FRANZ KAFKA

EN LA COLONIA

PENITENCIARIA

EPÍLOGO Y TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN

DE LUIS FERNANDO MORENO CLAROS

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2019

CONTENIDO

EN LA COLONIA PENITENCIARIA

Epílogo. Kafka y su relato más infernal

Bibliografía

Es un aparato singular—dijo el oficial al viajero explorador, y contempló con una mirada en cierta manera admirativa el aparato que él ya conocía tan bien.

El viajero parecía haber aceptado sólo por cortesía la invitación del comandante, quien le insistió para que presenciara la ejecución de un soldado que había sido condenado por desobediencia y ofensa a un superior. El interés por esta ejecución tampoco es que fuera demasiado grande en la colonia penitenciaria. Al menos aquí, en el pequeño valle, profundo y arenoso, rodeado de laderas peladas, aparte del oficial y del viajero, sólo estaban presentes el condenado, un hombre lerdo de pómulos anchos, con el pelo y el rostro desaliñados, y un soldado asignado para la ocasión, que sostenía la pesada cadena de la que salían otras cadenas más pequeñas con las que el condenado estaba sujeto por los tobillos y las muñecas, así como por el cuello, y que también estaban unidas entre sí mediante cadenas de eslabones. Por lo demás, al condenado se le veía tan caninamente sumiso que daba la impresión de que podía dejársele correr libremente por las laderas y que, llegada la hora de la ejecución, bastaría llamarlo con un silbido para que acudiera.

El viajero tenía poco interés en el aparato e iba de acá para allá detrás del condenado con casi palpable indiferencia, mientras el oficial se ocupaba de los últimos preparativos, tan pronto se escurría bajo el aparato, profundamente instalado en la tierra, como se subía a una escalera para inspeccionar las partes superiores. Éstos eran trabajos que bien podrían haberse dejado a un maquinista, pero el oficial los realizaba con un celo enorme, ya sea porque él era un partidario especial de este aparato, ya sea porque por otras razones no pudiera confiarse el trabajo a nadie más.

—¡Ahora está todo listo!—exclamó finalmente, y se bajó de la escalera. Estaba inusualmente cansado, respiraba con la boca muy abierta y se había introducido dos finos pañuelos femeninos de bolsillo tras el cuello del uniforme.

—Estos uniformes son demasiado pesados para los trópicos—dijo el viajero, en lugar de preguntar por el aparato, como había esperado el oficial.

—Cierto—dijo el oficial, y se lavó las manos manchadas de aceite y grasa en un cubo de agua dispuesto allí para eso—, pero significan la patria; nosotros no queremos perder la patria. Y ahora mire usted este aparato—añadió enseguida, se secó las manos con un trapo y señaló al mismo tiempo al aparato—. Hasta aquí todavía era necesario trabajo manual, pero a partir de ahora el aparato funcionará completamente solo.

El viajero asintió y siguió al oficial. Éste procuró asegurarse ante cualquier imprevisto y dijo:

—Naturalmente que pueden producirse desajustes; aunque espero que hoy no se produzca ninguno, no obstante siempre hay que contar con ellos. El aparato tiene que estar en marcha doce horas sin interrupción. Si de todas formas se produjeran desajustes, serían muy pequeños yenseguida los resolveríamos. ¿No quiere sentarse?—preguntó finalmente; de un montón de sillas de mimbre sacó una y se la ofreció al viajero.

Éste no pudo rehusar, así que ahora estaba sentado al borde de una fosa, a la que lanzó una mirada fugaz. No era muy honda. En una parte de la fosa se amontonaba la tierra excavada formando un terraplén, en la otra parte se hallaba el aparato.

—No sé—dijo el oficial—si el comandante le ha explicado ya el aparato.

El viajero hizo un gesto impreciso con la mano; el oficial no deseaba nada mejor, pues ahora él mismo podía explicar el aparato.

—Este aparato—dijo, y agarró el mango de una manivela en el que se apoyó—es un invento de nuestro anterior comandante. Yo mismo colaboré en los ensayos preliminares y seguí participando en los trabajos posteriores hasta el final. Aun así, el mérito del invento le corresponde sólo a él. ¿Ha oído hablar de nuestro anterior comandante? ¿No? Pues bien, no exagero si digo que la organización de toda la colonia penitenciaria es obra suya. Nosotros, sus amigos, supimos en cuanto murió que la organización de la colonia está tan bien trabada en sí misma que su sucesor, aunque tenga mil planes nuevos en la cabeza, al menos durante muchos años no podrá modificar nada de lo antiguo. Nuestra predicción se ha cumplido; el nuevo comandante ha debido reconocerlo. ¡Qué pena que usted no haya conocido al anterior comandante! Pero…—se interrumpió el oficial—yo de charla y su aparato está aquí delante de nosotros. Consta, como usted ve, de tres partes. Con el paso del tiempo han ido adoptándose para cada una de estas partes nombres que en cierto modo podríamos denominar de raigambre popular. La de abajo se llama la «cama», la de arriba, el «dibujante», y aquí, en el medio, la parte móvil se llama la «grada».

—¿La «grada»?—preguntó el viajero. No había estado prestando mucha atención, el sol caía con demasiada fuerza en el valle sin sombras, era difícil mantener la coherencia de los pensamientos. Por eso tanto más admirable le parecía el oficial, que con su guerrera ajustada, de gala, cargada de charreteras y cordones colgantes, explicaba su asunto con tanto afán y además de eso, mientras hablaba, con un destornillador apretaba aquí y allá algún tornillo.

Similar actitud a la del viajero parecía haber adoptado el soldado. Tenía enrolladas en ambas muñecas las cadenas del condenado, con una mano se apoyaba en su fusil, la cabeza y el cuello inclinados hacia abajo, y no se preocupaba de nada. El viajero no se sorprendió por ello, pues el oficial hablaba en francés y francés seguro que no entendían ni el soldado ni el condenado. De ahí que llamase más la atención que el condenado se esforzara, a pesar de todo, por seguir las explicaciones del oficial. Con una especie de soñolienta perseverancia, dirigía la mirada allá adonde el oficial señalaba cada vez, y cuando éste fue interrumpido por el viajero con una pregunta, también él, lo mismo que el oficial, miró al viajero.

—Sí, la «grada»—dijo el oficial—, el nombre cuadra. Las agujas están ordenadas al igual que en una grada, y también el conjunto se maneja como una grada, aunque en un solo lugar y con mucho más arte. Lo comprenderá enseguida. Aquí, sobre la «cama», se tiende al condenado. Pero primero voy a describir el aparato y sólo después comenzaré con el procedimiento mismo. Así podrá usted seguirlo mejor. Hay una rueda dentada en el «dibujante» demasiado desgastada; chirría mucho cuando está en marcha; entonces apenas podremos entendernos; las piezas de repuesto son aquí desgraciadamente muy difíciles de conseguir. Así que aquí tenemos la «cama», como dije. Está recubierta por entero de una capa de guata; su finalidad la comprenderá usted enseguida. Sobre esta guata se tiende boca abajo al condenado desnudo, naturalmente; aquí hay correas para las manos, aquí para los pies, aquí para el cuello, para amarrarlo bien. Aquí, al final de la cabecera de la «cama», donde yace el hombre, tal y como he dicho, boca abajo, está este pequeño cabo de fieltro, que puede regularse fácilmente para que ajuste en la boca del hombre. Tiene la finalidad de impedir que grite y que se muerda la lengua. Como es natural, el hombre tiene que aceptar el fieltro, pues de lo contrario las correas que le sujetan el cuello le romperían la nuca.

—¿Esto es guata?—preguntó el viajero inclinándose.

—Sí, ciertamente—dijo riendo el oficial—, tóquela usted mismo. —Tomó la mano del viajero y la pasó por encima de la «cama»—. Es una guata preparada de manera especial, por eso parece tan irreconocible; ya llegará el momento de hablarle de su finalidad.

El viajero empezaba a interesarse un poco por el aparato; con la mano sobre los ojos para protegerse del sol, miraba a lo alto del aparato. Era una gran estructura. La «cama» y el «dibujante» tenían igual dimensión y se asemejaban a dos oscuros arcones. El «dibujante» estaba montado unos dos metros por encima de la «cama»; ambos se hallaban unidos en las esquinas mediante cuatro varillas de latón que parecían centellear al sol. Entre los arcones, la grada pendía de una banda de acero.

El oficial apenas había notado la anterior indiferencia del viajero, aunque ahora sí que se había dado cuenta de su creciente interés; por eso hizo una pausa en sus explicaciones a fin de dejarle tiempo al viajero para la tranquila contemplación. El condenado imitó al viajero; como él no podía protegerse los ojos con la mano, miró a lo alto con los ojos descubiertos, parpadeando.

—Entonces aquí yace el hombre—dijo el viajero, se arrellanó en su sillón y cruzó las piernas.

—Sí—dijo el oficial, se echó la gorra un poco hacia atrás y se pasó la mano por el rostro ardiente—. ¡Ahora escuche! Tanto la «cama» como el «dibujante» tienen su propia batería eléctrica; la «cama» la necesita para ella misma; el «dibujante», para la «grada». En cuanto el hombre está amarrado, la «cama» se pone en movimiento. Vibra con oscilaciones mínimas, muy rápidas, producidas de manera simultánea de lado a lado, lo mismo que arriba y abajo. Habrá visto aparatos similares en sanatorios; sólo que en nuestra «cama» todos los movimientos están calculados con precisión; pues tienen que ajustarse exactamente a los movimientos de «la grada». A esta grada es a la que se confía en verdad la ejecución de la sentencia.

—¿Y cuál es la sentencia?—preguntó el viajero.

—¿Pero todavía no lo sabe?—dijo el oficial sorprendido, y se mordió los labios—: Discúlpeme si quizá mis explicaciones son desordenadas; le pido encarecidamente perdón. Las explicaciones solía darlas antes el comandante; pero el nuevo comandante ha declinado ocuparse de ese deber tan honorable; que él, sin embargo, a una visita tan eminente…—El viajero trató de rechazar esa denominación con ambas manos, pero el oficial insistió en la expresión—: A una visita tan eminente ni siquiera la ponga en conocimiento de la forma de nuestra sentencia es otra novedad que…—A punto estuvo de soltar un juramento, pero se contuvo y sólo dijo—: A mí no se me informó, yo no tengo la culpa. Por otra parte, soy el más capacitado para explicar nuestras sentencias, puesto que aquí llevo—se golpeó en el bolsillo del pecho—los pertinentes dibujos trazados por la mano del anterior comandante.

—¿Dibujos del propio comandante?—preguntó el viajero—: ¿Es que él lo reunía todo en su persona? ¿Era soldado, juez, constructor, químico, dibujante?

—Eso es—dijo el oficial asintiendo con la cabeza, con la mirada fija y absorta. Luego se examinó las manos; no le parecieron lo suficiente limpias como para tocar los dibujos, así que fue al cubo y se las lavó otra vez. Después sacó una pequeña cartera de cuero y dijo—: Nuestra sentencia no suena muy dura. Al condenado se le escribe en el cuerpo con la «grada» el mandato que ha infringido. A este condenado, por ejemplo—el oficial señaló al hombre—se le escribirá en el cuerpo: «¡Honra a tus superiores!».

El viajero miró fugazmente al hombre; cuando el oficial lo señaló, éste mantuvo la cabeza gacha y pareció aguzar el oído para enterarse de algo. Pero los movimientos de sus labios hinchados y apretados mostraban abiertamente que no podía entender nada. El viajero hubiera querido hacer diversas preguntas, pero a la vista del hombre sólo preguntó:

—¿Conoce él su sentencia?

—No—dijo el oficial, y quiso continuar de inmediato con sus explicaciones, pero el viajero lo interrumpió:

—¿Él no conoce su propia sentencia?

—No—repitió el oficial; se detuvo entonces un momento, como si esperara del viajero una argumentación más detallada de su pregunta, y añadió—: Sería inútil comunicársela. La experimentará en su propio cuerpo.

El viajero quiso callarse, pero entonces sintió que el condenado lo miraba; parecía preguntarle si aprobaba el procedimiento descrito. Por eso el viajero, que ya se había arrellanado otra vez, volvió a inclinarse hacia adelante y aún preguntó:

—Pero que está condenado, eso sí lo sabrá, ¿o no?

—Tampoco—dijo el oficial, y sonrió al viajero como si ahora esperara de él otras declaraciones extraordinarias.

—No—dijo el viajero y se pasó la mano por la frente—. ¿Entonces el hombre tampoco sabe ni siquiera ahora cómo se asumió su defensa?

—Él no ha tenido oportunidad de defenderse—dijo el oficial, y miró a un lado, como si hablara consigo mismo y no quisiera avergonzar al viajero con el relato de cosas que para él eran tan evidentes.

—Pero debería haber tenido oportunidad de defenderse—dijo el viajero, y se levantó del sillón.

El oficial advirtió que corría el peligro de demorarse por largo tiempo en la explicación del aparato; así que se acercó al viajero, lo tomó del brazo, señaló con la mano al condenado, que ahora, puesto que la atención se concentraba en él de manera tan evidente, adoptó la posición de firmes—también el soldado dio un tirón a la cadena—, y dijo: