TRAMA: PASO LAS NOCHES EN UN HOTEL DEL VIEJO SAN Juan. No es que viva ahí sino que trabajo, ahí, desde la medianoche hasta las ocho, toda la semana. Es un turno matador. Va secando el cuerpo con tersura. Se van sintiendo las noches en la espalda. Los días son fantasmagóricos. Contrario a lo que creen aquellos que se amanecen por placer, es durante el día que vemos los espectros. Todo empeora si durante el día hace calor. Según los meteorólogos el calor llega a su punto más tremendo a las cuatro de la tarde. Se le recomienda a la gente no salir a la calle. Si la temperatura está a más de noventicinco grados los abanicos no sirven de nada. Hay que cuidar de las mascotas, de los niños; si se tienen ancianos en la casa y no hay aire acondicionado, “llévelos a un centro comercial. Hidrátelos”.
La mayoría de las madrugadas son silenciosas. A veces hay tejemanejes en las habitaciones; por lo regular aparece alguna turista con su jevo. Es un turno con menos novedades de lo que se podría pensar, considerando que el hotel se encuentra en el centro del Viejo San Juan.
Una noche de verano apareció Caín y las cosas tornaron bruscamente.
Caín tiene veintidós años; el pelo engelatinado a la perfección; unas gafas italianas con el sellito en la esquina; bigote acicalado; el pecho forrao e’ cristales; unas tenis doradas y un reloj francés. “Dame una habitación”, dijo soltándole un poco de rienda al macharrán intrínseco. “Sí, cómo no, voy a necesitar su tarjeta y una identificación”. Balbuceé, de ímpetu empequeñecido. “La habitación más cara”, aclaró él, sin meterse las manos en los bolsillos ni nada. Pasaron diez años entre nosotros pero ni uno de ellos por la chamaca con la que andaba. Sí. Andaba con una jeva que no podía llegar a diecisiete y estaba más dura que un cáncer. Para comérsela en cantos. “Hay o no hay”; pude notarle ahí el tono de la voz: imperativo. “Tarjeta e identificación... por favor”; sabía que esto me iba a traer algún problema. “Tengo un arreglo con la gerente. Llámala”. Miré sin querer el reloj: 3:40AM. Termino dándole la habitación al tipo, sin pensar. Cinco minutos después empieza la gritería allá arriba. Era como si la estuviesen matando. El hotel estaba casi vacío. Nadie llamó a recepción para quejarse.
Trabajar de noche jode bien duro el esquema cotidiano. Se pierde el facultativo de determinación en las fronteras del día. La luz puede convertirse en una cosa maligna. Hay mañanas en las que ni por cansancio se consigue la dormidera.
En mi caso específico tengo un sistema; consiste en tomar siestas y vivir a puerta cerrada. Hay dos lámparas blancas en las esquinas por si acaso. Así duro cuatro días hasta que caigo y duermo quince horas de corrido. ¿Cómo se siente? Es como vivir en una burbuja hecha de desfase; un jet lag constante. Para esto he sacrificado lo que se llama la “Vida Social”. Vivo en un mundo de fantasmas y espejos infinitos. Lo impalpable y las repeticiones; casualidades absurdas; un mundo de otras ficciones; ¿qué tanto se es la ficción del otro? La aventura no siempre vence al miedo.
Fumo merma. Me tiro en la falda del Morro a ver atardecer en arrebato. Imagino otras ciudades; el sistema planetario que componen las habitaciones del hotel; la cosmogonía de mis noches. Pienso en una Navidad en Milano. En un maratón de películas de Akira Kurosawa. En hace cuánto no acaricio algo de mujer.
Después de dos cafeses y haber comido cualquier cosa me voy al trabajo. Me sorprende que mi jefa no haya dicho nada sobre el reporte del incidente con el tipo anoche. Se llama Caín David, me entero. Esa parte del reporte está toda tachada con corrector. Al lado una nota de que me comunique de inmediato. Se me dice que el chamaco es amigo de ella y que cuando venga al hotel se le entrega la llave y punto; lo que él diga. “¿Entendido?”, me repite y es imposible no evidenciar que hay algo en el tono. Es raro escucharla así. Ella es neurótica y control freak esquizofrénica, si eso es posible. Puede ser extremadamente considerada la mayoría de las veces, pero tiene unos mood swings que si uno se deja coger puede salir flagelado. Pero con este asunto ella cedía de una manera extraña. Dos noches después se aparece Caín con otra chamaca, que si uno le recortaba la cara a la otra y se la pegaba a ésta, no era que cambiara mucho la cosa; aunque la chamaca de ahora iba un poco más ordinaria que la anterior; cómo ponerlo; a esta se le notaba un poco la barriada. Él, como siempre, como sacado live action figure adult size de una película mala de reggaetón. Esta vez el problema fue que tardé un poco en contestar el timbre y abrirle la puerta. “Mera que es la que hay, estás durmiendo tú o qué”; me recriminó sin respirar. Un yo que hasta ahora no me conocía tembló de rodillas y pidió excusas, como si el tipo fuese mi padre. Le hago check in y el procedimiento igual con esta jeva, a la que también se le notaba la ausencia de alcurnia en la manera de pedir que le dieran más duro; insistía en una obsesión con que le dieran con una mandarria.
Drama: Despierto a las ocho de la noche bañado en sudor. No queda café. Me baño largamente y me tiro para el supermercado. Al salir de casa pasa una mujer con la que quizás hace un año me di dos estrujazos aquí en la casa. Pero la confundo con otra tipa y la saludo de manera glacial. Diez pasos después me doy cuenta de que eso fue una cagada. Compro una botella de Ron del Barrilito; un paquete de Panadol PM y un tarro de café. Hay una muchacha nueva en la caja. Eso molesta en este supermercado. Cambian demasiado de personal y a mí siempre me tocan las cajeras en entrenamiento. Esta es fea con cojones. Tengo que comprar yerba antes de ir a trabajar. Subo al Callejón pero nadie tiene. Cruzo la avenida para bajar a La Perla. Allí se me presentó el inconveniente.
Reglas para bajar a comprar drogas a La Perla:
• Defina lo que necesita desde antes de bajar.
• Lleve cambio exacto.
• Mientras esté allá abajo olvídese de que tiene un celular.
• No mire la gente a la cara.
• No converse durante la transacción.
• Compre y váyase. Evite el jangueo.
Estas reglas no son específicas, pueden variar dependiendo de la noche y la situación. Utilice su sentido común. Las cosas en La Perla, como el pasto, cambian todos los días. Esto último fue lo que me trajo problemas. La frase vino de la boca de un tirador al escucharme decir —sí, hablé— que: “El pasto chinita me da dolor de cabeza”. Inmediatamente lo dije supe que no debí haber hablado. Cometí una falta grave y se me estaba dando un chance. Do not make any kind of conversation. “Es la primera vez que oigo esto”, dijo uno, entonces el otro fue que dijo “Caballero, el pasto cambia todos los días”. Hubo algo específicamente en el caballero que fue lo que me dijo del error. Quise arreglarlo, claro está. El chamaco de inmediato se puso violento. Cuando me venía a partir la vida se escuchó la voz que dijo: “Raulo tranquilo puñeta”. El tipo me llamó y me acerqué a la esquina, era Caín, el tipo del hotel. Salvándome.
Me brindó una cerveza y un shot de chichaíto1 y se puso a janguear conmigo como si fuésemos hermanos de toda la vida. Ahí me enteré que Caín no es el nombre sino un apodo que se le quedó de chiquito; su papá era un gringo de San José California que se estaba oxidando en el escritorio de un banco como subgerente. Vino alguna vez de vacaciones a la isla y de pinga loca preñó a su vieja, que ahora está muerta. La mataron Nueva York al final de los ochenta. Él estaba bien nene y la tía lo mandó para Santurce con la abuela. Se crió en la Perla y según las estadísticas ya es un muerto, porque dadas las condiciones de su trabajo —él controla uno de los puntos—, la media determina que su vida se acabó a los diecinueve y él me confirma que acaba de cumplir veintiuno y que pretende llegar a cuarenta y cinco y se pone la mano detrás de la cintura. Me siento protegido pero no puedo dejar de sudar y quiero relajarme pero no puedo. Levanto los ojos y veo la barriada alegre, puestos de pinchos de pollo, mujeres vendiendo los filis. Pienso en Filí Melé e inevitablemente compongo un verso horrible. Se llama Caín porque el papá es de apellido Caine, y vino dos veces a la isla. La segunda vez se los llevó para Nueva York. Allí cometió un error y tuvo que irse overnight para California para que no lo siquitrillaran. Solos quedaron madre e hijo en el apartamento del Bronx. La madre muerta ya se ha dicho. Del papá supo porque cinco veces le llegó un cheque a casa de la abuela a Puerto Rico. Él nunca quiso ponerse la ropa o comerse la comida que compraban con ese dinero. Odiaba a ese hombre y para colmo le llamaban como él. Caín. Caín David puede morir en cualquier momento. También puede matar. Ya que un teco pasa a su lado y sin querer lo roza y él saca la pistola para matarlo. La saca delante de mí y ahora puedo comprender un poco el temor de la cabrona de mi jefa. Él tiene cierto control y la vida que lleva lo aleja cada vez más de nosotros. Nos lo arranca. Él pertenece a una legión de fantasmas que tienen el resoplido enfermo de la guadaña refrescándoles el lomo. Es un trabajo difícil, la droga. Me excuso del convite pero tengo que ir a trabajar y él me deja marchar con la vida nueva que me ha salvado. Si antes era mi superior ahora es mi hermano mayor. No ha pasado nada. Atravieso el cordón de los tiradores que ofertan a voz en cuello la mercancía: una cocaína que se llama Gárgola; el pasto chinita, Filiberto, Arroyo, Jordan, Corona, Heineken; Palitroques. Maneras de pasarla, ni bien ni mal, solo sobrevivir una noche más. Quizás no seamos tan lejanos Caín y yo. Quizás mi muerte no está tan desconocida o apartada. Quizás otros deciden. Quizás pertenezco a esa legión.
1 Chichaíto: un shot hecho a base de parte de Ron Palo Viejo y parte de anís —no puede hacerse con Sambuca porque es imbebible— Paloma o del Mono. Me ha traído serios problemas en la vida. En un sitio de Río Piedras, ciudad universitaria, académica, señorial y revolucionaria, que se llama “El Refugio”, fue donde me surgió el problema más grande. No hay manera de traducirlo al inglés, lo que representa un chiste para los bartenders con los turistas. Las gringas lo piden como “Dame un Little Fucking, porgr favorgr”.
LAS NALGAS SE ME HABÍAN ENDURECIDO TANTO QUE LA aguja debía jugar al escondite con mis músculos buscando el poco espacio disponible para irrumpir en mi sangre. Bocabajo, ya se me habían secado las lágrimas. Aguardaba el pinchazo con un estoicismo que veía fructificar en una moneda de diez centavos, el precio por silenciar los alaridos y que cada día eran depositados en mi alcancía.
El nombre del practicante quedó tan enterrado como ese grito que por no dejar de salirse con la suya, cobraba por ausente. En cambio, la memoria del frenazo con el que detenía su automóvil frente a la casa, el rápido trotar de sus pasos hacia mi habitación y el vigoroso empujón de puerta con el que hacía acto de presencia cada tarde a los dos y media, se han detenido a deletrearse con paciente minuciosidad.
Primero sacaba un algodón alcoholado del maletín negro y me mojaba la zona donde adivinaba que aún no había aparecido el azul morado de una visita anterior. La inyección siempre iba acompañada de la promesa de ser de las últimas, las congratulaciones por mi financiada valentía y alguna frase atropellada que terminaba en el chirrido de las gomas de su carro. El hombre nunca dejaba de hablar y caminar, como perseguido por una infinita agenda de traseros inoculados.
Todavía no sé si la paga fue suficiente para olvidar su triste irrupción en mis nueve o diez años. Si su profesionalismo era sólo eso y no un anuncio prepagado de los ángeles del mal que periódicamente han cobrado su cuota de presencia en esa alcancía sin fondo que llamamos “vivir”. Para el caso, la lección no dejó ningún espacio posible a la duda inútil: dolor tienes, y en algún pago tu dolor se convertirá.
Un héroe le regalaba un contrapeso a mi prolongada cuarentena. Su consuelo era transmitido con la misma regularidad que los pinchazos sólo que en un horario diferente. Las aventuras de Kalimán traspasaban los barrotes de mi total aislamiento. Cada tarde, Elsa, la doméstica sancristobalense de cara redonda y dientes blanquísimos, colocaba su pequeño radio verde al pie de la ventana compartiendo conmigo el galopar de los caballos y la voz triunfante de un destino que soñaba para mí.
Lo que empezó como una sesión de terapia individual se transformó con los días en materia de interés colectivo. Mis hermanos se sentaban también a escuchar estas historias y al final de la transmisión intercambiábamos saludos y pequeñeces. Desde el patio, buscaban la forma de conjurar la prohibición de acercarse a mi novísima forma de llamar la atención entre seis vástagos: la hepatitis.
“Su hermana está enferma de algo muy peligroso y que se contagia con mucha facili...” Antes de que mi padre terminara la frase, ya mi hermana mayor había dado un salto mortal para separarse de mí, lo que en ese entonces me pareció excesivo y hoy entiendo un poco mejor gracias a todas las pestes que nos acosan. La muerte en estos tiempos duele más por transmitida que por muerte.
Sentados en el piso alrededor de la cama conyugal, recibimos el anuncio que dejó mi respirar encerrado entre cuatro paredes con olor a desinfectante Lysoll durante la eternidad de dos meses. La trompeta de mis vómitos anunció que no sólo la ensalada de papas con remolacha era un invento maligno, sino que mi hígado estaba dispuesto a morir por demostrarlo. En tres ocasiones sucesivas devolví íntegramente al suelo del comedor el contenido de la inmunda receta ante el escepticismo y el asco total del resto de los comensales. Como a la tercera es la vencida, mis padres decidieron hacerle caso al súbito engrosamiento de mi vientre y al haz amarillo que rodeaba mis pupilas, llevándome al hospital e ignorando mis salvajes críticas al tubérculo morado.
Lo que siguió: una dieta de pollo asado y arroz sin grasa y sin sal, que hacía expeler el mismo aburrido y compacto producto a mi traumatizado derriere, me convirtió involuntariamente en eremita con inclinaciones ateas. Bebía agua porque me daba mucha sed y porque me contaban los vasos, lo que convertía mi necesidad en cómplice del inmerecido castigo que me hacía interrogar al techo sobre qué hacía Dios con tanto tiempo disponible para ser Dios.
Sin pretensiones místicas adivinaba que quizás se entretenía con la lectura, o por lo menos eso me daban a entender los montones de libros que me compraban cada semana. Dios no tenía televisión y nosotros tampoco. Alguna inclinación precoz y presuntuosa por la seriedad en la lectura me hizo solicitar la versión original del Quijote. La que me habían regalado era la edición infantil y yo quería entender a cabalidad la genialidad de Cervantes. Me topé con la dura pared del castellano antiguo. Después de la primera y repetidísima frase no comprendí absolutamente nada aunque me lo atraganté por completo en tres ocasiones. Prematuramente, adopté la sana costumbre de exorcizar textos por obligación con el feliz resultado de que con ello he podido ganarme la vida incomodando los ojos y el lugar en donde la espalda pierde su honrosa delgadez.
Mi héroe, Kalimán, no me exigía tales imposiciones. Su batallar eterno contra las fuerzas del mal, ejecuta una coreografía alegre en mi memoria con la que relleno un radito verde en forma de alcancía. No pesa mucho y mis sueños lo llaman “fe”.
CUANDO ENTREGARON EL CUERPO RECIÉN NACIDO DE Joaquín a su madre, ella notó que vibraba como si tuviera en el pecho un generador. Una junta de médicos dijo que no era nada, que probablemente su hijo tendría un corazón inquieto.
Los años siguientes la vibración aumentó. Joaquín ya no podía dormir junto a su madre en la cama o descansar sobre su regazo porque a ella la vibración permanente le producía náuseas. Una tarde de febrero la madre se apagó. Algunos dijeron que murió de pena, otros que las lágrimas y los vómitos constantes terminan secando a la gente.
Ese mismo día lo llevaron a vivir a casa de su abuela Elvira.
La casa era grande, Elvira dejaba de verlo por horas y eso no la inquietaba porque mientras lo escuchara vibrar sabría que estaba vivo.
Joaquín se convirtió en el fenómeno de la escuela. Al principio intentaron dejarlo sentado en el aula como los otros niños, pero las vibraciones de su butaca perturbaban a todos. Así que terminaron dejándolo de pie, de cara a la pizarra pero al fondo del salón. En el receso, sus compañeros hacían rondas y apostaban colocándole objetos en la cabeza para ver cuánto tardaban en caer.