Hermandad

No era un perro, eran cientos. Llegaban de golpe, con pasos tranquilos, y se instalaban en la calle como si alguien les hubiera avisado que ahí serían bienvenidos, aunque en realidad no fueran bienvenidos en ningún sitio. Falta espacio o sobran perros callejeros, nunca nadie supo bien.

Había perros de los más variados tamaños, colores, pelajes y temperamentos, pero todos coincidían en tres cosas: la mirada honda, como de muy atrás, mezcla de resignación y cemento; la costra de mugre que les cubría el cuerpo hasta formar rastas rígidas y eternas; y un extraño porte, un extraño andar que imponía respeto a quien se detuviera a observarlos, como si de adentro de ese combo de miseria, hambre y apaleamientos que era la vida hubieran logrado rescatar, vaya uno a saber cómo, una dignidad que estaba más allá de todo.

El barrio era demasiado básico; no había belleza en ningún rincón. Todo tierra, madera vencida y enfermedades. Los chicos jugaban en la vereda hora tras hora, y seguramente ese sería el mejor recuerdo que habrían de tener años más tarde, cuando la adultez los sorprendiera por siempre pobres, todo tierra, todo madera vencida, todo jirones. Los perros se tiraban al sol con actitud de nada, como esos viejos que sacan la silla a la puerta solo porque no hay mucho más para hacer, o seguían a los chicos del barrio en sus juegos interminables, pelota, escondida, rayuela, mancha estatua, como espíritus guardianes, como compañeros de lo que no hay. Y cuando el Cocho Requena salía a la calle, los niños huían hacia sus casas y los perros se quedaban adonde estaban, porque no tenían dónde ir.

El Cocho Requena había sido comisario mucho tiempo atrás, en épocas más férreas, y lo fue hasta que alguien le puso punto final a su manía de derrochar balas sobre cuanto cuerpo vivo se le cruzara; el Cocho Requena era un cocorito que llamaba la atención, y eso no es bueno en un círculo en donde lo que vale es la sutileza con la que se atropella a los menos afortunados. El Cocho Requena era un peligro de soberbia, gritos y vanidad fálica, y en un parpadeo lo dejaron sin comisaría y con una villa a su disposición, para que descargara allí (allí y en ningún otro lugar) su furia de erróneo ex dios descendido a mortal.

El entretenimiento preferido del Cocho Requena eran los perros. Alguna que otra vez se dio el gusto de pegarle a los pibes que jugaban en su vereda hasta, en ocasiones, dejarlos inconscientes, incluso un viernes de marzo le disparó a uno, pero a la gente no le gustaba eso, y cada vez que un pibe llegaba a su rancho llorando porque el Cocho le había pegado un botellazo en la cabeza o una piña en el estómago, todo el barrio se rebelaba y le arrojaba llantas prendidas fuego por la ventana de su casa. Entonces decidió jugar con los perros, ya que no eran de nadie y nadie se atrevería a dar la cara por ellos, porque la gente pone su vida en peligro con tal de defender a sus hijos, pero nadie se va a arriesgar a interponerse entre el Cocho Requena y un perro callejero.

Los perros sabían que si el Cocho Requena aparecía, alguno iba a ligar algo malo: patadas, palazos, botellazos; el que más caro la había pagado había sido el marroncito, un perro que era rengo desde que el Cocho Requena le había baleado una pata. Los perros se escondían uno detrás de otro, ladraban, a veces uno se animaba e intentaba morder el tobillo del ex comisario hasta que entendía que eso sólo le haría ganar un golpe extra, y no podían hacer nada más. La gente miraba desde adentro de sus casas, los pibes lloraban, y ahí terminaba el juego. Así era dos o tres veces por semana.

Se ve que ese día el Cocho Requena estaba especialmente rabioso por algún motivo desconocido, porque cuando salió a la calle, llevaba en sus manos un bidón de gasolina. Los perros se escondieron donde pudieron, pero uno viejo, blanco con manchas negras, uno de los perros más antiguos del barrio, no se despertó a tiempo de su siesta de anciano al sol, y solo abrió los ojos cuando sintió el líquido en su cuerpo, y nadie sabe qué horrores vivió cuando el Cocho Requena tiró el fósforo encendido sobre la gasolina que lo empapaba. Cuando llega la muerte uno ya debería estar muerto; pero el perro estaba vivo y tardó demasiados minutos en morir quemado.

El barrio quedó inmovilizado. La cara de los pibes era puro terror, y la cara de los grandes era impotencia, dolor, angustia e indefensión. Como siempre pero peor, porque esta vez hubo fuego, y aullidos, y mucho olor a gasolina, a pelo chamuscado, a perro quemado vivo.

Y esta vez y como si alguien les hubiera dado la orden de ataque que estuvo dormida toda la vida, los perros, los muchísimos perros, se abalanzaron sobre el Cocho Requena con la furia de todos los animales del mundo y no le dejaron espacio para la huida; eran perros pero también fueron leones, tigres, jabalíes, hienas, elefantes, buitres y toros, y voltearon al Cocho Requena y le arrancaron la piel y le arrancaron los ojos y le desfiguraron la cara y le masticaron las piernas y le masticaron los brazos y le hicieron todo lo que se le puede hacer a un hombre hasta que muere. Y no descansaron hasta que no quedó nada entero en el cuerpo del Cocho Requena, y no descansaron hasta que no quedó nada vivo en el cuerpo del Cocho Requena.

Luego, agotados, se tiraron al sol. Estaban exhaustos.

Entonces la gente salió de sus casas, de a poco, con tachos de agua y restos de comida.

Había que alimentar a los perros.

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LOS BORDES DEL MUNDO

LOS BORDES DEL MUNDO

GILDA MANSO

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Manso, Gilda

Los bordes del mundo / Gilda Manso. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Obloshka, 2019.

144 p. ; 14 x 20 cm.

ISBN 978-987-46902-1-0

1. Literatura Argentina. I. Título.

CDD A860

Dirección editorial: Gastón Levin / Silvia Itkin

Diseño de tapa e interior: Donagh / Matulich, sobre diseño de colección Estudio ZkySky
Imagen de portada: FreeImages

© Gilda Manso, 2019
© Obloshka, 2019

ISBN: 978-987-46902-1-0

Impreso en Oportunidades S.A., Buenos Aires.
en el mes de enero de 2019.

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina. Hecho el depósito que marca la Ley 11.723
Libro de edición argentina. Impreso en Argentina.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin previo consentimiento del editor/autor.

Índice

Mitología (prólogo)

Plumas incandescentes

Alfombras

Un mamut a secas

La tempestad

Pelícano

Amparo

La convicción

Esperando al salvador

Matrioska

Flores

Un tiempo fuera de casa

La elevación

Perversa

La giganta

Sus ojos muertos

Cautiva

El Malevo

Las cosas no mueren

El pelo al huevo

El tercer hombre

Cuidar la casa

Piso de madera

Curtido y callejero

Concepción

Pajarraca

La peregrina

Cliché

Las muertes de Hilario

El joven aprendiz

Eso

Estirpe

El Club de los Feos

Rose

La dinastía Yung

Relincha el cielo

Harén

La amenaza

Tres gatos muertos

El rescate

Séptima

Un mundo de fábula (espejo uno)

Largavista (espejo dos)

El ama de llaves

Constante

La casa del jardín demasiado quieto

Hermandad

Mitología

Quise crear mi propia mitología. Quise inventar mis propios dioses. Ninguno de los existentes me convencía, y me senté a diseñar divinidades según mi conveniencia. Les puse poderes y virtudes insuperables, los doté con una belleza que ningún mortal podría poseer, volqué en ellos milagros, hazañas y cualidades que nada envidiaban a las de los dioses de las otras religiones.

Luego los fabriqué. Una a una, mis deidades fueron tomando vida gracias a mi talento para la creación. Me saqué una costilla y se la di a un dios. A otro le cedí mi imaginación. A otro, mis manos. Cada uno de mis seres mitológicos tenía algo muy mío, ya que de eso dependía su supervivencia.

Cuando de mí sobraba apenas un ojo y un poco de conciencia, mis dioses quedaron terminados, listos para gobernar. En ese momento, el dios más implacable (así lo había creado yo) me miró y me dijo:

—Ninguno de nosotros cree en vos.

Entonces dejé de existir.

Plumas incandescentes

El gorrión entró al comedor con ínfulas de águila y espíritu de bicho de luz. Furioso, chocaba con la lamparita de la cocina una y otra vez; quería atravesarla o eso fingía. Piaba como quien grita victoria o una orden de ataque, y embestía la bombita. Luego se fue, así como vino. Huyó al patio, con salida directa al aire libre.

Eso fue ayer. Hoy, de la lamparita cayeron plumas incandescentes, como si algo o alguien estuvieran mudando la piel. Tomé una y escribí un cuento.

Me salió brillante.

Alfombras

Pasaron años, y sin embargo no lo olvido. Esa mañana, papá me dijo:

—Hoy vamos a ir a la casa del tío Felipe, porque tiene una alfombra nueva.

Yo me estremecí. Nunca me gustaron sus alfombras.

El tío Felipe, una o dos veces por año, iba a la selva y cazaba animales. Luego colgaba las cabezas de los animales en la pared del living, o usaba las pieles para hacer alfombras. Cada vez que volvía de la selva, el tío Felipe organizaba una fiesta; asaba venados y bebía champaña, y toda la familia estaba invitada, y debíamos ir y decir lo mucho que nos gustaba el nuevo puma apachurrado bajo la mesa ratona o la nueva cabeza de jirafa colgada encima de la chimenea. Y a mí, que nunca me gustaron los asesinatos, me repugnaba tanto cadáver disecado.

Llegamos al mediodía, justo cuando el venado de la parrilla empezaba a largar olor a carne chamuscada. El tío Felipe vino hacia nosotros gritando y gesticulando mucho, y empezó a repartir copas y a contar anécdotas aburridas o terribles sobre su última estadía en la selva.

—¡Vamos a ver la alfombra! —exclamó cuando vio que mamá empezaba a quedarse dormida, y nos llevó al living. Un león más grande que los de mi imaginación alfombraba el suelo. El tío Felipe se hinchó de orgullo, aceptó la felicitación de papá, fingió no ver la cara de asco de mamá, y me preguntó si me gustaba. Yo dije que más o menos; lo que no dije fue que el león parpadeó, y no lo dije por dos motivos: uno, porque no iban a creerme, y dos, porque si me creían, mi tío agarraría la escopeta y se aseguraría de que el león no volviera a parpadear. Pedí permiso para quedarme en el living mientras los grandes comían venado en el patio; que no, no tengo hambre, y así pude quedarme ahí, sentada en el suelo, al lado de la nueva alfombra.

—Ey —le dije al león apenas nos quedamos solos.

El león abrió los ojos y me miró. Luego se paró y se sacudió, como hacen los perros cuando se despiertan.

Abrí de par en par los faraónicos ventanales del living; el león se acercó a ellos y miró hacia afuera.

—No vas a poder salir, mi tío está en el patio —le dije, mientras trataba de idear un plan para liberarlo sin que mi tío lo notara; entiendan: yo era una niña.

Pero el león debía saber algo que yo ignoraba, porque me lamió la cara y salió volando por el ventanal hacia el cielo inalcanzable, y lo hizo frente a la mirada asombrada de mi tío, que nunca había sospechado que el león, además de león, era alfombra voladora.

Un mamut a secas

Yo ignoraba que ahí hubiera ratas, hasta que una salió por la puerta y se puso a comer la comida de mi perro. Había una rata en el cuarto de los cachivaches. Y salía y le comía la comida a mi perro.

No sé qué imagen me estresó más, si la de una comunidad de ratas haciendo nido en una habitación de mi casa, o la que me mostraba a mí misma desmantelando el cuarto para exterminarlas. En el cuarto de los cachivaches suelo guardar todo aquello que no puedo o no quiero tirar pero no sé dónde meter: una silla rota, una balanza que no funciona, una caja con decenas de casetes de la época en que la música en cd era un sueño yanki, y demás cosas inservibles. Y ahora, ratas.

Durante un par de días me hice la tonta. Pensé, o traté de pensar, que la rata no era ratas sino rata, una sola, una rata que por algún motivo ajeno y por lo tanto que no me afectaba, había decidido atravesar mi patio y comerle la comida a mi perro. Principio, nudo y desenlace. Punto. Pero el fin de semana volvió a suceder. Otra rata salió del cuarto de los cachivaches; oteó el espacio, miró a mi perro que por cobardía o solidaridad animal fingía dormir, y corrió desde su guarida hacia el alimento balanceado. Elevé la escoba que tenía en la mano y la descargué, furiosa, sobre el lomo de la bestezuela.

La rata quedó inmóvil y yo vomité.

No tenía más excusas. Había matado a un animal y en mi casa había ratas. Los dos hechos unidos entre sí pero a la vez dramáticos por separado, me obligaban a desmantelar el cuarto de los cachivaches. Me puse los guantes de goma, los que uso para lavar los platos, y me metí los pantalones adentro de las medias: no me seducía la idea de que una rata pudiera trepar por mi pierna.

—Voy a vaciar el cuarto. Si sale una rata, la atrapás y la matás —le ordené a mi perro, con afán de desligar responsabilidades. No percibí en él ninguna intención de colaborar, pero confié en su instinto de sabueso.