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EL LLANO EN
LLAMAS

Juan Rulfo

EDITORIAL RM & FUNDACIÓN JUAN RULFO

MÉXICO

A Cla­ra

NOS HAN DA­DO LA TIE­RRA

dES­PUÉS DE TAN­TAS ho­ras de ca­mi­nar sin en­con­trar ni una som­bra de ár­bol, ni una se­mi­lla de ár­bol, ni una raíz de na­da, se oye el la­drar de los pe­rros.

Uno ha creí­do a ve­ces, en me­dio de es­te ca­mi­no sin ori­llas, que na­da ha­bría des­pués; que no se po­dría en­con­trar na­da al otro la­do, al fi­nal de es­ta lla­nu­ra ra­ja­da de grie­tas y de arro­yos se­cos. Pe­ro sí, hay al­go. Hay un pue­blo. Se oye que la­dran los pe­rros y se sien­te en el ai­re el olor del hu­mo, y se sa­bo­rea ese olor de la gen­te co­mo si fue­ra una es­pe­ran­za.

Pe­ro el pue­blo es­tá to­da­vía muy allá. Es el vien­to el que lo acer­ca.

He­mos ve­ni­do ca­mi­nan­do des­de el ama­ne­cer. Aho­ri­ta son al­go así co­mo las cua­tro de la tar­de. Al­guien se aso­ma al cie­lo, es­ti­ra los ojos ha­cia don­de es­tá col­ga­do el sol y di­ce:

—Son co­mo las cua­tro de la tar­de.

Ese al­guien es Me­li­tón. Jun­to con él, va­mos Faus­ti­no, Es­te­ban y yo. So­mos cua­tro. Yo los cuen­to: dos ade­lan­te, otros dos atrás. Mi­ro más atrás y no veo a na­die. En­ton­ces me di­go: “So­mos cua­tro.” Ha­ce ra­to, co­mo a eso de las on­ce, éra­mos vein­ti­tan­tos; pe­ro pu­ñi­to a pu­ñi­to se han ido des­per­di­gan­do has­ta que­dar na­da más es­te nu­do que so­mos no­so­tros.

Faus­ti­no di­ce:

—Pue­de que llue­va.

To­dos le­van­ta­mos la ca­ra y mi­ra­mos una nu­be ne­gra y pe­sa­da que pa­sa por en­ci­ma de nues­tras ca­be­zas. Y pen­sa­mos: “Pue­de que sí.”

No de­ci­mos lo que pen­sa­mos. Ha­ce ya tiem­po que se nos aca­ba­ron las ga­nas de ha­blar. Se nos aca­ba­ron con el ca­lor. Uno pla­ti­ca­ría muy a gus­to en otra par­te, pe­ro aquí cues­ta tra­ba­jo. Uno pla­ti­ca aquí y las pa­la­bras se ca­lien­tan en la bo­ca con el ca­lor de afue­ra, y se le re­se­can a uno en la len­gua has­ta que aca­ban con el re­sue­llo.

Aquí así son las co­sas. Por eso a na­die le da por pla­ti­car.

Cae una go­ta de agua, gran­de, gor­da, ha­cien­do un agu­je­ro en la tie­rra y de­jan­do una plas­ta co­mo la de un sa­li­va­zo. Cae so­la. No­so­tros es­pe­ra­mos a que si­gan ca­yen­do más. No llue­ve. Aho­ra si se mi­ra el cie­lo se ve a la nu­be agua­ce­ra co­rrién­do­se muy le­jos, a to­da pri­sa. El vien­to que vie­ne del pue­blo se le arri­ma em­pu­ján­do­la con­tra las som­bras azu­les de los ce­rros. Y a la go­ta caí­da por equi­vo­ca­ción se la co­me la tie­rra y la de­sa­pa­re­ce en su sed.

¿Quién dia­blos ha­ría es­te lla­no tan gran­de? ¿Pa­ra qué sir­ve, eh?

He­mos vuel­to a ca­mi­nar. Nos ha­bía­mos de­te­ni­do pa­ra ver llo­ver. No llo­vió. Aho­ra vol­ve­mos a ca­mi­nar. Y a mí se me ocu­rre que he­mos ca­mi­na­do más de lo que lle­va­mos an­da­do. Se me ocu­rre eso. De ha­ber llo­vi­do qui­zá se me ocu­rrie­ran otras co­sas. Con to­do, yo sé que des­de que yo era mu­cha­cho, no vi llo­ver nun­ca so­bre el lla­no, lo que se lla­ma llo­ver.

No, el lla­no no es co­sa que sir­va. No hay ni co­ne­jos ni pá­ja­ros. No hay na­da. A no ser unos cuan­tos hui­za­ches tres­pe­le­ques y una que otra man­chi­ta de za­ca­te con las ho­jas en­ros­ca­das; a no ser eso, no hay na­da.

Y por aquí va­mos no­so­tros. Los cua­tro a pie. An­tes an­dá­ba­mos a ca­ba­llo y traía­mos ter­cia­da una ca­ra­bi­na. Aho­ra no trae­mos ni si­quie­ra la ca­ra­bi­na.

Yo siem­pre he pen­sa­do que en eso de qui­tar­nos la ca­ra­bi­na hi­cie­ron bien. Por acá re­sul­ta pe­li­gro­so an­dar ar­ma­do. Lo ma­tan a uno sin avi­sar­le, vién­do­lo a to­da ho­ra con “la 30” ama­rra­da a las co­rreas. Pe­ro los ca­ba­llos son otro asun­to. De ve­nir a ca­ba­llo ya hu­bié­ra­mos pro­ba­do el agua ver­de del río, y pa­sea­do nues­tros es­tó­ma­gos por las ca­lles del pue­blo pa­ra que se les ba­ja­ra la co­mi­da. Ya lo hu­bié­ra­mos he­cho de te­ner to­dos aque­llos ca­ba­llos que te­nía­mos. Pe­ro tam­bién nos qui­ta­ron los ca­ba­llos jun­to con la ca­ra­bi­na.

Vuel­vo ha­cia to­dos la­dos y mi­ro el lla­no. Tan­ta y ta­ma­ña tie­rra pa­ra na­da. Se le res­ba­lan a uno los ojos al no en­con­trar co­sa que los de­ten­ga. Só­lo unas cuan­tas la­gar­ti­jas sa­len a aso­mar la ca­be­za por en­ci­ma de sus agu­je­ros, y lue­go que sien­ten la ta­te­ma del sol co­rren a es­con­der­se en la som­bri­ta de una pie­dra. Pe­ro no­so­tros, cuan­do ten­ga­mos que tra­ba­jar aquí, ¿qué ha­re­mos pa­ra en­friar­nos del sol, eh? Por­que a no­so­tros nos die­ron es­ta cos­tra de te­pe­ta­te pa­ra que la sem­brá­ra­mos.

Nos di­je­ron:

—Del pue­blo pa­ra acá es de us­te­des.

No­so­tros pre­gun­ta­mos:

—¿El Lla­no?

—Sí, el lla­no. To­do el Lla­no Gran­de.

No­so­tros pa­ra­mos la je­ta pa­ra de­cir que el Lla­no no lo que­ría­mos. Que que­ría­mos lo que es­ta­ba jun­to al río. Del río pa­ra allá, por las ve­gas, don­de es­tán esos ár­bo­les lla­ma­dos ca­sua­ri­nas y las pa­ra­ne­ras y la tie­rra bue­na. No es­te du­ro pe­lle­jo de va­ca que se lla­ma el Lla­no.

Pe­ro no nos de­ja­ron de­cir nues­tras co­sas. El de­le­ga­do no ve­nía a con­ver­sar con no­so­tros. Nos pu­so los pa­pe­les en la ma­no y nos di­jo:

—No se va­yan a asus­tar por te­ner tan­to te­rre­no pa­ra us­te­des so­los.

—Es que el Lla­no, se­ñor de­le­ga­do…

—Son mi­les y mi­les de yun­tas.

—Pe­ro no hay agua. Ni si­quie­ra pa­ra ha­cer un bu­che hay agua.

—¿Y el tem­po­ral? Na­die les di­jo que se les iba a do­tar con tie­rras de rie­go. En cuan­to allí llue­va, se le­van­ta­rá el maíz co­mo si lo es­ti­ra­ran.

—Pe­ro, se­ñor de­le­ga­do, la tie­rra es­tá des­la­va­da, du­ra. No cree­mos que el ara­do se en­tie­rre en esa co­mo can­te­ra que es la tie­rra del Lla­no. Ha­bría que ha­cer agu­je­ros con el aza­dón pa­ra sem­brar la se­mi­lla y ni aun así es po­si­ti­vo que naz­ca na­da; ni maíz ni na­da na­ce­rá.

—Eso ma­nifiés­ten­lo por es­cri­to. Y aho­ra vá­yan­se. Es al la­ti­fun­dio al que tie­nen que ata­car, no al Go­bier­no que les da la tie­rra.

—Es­pé­re­nos us­ted, se­ñor de­le­ga­do. No­so­tros no he­mos di­cho na­da con­tra el Cen­tro. To­do es con­tra el Lla­no… No se pue­de con­tra lo que no se pue­de. Eso es lo que he­mos di­cho… Es­pé­re­nos us­ted pa­ra ex­pli­car­le. Mi­re, va­mos a co­men­zar por don­de íba­mos…

Pe­ro él no nos qui­so oír.

Así nos han da­do es­ta tie­rra. Y en es­te co­mal aca­lo­ra­do quie­ren que sem­bre­mos se­mi­llas de al­go, pa­ra ver si al­go re­to­ña y se le­van­ta. Pe­ro na­da se le­van­ta­rá de aquí. Ni zo­pi­lo­tes. Uno los ve allá ca­da y cuan­do, muy arri­ba, vo­lan­do a la ca­rre­ra; tra­tan­do de sa­lir lo más pron­to po­si­ble de es­te blan­co te­rre­gal en­du­re­ci­do, don­de na­da se mue­ve y por don­de uno ca­mi­na co­mo re­cu­lan­do.

Me­li­tón di­ce:

—És­ta es la tie­rra que nos han da­do.

Faus­ti­no di­ce:

—¿Qué?

Yo no di­go na­da. Yo pien­so: “Me­li­tón no tie­ne la ca­be­za en su lu­gar. Ha de ser el ca­lor el que lo ha­ce ha­blar así. El ca­lor que le ha tras­pa­sa­do el som­bre­ro y le ha ca­len­ta­do la ca­be­za. Y si no, ¿por qué di­ce lo que di­ce? ¿Cuál tie­rra nos han da­do, Me­li­tón? Aquí no hay ni la tan­ti­ta que ne­ce­si­ta­ría el vien­to pa­ra ju­gar a los re­mo­li­nos.”

Me­li­tón vuel­ve a de­cir:

—Ser­vi­rá de al­go. Ser­vi­rá aun­que sea pa­ra co­rrer ye­guas.

—¿Cuá­les ye­guas? —le pre­gun­ta Es­te­ban.

Yo no me ha­bía fi­ja­do bien a bien en Es­te­ban. Aho­ra que ha­bla, me fi­jo en él. Lle­va pues­to un ga­bán que le lle­ga al om­bli­go, y de­ba­jo del ga­bán sa­ca la ca­be­za al­go así co­mo una ga­lli­na.

Sí, es una ga­lli­na co­lo­ra­da la que lle­va Es­te­ban de­ba­jo del ga­bán. Se le ven los ojos dor­mi­dos y el pi­co abier­to co­mo si bos­te­za­ra. Yo le pre­gun­to:

—Oye, Te­ban, ¿dón­de pe­pe­nas­te esa ga­lli­na?

—Es la mía —di­ce él.

—No la traías an­tes. ¿Dón­de la mer­cas­te, eh?

—No la mer­qué, es la ga­lli­na de mi co­rral.

—En­ton­ces te la tra­jis­te de bas­ti­men­to, ¿no?

—No, la trai­go pa­ra cui­dar­la. Mi ca­sa se que­dó so­la y sin na­die pa­ra que le die­ra de co­mer; por eso me la tra­je. Siem­pre que sal­go le­jos car­go con ella.

—Allí es­con­di­da se te va a aho­gar. Me­jor sá­ca­la al ai­re.

Él se la aco­mo­da de­ba­jo del bra­zo y le so­pla el ai­re ca­lien­te de su bo­ca. Lue­go di­ce:

—Es­ta­mos lle­gan­do al de­rrum­ba­de­ro.

Yo ya no oi­go lo que si­gue di­cien­do Es­te­ban. Nos he­mos pues­to en fi­la pa­ra ba­jar la ba­rran­ca y él va me­ro ade­lan­te. Se ve que ha aga­rra­do a la ga­lli­na por las pa­tas y la zan­go­lo­tea a ca­da ra­to, pa­ra no gol­pear­le la ca­be­za con­tra las pie­dras.

Con­for­me ba­ja­mos, la tie­rra se ha­ce bue­na. Su­be pol­vo des­de no­so­tros co­mo si fue­ra un ata­jo de mu­las lo que ba­ja­ra por allí; pe­ro nos gus­ta lle­nar­nos de pol­vo. Nos gus­ta. Des­pués de ve­nir du­ran­te on­ce ho­ras pi­san­do la du­re­za del lla­no, nos sen­ti­mos muy a gus­to en­vuel­tos en aque­lla co­sa que brin­ca so­bre no­so­tros y sa­be a tie­rra.

Por en­ci­ma del río, so­bre las co­pas ver­des de las ca­sua­ri­nas, vue­lan par­va­das de cha­cha­la­cas ver­des. Eso tam­bién es lo que nos gus­ta.

Aho­ra los la­dri­dos de los pe­rros se oyen aquí, jun­to a no­so­tros, y es que el vien­to que vie­ne del pue­blo re­ta­cha en la ba­rran­ca y la lle­na de to­dos sus rui­dos.

Es­te­ban ha vuel­to a abra­zar su ga­lli­na cuan­do nos acer­ca­mos a las pri­me­ras ca­sas. Le de­sa­ta las pa­tas pa­ra de­sen­tu­me­cer­la, y lue­go él y su ga­lli­na de­sa­pa­re­cen de­trás de unos te­pe­mez­qui­tes.

—¡Por aquí arrien­do yo! —nos di­ce Es­te­ban.

No­so­tros se­gui­mos ade­lan­te, más aden­tro del pue­blo.

La tie­rra que nos han da­do es­tá allá arri­ba.

LA CUESTA DE LAS COMADRES

LOS DI­FUN­TOS TO­RRI­COS siem­pre fue­ron bue­nos ami­gos míos. Tal vez en Za­po­tlán no los qui­sie­ran pe­ro, lo que es de mí, siem­pre fue­ron bue­nos ami­gos, has­ta tan­ti­to an­tes de mo­rir­se. Aho­ra eso de que no los qui­sie­ran en Za­po­tlán no te­nía nin­gu­na im­por­tan­cia, por­que tam­po­co a mí me que­rían allí, y ten­go en­ten­di­do que a na­die de los que vi­vía­mos en la Cues­ta de las Co­ma­dres nos pu­die­ron ver con bue­nos ojos los de Za­po­tlán. Es­to era des­de vie­jos tiem­pos.

Por otra par­te, en la Cues­ta de las Co­ma­dres los To­rri­cos no la lle­va­ban bien con to­do mun­do. Se­gui­do ha­bía de­sa­ve­nen­cias. Y si no es mu­cho de­cir, ellos eran allí los due­ños de la tie­rra y de las ca­sas que es­ta­ban en­ci­ma de la tie­rra, con to­do y que, cuan­do el re­par­to, la ma­yor par­te de la Cues­ta de las Co­ma­dres nos ha­bía to­ca­do por igual a los se­sen­ta que allí vi­vía­mos, y a ellos, a los To­rri­cos, na­da más un pe­da­zo de mon­te, con una mez­ca­le­ra na­da más, pe­ro don­de es­ta­ban des­per­di­ga­das ca­si to­das las ca­sas. A pe­sar de eso, la Cues­ta de las Co­ma­dres era de los To­rri­cos. El coa­mil que yo tra­ba­ja­ba era tam­bién de ellos: de Odi­lón y Re­mi­gio To­rri­co, y la do­ce­na y me­dia de lo­mas ver­des que se veían allá aba­jo eran jun­ta­men­te de ellos. No ha­bía por qué ave­ri­guar na­da. To­do mun­do sa­bía que así era.

Sin em­bar­go, de aque­llos días a es­ta par­te, la Cues­ta de las Co­ma­dres se ha­bía ido des­ha­bi­tan­do. De tiem­po en tiem­po, al­guien se iba; atra­ve­sa­ba el guar­da­ga­na­do don­de es­tá el pa­lo al­to, y de­sa­pa­re­cía en­tre los en­ci­nos y no vol­vía a apa­re­cer ya nun­ca. Se iban, eso era to­do.

Y yo tam­bién hu­bie­ra ido de bue­na ga­na a aso­mar­me a ver qué ha­bía tan atrás del mon­te que no de­ja­ba vol­ver a na­die; pe­ro me gus­ta­ba el te­rre­ni­to de la Cues­ta, y ade­más era buen ami­go de los To­rri­cos.

El coa­mil don­de yo sem­bra­ba to­dos los años un tan­ti­to de maíz pa­ra te­ner elo­tes, y otro tan­ti­to de fri­jol, que­da­ba por el la­do de arri­ba, allí don­de la la­de­ra ba­ja has­ta esa ba­rran­ca que le di­cen Ca­be­za del To­ro.

El lu­gar no era feo; pe­ro la tie­rra se ha­cía pe­ga­jo­sa des­de que co­men­za­ba a llo­ver, y lue­go ha­bía un des­pa­rra­ma­de­ro de pie­dras du­ras y fi­lo­sas co­mo tron­co­nes que pa­re­cían cre­cer con el tiem­po. Sin em­bar­go, el maíz se pe­ga­ba bien y los elo­tes que allí se da­ban eran muy dul­ces. Los To­rri­cos, que pa­ra to­do lo que se co­mían ne­ce­si­ta­ban la sal de te­ques­qui­te, pa­ra mis elo­tes no; nun­ca bus­ca­ron ni ha­bla­ron de echar­le te­ques­qui­te a mis elo­tes, que eran de los que se da­ban en Ca­be­za del To­ro.

Y con to­do y eso, y con to­do y que las lo­mas ver­des de allá aba­jo eran me­jo­res, la gen­te se fue aca­ban­do. No se iban pa­ra el la­do de Za­po­tlán, si­no por es­te otro rum­bo, por don­de lle­ga a ca­da ra­to ese vien­to lle­no del olor de los en­ci­nos y del rui­do del mon­te. Se iban ca­lla­dos la bo­ca, sin de­cir na­da ni pe­lear­se con na­die. Es se­gu­ro que les so­bra­ban ga­nas de pe­lear­se con los To­rri­cos pa­ra des­qui­tar­se de to­do el mal que les ha­bían he­cho; pe­ro no tu­vie­ron áni­mos.

Se­gu­ro eso pa­só.

La co­sa es que to­da­vía des­pués de que mu­rie­ron los To­rri­cos na­die vol­vió más por aquí. Yo es­tu­ve es­pe­ran­do. Pe­ro na­die re­gre­só. Pri­me­ro les cui­dé sus ca­sas; re­men­dé los te­chos y les pu­se ra­mas a los agu­je­ros de sus pa­re­des; pe­ro vien­do que tar­da­ban en re­gre­sar, las de­jé por la paz. Los úni­cos que no de­ja­ron nun­ca de ve­nir fue­ron los agua­ce­ros de me­dia­dos de año, y esos ven­ta­rro­nes que so­plan en fe­bre­ro y que le vue­lan a uno la co­bi­ja a ca­da ra­to. De vez en cuan­do, tam­bién, ve­nían los cuer­vos vo­lan­do muy ba­ji­to y graz­nan­do fuer­te co­mo si cre­ye­ran es­tar en al­gún lu­gar des­ha­bi­ta­do.

Así si­guie­ron las co­sas to­da­vía des­pués de que se mu­rie­ron los To­rri­cos.

An­tes, des­de aquí, sen­ta­do don­de aho­ra es­toy, se veía cla­ra­men­te Za­po­tlán. En cual­quier ho­ra del día y de la no­che po­día ver­se la man­chi­ta blan­ca de Za­po­tlán allá le­jos. Pe­ro aho­ra las ja­ri­llas han cre­ci­do muy tu­pi­do y, por más que el ai­re las mue­ve de un la­do pa­ra otro, no de­jan ver na­da de na­da.

Me acuer­do de an­tes, cuan­do los To­rri­cos ve­nían a sen­tar­se aquí tam­bién y se es­ta­ban acu­cli­lla­dos ho­ras y ho­ras has­ta el os­cu­re­cer, mi­ran­do pa­ra allá sin can­sar­se, co­mo si el lu­gar es­te les sa­cu­die­ra sus pen­sa­mien­tos o el mi­to­te de ir a pa­sear­se a Za­po­tlán. Só­lo des­pués su­pe que no pen­sa­ban en eso. Úni­ca­men­te se po­nían a ver el ca­mi­no: aquel an­cho ca­lle­jón are­no­so que se po­día se­guir con la mi­ra­da des­de el co­mien­zo has­ta que se per­día en­tre los oco­tes del ce­rro de la Me­dia Lu­na.

Yo nun­ca co­no­cí a na­die que tu­vie­ra un al­can­ce de vis­ta co­mo el de Re­mi­gio To­rri­co. Era tuer­to. Pe­ro el ojo ne­gro y me­dio ce­rra­do que le que­da­ba pa­re­cía acer­car tan­to las co­sas, que ca­si las traía jun­to a sus ma­nos. Y de allí a sa­ber qué bul­tos se mo­vían por el ca­mi­no no ha­bía nin­gu­na di­fe­ren­cia. Así, cuan­do su ojo se sen­tía a gus­to te­nien­do en quién re­car­gar la mi­ra­da, los dos se le­van­ta­ban de su di­vi­sa­de­ro y de­sa­pa­re­cían de la Cues­ta de las Co­ma­dres por al­gún tiem­po.

Eran los días en que to­do se po­nía de otro mo­do aquí en­tre no­so­tros. La gen­te sa­ca­ba de las cue­vas del mon­te sus ani­ma­li­tos y los traía a ama­rrar en sus co­rra­les. En­ton­ces se sa­bía que ha­bía bo­rre­gos y gua­jo­lo­tes. Y era fá­cil ver cuán­tos mon­to­nes de maíz y de ca­la­ba­zas ama­ri­llas ama­ne­cían aso­leán­do­se en los pa­tios. El vien­to que atra­ve­sa­ba los ce-­rros era más frío que otras ve­ces; pe­ro, no se sa­bía por qué, to­dos allí de­cían que ha­cía muy buen tiem­po. Y uno oía en la ma­dru­ga­da que can­ta­ban los ga­llos co­mo en cual­quier lu­gar tran­qui­lo, y aque­llo pa­re­cía co­mo si siem­pre hu­bie­ra ha­bi­do paz en la Cues­ta de las Co­ma­dres.

Lue­go vol­vían los To­rri­cos. Avi­sa­ban que ve­nían des­de an­tes que lle­ga­ran, por­que sus pe­rros sa­lían a la ca­rre­ra y no pa­ra­ban de la­drar has­ta en­con­trar­los. Y na­da más por los la­dri­dos to­dos cal­cu­la­ban la dis­tan­cia y el rum­bo por don­de irían a lle­gar. En­ton­ces la gen­te se apu­ra­ba a es­con­der otra vez sus co­sas.

Siem­pre fue así el mie­do que traían los di­fun­tos To­rri­cos ca­da vez que re­gre­sa­ban a la Cues­ta de las Co­ma­dres.

Pe­ro yo nun­ca lle­gué a te­ner­les mie­do. Era buen ami­go de los dos y a ve­ces hu­bie­ra que­ri­do ser un po­co me­nos vie­jo pa­ra me­ter­me en los tra­ba­jos en que ellos an­da­ban. Sin em­bar­go, ya no ser­vía yo pa­ra mu­cho. Me di cuen­ta aque­lla no­che en que les ayu­dé a ro­bar a un arrie­ro. En­ton­ces me di cuen­ta de que me fal­ta­ba al­go. Co­mo que la vi­da que yo te­nía es­ta­ba ya muy des­per­di­cia­da y no aguan­ta­ba más es­ti­ro­nes. De eso me di cuen­ta.

Fue co­mo a me­dia­dos de las aguas cuan­do los To­rri­cos me con­vi­da­ron pa­ra que les ayu­da­ra a traer unos ter­cios de azú­car. Yo iba un po­co asus­ta­do. Pri­me­ro, por­que es­ta­ba ca­yen­do una tor­men­ta de esas en que el agua pa­re­ce es­car­bar­le a uno por de­ba­jo de los pies. Des­pués, por­que no sa­bía adón­de iba. De cual­quier mo­do, allí vi yo la se­ñal de que no es­ta­ba he­cho ya pa­ra an­dar en an­dan­zas.

Los To­rri­cos me di­je­ron que no es­ta­ba le­jos el lu­gar adon­de íba­mos. “En co­sa de un cuar­to de ho­ra es­ta­mos allá”, me di­je­ron. Pe­ro cuan­do al­can­za­mos el ca­mi­no de la Me­dia Lu­na co­men­zó a os­cu­re­cer y cuan­do lle­ga­mos a don­de es­ta­ba el arrie­ro era ya al­ta la no­che.

El arrie­ro no se pa­ró a ver quién ve­nía. Se­gu­ra­men­te es­ta­ba es­pe­ran­do a los To­rri­cos y por eso no le lla­mó la aten­ción ver­nos lle­gar. Eso pen­sé. Pe­ro to­do el ra­to que tra­ji­na­mos de aquí pa­ra allá con los ter­cios de azú­car, el arrie­ro se es­tu­vo quie­to, aga­za­pa­do en­tre el za­ca­tal. En­ton­ces le di­je eso a los To­rri­cos. Les di­je:

—Ése que es­tá allí ti­ra­do pa­re­ce es­tar muer­to o al­go por el es­ti­lo.

—No, na­da más ha de es­tar dor­mi­do —me di­je­ron ellos—. Lo de­ja­mos aquí cui­dan­do, pe­ro se ha de ha­ber can­sa­do de es­pe­rar y se dur­mió.

Yo fui y le di una pa­ta­da en las cos­ti­llas pa­ra que des­per­ta­ra; pe­ro el hom­bre si­guió igual de ti­ran­te.

—Es­tá bien muer­to —les vol­ví a de­cir.

—No, no te creas, no­más es­tá tan­ti­to ata­ran­ta­do por­que Odi­lón le dio con un le­ño en la ca­be­za, pe­ro des­pués se le­van­ta­rá. Ya ve­rás que en cuan­to sal­ga el sol y sien­ta el ca­lor­ci­to, se le­van­ta­rá muy apri­sa y se irá en se­gui­da pa­ra su ca­sa. ¡Agá­rra­te ese ter­cio de allí y vá­mo­nos! —fue to­do lo que me di­je­ron.

Ya por úl­ti­mo le di una úl­ti­ma pa­ta­da al muer­ti­to y so­nó igual que si se la hu­bie­ra da­do a un tron­co se­co. Lue­go me eché la car­ga al hom­bro y me vi­ne por de­lan­te. Los To­rri­cos me ve­nían si­guien­do. Los oí que can­ta­ban du­ran­te lar­go ra­to, has­ta que ama­ne­ció. Cuan­do ama­ne­ció de­jé de oír­los. Ese ai­re que so­pla tan­ti­to an­tes de la ma­dru­ga­da se lle­vó los gri­tos de su can­ción y ya no pu­de sa­ber si me se­guían, has­ta que oí pa­sar por to­dos la­dos los la­dri­dos en­ca­rre­ra­dos de sus pe­rros.

De ese mo­do fue co­mo su­pe qué co­sas iban a es­piar to­das las tar­des los To­rri­cos, sen­ta­dos jun­to a mi ca­sa de la Cues­ta de las Co­ma­dres.

A RE­MI­GIO TO­RRI­CO yo lo ma­té.

Ya pa­ra en­ton­ces que­da­ba po­ca gen­te en­tre los ran­chos. Pri­me­ro se ha­bían ido de uno en uno; pe­ro los úl­ti­mos ca­si se fue­ron en ma­na­da. Ga­na­ron y se fue­ron, apro­ve­chan­do la lle­ga­da de las he­la­das. En años pa­sa­dos lle­ga­ron las he­la­das y aca­ba­ron con las siem­bras en una so­la no­che. Y es­te año tam­bién. Por eso se fue­ron. Cre­ye­ron se­gu­ra­men­te que el año si­guien­te se­ría lo mis­mo y pa­re­ce que ya no se sin­tie­ron con ga­nas de se­guir so­por­tan­do las ca­la­mi­da­des del tiem­po to­dos los años y la ca­la­mi­dad de los To­rri­cos to­do el tiem­po.

Así que, cuan­do yo ma­té a Re­mi­gio To­rri­co, ya es­ta­ban bien va­cías de gen­te la Cues­ta de las Co­ma­dres y las lo­mas de los al­re­de­do­res.

Es­to su­ce­dió co­mo en oc­tu­bre. Me acuer­do que ha­bía una lu­na muy gran­de y muy lle­na de luz, por­que yo me sen­té afue­ri­ta de mi ca­sa a re­men­dar un cos­tal to­do agu­je­ra­do, apro­ve­chan­do la bue­na luz de la lu­na, cuan­do lle­gó el To­rri­co.

Ha de ha­ber an­da­do bo­rra­cho. Se me pu­so en­fren­te y se bam­bo­lea­ba de un la­do pa­ra otro, ta­pán­do­me y des­ta­pán­do­me la luz que yo ne­ce­si­ta­ba de la lu­na.

—Ir la­de­rean­do no es bue­no —me di­jo des­pués de mu­cho ra­to—. A mí me gus­tan las co­sas de­re­chas, y si a ti no te gus­tan, ahi te lo hai­ga, por­que yo he ve­ni­do aquí a en­de­re­zar­las.

Yo se­guí re­men­dan­do mi cos­tal. Te­nía pues­tos to­dos mis ojos en co­ser­le los agu­je­ros, y la agu­ja de arria tra­ba­ja­ba muy bien cuan­do la alum­bra­ba la luz de la lu­na. Se­gu­ro por eso cre­yó que yo no me preo­cu­pa­ba de lo que de­cía:

—A ti te es­toy ha­blan­do —me gri­tó, aho­ra sí ya co­ra­ju­do—. Bien sa­bes a lo que he ve­ni­do.

Me es­pan­té un po­co cuan­do se me acer­có y me gri­tó aque­llo ca­si a bo­ca de ja­rro. Sin em­bar­go, tra­té de ver­le la ca­ra pa­ra sa­ber de qué ta­ma­ño era su co­ra­je y me le que­dé mi­ran­do, co­mo pre­gun­tán­do­le a qué ha­bía ve­ni­do.

Eso sir­vió. Ya más cal­ma­do se sol­tó di­cien­do que a la gen­te co­mo yo ha­bía que aga­rrar­la des­pre­ve­ni­da.

—Se me se­ca la bo­ca al es­tar­te ha­blan­do des­pués de lo que hi­cis­te —me di­jo—; pe­ro era tan ami­go mío mi her­ma­no co­mo tú y só­lo por eso vi­ne a ver­te, a ver có­mo sa­cas en cla­ro lo de la muer­te de Odi­lón.

Yo lo oía ya muy bien. De­jé a un la­do el cos­tal y me que­dé oyén­do­lo sin ha­cer otra co­sa.

Su­pe có­mo me echa­ba a mí la cul­pa de ha­ber ma­ta­do a su her­ma­no. Pe­ro no ha­bía si­do yo. Me acor­da­ba quién ha­bía si­do, y yo se lo hu­bie­ra di­cho, aun­que pa­re­cía que él no me de­ja­ría lu­gar pa­ra pla­ti­car­le có­mo es­ta­ban las co­sas.

—Odi­lón y yo lle­ga­mos a pe­lear­nos mu­chas ve­ces —si­guió di­cién­do­me—. Era al­go du­ro de en­ten­de­de­ras y le gus­ta­ba en­ca­rar­se con to­dos, pe­ro no pa­sa­ba de allí. Con unos cuan­tos gol­pes se cal­ma­ba. Y eso es lo que quie­ro sa­ber: si te di­jo al­go, o te qui­so qui­tar al­go o qué fue lo que pa­só. Pu­do ser que te ha­ya que­ri­do gol­pear y tú le ma­dru­gas­te. Al­go de eso ha de ha­ber su­ce­di­do.

Yo sa­cu­dí la ca­be­za pa­ra de­cir­le que no, que yo no te­nía na­da que ver…

—Oye —me ata­jó el To­rri­co—, Odi­lón lle­va­ba ese día ca­tor­ce pe­sos en la bol­sa de la ca­mi­sa. Cuan­do lo le­van­té, lo es­cul­qué y no en­con­tré esos ca­tor­ce pe­sos. Lue­go ayer su­pe que te ha­bías com­pra­do una fra­za­da.

Y eso era cier­to. Yo me ha­bía com­pra­do una fra­za­da. Vi que se ve­nían muy apri­sa los fríos y el ga­bán que yo te­nía es­ta­ba ya to­di­to he­cho ga­rras, por eso fui a Za­po­tlán a con­se­guir una fra­za­da. Pe­ro pa­ra eso ha­bía ven­di­do el par de chi­vos que te­nía, y no fue con los ca­tor­ce pe­sos de Odi­lón con lo que la com­pré. Él po­día ver que si el cos­tal se ha­bía lle­na­do de agu­je­ros se de­bió a que tu­ve que lle­var­me al chi­vi­to chi­qui­to allí me­ti­do, por­que to­da­vía no po­día ca­mi­nar co­mo yo que­ría.

—Sá­be­te de una vez por to­das que pien­so pa­gar­me lo que le hi­cie­ron a Odi­lón, sea quien sea el que lo ma­tó. Y yo sé quién fue —oí que me de­cía ca­si en­ci­ma de mi ca­be­za.

—¿De mo­do que fui yo? —le pre­gun­té.

—¿Y quién más? Odi­lón y yo éra­mos sin­ver­güen­zas y lo que tú quie­ras, y no di­go que no lle­ga­mos a ma­tar a na­die; pe­ro nun­ca lo hi­ci­mos por tan po­co. Eso sí te lo di­go a ti.

La lu­na gran­de de oc­tu­bre pe­ga­ba de lle­no so­bre el co­rral y man­da­ba has­ta la pa­red de mi ca­sa la som­bra lar­ga de Re­mi­gio. Lo vi que se mo­vía en di­rec­ción de un te­jo­co­te y que aga­rra­ba el guan­go que yo siem­pre te­nía re­car­ga­do allí. Lue­go vi que re­gre­sa­ba con el guan­go en la ma­no.

Pe­ro al qui­tar­se él de en­fren­te, la luz de la lu­na hi­zo bri­llar la agu­ja de arria, que yo ha­bía cla­va­do en el cos­tal. Y no sé por qué, pe­ro de pron­to co­men­cé a te­ner una fe muy gran­de en aque­lla agu­ja. Por eso, al pa­sar Re­mi­gio To­rri­co por mi la­do, de­sen­sar­té la agu­ja y sin es­pe­rar otra co­sa se la hun­dí a él cer­qui­ta del om­bli­go. Se la hun­dí has­ta don­de le cu­po. Y allí la de­jé.

Lue­go lue­go se en­ga­rru­ñó co­mo cuan­do da el có­li­co y co­men­zó a aca­lam­brar­se has­ta do­blar­se po­co a po­co so­bre las cor­vas y que­dar sen­ta­do en el sue­lo, to­do en­te­le­ri­do y con el sus­to aso­mán­do­se­le por el ojo.

Por un mo­men­to pa­re­ció co­mo que se iba a en­de­re­zar pa­ra dar­me un ma­che­ta­zo con el guan­go; pe­ro se­gu­ro se arre­pin­tió o no su­po ya qué ha­cer, sol­tó el guan­go y vol­vió a en­ga­rru­ñar­se. Na­da más eso hi­zo.

En­ton­ces vi que se le iba en­tris­te­cien­do la mi­ra­da co­mo si co­men­za­ra a sen­tir­se en­fer­mo. Ha­cía mu­cho que no me to­ca­ba ver una mi­ra­da así de tris­te y me en­tró la lás­ti­ma. Por eso apro­ve­ché pa­ra sa­car­le la agu­ja de arria del om­bli­go y me­tér­se­la más arri­bi­ta, allí don­de pen­sé que ten­dría el co­ra­zón. Y sí, allí lo te­nía, por­que no­más dio dos o tres res­pin­gos co­mo un po­llo des­ca­be­za­do y lue­go se que­dó quie­to.

Ya de­bía ha­ber es­ta­do muer­to cuan­do le di­je: