A todos los que se fueron,
a todos los que están por llegar,
a todos, sin distinción, en general.
A la mayor gloria de la magnífica emperatriz
del Sacro Imperio romano-germánico
y reina de España,
doña Isabel de Avís y Trastámara.
A la memoria de mi buen amigo y excepcional persona,
don Hernando Colón y Henríquez,
hijo que fue del gran almirante de la Mar Océana
don Cristóbal Colón.
Desde el descubrimiento del Nuevo Mundo y su posterior elección como cabecera del comercio indiano, Sevilla no había parado de crecer hasta transformarse, de facto, en la capital del recién creado Imperio hispánico. Además, durante los primeros días del año de Nuestro Señor de 1526, la ciudad se había convertido en un hervidero de gentes que, procedentes de los lugares más diversos, habían acudido para participar en la próxima celebración del enlace imperial entre Carlos y su prima carnal, la infanta Isabel de Portugal.
Sevilla era una ciudad en permanente estado de agitación, pero en aquellos días parecía como si hubieran sacudido un avispero enorme, pues sus gentes habían entrado en una especie de delirio: todo el mundo parecía andar de aquí para allá más deprisa y nervioso de lo normal, la actividad comercial se había disparado y las posadas y tabernas estaban abarrotadas. Ciertamente, había razón para ello, ya que no todos los días se casa la persona más poderosa del mundo con la más hermosa doncella —según decían— de todo el orbe.
Ese mismo año del enlace imperial yo era un mozo imberbe que contaba tan solo con doce años de edad y que acababa de llegar a Sevilla apenas unos meses antes, procedente del pequeño pueblo aljarafeño de Almensilla (fundado en época árabe, como muy bien indica su nombre). Mi padre era un humilde campesino que pasaba larguísimas jornadas labrando el pequeño trozo de tierra que había heredado de su familia, pero al que, a pesar de su absoluta dedicación, apenas conseguía arrancarle el sustento necesario para alimentarnos. Para mi desgracia, madre no tenía, pues la pobre, desde la niñez, siempre había sido muy delicada y tras mi nacimiento su estado de salud empeoró a pasos agigantados, hasta sucumbir al poco tiempo a causa de unas terribles fiebres. Según me explicó años después una vecina que había asistido a mi alumbramiento, el parto había resultado harto complicado, lo que provocó que el enfermizo cuerpo de mi adorada madre no pudiera superarlo.
Debo decir que mi infortunio, que no hizo más que principiar con la muerte de mi querida madre, se acentuó de forma colosal cuando el bueno de mi padre decidió volver a contraer matrimonio con otra mujer; viuda como él, pero tan fea como el mismísimo demonio y, lo que era aún peor, con el carácter más agrio que un saco de limones. A la susodicha no le debí de caer en gracia, pues un día tras otro, noches incluidas, no fuera a ser que me acostumbrara a lo contrario, me hacía la existencia imposible, y se ocupaba únicamente de sus dos hijos, que había tenido en su matrimonio anterior, y que, por cierto, también me hacían la vida insoportable. De este modo, como era hijo único y nada de lo que dejaba atrás me ataba (excepción hecha de mi padre, pero él ya había vuelto a encauzar su vida), decidí un buen día buscarme el sustento por mi cuenta y, sin pensármelo demasiado, marché a la cercana ciudad de Sevilla.
La tarde antes de emprender el camino, mi padre se sentó a mi vera para hablarme, y con la sobriedad acostumbrada, pero también con la experiencia que le daban los años vividos, me aconsejó que me comportara siempre con derechura, pues, según él, al pobre no le quedaba otra que, al menos, ser honrado. Además, me hizo prometer por lo más sagrado que nunca me convertiría en uno de los muchos golfillos, pícaros o rufianes que abarrotaban las calles de la ciudad que atraviesa el Guadalquivir. Yo le prometí, siguiendo el consejo del Todopoderoso, que siempre me ganaría el pan con el sudor de mi frente y que nunca caería en el mundo de la delincuencia, que, por cierto, era lo más fácil para un niño recién llegado a aquella ciudad populosa y despiadada. Asimismo, le juré por el recuerdo de mi santa madre (me hice incluso la señal de la cruz) que antes de verme envuelto en el mundo del hurto y del crimen, si las cosas no marchaban como yo esperaba, partiría de inmediato hacia las nuevas tierras descubiertas allende los mares para labrarme un porvenir más venturoso.
La verdad es que tuve bastante buena estrella y no tardé demasiado tiempo en encontrar un trabajo con el que poder mantenerme. Primero acudí a los numerosos talleres artesanales que se hallaban repartidos por la ciudad para aprender el oficio correspondiente, pero todos contaban ya con, al menos, uno o dos aprendices. Por tanto, durante los primeros días de mi llegada tuve que dormir al raso en los portales que daban a las peligrosas calles sevillanas y alimentarme de la caridad que ofrecían las numerosas casas de beneficencia, repartidas a lo largo y a lo ancho de la gran urbe. Pero como el que la sigue la consigue y a terco no hay quien me gane, al cabo de unas semanas encontré trabajo en una de las muchas tabernas cercanas al puerto, en el popular barrio del Arenal.
La taberna se llamaba El Laurel, aunque también se la conocía como la de Juan el Gordo, pues así se llamaba su dueño y en verdad que a carnes y grasa no había quien le ganara. La entrada a la taberna daba directamente a una gran explanada de arena (de ahí el nombre del barrio) que antecedía al famoso puerto sevillano, y desde su puerta se podían contemplar los numerosos puestos de comerciantes con mercaderías que iban y venían, de continuo, a las embarcaciones fondeadas en las tranquilas aguas del río Guadalquivir. Esta incesante actividad favorecía, sin duda, el negocio de mi amo Juan, pues dicha taberna se encontraba al lado de las Reales Atarazanas y era la más próxima al puerto, con lo que el trajín de gente era constante. A cualquier hora la taberna estaba abarrotada de calafates, pescadores, mercaderes, marinos y soldados, así como de viajeros que embarcaban de manera incesante para las Indias. Ya por la noche, se llenaba de truhanes, bribones, canallas, tahúres, pendencieros, contrabandistas, busconas y todo tipo de gente de mal vivir, ya que, aunque la taberna era el lugar preferido de reunión de gente de toda condición y pelaje, lo era sobre todo de la de más baja estofa. Además, no se debe pasar por alto que la taberna estaba casi pegada al célebre Compás de la Mancebía, emplazamiento bastante animado, especialmente cuando comenzaba a anochecer y despertaban las pasiones más bajas o más íntimas.
Pero además de la cercanía al puerto, a los astilleros y al populoso burdel, lo cual la convertía en un lugar frecuente de paso, otra circunstancia fomentaba el renombre de la taberna, y era el vino de calidad y las buenas viandas que se servían. En cuanto al vino, se dispensaba un cazalla puro muy estimado entre los parroquianos, no como en el resto de tabernas, bodegones y mesones, en los que se vendía un vino cocido o mezclado. En lo que hacía a la comida, la fama se debía a Beatriz, la abnegada esposa de mi señor Juan, una bella mujer bastante más joven que él y que tenía una mano increíble para los guisos y los potajes, además de para el adobo, ya que no había, al menos en Sevilla, establecimiento que igualara el sabroso pescado adobado procedente del río que allí se consumía. De hecho, no había viajero que se preciase que, al pasar por la ciudad, no se acercara a degustar bien algunos de los guisos, bien el exquisito pescado adobado de la señora Beatriz. Sin ir más lejos, yo mismo podía dar fe de la fama en el buen yantar de la taberna, pues aunque no recibía ni un solo maravedí por el trabajo que hacía y siempre se me pagaba en especie (con comida y techo), la verdad es que me lo cobraba a base de bien: nunca dejaba ni una sola migaja en el plato, y cualquier cosa que se me pusiera por delante salida de las manos de mi señora Beatriz la devoraba con ansia, ya que a mí me sabía como el más exquisito manjar que se le pueda ofrecer a reyes y príncipes.
Debo decir que en los escasos meses que llevaba trabajando en El Laurel me había acostumbrado bastante bien a mis quehaceres y desarrollaba las tareas con gran desenvoltura. También he de reconocer que el trabajo me gustaba, pues, aunque era agotador, se conocía a bastante gente y se llegaba a trabar, si no una auténtica amistad, sí cierta camaradería, sobre todo con la clientela habitual. En muy poco tiempo, entablé amistad con muchísimos mozos de carga y descarga del puerto, así como con pescadores, mercaderes y soldados. No obstante, de todos los individuos que conocí, el de lejos más interesante, sin lugar a dudas, era un tipo extraño y no muy agraciado, que no sé si acudía a El Laurel por el adobo o simplemente por la cercanía al puerto, pero lo cierto es que era un asiduo. Se llamaba don Hernando Colón y era el segundo hijo del gran almirante don Cristóbal Colón. Tenía un bigote largo y canoso, orejas grandes, frente arrugada y labios de pescado. Siempre lo atendía el mismísimo Juan el Gordo, pues un personaje de tamaña importancia merecía la más alta consideración. A fuerza de verme por allí trajinar, un día, no obstante, se sentó y no esperó a que mi dueño apareciera, sino que me pidió a mí una jarrita de vino. Algo en mí debió de recordarle su infancia, porque me contó, cuando le serví, que había vivido de niño en la corte y, desde ese día, ya siempre me llamaba a mí para que lo atendiera. A mí me fascinaba que un hombre tan sabio y de tanto porte tuviera también esa cercanía con la gente corriente. Era un gran viajero y un lector incansable, y su educación aristocrática no lo había vuelto ni mucho menos altivo.
Cuando venía a la taberna, solía sentarse en una de las mesas de fuera, bajo una blanca lona de barco que hacía de toldo, y allí, mirando el río atestado de embarcaciones, me iba relatando las peripecias que había vivido en el Nuevo Mundo en compañía de su padre o por Europa como consejero del emperador. Don Hernando, que no estaba casado, era una persona callada, tímida y solitaria, pero, cuando se hallaba en mi compañía, por alguna extraña razón, esa timidez parecía esfumarse y por su boca salía una enorme cantidad de aventuras, episodios y anécdotas que yo escuchaba con gran atención y verdadero entusiasmo. Si lo traigo tan pronto a colación, para después aparentemente olvidarlo, es porque de aquella época recuerdo sus conversaciones con cariño y porque, como se verá más adelante, revisados con la perspectiva del tiempo pasado mis años de juventud y el inicio de esta historia mía, que coincidiéramos no me parece ahora casual como entonces me lo pareció, sino providencial.
Cierto día llegaron dos viajeros que se sentaron en una mesa cerca de la puerta. Los dos vestían completamente de negro desde la cabeza a los pies o, lo que es lo mismo, desde el sombrero hasta las botas. Tanto el uno como el otro se caracterizaban por ser altos, de complexión robusta, con el cabello negro, corto y enmarañado, los ojos oscuros y la tez muy morena. No los hubiera distinguido, salvo por el enorme mostacho de uno, que le tapaba todo el labio superior, y la profunda cicatriz en la mejilla derecha del otro, que le bajaba desde el rabillo del ojo hasta la comisura de la boca. Rápidamente, tal como me habían enseñado y era mi obligación, me acerqué a ellos para atenderlos, diciéndoles de manera cortés:
—¿Qué se les ofrece a vuesas mercedes?
Entonces, el que lucía el enorme bigotazo me contestó con brusquedad y un acento que denotaba su procedencia forastera:
—Haz el favor, zagal, y ve a llamar al dueño.
Di aviso a mi señor Juan, que, sin perder un solo instante, se acercó a los dos individuos para conocer sus deseos. Y yo, que me puse a atender otras mesas cercanas a la de los dos viajeros, me pude enterar de toda la conversación. El primero que habló fue mi señor Juan y el que siempre respondía era el del gran bigote; el otro se mantuvo en todo momento a la expectativa, sin soltar una sola palabra y sin decir esta boca es mía.
—Sean muy bienvenidos. Mi nombre es Juan y soy el dueño de esta casa. ¿Qué desean vuesas mercedes? —preguntó mi señor.
—Primero, yantar y buen vino —le respondió el viajero.
—Si eso es lo que desean, han acudido al lugar más apropiado de toda la ciudad —dijo con diligencia mi señor.
—Eso se comenta por estas calles. Pero también andamos buscando posada para descansar unos días —señaló el del vistoso mostacho.
—Por fortuna también de eso les puedo ofrecer. Dispongo de varios aposentos, no muy amplios ni lujosos, pero sí limpios y cómodos para el buen descanso —apuntó mi señor, vendiendo su negocio tan bien como solo él sabía y, tras una pausa, añadió—: ¿Puedo preguntarles si han venido con motivo de la boda del emperador?
—No. Por negocios —gruñó el del bigote.
—Entiendo. Igualmente tenemos espacio. Esta casa se complacería muchísimo de tener a vuesas mercedes como huéspedes.
—Si es así no hay más que hablar; damos este trato por cerrado. Ahora comeremos —sentenció el tipo mientras sellaba el trato con un breve apretón de manos.
—Como deseen vuesas mercedes. Ahora mismo el muchacho les traerá el vino y las viandas que gusten —concluyó mi señor con un ligero saludo de cabeza, al tiempo que se retiraba con la cara iluminada y una sonrisa de oreja a oreja.
Siguiendo las órdenes de mi señor, con la mayor celeridad posible, les serví una generosa jarra de vino fresco y un poco de cecina para acompañar.
De este modo, los dos viajeros quedaron alojados en la planta de arriba de la taberna y la verdad es que sí que fue una tremenda suerte para ellos haber encontrado alojamiento en esos días de tanto ajetreo, puesto que, ante la inminente boda del emperador, todas las posadas y hospederías de Sevilla estaban ya ocupadas. Todos los locales públicos con espacio disponible debían albergar obligatoriamente a los inmensos cortejos que acompañaban tanto al emperador como a su futura esposa la emperatriz. Si bien todos los nobles, prelados y gente de alcurnia debían ser aposentados en los palacios de las familias nobiliarias, la formidable cantidad de guardia personal, criados, lacayos, pajes, escuderos, doncellas y camareras que iba con ellos debía ser hospedada en las fondas y posadas públicas de toda la ciudad y, a veces, si era necesario, incluso en las casas particulares de los propios vecinos. Para ello, el mismísimo soberano dejó en suspenso (y solo para esta ocasión), un antiguo privilegio del Rey Sabio y otro de sus abuelos, los Reyes Católicos, confirmados ambos por la propia reina Juana, su madre, que eximían a los vecinos de Sevilla de las cargas obligadas de aposentamiento. Pero como en realidad siempre se procuraba buscar alojamiento dentro de las murallas para que los sirvientes estuvieran en todo momento cerca de sus señores y la taberna se encontraba extramuros de la ciudad, El Laurel no fue destinado, en principio, para esa obligación.
Según pude conocer más tarde, los dos viajeros eran hermanos de sangre, naturales del vecino reino de Portugal, y se dedicaban al tráfico de esclavos. Habían venido muy acertadamente a Sevilla, pues no había lugar en el reino de Castilla ni en toda Europa que igualara a Sevilla en número de esclavos. Los había de toda condición y procedencia: negros, turcos, berberiscos, canarios… Andando por calles y plazas era muy fácil cruzarse con alguno que otro, y tan crecido número no solo se debía a la circunstancia de que se hubieran convertido en una mercancía muy valiosa como mano de obra, sino también a que, en muchos casos, poseer un esclavo o varios era signo de prestigio y distinción y, en una ciudad en la que tanto gustaba aparentar, nobles, clérigos y mercaderes hacían ostentación de ellos, y hasta algunos humildes artesanos se jactaban de su tenencia. Sevilla, por tanto, se había convertido en el mercado más renombrado para la compra y venta de esclavos, y en este lucrativo negocio se hallaban implicados mercaderes de todas las nacionalidades: obviamente, los había portugueses, pero también florentinos, genoveses, flamencos, ingleses e incluso negociantes sevillanos que se habían incorporado recientemente a este provechoso comercio, y todos ellos realizaban sus operaciones en las siempre concurridas gradas de la santa iglesia catedral, donde nunca faltaban las subastas diarias.
La taberna cada vez contaba con más y más público para regocijo de mi señor, al cual le gustaba una moneda más que a una beata rezar el santo rosario. Sin embargo, para mí ese incremento de concurrencia no era causa de tanta alegría porque, como ya he apuntado, no veía ni un solo maravedí de aquellas ganancias, pero, sobre todo, porque el trabajo se multiplicaba y a veces se hacía agotador. No tenía tiempo para descansar ni casi para dormir: la taberna abría sus puertas bastante temprano y las cerraba de madrugada, cuando se iban los tahúres, fulleros, estafadores y todo tipo de jugadores de cartas y dados. Jornada tras jornada, mi rutina era la misma: repartir jarras, servir platos, recoger las mesas, barrer el suelo, acarrear cántaros, hacer algunos recados, repartir jarras, servir platos, recoger las mesas, barrer el suelo, acarrear cántaros, hacer otros tantos recados… y vuelta a empezar. La labor era tan pesada y monótona que a veces me era imposible diferenciar si el día en el que vivía era martes, jueves o sábado.
Se acercaba el gran día que todos estaban esperando: la ansiada boda del emperador. La infanta se encontraba en las inmediaciones de Sevilla. Llegó cruzando la frontera entre Portugal y España; luego atravesó toda la serranía y paró en pueblos y ciudades como Badajoz, Talavera la Real, Almendralejo, Llerena, Guadalcanal, Cazalla y Cantillana, donde se organizaron espectaculares fiestas y danzas en su honor, y ya se encontraba en el cercano monasterio de San Jerónimo, desde donde haría, al día siguiente, su entrada triunfal.
El día anterior a ese gran acontecimiento, recuerdo que pude abandonar por un tiempo la taberna aprovechando que el señor Juan me había encargado comprar unas cuantas velas, y, tomando como excusa aquel recado, pude pasear tranquilamente por las calles y plazas de la ciudad, aun a sabiendas de que a la vuelta podía llevarme un pescozón por la tardanza. La verdad es que Sevilla, que de por sí era una ciudad hermosa, había sufrido con motivo del enlace un intenso lavado de cara y relucía espléndida. Las calles, las principales, por donde iba a discurrir el cortejo, que habitualmente se encontraban llenas de baches y lodo, se habían empedrado y enladrillado para la ocasión. Se retiraron basuras, inmundicias, desperdicios y escombros; se desmantelaron los muladares, sobre todo los que estaban pegados a las murallas; se restauraron las fachadas de los edificios públicos y se encalaron las de las viviendas particulares; se plantaron árboles y flores odoríferas en las plazas; se adornaron los balcones con macetas y todo tipo de colgaduras y guirnaldas y, por último, se levantaron siete fabulosos arcos triunfales para recibir a los ilustres invitados. Y es que Sevilla y sus habitantes, que podían pecar de muchísimos defectos, también podían presumir de ser agradecidos,> y así devolvían el regalo que se les había hecho al elegirlos a ellos, y no a la ciudad de Toledo, para acoger la boda.
Cuando volví tres horas después, lo primero que recibí nada más cruzar la puerta fueron dos tremendos sopapos que no vi por dónde llegaron, pero que me hicieron sentir, de lo que me tembló la sesera, como si todo el cielo sevillano se desplomase, de repente, sobre mi cabeza. Además del sentido, casi pierdo las velas con el golpe, lo que hubiera convocado toda una tormenta de palos que ya temía que acabara conmigo.
—¿Dónde demonios te has metido, mequetrefe? —bramó mi señor Juan mientras me zurraba con sus brazos como troncos—. ¡Más te vale ponerte al lío, pero ya, o te vas a enterar de lo que es bueno!
Aquellos gritos y mamporros llamaron la atención de toda la taberna, que se encontraba de bote en bote. Creo que no hubo ni un solo comensal, salvo tal vez la señora Beatriz, que desaprobaba el trato de su marido, que no se echara a reír a carcajada limpia, animando para mi desgracia los tortazos que me estaba soltando el Gordo. Lleno de vergüenza, magullado por fuera como por dentro, agaché la cabeza y me puse a atender mis obligaciones.