Otto levantó la vista del libro.

Había estado tan absorto en la historia que el juego de las escondidas se le había olvidado por completo.

El bosque se había tornado frío, soplaba el viento. Los árboles se mecían, las hojas susurraban. Otto tiritó y miró hacia los perales, esforzándose por oír a sus amigos en la lejanía. ¿Se le habría escapado el final del conteo y la señal del comienzo de la búsqueda para que los que se ocultaban salieran al fin?

Se levantó para irse, y guardó el libro en la pretina de los pantalones. Un soplo repentino de viento le arrancó la gorra de la cabeza. Otto giró hasta que la atrapó. Miró a través de los árboles, pero no logró ver el peral.

Caminó sin rumbo durante horas.

Gritó, llamando a cualquiera que lo pudiera oír, pero el viento aumentó su intensidad y sofocó sus llamadas. Su mente dio vueltas con todo lo que había oído contar del bosque: las cuevas labradas por el agua en las rocas, donde habitaban los horribles y malvados trolls, los precipicios que iban a dar a guaridas de brujas, los pozos de arenas movedizas que devoraban a los niños sin que alcanzaran a huir, ¡y eso sin mencionar los peligros de los osos, lobos y los jabalíes!

Corrió de árbol en árbol, en busca de una salida. En su terror, tropezó con un nudo de raíces retorcidas. El mundo giró a su alrededor.

Unos minutos después (¿o tal vez fueron horas? No podría decirlo) se enderezó, se tocó la frente, y encontró que tenía un chichón del tamaño de un huevo. Asustado, se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar.

Entre sollozos, oyó un trío de voces:

—Por aquí. Acércate. Te ayudaremos.

Otto levantó la vista para ver quiénes le hablaban, pero no vio más que sombras que se movían entre los árboles. Gimiendo se puso de pie, y caminó vacilante hasta llegar a una hilera de pinos que formaban un inmenso círculo. Logró pasar por entre los troncos, y se encontró en medio de un claro.

Tres jovencitas vestidas con harapos estaban ante él, la primera le llevaba una cabeza a la segunda, que a su vez superaba a la más pequeña por una cabeza. Hablaban todas al unísono:

—¡Al fin, un visitante! Hola, muchacho. Pobrecito. Debes estar cansado. Ay, ¡por Dios! Te lastimaste la cabeza. Siéntate y descansa un poco.

Otto se sentó despacio en un tronco.

—¿Quiénes son…? ¿Quiénes son ustedes?

—No temas. Estás a salvo con nosotras. Me llamo Eins —dijo la mayor—. Y éstas son mis hermanas: Zwei y Drei.

Otto sacó el libro y lo miró.

—No puede ser. Son personajes de esta historia.

—Entonces, ¡debe ser nuestra historia! —dijo Eins.

—¿Sabes, por casualidad, si tiene final feliz? —preguntó Zwei, retorciéndose las manos.

Drei señaló el libro:

—¿Podrías leernos el cuento para ver qué nos depara el destino?

Las tres hermanas se sentaron en círculo a su alrededor, inclinadas hacia él, con mirada anhelante.

Otto se frotó la frente, sintiendo un leve mareo. Miró a las tres hermanas, que se veían ansiosas de oír la historia. Si lo que contaba el libro era cierto, las habían arrancado de brazos de su madre al nacer. ¿Cómo sería eso de no haber podido conocer a su mamá? El corazón le dolió al pensar en no volver a ver a su madre nunca jamás.

—¿Por favor? Quizá podamos ayudarnos entre nosotro —a Otto le parecía todo muy extraño, pero se sentía seguro en medio del claro circular entre los pinos. Las hermanas parecían inofensivas. Y también era evidente que no había nadie más que pudiera señalarle el camino para salir del bosque.

Volvió al comienzo del libro y leyó el primer capítulo de nuevo, esta vez en voz alta. Levantó la vista. Eins, Zwei y Drei se habían tomado de las manos, y miraban absortas.

Otto se aclaró la garganta y continuó.

Otto levantó la vista de la página del libro, y miró a una hermana y a la otra y a la otra.

Eins se limpió una lágrima que le rodaba por la mejilla.

—Todo lo que dice ahí es cierto.

—¿Y qué nos sucede después? —preguntó Zwei—. Lee, lee lo que sigue.

—¿Nos reunimos con nuestra madre? ¿Conocemos a nuestro hermano? —preguntó Drei.

Otto pasó la hoja.

Las páginas siguientes estaban en blanco.

Fue hojeando hasta el final del libro, pero era lo mismo: pergamino sin palabras.

—No tiene final ni continuación.

—Porque no hemos vivido nada después de esa página en el libro —dijo Eins—. Hemos estado aquí, confinadas para siempre, al igual que todas las chucherías inútiles de la bruja.

—¿Qué significa el conjuro que les lanzó? —preguntó Otto.

—Solía llamarnos sus pequeños piccolos —dijo Zwei—. Para que nos resultara más difícil romper el hechizo, nuestros espíritus sólo pueden salir de esta prisión de árboles en el interior de un instrumento musical de madera, en manos de un mensajero.

Otto miró a las hermanas, abatido.

—Si lograra regresar a casa, podría ayudarlas —ofreció.

—¿De verdad? ¿Tienes un instrumento? —preguntó Eins.

Zwei se acercó a él.

—¿Un fagot?

—¿O tal vez un oboe? —preguntó Drei.

Otto negó con la cabeza.

—Sólo traje otra cosa conmigo —empezó a desenrollarse la manga que llevaba arremangada hasta el codo—. Esta mañana, cuando compré el libro, el gitano que me lo vendió insistió en que también me llevara esto, y no me pidió ni un penique más.

Puso una armónica a la vista de las tres.

Los ojos de las hermanas brillaron.

Eins jadeó:

—¡Una dulzaina!

Zwei se puso de pie y se acercó.

—Si nos permites tocar en ella, te ayudaremos a encontrar el camino a casa.

Drei le tocó el brazo.

—Pero debes prometernos que le entregarás esta armónica a otra persona cuando llegue el momento. Pues nuestro destino de salvar a un alma al borde de la muerte no puede cumplirse si no lo haces.

Eins asintió:

—Es nuestra única esperanza de librarnos del maleficio.

—Lo prometo —dijo Otto, que quería volver a casa—. Pero ¿cómo sabré cuándo o a quién…?

Las tres hermanas lo rodearon y susurraron:

—Lo sabrás.

Otto le entregó la armónica a Eins.

Ella sopló una melodía breve. Se retiró el instrumento de los labios para dárselo a su hermana. Zwei sopló una tonada diferente. Mientras la interpretaba, Otto pudo oír ambas melodías simultáneamente. Le pasó la armónica a su hermana Drei, que interpretó otra canción.

—No es posible —dijo Otto—. Oigo tres melodías al mismo tiempo.

Satisfechas y al unísono, las tres hermanas respondieron:

—Es posible.

El cielo se había abierto. La noche se cernía sobre ellos.

Otto susurró:

—¿Cómo voy a encontrar mi camino? Le tengo miedo a la oscuridad.

Eins se levantó y dijo:

TU SUERTE NO ESTÁ ECHADA.

INCLUSO EN LA NOCHE MÁS OSCURA, UNA ESTRELLA BRILLARÁ,
UNA CAMPANA TINTINEARÁ Y UN CAMINO SE ABRIRÁ.

Drei le entregó la dulzaina.

Otto se quejó:

—Pero si no es más que una armónica.

—¡Es mucho más que eso! —dijo Eins—. Cuando la usas, aspiras y soplas aire, tal como haces para mantenerte vivo. ¿Alguna vez has pensado que una persona que sople la armónica puede pasarte su fortaleza y su visión y conocimiento si tú la usas después?

—¿Y así el siguiente que la use podrá sentir todo eso? —continuó Zwei—. Es verdad. Cuando la uses, podrás ver para encontrar tu camino. Tendrás la fortaleza para seguir adelante.

Drei asintió.

—Y para siempre estaremos unidos, al igual que con todos los que soplen esa armónica, con aquellos que algún día lleguen a interpetar una tonada en ella, y estaremos atados por el hilo de seda del destino.

Otto se sentía abrumado por las extrañas ideas. ¿Atados para siempre por el hilo del destino? Sus palabras lo confundían. La cabeza le dolía y se sentía mareado.

—Estoy tan cansado. Quisiera ir a casa.

—Y así será —dijo Eins.

—Ahora duerme —dijo Drei.

—Dulces sueños —susurró Zwei, con voz hipnótica.

Otto se desvaneció sobre el lecho de agujas de abeto.

Cuando despertó, el sol relumbraba en lo alto.

Se enderezó y vio que estaba entre los espinos al borde de un sendero estrecho. En la mano tenía aferrada la armónica, pero el libro había desaparecido. Así como Eins, Zwei y Drei.

¿Se lo habrían quedado, al traerlo y abandonarlo en este lugar?

¿Sería el sendero su camino a casa?

Pasó todo el día andando dificultosamente por el sendero, invadido por los geranios salvajes y los cardos, hasta que el sol se ocultó detrás de los árboles. El chichón en la cabeza le latía. La oscuridad lo cercó. Empezó a perder las esperanzas, entre la debilidad y el temor, hasta que se acordó de la armónica. Se la llevó a los labios y sopló una tonada sencilla.

El timbre poco usual del instrumento lo llenó de un bienestar particular y eufórico. Se sintió… menos solo. Mientras caminaba, iba susurrando:

TU SUERTE NO ESTÁ ECHADA.

INCLUSO EN LA NOCHE MÁS OSCURA, UNA ESTRELLA BRILLARÁ,
UNA CAMPANA TINTINEARÁ
Y UN CAMINO SE ABRIRÁ.

Por encima de su cabeza, las ramas de los árboles fueron abriéndose y las estrellas con su luz le mostraron el camino. Dio un paso, luego otro. ¿Las hermanas le habían infundido a la armónica la fortaleza para seguir? ¿Estaban con él, en forma espiritual?

Le pareció oír voces y se detuvo.

¿Eran Eins, Zwei y Drei? ¿O lobos, osos y jabalíes? ¿O tan sólo el bosque que lo hacía imaginar cosas?

El corazón le latió apresurado.

Otto tomó aire y sopló con fuerza la armónica. El acorde rasgó la noche. El bosque quedó en silencio, como si el mundo entero contuviera la respiración.

Otto oyó nuevamente las voces, que gritaban y gritaban…

Y voceaban su nombre.

¡Alguien lo llamaba por su nombre!

A lo lejos, vio puntos de luz, como luciérnagas. Avanzó trabajosamente, hasta tropezar con el huerto de perales, y lo encontró abarrotado con la gente del pueblo, que sostenía en alto sus faroles, buscándolo en el límite del bosque.

—¡Aquí! ¡Aquí estoy! —gritó.

Una respuesta resonó:

—¡Lo encontramos! ¡Lo encontramos!

Dos hombres corrieron hacia él, formaron una silla con sus brazos y lo llevaron hacia los demás.

Apareció su padre, y Otto colapsó entre sus brazos. Se oyeron vítores y los niños se arremolinaron a su alrededor, dándole palmaditas en la espalda. Mathilde estaba allí, y sus ojos se le rasaron al verlo. Otto estaba tan conmovido que no podía hablar. Lo único que pudo hacer fue ocultar su rostro en el pecho de su padre y llorar.

Más tarde, ya en casa, relató toda la historia en voz baja a su padre y su madre, empezando por el libro y la armónica que le había comprado a un gitano.

—Eins, Zwei y Drei me salvaron. Fueron ellas quienes me guiaron para salir del bosque.

Sus padres se miraron, levantando las cejas.

—Está bien —dijo su madre—. No hemos tenido visitas de gitanos últimamente en el pueblo. Seguramente hallaste la armónica en el bosque, olvidada por algún chiquillo travieso. Y no estuviste fuera todo un día y una noche. Te perdiste esta misma mañana. Descansa, que tienes un chichón de cuidado en la frente.

Se quedó dormido, con la armónica en una mano.

Tras recuperarse, Otto llevaba la armónica dondequiera que fuera. Les contó a sus amigos y a quien lo quisiera escuchar sobre Eins, Zwei y Drei. Unas semanas después, la gente se fue cansando de la historia, y empezó a reírse a su costa y a alejarse de él. La única que nunca se cansaba de oír el misterioso relato era Mathilde.

Su padre, preocupado, le pidió que hablaran.

—La gente empieza a pensar que perdiste la razón. Te extraviaste, y al hacer señales con esa armónica, te encontramos. Eso es todo. ¡No quiero oír una palabra más sobre gitanos, libros, hermanas imaginarias o una armónica mágica!

Para apaciguar a sus padres, Otto guardó la armónica y nunca volvió a sacarla de la casa. Dejó de mencionar a las tres hermanas y su historia. Pronto, la vida con su familia retornó a lo que había sido antes de que él se perdiera en el bosque.

Pero cada vez que llegaba a sentir miedo, sacaba la armónica de su escondite, tocaba una tonada y se perdía en los recuerdos, en ese placentero sentimiento de alegría que ya le resultaba familiar, en ese bienestar entusiasta tan especial. Y todas las veces, cada detalle del cuento que relataba el libro y lo que había sucedido en el bosque volvía a él: las artimañas del rey, las caminatas de la comadrona, el conjuro de la bruja, su encuentro con Eins, Zwei y Drei, y la promesa que les había hecho.

Jamás olvidó que se le había confiado el futuro de las tres. O que la armónica llevaba en sí sus esperanzas más profundas: ser libres, que alguien las amara y tener un hogar diferente a ese claro yermo entre los árboles, para que así el resto de su historia llegara a escribirse algún día.

Jamás olvidó que el viaje de las tres para salvar un alma del umbral de la muerte no empezaría hasta que él enviara la armónica de regreso al mundo… cuando llegara el momento.

Otto era el mensajero.

CANCIÓN DE CUNA

MÚSICA DE JOHANNES BRAHMS

LETRA ORIGINAL TOMADA DE LA RECOPILACIÓN DE FOLKLOR DES KNABEN WUNDERHORN

1

En un pueblecito entre la Selva Negra y los Alpes de Suabia, Friedrich Schmidt aguardaba en la entrada de su casa con entramado de madera, haciendo un esfuerzo por mostrarse valiente.

Desde donde estaba, podía ver sobre los tejados de Trossingen hacia la fábrica que, cual enorme castillo, se levantaba en medio del pueblo. Entre sus muros, una chimenea se elevaba por encima de la casa más alta y despedía una nube blanca, como un faro contra el cielo gris.

Su padre estaba tras él en la puerta.

—Hijo, ya conoces el camino. Lo has recorrido cientos de veces. Recuerda que tienes el mismo derecho que cualquiera de estar en la calle. El tío Gunter te estará esperando en la entrada principal.

Friedrich asintió y se irguió.

—No te preocupes, papá, puedo hacerlo —quería poder creer lo que decía. Que algo tan simple como caminar hasta su trabajo sería fácil, que no necesitaría la presencia de su padre a su lado, como un halcón, para protegerlo del temor ajeno, o para hacerlo esquivar a los mirones. Dio unos pasos hacia la calle, y se volvió para despedirse.

El pelo de su padre ondeaba al viento como una aureola entrecana, y le daba un aire salvaje que iba bien con su personalidad. Levantó la mano para corresponder la despedida y le sonrió a su hijo, pero no era su acostumbrada sonrisa jovial. Lucía preocupada y desanimada. ¿Tenía lágrimas en los ojos?

Friedrich regresó y le dio un abrazo, inhalando su persistente aroma de la resina que usaba para el arco de su instrumento, mezclado con el de las pastillas de anís.

—Voy a estar bien, papá. Es tu primer día de retiro y deberías aprovecharlo. ¿Vas a unirte a los que alimentan palomas?

El padre rio, retirando un poco a su hijo del abrazo:

—¡No, por favor! ¿Te parece que ya no sirvo para nada más que para sentarme en la banca de un parque?

Friedrich negó en silencio, satisfecho de haber despejado un poco la tristeza del momento.

—¿Qué vas a hacer ahora con tanto tiempo? Espero que estés pensando en volver a tu música —hacía mucho tiempo, su padre había tocado el violonchelo con la Orquesta Filarmónica de Berlín, pero había dejado de lado esa forma de vida tras casarse y tener hijos, para aceptar un puesto en la fábrica. Poco después de que Friedrich nació, su madre había muerto, y el padre se vio en la tarea de criarlos a él y a su hermana por sí solo.

—No creo que vaya a tocar con una orquesta —dijo su padre—, pero no te preocupes. Tengo muchas maneras de mantenerme ocupado: mis libros, mis alumnos de violonchelo, conciertos. Y planeo organizar un conjunto de cámara.

—Tienes la energía de tres hombres, papá.

—Eso está muy bien si tienes en cuenta que tu hermana llega hoy. Elisabeth va a invadir la casa con órdenes e instrucciones, y voy a necesitar fuerza para eso, ciertamente. Tengo la intención de convencerla de que vuelva a tocar piano, y que así podamos volver a tener nuestras veladas de los viernes a partir de esta noche. Las extraño.

Friedrich también echaba de menos esas veladas. Desde que tenía memoria, todos los viernes después de cenar, el tío Gunter, hermano menor de su padre, iba a su casa a comer el postre con ellos y llevaba su acordeón. Su padre tocaba el violonchelo, Friedrich, la armónica (aunque su instrumento en realidad era también el violonchelo) y Elisabeth, el piano. Su padre y su hermana discutían por todo, desde la selección de piezas que interpretarían hasta el orden en que lo harían, tanto que Friedrich ya se había dado por vencido en su intento por encontrar si lo que sucedía era que ambos eran de naturalezas opuestas o si de iguales. A pesar de todo, esas veladas constituían sus recuerdos más felices: las polcas, las canciones del folklore tradicional, el canto espontáneo, las risas y hasta las peleas.

Ahora Elisabeth pasaría tres meses en casa, luego de terminar su año de estudios en la escuela de enfermería. Tenía tantas expectativas de las largas conversaciones nocturnas, o de pasarse una novela de uno a otro, turnándose para leer pasajes en voz alta. Y los juegos de pinnacle en las tardes de domingo, reunidos alrededor de la mesa de la cocina, con su padre y el tío Gunter. El año anterior no había sido como los demás, sin las continuas órdenes e instrucciones de Elisabeth y su comida. La boca se le hizo agua de sólo pensar en su sazón.

—¿Crees que ella nos ha echado de menos tanto como nosotros a ella? —le preguntó Friedrich a su padre.

El señor sonrió.

—¡Claro que sí! —le señaló a su hijo la calle y le dio una palmadita en la espalda—. Que te vaya bien en el trabajo. Y no te olvides de…

—Ya sé, padre, de mirar al frente, la cara en alto.

2

Cuando Friedrich dio vuelta en la esquina, hizo exactamente lo contrario.

Se embutió las manos en los bolsillos, encorvó la espalda, volteó la mejilla derecha para que apuntara al suelo. Su padre nunca hubiera tolerado esa postura, pero lo hacía sentir menos llamativo, incluso si así resultaba más vulnerable a los obstáculos que se le pudieran cruzar en el camino. Además, a menudo encontraba una moneda extraviada al tener que mirar al suelo. Unos pasos más allá, tropezó con una pila de periódicos que habían dejado frente a una tienda. Se apoyó en la fachada del edificio para no caer y leyó el titular: “Parlamento aprueba ley”. Friedrich refunfuñó. Otra ley que su padre iba a criticar.

Como Friedrich no iba a la escuela, su padre insistía en que leyeran juntos el periódico todas las noches, como parte de sus estudios. Y en los últimos meses, habían sido muchas las veces en que había hecho a un lado el periódico, disgustado por Adolf Hitler, el nuevo canciller, y su Partido Nazi. Su padre había sido miembro de la Liga de Librepensadores de Alemania hasta que, unos meses atrás, Hitler había declarado que era una agrupación ilegal.

Apenas la noche anterior, tras leer un artículo más, su padre había dado vueltas por la cocina, mientras despotricaba:

—¿Es que ya no hay lugar en este país para otras formas de pensar? Hitler amenaza y manipula al parlamento según sus caprichos para que aprueben sus leyes. Restringe los derechos del hombre común y les da a sus soldados total libertad para interrogar a quien les plazca, por la razón más insignificante. ¡Hitler quiere limpiar a la sociedad para dejar una raza pura y aria!

¿Qué quería decir todo eso? ¿Qué era lo de una raza pura y aria? ¿De piel clara y sin mancha? Friedrich se tocó la cara y sintió que se le encogía el estómago de preocupación porque él no tenía ni una cosa ni la otra.

Se pasó los dedos por el pelo, con lo cual las cosas empeoraron. Su cabello era grueso, rubio y muy rizado. Cuando había humedad en el aire, podía sentir que se rizaba aún más, como el de su padre. No importaba cuánto lo dejara crecer, siempre se elevaba, en lugar de caer. Si tuviera el pelo lacio, se lo dejaría crecer para cubrirse la mejilla con un tupido mechón. Pero no había manera de ocultar su mancha de nacimiento. Era como si alguien hubiera dibujado una línea imaginaria dividiendo en dos su cara y cuello. De un lado, su piel era como la de todo el mundo. Pero, en el otro, parecía como si un pintor hubiera puesto brochazos de morado, rojo y café, hasta dejar su mejilla como una ciruela madura y moteada. Sabía que su apariencia era espantosa. ¿Cómo podía culpar a la gente por asustarse al verlo?

En la siguiente esquina, dio vuelta para tomar la calle principal. Cuando pasó frente al conservatorio de música, oyó que alguien estaba practicando piano en uno de los pisos de arriba. “Para Elisa”, de Beethoven. Y por eso se detuvo y levantó la cara, absorto en la música.

Sin darse cuenta, alzó una mano para marcar el compás de la pieza. Sonrió, imaginando que el pianista seguía sus indicaciones. Cerró los ojos y se imaginó que las notas le salpicaban la cara y le lavaban las manchas de la piel.

El sonido de la bocina de un coche lo sobresaltó.

Se embutió las manos en los bolsillos, bajó la cabeza y continuó su camino. Pateó una piedrita, mientras sentía esa mezcla de esperanza y terror que ya conocía. Su audición en el conservatorio, para la cual venía preparándose desde que tenía memoria, sería justo después de Año Nuevo. ¿Qué iba a suceder si no tocaba bien? En todo caso, ¿qué podía ser peor? ¿Que lo aceptaran o lo rechazaran? Un peso le oprimía el corazón. ¿Cómo era posible desear tanto algo y al mismo tiempo temerle?

Tomó aire y siguió su camino. Al acercarse al patio de la escuela, dio su habitual sermón mental. No mires. No prestes atención. Trataba de darse fuerzas con las cosas que su padre siempre le decía: un paso, y luego otro, y otro. Tú sigue adelante. No les hagas caso a los ignorantes. Pero sin su padre junto a él, el corazón le latía desbocado y la respiración se le aceleraba. Dio un traspié y miró al frente.

Un grupo de muchachos apretujados en las escaleras de la entrada lo señalaron con el dedo y se burlaron haciendo muecas de fingido horror. Se cubrió la cara con la mano, bajó la cabeza y dio pasos más largos, serpenteando entre la gente, hasta que terminó por correr.

—¡Friedrich!

Casi atropelló a su tío Gunter.

—¡Buenos días, sobrino mío! —le rodeó los hombros con un brazo y lo acercó hacia él.

Friedrich trató de recuperar el aliento.

—Bue… nos… díassss.

—¿No te da gusto verme? Porque a mí sí me agrada verte. ¡Ven conmigo! —guio a Friedrich a través de la entrada de la fábrica—. Hoy me trasladan a la mesa de trabajo de tu padre. Vamos a estar juntos. ¿Qué te parece? —el tío Gunter estaba tan jovial como siempre, y eso tranquilizó a Friedrich.

—Por supuesto —dijo—, eso era lo que esperaba.

Mientras atravesaban juntos la explanada empedrada, Friedrich sintió cómo su corazón y su respiración se apaciguaban. Los altos edificios, los senderos de piedra y los arcos que se formaban entre los edificios le inspiraban seguridad. Y la ancha torre que servía de depósito para el agua, un obelisco macizo que se levantaba en medio de todo el enclave, como centinela, era como un guardia disfrazado.

Parte de su ser deseaba quedarse trabajando en la fábrica para siempre.

Pero la otra parte de su ser deseaba que su vida hubiera sido diferente. Que hubiera podido ser un niño que asistía a una escuela de verdad, que tenía amigos de su misma edad y una cara común y corriente.

Pero el destino se había interpuesto en su camino y cuando tenía apenas ocho años, se convirtió en el más joven y el más pequeño aprendiz de la fábrica de armónicas más grande del mundo.

3

Una mañana, cuatro años antes, Friedrich había seguido a Elisabeth al patio de juego de primaria, al igual que todos los días de clase.

Como siempre, su hermana lo llevó a una banca alejada de los demás. Él sabía lo que tenía que hacer: sentarse y quedarse allí quieto.

Pero la noche anterior su padre lo había llevado a oír la orquesta en el ballet. Y la música se le había quedado en la mente, como siempre le sucedía… cada movimiento, cada giro de La bella durmiente de Tchaikovski seguía resonando en su mente, sobre todo el vals.

Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres…

Friedrich había tarareado la pieza todo el camino hasta la escuela, y ni todos los ruegos de Elisabeth lo habían hecho callar. Mientras ella revisaba el almuerzo que su hermano llevaba en la lonchera y le enderezaba el suéter, él levantó los brazos para dirigir una orquesta imaginaria.

Elisabeth le tomó ambas manos y con mirada suplicante le dijo:

—Friedrich, por favor, no te hagas las cosas aún más difíciles. Ya tienes suficientes problemas.

—Pero es que oigo la música —respondió él.

—Y yo oigo lo que te van a decir si sigues moviendo los brazos en alto. ¿Quieres que te vuelvan a tirar piedras?

Negó con la cabeza y la miró:

—Lisbeth, me dicen Niño Monstruo.

—Lo sé —le dijo, acariciándole el pelo—. No les hagas caso. ¿Qué es lo que siempre te repito?

—Que ellos no son mi familia, y que mi familia sí me dice la verdad.

—Exactamente. Y yo digo que eres un músico talentoso, y que algún día serás director de orquesta. Pero, por ahora, debes practicar únicamente en casa. ¿Recuerdas ese truco que te enseñé?

Friedrich asintió:

—Que si llego a sentir deseos de agitar los brazos en el aire cuando estoy en la escuela, me siente metiendo las manos bajo mis piernas.

—Muy bien —dijo su hermana—. Ahora, quédate aquí hasta que el maestro toque la campana. Tengo que irme, o llegaré tarde a clase —y le dio un beso en la mejilla.

Friedrich la vio alejarse hacia el edificio de secundaria, con sus rizos rubios meciéndose sobre su espalda.

Metió las manos bajo sus muslos. Pero la música del concierto de la noche anterior lo invadía y no pudo resistir más. Liberó sus manos y empuñó una batuta imaginaria. Cerró los ojos y se sumergió en el rítmico vals.

Un, dos, tres. Un, dos, tres. Un, dos, tres…

No se percató de que estaba dando un espectáculo.

Ni de que todos los niños que estaban en el patio lo miraban.

Estaba tan absorto en la música que no oyó las risotadas ni las burlas.

Ni a los muchachos que corrieron detrás de él.

Hasta que fue demasiado tarde.

A la mañana siguiente, antes de la primera campanada para llamar a clase, su padre entró a zancadas en la oficina del rector, con Friedrich cojeando a su lado.

—Quiero que vea lo que sus alumnos le hicieron ayer a mi hijo: un labio tan hinchado que a duras penas puede hablar, un corte en la frente que tuvieron que suturar y una muñeca fracturada. Pasarán semanas antes de que pueda dejar de usar cabestrillo.

El rector se recostó en su silla, con las manos reposando sobre su barriga:

—Señor Schmidt, el incidente no fue más que una cosa de niños, un poco de juego rudo en el recreo. Friedrich necesita templarse. Esas peleas le resultan muy útiles para aprender a defenderse. Procuramos estar atentos a estas cosas, pero dada su deformidad…

La voz de su padre se tensó:

—Es sólo una marca de nacimiento.

—Llámela como le plazca. Pero dada su imperfección, y con tantos gestos y movimientos de brazos hacia el cielo… —se inclinó hacia su padre—. Tiene que reconocer que es algo fuera de lo común. Esas rarezas suyas son causa de molestia e irritación para los demás. Les producen temor —el rector levantó una ceja—. Y además dice que oye cosas.

El padre infló los carrillos y pareció que iba a explotar.

—Lo que oye es música. ¡No es sino un niño que juega a dirigir una orquesta! Lo he llevado a conciertos desde que tenía tres años, y a la salida es capaz de recordar toda la partitura. ¿Puede alguno de los otros alumnos hacer lo mismo? ¿Y es que acaso ninguno de ellos juega a ser algo que aún no es?

La sonrisa del rector se tensó.

—Por supuesto que sí. Pero lo de agitar los brazos no es lo único. Su profesor de matemáticas se queja de que termina los ejercicios mucho antes que los demás y que se pone a hablar con su vecino de pupitre.

El padre miró al hijo, que asintió.

—Pues si termina antes que los demás —dijo el señor—, tal vez podría darle más ejercicios, o permitirle leer. ¿No serviría para mantenerlo ocupado y que no hablara con los otros niños?

—Me parece que no está entendiendo —dijo el rector, y se volvió a mirar a Friedrich—. Díganos: ¿quién se sienta a su lado?

Con el labio hinchado, apenas pudo farfullar un nombre:

—Hansel.

El rector se volvió hacia el padre de Friedrich y sonrió afectadamente.

—Señor Schmidt, el pupitre de al lado está vacío. Nadie se sienta junto a él. Entonces, ¿quién es exactamente este tal Hansel?

El padre lo sabía. Era el mismo con el que Friedrich siempre decía hablar en casa: Hansel, el ingenioso niño del cuento Hansel y Gretel que, junto con su hermana, sobrevivieron a la bruja y escaparon al bosque oscuro y peligroso. Hansel, su amigo, cuyo valor y coraje Friedrich anhelaba.

—¡Es un niño con imaginación! —gritó su padre.

—Su hijo no es normal y muy posiblemente sea deficiente —dijo el rector.

—Tiene razón en algo —respondió el padre—. No es como los demás. Pero revise sus calificaciones y verá que no es deficiente. Sin embargo, no es eso lo que vengo a discutir con usted aquí. Vengo a decirle que, de ahora en adelante, yo voy a ser su maestro. Y al final del año, usted proporcionará los exámenes y un profesor que lo cuide mientras los responde.

La sonrisa del rector se desvaneció.

Eso no resulta aceptable.

El padre golpeó el escritorio con un puño.

—Lo que los demás alumnos le hicieron a mi hijo no es aceptable, y no tengo inconveniente en hablar del asunto con sus superiores.

El rector se puso tenso. Sacó una carpeta de su escritorio y la abrió.

—Si así es como quiere proceder, muy bien. Veo que su médico es el doctor Braun. Voy a enviarle una carta, pidiéndole que recomiende que al niño se le haga una evaluación siquiátrica. Sospecho que tiene más problemas de los que hemos tratado aquí. Hay un lugar para niños como él: el Hogar de los Desamparados.

—Eso es un asilo —protestó el padre.

Friedrich se aferró al brazo de su padre. Elisabeth le había contado de ese tipo de lugares, en los cuales metían a los lunáticos tras quitarles toda la ropa, menos la interior. ¿Era posible que pudiera terminar allí sólo por dirigir una orquesta imaginaria y conversar con un amigo ficticio? Sintió una punzada en la cabeza.

La voz de su padre se estremeció.

—¿Y todo esto sólo porque no es como los otros? Ya llegué al límite de mi sensatez —rodeó a Friedrich con su brazo, para dirigirlo hacia la puerta de la oficina y salir al corredor, ahora atestado de niños.

Friedrich vio las miradas fijas y oyó los comentarios: El monstruo se va… Tarado… Debería estar en un zoológico…

¿Qué iba a ser de él? Elisabeth pasaba todo el día en la escuela. Su padre trabajaba en la fábrica. ¿Lo irían a dejar solo en casa o lo encerrarían en algún lugar?

Afuera, en los escalones de la entrada, tironeó la manga de su padre.

El padre se detuvo y se agachó. Friedrich puso la mano en la oreja de su padre para decirle en voz baja:

—¿Adónde voy a ir si soy tan horrible que no puedo venir a clases?

Los ojos de su padre se llenaron de lágrimas. Lo besó en la frente.

—No te preocupes. Yo me voy a ocupar de eso. Ven. Tenemos que pasar por la fábrica, para que les explique por qué no fui a trabajar hoy.

Friedrich se sentó afuera de la ventana de una oficina mientras su padre hablaba con varios de los supervisores vestidos con bata blanca. No podía oír lo que decía, pero sí veía sus gestos animados y sus expresiones de súplica. Después, le estrechó la mano a cada uno de los señores. Uno se secó los ojos con un pañuelo.

La puerta se abrió y los supervisores salieron en fila. El del pañuelo se inclinó y puso la mano en el hombro de Friedrich.

—Soy Ernst. Tu padre te llevará a casa ahora, a descansar. Pero a partir de mañana vendrás aquí. Bienvenido a la firma —le estrechó la mano sana a Friedrich.

Éste no supo lo que eso significaba, pero murmuró:

—Sí, señor.

Camino a casa, su padre le explicó:

—De ahora en adelante, yo supervisaré tus estudios. Todas las mañanas, durante la semana, trabajarás como aprendiz en la fábrica, para que te enteres de cómo se hacen las armónicas. En las tardes, trabajarás en las tareas que yo te dé, en la mesa que hay junto a mi puesto. Y los fines de semana continuarás tus lecciones de música conmigo. ¿Entendido?

A Friedrich le ardían las heridas. La cabeza le dolía. No respondió.

Su padre se detuvo, y se hincó frente a él.

—Friedrich, ¿me entendiste? Adonde yo vaya, tú vendrás conmigo.

Miró a su padre, sin poderlo creer. ¿No lo iban a enviar a un asilo? ¿Ni tampoco de vuelta al colegio? ¿Ya no tendría que adivinar cuál sería la ruta más segura para llegar a su salón? ¿Ni debería esquivar la comida que le lanzaban en la hora de comer? ¿No tendría que decidir cuál rincón del patio de juegos lo protegería mejor? Sonrió, y las lágrimas le corrieron por las mejillas.

Con cuidado, su padre lo alzó en brazos y lo cargó para llevárselo.

En la calle, un coche dio tres bocinazos.

El ritmo del vals de Tchaikovski lo invadió de nuevo. Mirando por encima del hombro de su padre, hacia atrás, levantó una batuta imaginaria con su mano sana y dirigió una orquesta.

Cuando el viento le acarició la cara, Friedrich se sintió más ligero, como una pluma, como si poco a poco el terror y la preocupación que siempre le pesaban hubieran desaparecido.

Si su padre no hubiera estado allí sosteniéndolo, él también se habría elevado flotando en el aire, como los diminutos paraguas con semillas que soltaban los dientes de león.

4

La energía en el interior de la fábrica podía palparse.

La maquinaria crujía y jadeaba. Los engranajes encajaban entre sí y giraban para separarse de nuevo. Al entrar junto con su tío Gunter a la enorme sala, que en parte era bodega y en parte sala de armado, Friedrich prestó atención al reconfortante zumbido de las sierras interrumpido por el staccato del troquel al perforar las láminas metálicas. Las puertas que llevaban a los cuartos de pruebas se abrían y cerraban, y por unos instantes oyó los compresores que silbaban al bombear aire a las armónicas y hacer subir y bajar las notas por toda la escala. Buscó con la mirada la gigantesca escalera abierta en forma de A que migraba por la sala, y se imaginó de pie en el travesaño superior, a dos pisos de altura, dirigiendo esta sinfonía de percusiones.

En su lugar de trabajo, se puso el delantal y le echó un vistazo a la hoja de papel que tenía en la pared.

—¿Qué es eso? —preguntó su tío.

—Vocabulario nuevo que me da la señora Steinweg —dijo Friedrich—. Todos los viernes me da nuevas palabras, y al jueves siguiente me examina.

El señor Karl, de la oficina de contabilidad, se acercó.

Friedrich se llevó la mano al bolsillo y sacó su tarea de matemáticas doblada, la abrió y la alisó antes de entregársela.

El señor Karl sonrió.

—Pásate después de comer, Friedrich, y la revisaremos juntos —se despidió con un movimiento de la mano y se alejó.

No acababa de irse cuando Anselm, un jovencito nuevo, apareció con una caja de armónicas que depositó en la mesa de Friedrich.

—Me pidió el señor Eichmann, del tercer piso, que te recordara que vayas a su oficina en la tarde para empezar a leer la Odisea. Debe ser muy bueno tener tutores privados, ¿no? Y además, durante el horario de trabajo.

Friedrich evitó su mirada. ¿Cuál era el problema que Anselm tenía con él? Habían intercambiado apenas algunos saludos corteses en la fábrica, pero el otro parecía regodearse acosándolo.

—No lo hacen durante mi horario de trabajo. Sólo me pagan por trabajar las mañanas.

—Pero al señor Eichmann se le paga por el día entero. ¡Vaya distracción para su trabajo cuando todos deberíamos estar aunando esfuerzos por el bien de Alemania y los ciudadanos comunes! ¿No te parece?

—Yo le leo mientras él trabaja —dijo Friedrich—, y sus supervisores estuvieron de acuerdo.

—Lo que tú digas, Friedrich —respondió Anselm—. Gozas de ciertos privilegios aquí, ¿cierto? Ya sabes que a la nueva Alemania no le gusta que nadie goce de favoritismos. Todos debemos ser como una misma mente, concentrada en los mismos objetivos, por la patria, por la familia de Hitler, para que así nuestros líderes puedan sacarnos de la oscuridad —se alejó con aire arrogante, silbando.

El tío Gunter se acercó a su sobrino y le susurró:

—No le hagas caso. Déjalo que hable, y guárdate tus sentimientos. Es un arrogante partidario de Hitler. Esta nueva especie, que adora a Hitler cual si fuera un dios, me tiene sin cuidado.

—También a mi padre —dijo Friedrich.

—Como bien lo sabemos todos —sonrió su tío—. Pero Anselm tiene razón en algo: eres el preferido. Todo parece indicar que el señor Adler y el señor Engel, en la oficina de Envíos, han estado discutiendo cuál de ellos es el más apropiado para enseñarte historia del nivel secundario. Todos te han adoptado, Friedrich. No permitas que nadie te haga sentir mal por eso —hizo un gesto de negar con el dedo y un guiño—. Pero jamás te olvides de tu verdadera familia. ¿Quién te enseñó a montar en bicicleta?

—Tú.

—¿Y a soplar la armónica?

—Tú.

—¿Y quién comenzó con el club de armónica de la fábrica para que pudieras participar?

Friedrich rio.

—Nunca se me va a olvidar, no tienes por qué preocuparte, tío —lo vio colgar sus herramientas encima de la mesa de al lado, trepado sobre un cajón de madera. El tío Gunter era más bajo que su padre, y mucho más rechoncho—. ¿Vas a venir a comer postre a casa esta noche?

El tío Gunter levantó una ceja:

—¿Y tú crees que me perdería uno de los strudels de manzana de Elisabeth? ¿Cómo crees que llegué a tener estos dedos que más parecen salchichas?

Friedrich volvió a su trabajo, sonriendo. Su labor más reciente era inspeccionar cada instrumento en busca de defectos. Si la armónica se veía bien, la limpiaba para meterla en una caja delgada de cartón con todo y su tapa. Sostuvo en la mano una de las armónicas y la examinó.

¡Qué instrumento tan sencillo y a la vez con tanta capacidad! Estudió las relumbrantes placas metálicas y la madera de peral barnizada de negro. Volteó la armónica y recorrió los agujeros simétricos con el pulgar. Era un viaje muy poco común el del árbol de pera hasta la línea de ensamblaje para convertirse en algo capaz de hacer música.

Cada tantas horas, un empleado venía a recoger las armónicas que Friedrich revisaba para ponerlas en unas cajas donde cabían doce. Esas cajas angostas se empacaban en cartones, y los cartones, a su vez, en cajones que se subían a una carreta tirada por caballos para llevarlos hasta un tren eléctrico. Allí los transferían a los vagones que arrastraba una locomotora de vapor, que terminaba su ruta en el puerto de Bremerhaven, y allí se embarcaban en navíos. Este modelo, las armónicas Marine Band, estaba destinado a un puerto en Estados Unidos.

Friedrich pulió la armónica que tenía en la mano, la puso en su cajita y le susurró sus deseos de buen viaje: gute reise.

Ernst, su supervisor, que era además uno de los dueños de la fábrica, se acercó con las manos en los bolsillos de la larga bata blanca que usaba sobre el traje cuando estaba en la fábrica.

—Eso es lo que siempre he admirado de la familia Schmidt: tratan cada armónica como si fuera su amiga.

—Buenos días, señor —dijo Friedrich.

—Esperamos que esta nueva situación sea de tu agrado, Friedrich —hizo un gesto con la cabeza hacia el tío Gunter—. Tu tío es uno de los mejores artesanos que tiene esta compañía. Nos pareció que tendría sentido que estuvieras ahora cerca de él, tras el retiro de Martin.

—Gracias —dijo Friedrich, alzando otra armónica.

—Me pregunto cuánto más durará —Ernst señaló el instrumento con un movimiento de cabeza.

—¿Qué, señor?

—La estrella. Parece una estrella de David. Y a raíz del nombramiento de Hitler como canciller, la animadversión contra los judíos va en aumento. Ya se ha hablado de quitar la estrella del emblema, pero me daría mucha tristeza que desapareciera.

Friedrich inclinó la armónica para ver mejor el emblema de la compañía: dos manos a ambos lados de un círculo que encerraba una estrella de seis puntas.

Había oído toda clase de teorías alrededor de la estrella: que las seis puntas representaban al dueño, Matthias Hohner, y a sus cinco hijos; que era una réplica de las que se veían talladas en las puertas de las iglesias; que era un vestigio de una de las pequeñas fábricas de armónicas que Hohner había comprado en su vida, como Messner o Weiss. ¿Alguno de ellos sería judío? ¿Era una estrella de David?

Ernst suspiró.

—Pero será mejor para el negocio que no esté ahí, supongo. No podemos darnos el lujo de ofender a los clientes, sin importar en qué lugar del mundo estén. Todos tienen un punto de vista sobre los judíos. Y con la situación en la que está el negocio…

El tío Gunter frunció el ceño.

—Sí, probablemente esa estrella será una de las víctimas de la política, como tantas otras cosas en estos tiempos.

Ernst se ruborizó.

El tío Gunter posó una mano en el brazo de Ernst.

—No me malinterprete, señor. Somos muchos los que estamos agradecidos con lo que ha hecho. Dependemos de nuestros trabajos.

—Gracias —dijo Ernst con gentileza—. Entonces, Gunter, Friedrich… sigamos.

Una vez que hubo salido, Friedrich preguntó:

—¿Quién iba a quedarse sin su empleo?

El tío Gunter se acercó a él y le habló en voz baja:

—A Ernst lo visitó uno de los oficiales de Hitler. Lo obligaron a inscribirse en el Partido Nazi para poder mantener la fábrica en funcionamiento. Lo conozco desde hace años, y no es un nazi.

—¿Y qué pasaba si no se unía? —preguntó Friedrich.

—¿Si se oponía a las políticas de Hitler? Por algo así lo mandarían a Dachau. Está lleno de opositores de Hitler. Dicen que es un campo de trabajo y reeducación, pero es un campo de prisioneros condenados a trabajos forzados. Hay un anuncio sobre la puerta que dice El trabajo nos hará libres. Pero debería decir El trabajo nos pondrá bajo tierra. ¿Qué más podía hacerse en su posición? —el tío Gunter se volvió hacia su mesa, meneando la cabeza.

Friedrich retomó el trabajo. ¿Qué hubiera hecho él? ¿Convertirse en nazi en contra de las creencias de su padre, y las suyas propias, de que hay más de una forma de pensar en este mundo, sólo para salvar los empleos de miles de trabajadores? ¿Sería capaz de hacerse nazi para evitar la cárcel, o incluso la muerte? Jamás había pensado en circunstancias semejantes. El remordimiento y la culpabilidad lo acosaron al darse cuenta de que él probablemente habría hecho exactamente lo mismo si estuviera en los zapatos de Ernst.

Mientras inspeccionaba y limpiaba una buena cantidad de armónicas, se quedó absorto pensando en las estrellas que adornaban la lámina de las cubiertas y su inevitable desaparición.

—Buen viaje para ustedes también —susurró.