TRIFULCAS
Y
PELOTERAS
ENRIQUE GALLUD JARDIEL
TRIFULCAS Y PELOTERAS
Colección Candelabro, número 2
© del texto: Enrique Gallud Jardiel
© de la edición: Ediciones Azimut
Ilustración de portada: Juan Carlos Hidalgo Ramos
Diseño y maquetación: ePubOnline
1a edición: mayo de 2019
ISBN: 978-84-120002-4-5
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GALILEO CONTRA LA INQUISICIÓN
Acto único (porque con uno basta y sobra para contar la historia)
(Roma. El Tribunal de la Inquisición. Sentados en la tribuna, el cardenal Bellarmino y, a sus dos lados, otros dos cardenales: Marrasquino y Mandolino. Un secretario que toma nota de todo, en un extremo de la mesa. Salen dos guardias, altos y delgados como sus madres, llevando en volandas a Galileo Galilei, que es un señor con barba y ya talludito.)
Bellarmino.— (Levantándose.) Demos comienzo la sesión. (Reza en voz alta.) «Pater nos qui est in caelis, sanctificetur, etc., etc.»
Todos.— «... sed liberanos a malo. Amén»
Bellarmino.— «Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum etc., etc.»
Todos.— «... et in hora mortis. Amen.»
Bellarmino.— Oremos.
Galileo.— (Aparte.) ¿Y qué hemos estado haciendo hasta ahora?
Bellarmino.— Ilumínanos, Señor, para que con tu divina gracia sepamos extirpar del mundo la perniciosa semilla de la herejía y libremos a la humanidad de las asechanzas...
Marrasquino.— (Rectificándole.) Asezanchas.
Bellarmino.— Acezanchas.
Marrasquino.— No, achesanzas.
Bellarmino.— Achezansas, asez... achez... ¡acechanzas!
Marrasquino.— ¡Acechanzas, eso es!
Bellarmino.— ... de las acechanzas del Maligno.
Todos.— Amén.
Bellarmino.— (Al Secretario.) Escribid, señor Cartapaccio. (Dicta.) «En este día del Señor del 9 de abril de 1633, festividad de Santa Casilda, San Liborio y San Eupsiquio, comparece ante Nos el conocido como Galileo Galilei, profesor de Matemáticas y Física en Florencia, acusado de herejía. Según él, el Sol es el centro del Universo y está inmóvil. La Tierra, por el contrario, no se mueve nada, lo que parece demencial y absurdo. Se nos ha encargado que le exhortemos a renunciar a esa opinión.»
Galileo.— (Interrumpiendo.) ¿Qué opinión?
Bellarmino.— Ésa.
Galileo.— ¿Cuál, exactamente?
Bellarmino.— Esa teoría que tenéis de que el Sol está en el centro de todo.
Galileo.— ¿Y quién os ha dicho eso?
Mandolino.— ¿Cómo?
Galileo.— Pregunto que de dónde os habéis sacado que yo defienda semejante majadería.
Bellarmino.— ¿Qué? Creo que no me habéis oído bien.
Galileo.— (Con gran aplomo.) Os he escuchado perfectamente. Me acusáis de defender la teoría del polaco ése, de Nicolaus Copernicus. Y yo os digo que os equivocáis.
Bellarmino.— ¿Estáis seguro?
Galileo.— ¡Digo! Yo no defiendo el heliocentrismo.
Bellarmino.— ¿Ah, no?
Galileo.— No, Su Eminencia. Os habéis debido de informar mal.
Bellarmino.— (Desconcertado.) Aguardad un momento... (Revuelve y consulta los papeles que tiene delante.) Tiene que haber habido un error. ¡A ver si nos han traído al hereje equivocado...! ¿No sois vos Galileo Galilei, natural de Pisa, nacido en el año del señor de 1564?
Galileo.— Ése soy yo.
Bellarmino.— ¿Seguro?
Galileo.— El mismo que viste y calza.
Bellarmino.— ¿No sois el autor del pecaminoso libro que tengo ante mí: Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo tolemaico e copernicano?
Galileo.— ¿Yoooo?
Bellarmino.— ¿No lo sois?
Galileo.— ¡De ninguna manera!
Bellarmino.— Pues vuestro nombre está impreso en la portada. Vedlo.
Galileo.— Algo que, verdaderamente, no me explico cómo pudo pasar. Yo no he escrito nada por ese estilo, así es que se debieron de equivocar en la imprenta. Pero eso no es culpa mía.
Bellarmino.— ¡He aquí un bonito dilema! El libro es perniciosísimo y va contra las sagradas doctrinas de nuestra madre, la Iglesia. Es más excresable...
Marrasquino.— (Rectificándole.) Escrexable.
Bellarmino.— Esquecrable.
Marrasquino.— Exqueclabre.
Bellarmino.— Exque... Excre... Execrable.
Marrasquino.— ¡Execrable, sí!
Bellarmino.— ... es más execrable y pernicioso que los escritos de Calvino y Lutero. No obstante, si no lo escribisteis vos, entonces este Tribunal no puede condenaros.
Galileo.— Ahí quería yo llegar.
Bellarmino.— Pero habréis de demostrar que no sois el autor de ese montón de herejías.
Galileo.— Lo haré con toda facilidad. Os diré que del tal libro no existe manuscrito alguno con mi letra que pruebe que lo escribí yo. Tampoco hay ningún contrato con el impresor. Ni nunca he cobrado derechos de autor sobre él, porque los derechos de autor aún no se han inventado.
Bellarmino.— Pero en el libro aparece un grabado con vuestro rostro.
Galileo.— ¡Bah! Eso no prueba nada. No es más que el retrato de un señor con barba, como hay muchos.
Bellarmino.— (Visiblemente turbado.) No sé qué pensar. (Aparte, a Marrasquino y a Mandolino.) ¿Qué hacemos?
Mandolino.— A nosotros no nos pregunte, Eminencia, porque estamos en este Tribunal tan sólo de relleno.
Marrasquino.— Fuisteis vos el que incoó esta causa.
Bellarmino.— ¿Que yo incoé?
Marrasquino.— Sí, vos incoasteis la causa: es así como se dice.
Bellarmino.— ¿Y quién me mandó a mí incoar nada? Ahora estoy en un apuro. ¿Qué podemos hacer con este hombre?
Mandolino.— Que se retracte.
Bellarmino.— ¿De qué? Dice que él no escribió nada, que algún editor cretino puso su nombre no sé dónde por equivocación.
Mandolino.— Da igual; que se retracte de todo lo que haya dicho o podido decir alguna vez, para que así conste en el proceso y podamos acabar de una vez con una situación tan ridícula.
Bellarmino.— Tenéis razón; será lo mejor. (A Galileo.) Sea cual fuere la causa del error, por si acaso mentís en lo referente a la autoría del libro, os diré que lo pondremos en el «Índice».
Galileo.— Por mí, como si lo ponéis en la contraportada.
Bellarmino.— Queremos decir que lo incluiremos en el Índice de libros prohibidos.
Galileo.— Muy bien. (Aparte.) Para lo poco que se vendía, ¿qué más me da?
Bellarmino.— Y habréis de declarar ante este Tribunal que no tenéis nada que ver con Copernicus.
Galileo.— Nunca he tomado ni un café con él, ni le conozco de nada.
Bellarmino.— Y que la tierra se está quieta.
Galileo.— Claro está: si estuviera en movimiento, nos caeríamos todos al suelo y el morrón sería de órdago.
Bellarmino.— ¿Así es que aseguráis que la Tierra no se mueve?
Galileo.— No se mueve.
Bellarmino.— (Tentándole.) ¿Ni siquiera ligeramente? ¡Venga: admitid que un poquito sí se mueve...!
Galileo.— No se mueve nada, os digo.
Bellarmino.— ¿No?
Galileo.— ¡Que no!
Bellarmino.— Reconoced que pensáis que se mueve ligeramente.
Galileo.— ¡Por Dios que sois cansino! Repito que se está totalmente quieta y parada.
Bellarmino.— (Tras una pausa.) ¿Abjuráis, pues, de vuestras anteriores declaraciones heréticas?
Galileo.— Yo os he dicho y repetido que yo nunca he sostenido nada que fuera contrario al dogma; pero si eso os hace feliz, abjuro de todo.
Bellarmino.— ¿De todo?
Galileo.— De todo.
Bellarmino.— ¿De todo, de todo?
Galileo.— Absolutamente.
Bellarmino.— (Aparte.) ¡Así no hay manera de condenarle...!
Galileo.— (Aparte.) ¡Este Bellarmino es un majadero!
Bellarmino.— ¿Qué murmuráis entre dientes?
Galileo.— ¿Yo? Nada.
Bellarmino.— Pues, siendo así, y no hallándose pretexto suficiente para torturaros, os tendré que mandar a vuestra casa.
Galileo.— No deseo otra cosa.
Bellarmino.— Galileo, acercaos. (Galileo se acerca a Bellarmino, que le habla en voz baja.) Aquí, entre nosotros: os vais a vuestra casa y no se hable más. Pero no podemos poner en el proceso que erais completamente inocente.
Galileo.— Lo comprendo.
Bellarmino.— Así es que diremos que erais culpable...
Galileo.— ¡Pero no lo soy!
Bellarmino.— Dejadme continuar: escribiremos que erais culpable, que os pusisteis de rodillas y os retractasteis de vuestro error.
Galileo.— ¿Y?
Bellarmino.— Y que nosotros fuimos clementes y os perdonamos. Así todos quedaremos bien. ¿Qué decís?
Galileo.— Bueno, como queráis. Yo sólo deseo acabar con todo esto de una vez e irme a mi casa, a ser posible antes de la hora de merendar.
Bellarmino.— Bien. (En voz alta.) Galileo Galilei: este Tribunal del Santo Oficio os dará un trato benevolente. Se os castiga con reclusión perpetua, pero se os permite que la condena la cumpláis en vuestra propia casa.
Galileo.— ¿Eso significa que no podré salir de ella?
Bellarmino.— ¡No, hombre! Es sólo una manera de hablar. Por guardar las formas, ya sabéis...
Galileo.— ¡Ah, bueno! Pero ¿y si en algún momento no puedo pagar el alquiler? ¿Cómo seguiré viviendo en la casa tal y como me manda este sacro Tribunal?
Bellarmino.— La Santa Congregación se encargará de hoy en adelante de correr con vuestros gastos de inquilinato para que la sentencia se pueda cumplir.
Galileo.— Perfecto.
Bellarmino.— Rezaréis siete salmos penitenciales una vez por semana durante tres años.
Galileo.— Dadlos por rezados. ¿Puedo marcharme ya?
Bellarmino.— Sí. No veo qué sentido tiene seguir aquí. Nosotros también nos vamos.
Galileo.— (Iniciando el mutis. Aparte.) La posteridad dirá que fui un cobarde, pero la verdad es que lo que pueda decir la posteridad me importa una higa.
Bellarmino.— ¡Galileo! ¿No habréis dicho en voz baja «y, sin embargo, se mueve», por un casual?
Galileo.— ¡Y dale! Ya os he dicho que no digo nada. (Aparte.) ¡A mí me vas a liar tú...!
TELÓN
GUILLERMO TELL CONTRA GESSLER
¿Se conocen la leyenda
de Guillermo Tell o Wilhelm,
en alemán? Fue un revolu-
cionario cuando la inde-
pendencia de Suiza, un tío
con una vista de lince,
que vivió en Altdorf (un pueblo
hermanado con Belchite),
que con la ballesta era
un tirador infalible
y que hacía un arroz con leche
para chuparse el meñique,
el dedo de la sortija,
pulgar, corazón e índice.
La historia de este gran héroe
dio mucho dinero a Schiller,
quien nos la contó en un drama
más largo que de aquí a Chile
por la ruta de Hong Kong
con escala en Tenerife,
de esos que te hacen llorar
y enormemente insufrible.
Parece ser que en el siglo
trece (o el catorce o quince,
porque a los historiadores
el hecho que les distingue
es meter la pata mucho
y no saber lo que dicen)
Suiza era parte de Austria
—por más que quisiera irse—
y un gobernador malage,
Gessler, más malo que un quiste
en el riñón y más fiero
que un pirata del Caribe,
mantenía a los suiceños
en una pobreza horrible,
con muchas tasas y muy
pocas cosas comestibles.
Para más recochineo,
(esto es: para más inri)
colgó Gessler su sombrero
allí, en la puerta de un cine,
para que representara
la autoridad de su príncipe
(porque no quiso gastarse
el dinero en una efigie)
y todos los que pasaban
tenían que hacer una triple
genuflexión ante el gorro
bajo penas muy terribles.
Guillermo Tell va al mercado
un día a comprar alpiste
para su canario y pasa
por delante, de palique
con su hijo Hans, y no ve
el sombrero del belitre,
por lo que no genuflexa
y, en consecuencia, delinque,
aunque sin mala intención.
Cuando se entera el cacique
de tal falta de respeto,
primero le da un berrinche,
luego se lleva un soponcio
y enseguida sufre un síncope,
por lo que para vengarse
se propone divertirse
a costa de Tell y al punto
ordena que se le trinque.
Catorce guardias se plantan
ante Tell (que había ido al tinte
a recoger un abrigo)
con intenciones hostiles.
Pelean durante un rato
y uno de los malandrines
le pone la zancadilla
a Tell, que se cae y se rinde.
Los esbirros ante Gessler
llevan al autor del crimen,
que camina lentamente
porque se ha hecho un esguince.
Gessler, con muy mala idea,
mira a Guillermo y le dice:
«¿Crees que olvidaré esta afrenta?
¡Ni hablar de los peluquines!
No te mostraré piedad
por mucho que te santigües,
pues de darte un escarmiento
he hecho propósito firme.
Te daré un castigo y
que se rasque quien le pique.
Tienes fama de muy hábil
con la ballesta. ¿Es posible
que aciertes a una manzana?
Te suelto si lo consigues.»
«Por supuesto: no hay problema»,
dice Tell, mientras maldice
sotto voce a su captor,
deseándole una gripe,
un cólico miserere,
que muera, palme y espiche.
El gobernador, entonces,
arteramente prosigue:
«Si te resulta sencillo,
lo pondremos más difícil.
Tu hijo, el que te acompaña,
la sostendrá. ¡No la pringues!
Procura lanzar la flecha
de modo que no le pinche.»
Y Gessler, el muy canalla,
ríe cual si oyera un chiste.
Viéndose en tal situación
y sin nadie que le auxilie,
Tell nota cómo dos cosas
suben hasta su laringe
(¿han visto con qué elegancia
este efecto se describe?),
mas no tiene otro remedio
que cumplir lo que le exigen.
Su hijo es gordo, con lo que
es fácil que le destripe
de un flechazo; de haber sido
más delgado y alfeñique
el riesgo fuera menor.
«¿Puedo disparar con trípode?»
pregunta Tell, pero el otro
no le deja: es inflexible.
«¡No, de ninguna manera:
dispararás a pie firme!
Y agradece que no hago
que te montes en patines.»
Se acerca la hora fatal:
o matará o será libre,
una de dos, que ambas
cosas no resultan compatibles.
Pone al niño en la cabeza
la manzana y le bendice,
diciendo frases de esas
que resultan tan repipis.
Cuando ya tiene la fruta
bien colocada, le pide
que procure no moverse
—incluso aunque se le licuen
las tripas de puro miedo—,
que se aguante y se resigne.
Se aleja de él cien pasos,
se sube los calcetines,
limpia el sudor de su frente,
coge la ballesta, mide
la distancia, cierra un ojo,
coge aire y se decide.
¡Ahora ha llegado el momento!
Los que contemplan reprimen
el aliento unos segundos.
¡Oh, qué instante tan sublime!
Y entonces, Guillermo Tell,
antes que nadie le pille,
en menos que canta un gallo
y en menos que ruge un tigre,
echa a correr, deja a todos
con un palmo de narices,
se hace humo en la distancia
y ya no se le distingue.
No consiguen alcanzarle
por mucho que le persiguen
y cuando el héroe se para
ya ha llegado a Mozambique.
Se refugia en una selva
totalmente inaccesible,
repleta de cocodrilos,
ejércitos de reptiles,
un escuadrón de panteras
y un pelotón de mandriles
con el propósito de
convertirse en aborigen.
Y allí Gessler no le encuentra
ni aun mandando a un detective,
porque el sitio en que se esconde
no hay ni Dios que lo averigüe.