaba su poder y reconocimiento en la producción de arroz. Solo alcanzaban esta categoría los que recolectaban un mínimo de diez mil koku al año (aproximadamente, mil quinientas toneladas de arroz).
[6] Ashigaru: infantería e intendencia formada por los soldados de menor rango del ejército, ajenos al estatus de samurái.
[7] La hora del dragón: entre las siete y las nueve de la mañana.
[8] Sashimono: estandarte adherido a la espalda de la armadura, que, mediante un tubo de madera o bambú, elevaba el escudo de armas por encima de la cabeza del guerrero.