Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 471 - julio 2019
© 2010 Nikki Logan
Un corazón sin domar
Título original: The Soldier’s Untamed Heart
© 2011 Peggy Hillmer
Un feliz matrimonio
Título original: The Marriage Solution
© 2011 Lee Mckenzie Mcanally
Una gran oportunidad
Título original: The Wedding Bargain
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-355-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Un corazón sin domar
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Un feliz matrimonio
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Una gran oportunidad
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ERA difícil saber qué era lo que le aceleraba el corazón a Romy Carvell; la emoción ilícita de deslizar un bonito adorno de cristal en el bolsillo de su abrigo sin ser vista, o el hombre alto, delgado y atractivo agachado y charlando con su hijo a dos pasillos de distancia. Miró subrepticiamente a través del espejo convexo situado sobre el mostrador. Se suponía que les ayudaba a controlar la tienda de regalos del parque, pero, en aquel momento, le proporcionaba la herramienta perfecta para observar a cualquiera que estuviera observándola.
El adorno chocó suavemente contra los otros dos objetos que había robado mientras se acomodaba en las profundidades de su abrigo.
Volvió a mirar al hombre agachado que hablaba con Leighton. Su hijo estaba escuchando, pero no respondía, como hacía últimamente. Silencio o conflicto. Debía de ser algo relacionado con tener ocho años de edad. El hecho de que no hubiera salido ya directo a buscarla significaba que se sentía cómodo con la presencia del desconocido, lo que hizo que Romy se sintiese cómoda también. El hombre se incorporó y alcanzó algo de una estantería cercana.
Romy sintió un vuelco en el estómago.
Era militar.
Daba igual su pelo ligeramente largo, o la barba de tres días, porque la actitud militar no desaparecía. Aquel desconocido ostentaba la informalidad forzada que ocultaba una alerta subliminal bien entrenada.
Se movía igual que su padre.
El hombre le dirigió una sonrisa a su hijo y luego se apartó para darle el espacio que necesitaba. Leighton se relajó más al ver que la vía de escape hacia su madre no estaba cortada por una persona, y la buscó con su mirada de ojos grises.
Y justo detrás, los penetrantes ojos verdes del desconocido, que se fijaron en Romy a través del espejo. Ella apartó la mirada y sintió que el corazón iba a salírsele por la boca.
De acuerdo… definitivamente era por el hombre y no por estar robando en una tienda.
Se apartó del rango de alcance del espejo y se centró en la tarea que tenía entre manos, abanicándose con la postal que acababa de sacar del muestrario. Estaba arriesgando mucho aquella mañana para tener éxito. No a causa de la cajera, cuya atención estaba centrada únicamente en el militar; aquello hacía que la tarea de Romy fuese más fácil aún. Eran aquellos ojos verdes que observaban todos sus movimientos… Ellos eran la mayor amenaza para sus probabilidades de salir de allí con lo que necesitaba.
Romy se movió de un lado a otro, sintiendo su mirada pegada a ella incluso aunque hubiese devuelto la atención a Leighton. Otro rasgo militar.
Sólo uno más. Algo espectacular. Algo que le hizo recapacitar. Uno a uno fue depositando los objetos con cuidado en sus lugares y se acercó disimuladamente hacia la vitrina de cristal que contenía un muestrario de joyas de oro y ópalo que probablemente se vendieran como churros entre los turistas adinerados que frecuentaban el Retiro de WildSprings. El muestrario estaba estúpidamente colocado, perfecto para llamar la atención del consumidor, pero en un lugar muy difícil para que una única cajera pudiera vigilarlo. Y el espejo no llegaba hasta allí.
Lo cual a ella le venía perfecto.
Con la eficiencia de alguien que no tenía nada que perder, abrió la base de la vitrina y sacó la pieza más aparentemente cara que pudo encontrar. No era el tipo de cosa que ella se pondría; sus gustos eran algo más exquisitos, y desde luego más baratos, pero no iba a quedarse mucho tiempo con ello. Se metió el broche en el bolsillo interior y volvió a cerrar la vitrina sin hacer ruido.
–¿Pensaba pagar por eso?
Romy estaba demasiado bien entrenada como para sobresaltarse al oír aquella voz fría y profunda, sin importar lo mucho que su cuerpo deseara hacerlo. Se dio la vuelta lentamente y alzó la mirada. Vaya. Y antes había pensado que aquel hombre era un gigante…
Debía de medir al menos un metro noventa, tal vez más, y tenía la complexión del tanque que sin duda habría conducido en alguna ocasión. Todo ángulos duros y hierro. El estómago le dio un vuelco, pero consiguió mantener una expresión intencionadamente imprecisa.
–¿Perdón?
–¿Va a comprar eso o simplemente lo utiliza para espantar las moscas? –preguntó el desconocido, y señaló con la cabeza la postal que Romy tenía en la mano, y con la que automáticamente se abanicaba. Se le puso el vello de punta. Su tono era informal, pero reconocía perfectamente el acero tras aquella sonrisa.
Había desarrollado un detector de metales humano.
Comenzó a apartarse, ansiosa por escapar a su mirada.
–Hoy hace más calor del que esperaba.
–Podría tener algo que ver con su abrigo –dijo él mientras la seguía–. Me parece que no es el día apropiado para una chaqueta larga.
El corazón le latía cada vez con más fuerza. Si aquel hombre tuviera algo sólido en su contra, ya le habría pedido que vaciara los bolsillos, pero simplemente estaba olfateando. Romy frunció el ceño. ¿Qué era, el de seguridad? No, ella iba a hacer la entrevista para el puesto de agente de seguridad del parque en unos cuarenta minutos, ¿así que quién era ese tipo? ¿Un buen samaritano?
Se estiró para ganar al menos unos centímetros frente a él.
–Soy previsora. He oído que el clima aquí en la costa sur puede ser impredecible.
Aquellos intensos ojos verdes no se dejaban engañar. La miraron de arriba abajo como si tuviera rayos X, y cuando volvieron a mirarla a la cara, se habían vuelto fríos como el hielo.
Era el momento de marcharse.
Giró la cara unos milímetros, pero no dejó de mirar al hombre que tenía delante. No podría aunque hubiera querido.
–Leighton, cariño, vámonos.
Su hijo fue corriendo hasta donde Romy se encontraba acorralada por el desconocido. Le mostró una tarjeta con huellas de cuatro dedos impresas y dijo:
–Mamá, mira. Son huellas de rana.
Ella centró la atención en su hijo y se agachó. Era su regla personal. Leighton no buscaba llamar la atención últimamente, así que, cuando lo hacía, se la prestaba sin dudar. Era muy distinto a su propia infancia.
Intentó ignorar la intensa mirada que caía sobre ella como una catarata.
–¿Son de verdad?
–Sí. Las ranas caminaron primero sobre la tinta, luego sobre la tarjeta. No es tóxico –contestó el niño–, teniendo en cuenta lo sensible que es la piel de las ranas, según dice Clint.
Romy le acarició el hombro a su hijo con una mano temblorosa. Se mordió el carrillo. ¿Clint? Dios, hasta el nombre era sexy. Y de alguna manera había sacado más del niño en dos minutos que ella en todo el día.
Le dio la vuelta a la tarjeta y miró el precio. Alto, pero no excesivo, sobre todo si bordaba la entrevista de trabajo. Se incorporó.
–¿Sabes qué, L? ¿Por qué no le llevas la tarjeta de las ranas y mi postal a la señora del mostrador y nos vamos?
–¿Es la hora de tu entrevista?
Romy se estremeció. No quería que el militar supiese lo que estaba haciendo allí. Le entregó la postal a su hijo junto con veinte dólares.
–Vamos, cariño. Enseguida voy.
En cuanto Leighton se alejó, Clint habló y entornó los párpados con suspicacia.
–¿Tiene una cita?
«No es asunto tuyo», pensó ella.
–Sí, y tengo que…
–¿Qué tipo de cita?
Romy se tensó al instante. Había pasado toda su vida siendo interrumpida por un abusón insoportable. No necesitaba a uno más precisamente aquel día. Tomó aire y dijo:
–He interrumpido sus compras. Y debo irme. Disculpe.
Estaba segura de que no era accidental que se hubiera colocado entre la salida y ella. Pasó frente a él por el estrecho pasillo y se echó el abrigo hacia un lado para que los objetos no chocaran contra él. Al pasar frente a él su nariz captó algo maravilloso. Sándalo, tierra y… masculinidad. Tal vez pareciera que aquel hombre vivía en las calles, pero olía al cielo. Y comprobó también que estaba duro como una piedra mientras se deslizaba hacia el mostrador, intentando que el corazón dejase de latirle con tanta fuerza.
–Puede que nos veamos por aquí –dijo él, y por el rabillo del ojo Romy vio que se alejaba hacia el fondo de la tienda y seguía curioseando.
«Dios, espero que no», pensó.
–¿Eso es todo? –preguntó la cajera educadamente.
Romy le dirigió una sonrisa, consciente de los cuatro objetos robados ocultos en sus bolsillos y de que la cajera inocente tendría que cargar con la culpa temporalmente.
«Los ángeles me perdonarán», se dijo a sí misma. «Si es necesario».
–¿Quieres hacerte cargo de las entrevistas? –le preguntó Justin Long a su hermano. Parecía asombrado, y con razón. Clint sabía que no se había involucrado en la dirección de WildSprings desde hacía meses. Años.
–No de todas, Justin. Sólo de ésta última –contestó señalando el nombre de la mujer en la lista de candidatos al puesto de agente de seguridad. Tenía que ser ella. La ironía era perfecta; no sabía qué, pero la belleza de pelo negro de la tienda de regalos se proponía algo. Estaba demasiado tensa mientras recorría esos pasillos. ¿Cuántas mujeres se ponían tensas cuando iban de compras?
La ayudante de Justin se quedó mirando a Clint como si acabara de salir de una alcantarilla. Técnicamente hablando, Simone era su ayudante, pero sólo había trabajado con su hermano, así que Clint le perdonaba la confusión. No era culpa suya que él hubiese aparecido de la nada después de tanto tiempo y con aspecto de animal salvaje.
Clint le devolvió la mirada. Simone estuvo a punto de tropezarse en su precipitación por encontrar algo que hacer. Clint volvió a mirar a Justin.
–¿A qué hora va a venir este tipo? –preguntó señalando el penúltimo nombre de la lista.
–No va a venir. Lo ha dicho esta mañana.
–¿Podemos ir directos a la señorita Carvell?
–No estoy seguro de que haya…
–Está aquí. Citémosla dentro de diez minutos –habría preferido verla inmediatamente para acabar con su juego, pero necesitaba tiempo para arreglarse, o Simone no sería la única que pensara que acababa de salir de las calles.
Justin lo miró con rabia.
–¿Dónde voy a ir yo mientras tú utilizas mi despacho?
–¿Dónde solías ir antes de que tuvieras un despacho? –Clint se merecía la mirada de odio que Justin le dirigió; no jugaba su carta de hermano mayor muy a menudo, y la de jefe mucho menos. Pero no pensaba ceder en eso.
Ocho minutos y un afeitado más tarde, Clint se recostó en la silla de Justin y abrió el informe de Romy Carvell. Automáticamente centró la atención en su estado civil. Era una madre soltera que se presentaba al puesto de coordinador de seguridad a pesar de su juventud.
Interesante.
La voz de su ayudante lo interrumpió.
–Ha llegado la señorita Carvell, señor.
Clint cerró el archivo y se puso en pie. Tal vez Romy Carvell se propusiera algo malo, pero seguía siendo una mujer y, en su mundo, un hombre se levantaba en presencia de una mujer. Romy le dirigió una sonrisa educada a Simone al entrar por la puerta. Entonces se detuvo en seco al ver quién la esperaba en el despacho.
¿Tú? No dijo nada, pero su cuerpo hablaba por sí solo.
–Bienvenida oficialmente a WildSprings, señorita Carvell. Soy Clint McLeish.
Romy recuperó la compostura en pocos segundos, se sentó frente a él y lo miró con aquellos increíbles ojos grises.
–¿Siempre espía a sus empleados potenciales antes de la entrevista? –preguntó refiriéndose a su encuentro anterior.
–Ha sido una coincidencia –Clint se sentó en la silla de Justin y examinó a la mujer que tenía delante. Estaba nerviosa, pero lo disimulaba. Deseaba aquel trabajo lo suficiente como para no darse la vuelta y huir al darse cuenta de que estaba atrapada. Tal vez lo necesitase. Clint pensó en el niño pequeño de la tienda.
–¿Cuántos años tiene? –preguntó sin pensar.
Ella apretó los labios.
–En mi currículum no aparece eso por una razón, señor McLeish.
–¿Cree que será juzgada por su edad?
–Ahora mismo me está juzgando. Estará preguntándose cómo alguien de mi edad habrá conseguido toda la experiencia que yo tengo.
–De hecho estaba pensando cómo podría tener un hijo de la edad de Leighton. Debía de ser prácticamente una niña cuando lo tuvo.
Ella se quedó con la boca abierta y se puso en pie de un salto. Clint sabía que merecía esa expresión escandalizada. Había estado alejado de la gente demasiado tiempo. Él también se puso en pie.
–Por favor, siéntese, señorita Carvell. Lo lamento. Eso ha sido innecesario –volvió a sentarse y ella hizo lo mismo–. Lo que intento decir, aunque de mala manera, es que parece joven para estar metida en la industria de la seguridad.
Hizo el cálculo; no debía de tener más de veintiséis años.
–Hace mucho tiempo aprendí a utilizar mi apariencia en mi favor –dijo ella–. A veces me da ventaja sobre los demás. Me subestiman.
«Apuesto a que sí», pensó él. Se fijó en sus ojos de ciervo, que resaltaban sobre su piel suave. Luego miró su boca, que resultaría deseable si no tuviera los labios apretados con desaprobación. «Concéntrate, McLeish», pensó, y se obligó a concentrarse en la tarea que tenía entre manos. La señorita feroz se quedó mirándolo.
–¿Y podría darme algún ejemplo reciente, por favor? –era protocolo de entrevista de libro de texto, y odiaba que estuviera saliendo de su boca. Pero aquélla no sería la primera vez que hacía algo que odiaba basado en un presentimiento.
Ella se quedó mirándolo durante unos segundos, pareció sopesar algo en su mente y luego estiró la mano para desabrocharse el abrigo.
–Puedo darle un ejemplo muy reciente –dijo.
«Idiota, no le has pedido el abrigo», se reprendió Clint mentalmente. Tal vez sus días de aislamiento estuvieran pasándole factura.
–¿Por qué estaba observándome en la tienda de regalos?
No había una buena respuesta a esa pregunta, así que intentó decir una medio verdad.
–Parecía una ladrona.
Ella sonrió, y el hielo desapareció de sus ojos.
–¿Una ladrona? ¿Cómo?
–Como si se propusiera algo malo.
–Claro que me proponía algo malo. Estaba robando –se metió las manos en los bolsillos y sacó una serie de objetos que él reconoció. Artículos de su tienda. Cuando la señorita Carvell colocó un broche sobre el escritorio, supo exactamente cuándo lo había robado. Y frente a las narices de quién.
Había sido engañado por una novata.
–Me detuvo por instinto –dijo ella–. ¿Por qué no siguió adelante?
«Porque estaba demasiado ocupado preguntándome qué llevarías debajo del abrigo, y no precisamente la mercancía robada», contestó él en silencio. La miró y se dio cuenta con dolor de lo bajo que había caído. Solía especializarse en liberación de rehenes en terreno extranjero, y ahora no podía identificar a una ladrona a tres metros de distancia. Intentó disimular la rigidez de su cuerpo, sabiendo que ella lo notaría. No quería darle esa satisfacción.
–Ya lo pillo, señorita Carvell.
–Esto es horrible, por cierto –dijo ella señalando el broche–. ¿Por qué lo venden?
Clint no tenía ni idea; no era él quien se encargaba de la selección de artículos. Otra cosa más a cuyo control había renunciado desde que regresara a casa.
–¿Porque se vende?
Ella negó con su cabellera castaña rojiza, igual que la de su hijo, pero más larga, y cuando sonrió se le formó un pequeño hoyuelo en la mejilla izquierda.
–Sigue siendo un crimen contra el buen gusto.
Clint arqueó las cejas. ¿Cuándo era la última vez que alguien le había hablado con sinceridad y no con miedo o suspicacia? ¿O pena? Resultaba agradable.
–Robarme a mí ha sido un riesgo, señorita Carvell. ¿Y si la hubiera echado?
–Era un riesgo calculado. E imagino que, si busca personal para la seguridad, no tendría a nadie para echarme.
De nuevo ese hoyuelo.
–¿Duda de que hubiera podido encargarme yo mismo?
–Imaginé que no habría elegido entrevistarme usted sólo para echarme –contestó, y asintió ante su sorpresa–. Hice mis investigaciones. Se suponía que debía entrevistarme un tal señor Long.
Tal vez pareciese que acababa de salir de la universidad, pero había trabajado en varios puestos relacionados con la seguridad; interpretaba bien a la gente, hacía investigaciones exhaustivas y había criado a un niño ella sola.
Y lo tenía totalmente calado.
Su cuerpo se agitó ante el desafío.
–¿Qué cambiaría en la tienda? –preguntó él, intentando concentrarse en la entrevista.
Ella se quitó el abrigo y se giró para colgarlo en el respaldo del asiento. Su blusa se retorció hacia un lado y, por un momento fugaz, se le levantó y dejó ver una porción de su piel pálida marcada con tinta negra. Clint se fijó en la cola de águila tatuada en la base de su columna. Las alas abarcaban el ancho de sus caderas y la majestuosa cabeza desaparecía tras el dobladillo de la blusa.
La miró a la cara cuando se dio la vuelta de nuevo. El corazón le latía con fuerza. Sólo un puñado de personas sabía que la señal de llamada de su escuadrón era «Cola de águila». ¿Cuáles eran las probabilidades de que una civil apareciera con una tatuada de forma tan prominente en su cuerpo?
Muy pocas.
Regresaron entonces los viejos sentimientos; la desconfianza, la duda. Intentó desecharlos de forma racional. ¿Cuántos espías llegaban cómplices de ocho años? ¿Aunque cuántas tenían el aspecto de la mujer que estaba sentada frente a él?
«Sólo las buenas», pensó. Respiró profundamente y se centró en su animada respuesta.
–… y debería considerar mover también el mostrador. Está perfectamente situado para ver la puerta, pero terriblemente para controlar toda la tienda. Disuadir, detectar, retrasar –toda su actitud cambiaba cuando se encontraba resolviendo un problema. Ese brillo en sus ojos, la manera en que se inclinaba hacia delante ligeramente, su cabeza ladeada hacia la izquierda mientras razonaba. Siguió hablando durante otro minuto más. No parecía tener planes ocultos, salvo demostrarle la basura en que se había convertido la seguridad de WildSprings mientras él había estado fuera.
La señorita Carvell se detuvo en su discurso el tiempo suficiente para fijarse en su expresión.
–¿Qué?
–¿Se ha fijado en todo eso en los pocos minutos que ha estado en la tienda? –preguntó Clint. Ella se encogió de hombros–. Dígame por qué debería contratarla, señorita Carvell.
–Tengo experiencia inmediata en un entorno de vida salvaje y estoy especializada en control de perímetro. Un parque de este tamaño será difícil de controlar si no puede asegurar sus límites. También he trabajado en seguridad en comercios al por menor, y tengo muchos contactos en seguridad de estado, aduanas y…
Clint levantó una mano.
–Hay mucha gente que tiene la experiencia suficiente para este trabajo. Dígame por qué debería contratarla a usted.
Ella levantó una ceja y tomó aliento.
–Porque ansío el trabajo. No vengo con planes ocultos ni deseos de dirigir el lugar. Disfruto haciendo lo que hago y me encantan los desafíos, pero no me perderá cuando me acomode en mi trabajo. Soy leal y sincera…
Clint intentó no fijarse en la selección de artículos robados que había sobre el escritorio.
–… y soy muy buena en lo que hago –concluyó ella, inclinada ligeramente hacia él. Sería muy fácil confiar en esos ojos. Salvo que la confianza era una desconocida por allí.
–Hoy no ha sido muy sincera –dijo él.
–Usted tampoco.
Clint se recostó en el asiento. Ella tenía razón.
–¿Y en qué no es buena? ¿Cuáles son sus debilidades? –la ansiedad apareció y desapareció de sus ojos en un abrir y cerrar de ojos, pero no lo suficientemente deprisa como para que él no pudiera verlo.
–No soy brillante con la rutina. No está en mi naturaleza. Sé que eso puede ser un punto importante teniendo en cuenta su… –se detuvo–. Teniendo en cuenta de dónde viene.
Clint oyó las sirenas de alarma en su cabeza. ¿Había investigado en su pasado?
–¿Y de dónde vengo? –le preguntó con frialdad.
Ella se aclaró la garganta.
–Me refiero a su pasado militar.
Sólo una docena de civiles sabía que era un Taipán. El vello se le erizó al instante.
–¿Qué pasado militar?
–Cada centímetro de su cuerpo es militar. Diría que de las Fuerzas Especiales, a juzgar por cómo le gusta intimidar a la gente. Lo entenderé si prefiere no hablar de eso, pero por favor, hágame el favor de no tratarme como a una idiota.
–Usted no parece intimidada.
–Me desacostumbré. Últimamente hace falta algo más que arrogancia para dejarme afectar, señor McLeish.
A Clint se le pasaron múltiples pensamientos por la cabeza. Primero, quiso saber qué haría falta para que se dejase afectar. Segundo, tenía que ser su ex el que había trabajado en el ejército, porque jamás había sentido tantas vibraciones antimilitares en una persona. Tercero, era la primera persona que le llamaba arrogante a la cara sin ni siquiera parpadear. Pero sobre todo, deseaba escuchar su nombre en sus labios.
Justin iba a enfadarse tremendamente.
–Llámeme Clint, señorita Carvell. Dado que vamos a trabajar juntos.
Ella se quedó mirándolo con desconfianza.
–¿Está contratándome?
Cuanto más trataba de disimular su excitación, más ruborizada estaba. Clint se preguntó si habría golpeado cada uno de sus puntos débiles intencionadamente. El niño. Los ojos. El rubor virginal.
–Hacen falta agallas para hacer lo que ha hecho hoy, así como una alta comprensión de las vulnerabilidades operacionales. Eso indica que sabe lo que hace y que está preparada para afrontar riesgos.
Su lenguaje corporal cambió al instante y se puso pálida.
–No puedo permitirme afrontar riesgos, señor McLeish. Tengo que pensar en mi hijo. Si el trabajo representa algún tipo de peligro, entonces tendré que pasar.
–Clint. Y no hay peligro; era una manera de hablar. Pero los chicos jóvenes siempre encontrarán problemas si los buscan. Tenemos verjas eléctricas y profundas franjas de maleza entre nuestros chalets de lujo –hizo una pausa y tragó saliva–. Aun así una propiedad salvaje sigue teniendo múltiples riesgos potenciales.
Ella lo miró con recelo.
–No más que la ciudad, imagino. Pero ofrece algo que la ciudad no puede ofrecer para un niño de ocho años fanático de la naturaleza. Vida salvaje. Leighton se morirá cuando sepa que nos quedamos.
«Está haciéndolo por su hijo», pensó él. Aquella certeza le golpeó como un mortero. A pesar de asegurar estar buscando un desafío, en realidad buscaba un lugar seguro para criar a su hijo.
Un santuario.
Él no estaba en disposición de juzgar, dado que había ido a WildSprings precisamente por la misma razón.
–¿Sabe que el alojamiento forma parte del trato? –preguntó él. Si el joven Leighton quería vida salvaje, no quedaría decepcionado. El kilómetro y medio entre su casa y la de ellos estaba repleto de todo tipo de criaturas. Un kilómetro y medio. Lo más cerca que había estado de tener un vecino en… toda su vida. Tres años en WildSprings y once años en las Fuerzas de Defensa antes de eso. Sin dirección fija. ¿Qué diablos iba a hacer con un vecino? Aparte de lo evidente…
Ignorarlos.
–No lo sabía, no. Pero tiene sentido tener seguridad interna estando tan lejos de la ciudad.
–¿Puede imaginarse a sí misma con toda esta tranquilidad?
–Al contrario. Estoy deseando llevar una existencia tranquila.
Clint se enderezó. Mensaje enviado y recibido.
A él le parecía bien. No tenía interés en jugar a los vecinos felices, sin importar a quién le recordara su hijo. Cuanto más espacio le diese Romy Carvell, más feliz sería él. No existía la posibilidad de que ella le permitiese acercarse lo suficiente para crear algún tipo de amistad y él no tenía interés en tener una.
Además era su jefe, lo cual condicionaría la probabilidad de que alguna vez pudiera surgir algo entre ellos. No era que ella fuese a volver a verlo; en doce minutos Clint regresaría a la privacidad de su cabaña en el bosque, a su colección de DVDs, a su biblioteca y a su preciado estatus de desaparecido en combate.
La pequeña señorita irritable era oficialmente problema de su hermano. Observó a aquella mujer de uno sesenta de estatura poniéndose el abrigo y sonrió.
Justin iba a enfadarse tremendamente.
–¿SE TE ha perdido algo?
Romy asomó la cabeza desde detrás de la última caja y vio a Clint McLeish en su puerta. Maldijo en silencio, pues sabía lo sucia que estaba. Se había quitado la camisa de algodón horas antes, a medida que la tarde se iba calentando, y tenía el top, los pantalones cortos y las playeras manchados después de un día entero de mudanza. Tenía también el pelo revuelto y con mechones pegados a la frente por el sudor.
Fantástico.
Aun así, él era su jefe. Era bueno que viera que era una mujer trabajadora. Miró a su alrededor.
–No, sólo estaba desempaquetando. Aún no he tenido oportunidad de perder nada.
–Me refería a esto –se echó a un lado y Leighton entró corriendo en la casa tras él.
–Hola, mamá –dijo el niño, y desapareció por las escaleras que conducían a su dormitorio tras dejar caer su mochila por el camino–. ¡Clint es nuestro vecino!
Romy cerró los ojos y gimió en silencio. Dejar salir al niño para que agotara toda su energía infantil fuera de casa no había incluido hacerles una visita a los vecinos. Abrió la malla metálica de la puerta para dejar entrar a Clint.
–Por favor, dime que no se ha presentado en tu casa.
–No, pero ha estado cerca.
–Le pedí que se quedase en el camino –odiaba el tono defensivo de su voz, pero sabía que había dejado pasar más tiempo del que creía. Una primera impresión fantástica. La coordinadora de la seguridad perdía a su propio hijo.
–Lo hizo, pero no se quedó en tu camino –contestó él con una sonrisa.
De pronto Romy se dio cuenta de hacia dónde debía de conducir la bifurcación del camino que había un kilómetro atrás. Su disculpa entrecortada fue totalmente inadecuada. Aquel hombre buscaba soledad y su terremoto de ocho años acababa de interrumpir su serenidad.
–¿Puedo ofrecerte algo de beber? ¿Cerveza?
–Gracias, pero no –contestó él fríamente–. No quiero invadirte. Sólo quería devolver al chico a casa sano y salvo. Debías de estar preocupada.
–Sí… –«si no fuera la peor madre del mundo». La cortesía exigía que debía insistir–. Yo me muero por un descanso. ¿Café entonces?
–Claro, gracias –Clint miró a su alrededor con cuidado y apartó una caja de la mesa para poder sentarse–. He visto la furgoneta de la mudanza marcharse justo después del desayuno. ¿Has hecho todo esto hoy?
Lo cierto era que no parecía muy contento de quedarse. Romy encendió el hervidor y siguió su mirada hasta la zona del salón, donde casi todas las cajas estaban ya dobladas y apiladas junto a las escaleras. Había algunas fotos en las paredes y sus mantas moradas ya cubrían los sofás.
–Soy especialista en desempaquetar.
–¿Te mudas con frecuencia?
Romy tragó saliva y se maldijo a sí misma por abrir esa puerta en particular.
–Ya no. Quería instalarme rápido para que Leighton se despertara en una casa completamente amueblada –tendría que trabajar hasta muy tarde para conseguirlo, pero dado que no tenía otro plan mejor…
Mudarse de casa iba en contra de todo lo que siempre había deseado para su hijo. Sacarlo de la escuela y arrastrarlo a trescientos kilómetros de distancia, en mitad del bosque. Pero la oportunidad de alejarlo de aquel vecindario podrido en el que vivían, y de su abuelo, le había parecido demasiado buena para dejarla pasar. Incluso aunque aquello le trajese recuerdos incómodos de cuando se mudaba de una base a otra.
–¿Has encontrado el aire acondicionado? –la mirada escéptica que dirigió a su apariencia hizo que la pregunta fuese redundante.
¿Tenían aire acondicionado? Habría sido bueno saberlo dos horas antes. Romy se estiró y se pasó una mano por el pelo empapado en sudor.
–En realidad no tenía tanto calor como para ponerme a buscarlo –mentirosa–. ¿Dónde está el control?
Clint se levantó de la silla y cruzó el salón hasta la pequeña puerta situada bajo las escaleras; el almacén que Romy había designado para todas esas cajas de embalar. Abrió la puerta y se agachó en el interior. Luego salió con un control remoto en la mano.
–Lo instalé aquí para que no estuviera a la vista.
–¿Tú pusiste el sistema de aire acondicionado?
Clint apuntó con el mando al dispositivo colocado en el techo, y que Romy pensaba que era el detector de incendios, y apretó un botón. Como por arte de magia, comenzó a sonar un ligero ruido por toda la casa y el aire frío comenzó a salir por las rendijas.
–¡Increíble! ¡Aire acondicionado! –gritó Leighton desde el piso de arriba.
–Gracias. Tengo la sensación de que nos salvará la vida cuando estemos en pleno verano –agarró el mando y lo devolvió a su escondite bajo las escaleras. Se agachó hacia delante y buscó el soporte en la penumbra.
–Está en la pared de enfrente –dijo él por encima de su hombro.
Romy retrocedió y observó el panel situado junto a la puerta, pero golpeó accidentalmente un par de troncos de árbol. Las piernas de Clint. La agarró por las caderas para evitar que se cayera y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Masculló una disculpa y luego estudió los controles del aire acondicionado intensamente para darles a sus mejillas tiempo para enfriarse.
Otro gran momento en las primeras impresiones. Retroceder y chocarse con los muslos de su jefe.
No necesitaba la experiencia sexual para saber lo que debía de haberle parecido desde su perspectiva. Había una sombra nueva en su expresión. Romy sintió un vuelco en el estómago. Tal vez le hubiera visto el tatuaje… Tiró del top hacia abajo y tragó saliva al sentir sus críticas silenciosas.
El pitido del hervidor le proporcionó la vía de escape perfecta. Atravesó la cocina y sirvió dos cafés mientras pensaba en algo que decir. No estaba inspirada.
–¿Necesitas que te eche una mano moviendo cosas? ¿Colchones? ¿Muebles grandes? –preguntó él. Parecía un ofrecimiento sincero, aun así sonaba molesto de estar haciéndolo. Como si sus labios actuasen contra su voluntad.
Romy contempló las cajas que quedaban y su mirada recayó sobre los tres terrariums de Leighton. Su pelotón de ranas arbóreas descansaba temporalmente en un tanque, pero sabía que al niño le encantaría meterlas en sus alojamientos habituales. Ver a las cinco ranas instaladas era la manera más rápida de conseguir que Leighton se instalara, y subir sesenta kilos de cristal por dos tramos de escaleras ella sola no aparecía en su lista de actividades favoritas.
–Si me ayudas con los terrariums para las ranas de L, te lo agradecería.
–¿Tiene ranas? –preguntó él, y se acercó a los tanques para verlas.
–Desde que tenía seis años.
–Eso es bastante peculiar para un niño.
–Él es bastante peculiar… para ser un niño.
Cargaron y subieron el primer tanque por las escaleras, tambaleándose como dos bailarines torpes, hasta que finalmente entraron en la habitación de Leighton, situada en el ático. Allí dejaron el tanque con cuidado.
La habitación era ideal para un niño con una imaginación desbordante. La enorme ventana daba a una hondonada plagada de árboles situada detrás de la casa como un cuadro viviente. Además había espacio de sobra entre las vigas para colgar pósters, y una pared entera para colocar los terrariums de Leighton.
Por suerte el niño no era aún lo suficientemente alto para golpearse la cabeza con el techo abuhardillado. Romy recordaba vagamente que el hombre que lo había engendrado era también de estatura normal. De hecho era normal en todos los aspectos, por eso no podía recordar gran cosa sobre él nueve años después de la noche que había cambiado su vida para siempre. Si hubiera sido un gigante, como Clint McLeish, era probable que Leighton ya tuviese un chichón en la frente.
Tomó aliento.
Vio que Clint se fijaba en las maquetas de ciencia ficción, en los pósters de reptiles y en las montañas de libros que esperaban una estantería en la que ser colocados.
–Has hecho un buen trabajo aquí –dijo–. Parece…
¿Otra vez la reticencia? Si no quería hablar con ella, ¿por qué se empeñaba en comenzar conversaciones?
–… muy distinta a cuando era mi habitación.
La cara de Leighton se iluminó al oír eso.
–¿Ésta era tu habitación? ¡Genial!
–Yo crecí en este ático. Luego viví en la casa durante los dos últimos años mientras construía mi casa al otro lado del valle. Cuando regresé del… –entonces pareció contenerse– del extranjero. Siempre preferí la vista desde esta habitación.
La imagen de Clint estirado bajo aquel techo abuhardillado en una calurosa noche de verano, envuelto sólo con la luz de la luna, puso a Romy de mal humor. Y además se había construido su propia casa…
«Parece un GI Joe».
–¿Perdón? –el brillo en su mirada indicaba que tal vez lo hubiese dicho en voz alta.
–Deberíamos ir a por el siguiente tanque –contestó ella.
La mirada recelosa de Clint debía de ser igual a la de ella mientras bajaban las escaleras para el segundo viaje. Sin duda lo había enfadado al resaltar todos los fallos de seguridad de su retiro natural, pero por suerte parecía haber puesto las necesidades de su negocio por delante de su enorme ego al contratarla. Otro rasgo militar. El cuerpo del ejército antes que uno mismo, siempre.
De hecho era el cuerpo del ejército antes que todo lo demás, incluyendo familia, esposas, novias… e hijas tristes y solitarias.
En el salón, Clint rechazó su ayuda, levantó el segundo tanque y lo subió por la escalera con mucha más facilidad que cuando lo habían hecho juntos. Romy lo siguió con una base de aluminio para los tanques en cada mano, haciendo un esfuerzo por ignorar el modo en que sus músculos se movían bajo la camiseta.
Finalmente los tres tanques estuvieron arriba e incluso el GI Joe resoplaba ligeramente por el esfuerzo. Romy intentó visualizar cómo habría podido conseguirlo ella sola. Le habría llevado horas, pero Clint lo había hecho en menos de cinco minutos. La afrenta a su orgullo femenino y la manera en que su cuerpo traicionero respondía a las feromonas que él expulsaba con el sudor la enfadó aún más.
–Gracias por tu ayuda –dijo cuando regresaron abajo–. No debería entretenerte más. Estoy segura de que tendrás cosas que hacer hoy –añadió mientras abría la malla metálica de la puerta.
Nada de sutilezas.
Clint la miró fijamente y se apoyó cómodamente en el quicio.
–Nada que no pueda hacer mañana.
Diez minutos antes no quería estar allí. Y ahora quería instalarse. Romy tomó aliento y sacó la artillería pesada.
–Casi he terminado con el salón. Después viene mi dormitorio. A no ser que estés ansioso por desempaquetar cajas de lencería…
Sus palabras tuvieron el efecto deseado. Clint se apartó lentamente de la puerta y sacó las llaves del coche del bolsillo delantero. Romy miró por la ventana y vio un utilitario destartalado a lo lejos. Como si no hubiera querido incomodarla aparcando más cerca.
No necesitaba un vehículo para incomodarla. Sólo tenerlo en la casa había hecho que perdiera la compostura. No era su intención teñir otra casa con la presencia militar.
Demasiado tarde.
–Me gustaría decir «te veo en el trabajo», pero por alguna razón no creo que te vea.
Él negó con la cabeza.
–Normalmente no me involucro mucho en las operaciones de WildSprings. Tengo personal para eso.
El recordatorio nada sutil de que ella formaba parte de su personal no le pasó desapercibido. Romy se estiró y dijo:
–Gracias por su ayuda, señor McLeish.
Al pie de las escaleras, Clint se fijó en su ceño fruncido. Así que habían vuelto a ser el señor McLeish y la señorita Carvell. Aún tenía que pronunciar su nombre. Se volvió hacia su utilitario.
Probablemente fuese su culpa. Se sentía incómodo por haber entrado en su casa en un primer momento, pero cuando había colocado las manos en sus caderas, sus dedos habían sido casi como las alas del águila que tenía tatuada en la espalda. En aquel momento dos facetas de él habían entrado en conflicto; la faceta desconfiada y suspicaz que se lo tomaba como un recordatorio para no acercarse demasiado, y la faceta de exmilitar que pensaba que aquel tatuaje era la cosa más sexy que había visto en tres años. Para cuando había logrado controlar sus emociones, ella ya estaba lanzándole dagas con aquellos maravillosos ojos.
Tal vez aquella mujer fuese una profesional de la vigilancia, pero era patética a la hora de disimular sus pensamientos. Él estaba entrenado para interpretar las reacciones de la gente, su vida había dependido de ellos durante años, pero Romy Carvell era un libro especialmente abierto.
Y en aquel momento el libro se había abierto por la página «lárgate de aquí».
Al ver al joven Leighton corriendo por su camino se había acordado de otro niño, en otra época, y su instinto protector se había activado. Era como saborear brevemente algo que había aceptado que nunca experimentaría. Pero llevarlo a casa había sido algo más que la oportunidad de sentirse como un padre durante cinco segundos. Había sido la oportunidad de ver a Romy Carvell en su hábitat natural.
Puso en marcha el coche. De pronto sintió la necesidad de no regresar a su escondite, donde le esperaban los libros, la música y el bosque. No se había ocupado del parque en diez meses y odiaba la idea de que Romy lo juzgara basándose en lo que encontrara cuando fuese a trabajar el lunes por la mañana.
Bajó la ventanilla cuando pasó por su lado y levantó la mano para despedirse.
–Te veo el lunes, Romy.
Ella se llevó las manos a las caderas y contestó:
–Creí que no te involucrabas en las operaciones.
Clint se preguntó si sabría lo sexy que estaba allí de pie, en el porche de su antigua residencia familiar. Probablemente no lo supiera, de lo contrario no estaría desperdiciándolo en él. Había dejado muy claro lo poco que le gustaba el ejército y, por asociación, él. Aunque él se sentía de una forma parecida. Se bajó las gafas de sol y le devolvió la mirada.
–Normalmente no lo hago –contestó antes de acelerar el coche.
Ella se encogió en su espejo retrovisor hasta que tomó la curva. Cuando llegó a la salida que conducía a su casa, siguió conduciendo. Tenía el resto de la noche del sábado y todo el domingo para ponerse al día de todo lo que había sucedido en WildSprings mientras él había estado ausente.
Para cuando llegara el lunes por la mañana, quería estar al tanto de todo lo que ocurría en su negocio.
Probablemente tuviese que haberlo hecho tiempo atrás y estuviera ligeramente relacionado con la belleza de pelo oscuro que ahora vivía en la casa de sus padres.
Probablemente.
LA TIENDA de regalos no fue la única parte del parque que Romy vio durante su primera semana. La gente se mostraba amable con ella los primeros días, dado que una hermosa joven llegada de la ciudad ya era novedad suficiente sin pasearse por allí con un teléfono con GPS integrado, con un uniforme azul oscuro que recordaba al de la policía y tomando notas allá donde iba.
Al cuarto día sus compañeros ya estaban cansados de que vigilara todas sus operaciones y de sus recomendaciones sobre posibles cambios para mejorar la seguridad, pero les resultaba más fácil obedecer sin más.
Aunque no fueron todo éxitos. Justin se negó a instalar un circuito cerrado de televisión en la zona de admisiones, y argumentó que algunos de sus huéspedes apreciaban la confidencialidad que ofrecía el parque.
El drama de aquel día no resultó ser demasiado difícil. Mientras hacía una de sus rondas arbitrarias por la verja del perímetro descubrió un agujero en la parte trasera del parque, junto a una serie de embalses cristalinos y profundos. Sin duda sería obra de los lugareños, que se colaban para robar los suculentos crustáceos que vivían en los embalses, o niños que quisieran refrescarse bañándose. Salvo que los niños no tendrían vehículos y sin embargo había huellas de neumáticos a lo largo de un camino de acceso en desuso.
–Hola, Simone –saludó a la ayudante administrativa al entrar en el despacho de Justin, situado a pocas puertas del armario de las escobas que ella llamaba su despacho–. Voy a salir a reparar la verja y me llevaré el último rollo de alambre. ¿Te importa pedir más en Garretson’s?
Simona levantó la cabeza de su pila de cosas por hacer y murmuró:
–Claro. ¿Qué más da otro jefe más encargándome tareas?
–¿Va todo bien, Simone?
–No –contestó la secretaria–. No es culpa tuya. Sé que tienes un trabajo que hacer. Es sólo que mi carga de trabajo se ha duplicado esta semana con tu incorporación y la reaparición del señor McLeish.
–Creo que te vendría bien una pausa para el café –contestó Romy con una sonrisa–. Vamos. Te prepararé uno.
Simone murmuró algo, salió de detrás de su escritorio y la siguió hasta la cocina.
–Hablo en serio, Romy. No había visto al señor McLeish hacía un año hasta el día que llegaste tú para la entrevista. Y luego el lunes por la mañana llego y me encuentro una lista de cosas por hacer de dos páginas.
–¿Un año? –preguntó Romy mientras servía el café–. ¿En serio?
–Tú no lo sabes porque eres nueva –contestó Simone con tono de conspiración–, pero Clint McLeish es un hombre misterioso por aquí. Nadie salvo Justin trata con él. Así que ahora os tengo a Justin y a ti dándome trabajo y al señor McLeish merodeando en la sombra durante el día y husmeando en la oficina por la noche. Es inquietante.
Romy se puso alerta. ¿Clint trabajaba solo por la noche? ¿En qué?
–Entiendo que eres nueva y todo eso –continuó la secretaria–, pero todos tenemos una primera semana, y no sé por qué le parece necesario allanarte el camino a ti en particular.
¿Allanarle el camino?
–Lo siento –dijo Simone–. Eso ha sonado cruel. No se trata de ti. Sólo desearía que, ya que va a involucrarse tanto en el trabajo de alguien, pensara un poco en el mío.
–No lo comprendo –dijo Romy–. ¿El trabajo de quién está haciendo?
–El tuyo. Al menos parte.
–¿Qué?
–Viene por las noches, Romy. Trabaja en la seguridad del parque. Creí que lo sabías.
–¿Cómo iba a saberlo?
–Imaginamos que era algo que tú hacías. Ya sabes, en la ciudad.
–Incluso en la ciudad, yo no espiaría a mi jefe –dijo ella. «A no ser que tuviera una buena razón»–. No me extraña que la gente se mantenga alejada de mí.
–Oh, no. No me refería a eso. Todos estamos intentando conocerte lo mejor que podemos.
–¿He empezado un poco fuerte?
–Fuerte no. Sólo…
¿Insistente? ¿Fisgona? ¿Decidida? Le habían llamado esas cosas muchas veces.
–Dios, lo siento –dijo Simone–. Estoy liándolo todo. Quendanup es el campo, ¿sabes? A la gente le gusta saber todo sobre ti. Y tú eres un poco reservada, nada más. La gente aquí ya está sensibilizada con eso por el señor McLeish, así que…
Romy se relajó. No era la primera vez que le hacían esa crítica. Había una manera eficaz de poner fin al cotilleo. Satisfacer la curiosidad.
–¿Qué querrías saber de mí?
–¿Puedo preguntar?
–Adelante. No tengo nada que ocultar –mentira. Se apoyó en la encimera y se obligó a relajarse–. Tres preguntas.
Simone dejó la taza en el fregadero y se volvió hacia ella.
–¿Por qué abandonaste la ciudad?
–Había… alguien… de quien quería alejarme. Y ésta me pareció distancia suficiente. Y además no me gustaban algunos de los chicos con los que se relacionaba mi hijo.
–Pregunta número dos. ¿De qué conoces al señor McLeish?
–¿Qué te hace pensar que lo conozco?
Simone se rió.
–Emerge de su bosque por primera vez en un año justo el día que tú apareces para la entrevista. Entonces te contrata, sin haber tomado una sola decisión empresarial desde que llegó Justin. Luego te ayuda con la mudanza…
¿Cómo sabían todas esas cosas? ¿Acaso las zarigüeyas del bosque tenían un blog?
–… y, finalmente, los dos tenéis una química suficiente para provocar un incendio. Eso no surge de la noche a la mañana.
Romy negó con la cabeza.
–Tú nos viste juntos durante unos veinte segundos después de la entrevista, Simone.
–Podía sentir la tensión en la sala. Las vibraciones entre ambos eran lo más cercano a la acción que yo había visto en mucho tiempo.