SOLO
CRISTO
Justificación y santificación bíblico-protestante
Bernhard Kaiser Peil
TRADUCCIÓN: RODRIGO QUEZADA REED
REVISIÓN: JOSÉ ALBERTO TORRES PIÑA, CELESTE ANDREA
REED GODOY, LUIS SÁENZ SANTOS
Editorial CLIE C/ Ferrocarril, 8 08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA E-mail: clie@clie.es http://www.clie.es |
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SOLO CRISTO
ISBN: 978-84-17131-40-1
eISBN: 978-84-17131-41-8
Vida cristiana
Crecimiento espiritual
Sobre el autor
BERNHARD KAISER PEIL nacido en 1954 en Marburgo (Alemania), cursó de 1972 a 1977 estudios de teología en la entonces Freie Evangelisch-Theologische Akademie (ahora STH) de Basel (Suiza), doctorado en 1988 en la Universidad de Stellenbosch (Sudáfrica), habilitación en 2007 en la Universidad Reformada Károli Gáspár de Budapest (Hungaria), de 1978 a 1983 pastor de la Iglesia Luterana en Chile, desde 1985 docente Profesor de teología sistemática en diversas instituciones, desde 2006 director del Institut für Reformatorische Theologie en Reiskirchen (Alemania) y Profesor de teología sistemática en la Universidad Selye János en Komárno (Eslovaquia).
Prólogo
El presente escrito ha conocido dos ediciones en Alemania, una primera en 1996 y otra en 2008. A pesar de tener ya su edad, el tema que trata es de permanente actualidad: ¿Cómo alcanzo la gracia de Dios compasivo? Esta fue una de las preguntas fundamentales de la Reforma. La respuesta que en aquel tiempo se dio al interrogante no es hoy en absoluto la marca distintiva de la fe evangélica. Otras preguntas y otras respuestas han ocupado el primer plano. Y sin embargo, la cuestión acerca del Dios compasivo no ha pasado por ello a ser menos importante. De ahí que me proponga discutir en la primera parte de este libro la salvación que se consumó en Cristo y la manera en que esta se aplica al hombre. ¿Qué hizo Cristo, y cómo se aplica ello al hombre? Por lo demás, se cubren bajo los términos justificación y santificación los aspectos esenciales de la adjudicación de la obra de Cristo. Puesto que en el ámbito protestante esta temática se vincula muy frecuentemente en cierto modo con el concepto de “nacer de nuevo”, me intereso en un capítulo adicional por el sentido de esta expresión. Aquí se efectuarán algunas tomas de posición para algunos tal vez un tanto dolorosas, pero del todo necesarias. La perspectiva bíblica acerca del hombre bosquejada en el primer capítulo y el discurso acerca de la ira de Dios —paralela a su amor sin fondo por el ser humano— cuestionan algunos de los clichés planteados por el humanismo en lo que atañe a la calidad del hombre y al trato de Dios con él, al tiempo que dejan entrever y translucirse el muy alto valor del Evangelio.
En la segunda parte, trato corrientes actuales que retan a debate a la fe evangélica. En lo que a ellas respecta, ha de ser puesta en contraste tanto con el catolicismo, como con el humanismo y el emocionalismo, la verdad de Dios, que Él reveló en la persona y obra de Jesucristo y atestiguó de forma concluyente en la Biblia a través de los profetas y apóstoles. Estos movimientos ejemplifican una gran variedad de enseñanzas y pareceres que han entrado en vigor en la comunidad cristiana, pero que en materias cruciales difieren de la Palabra.
Es propio de la fe bíblico-protestante no partir del hombre y su experiencia, sino de la obra de Dios en Cristo Jesús. Eso hace que este libro presente un doble desafío para el lector. Por un lado, no refiere episodios entretenidos o anecdóticos de fácil lectura acerca del vivir, sino que procura exponer con claridad la justicia de Dios y contribuir así a una buena comprensión del Evangelio. Lo que conlleva a su vez tener que nadar a contracorriente del actual “mainstream” cristiano y religioso, que entiende la religión como un asunto de autodeterminación humana.
Las citas de las Sagradas Escrituras, a menos que se indique lo contrario, son de la traducción Reina-Valera de 1960. Agradezco a Rodrigo Quezada Reed por el esmerado y prudente manejo de la traducción y de la revisión, así como a Celeste Andrea Reed Godoy, José Alberto Torres Piña y Luis Sáenz Santos por sus valiosas sugerencias. Por último, quisiera dar las gracias de manera especial a Alfonso Ropero Berzosa, director de la editorial CLIE, por su disposición a publicar este trabajo. ¡Quiera Dios que sea de bendición para cada uno de sus lectores!
Bernhard Kaiser Peil
Reiskirchen (Alemania), enero de 2018
ÍNDICE GENERAL
Parte I
LA SALVACIÓN EN CRISTO
CAPÍTULO 1 - JUSTIFICACIÓN Y SANTIFICACIÓN EN EL SACRIFICIO DE CRISTO
1.El punto de partida: la salvación consumada en Cristo
2.La ley del Sinaí es el ordenamiento fundamental para la relación del hombre con Dios
3.Justificación en el sacrificio de Cristo
3.1.El cumplimiento de la ley en Cristo
3.1.1.La obediencia activa
3.1.2.La obediencia pasiva de Cristo. La maldición de la ley y la ejecución del juicio
3.1.3.Cristo como sumo sacerdote
3.2.Cristo como representante
3.2.1.Representación en el Antiguo Testamento
3.2.2.Representación e imputación
3.3.La sentencia de Dios: Cristo, nuestra justicia
4.Santificación en Cristo
4.1.Santificación: apartados para Dios
4.2.Cristo. Nuestra santificación
4.3.Santificación mediante el juicio
4.4.Cristo en cuerpo resucitado es la nueva criatura
5.Resumen
CAPÍTULO 2 - ¿QUÉ ES FE BÍBLICA?
1.La importancia de la fe
2.La Palabra
3.La fe
3.1.El corazón humano
3.2.Oír y entender la Palabra
3.3.La conversión
3.4.Confiar en la Palabra
4.Fe y oración
5.El aumento de la fe
6.Problemas de la fe
6.1.La oración no respondida
6.2.La invisibilidad del objeto creído y la negación por la experiencia
6.3.La tentación de la colaboración
6.4.La fe infructuosa
CAPÍTULO 3 - JUSTIFICACIÓN POR FE, ¿AÚN HOY?
1.Derecho, ¿un asunto sin importancia?
2.El perdón y la imputación de la justicia de Cristo
2.1.El perdón de los pecados
2.2.La imputación de la justicia de Cristo
2.3.El punto central de la justificación
2.4.La comunión con Dios en Cristo
3.Justificación por fe
4.Conclusión
4.1.Objeciones
4.2.Dos relaciones jurídicas
CAPÍTULO 4 - NACIDO DE NUEVO POR EL ESPÍRITU SANTO, ¿QUÉ ES ESO?
1.El problema
2.Las declaraciones de la Escritura sobre el nuevo nacimiento
2.1.Juan 3:1-21
2.2.1 Pedro 1:3-5; 22-25
2.3.Tito 3:3-8
2.4.2 Pedro 1:3-4
2.5.2 Corintios 5:17
2.6.Efesios 2:4-7
2.7.Efesios 4:20-24
2.8.Colosenses 3: 1-5, 8-10
3.Las declaraciones de la Escritura sobre la morada interior de Cristo
3.1.Juan 15:4-8
3.2.Gálatas 2:19-20
3.3.Efesios 3:14-19
4.Conclusión
CAPÍTULO 5 - SANTIFICACIÓN, ¿UNA PESADILLA DE PIEDAD O UN VIVIR EN LA FE?
1.La comprensión de la justificación es decisiva para el concepto de la santificación
2.Santificación es un recibir a Cristo por fe
2.1.La fe reconoce la realidad de la vida para Dios existente en Cristo
2.2.La fe reconoce la ley satisfecha en Cristo como el bien mayor respecto al pecado
2.3.La fe tiene una función correctora en la conciencia (Ro. 10:9 y ss.)
2.4.El modo de pensar espiritual
3.La apariencia de la santificación
3.1.La creación como lugar de la santificación
3.2.El espacio creado como norma
3.3.El estado natural como norma
3.4.La palabra
4.La lucha de la santificación
4.1.La realidad del pecado
4.2.La lucha contra el pecado
4.3.El poder para la santificación
5.El legado
Parte II
EL DEBATE
CAPÍTULO 6 - EL CATOLICISMO ROMANO
1.Lo que la Biblia sostiene
1.1.“Una vez para siempre”
1.2.La fe se basa en la validez de este sacrificio
2.La esencia del catolicismo
2.1.La iglesia como sacramento
2.2.Cristo como modelo
2.3.¿Qué forma adopta esta corriente?
2.3.1.La nueva creación a través del Bautismo
2.3.2.El sacrificio de la misa
2.3.3.Las obras
2.3.4.La tradición
3.La toma de posición
3.1.¿Actualización sacramental de la obra de Cristo?
3.2.Solo Cristo – solo la Escritura – solo la fe – solo la gracia
CAPÍTULO 7 - EL HUMANISMO
1.Lo que afirma la Biblia
1.1.El pecado humano
1.2.La salvación en Cristo
1.3.La salvación por gracia
2.El humanismo
2.1.Sus fuentes y carácter básico
2.2.La sobrevaloración de la razón durante la Ilustración
2.3.Lo divino en la psique humana
3.El hombre moderno y su autorrealización
4.El humanismo en teología e iglesia
4.1.La teología y la revelación histórica
4.2.Humanismo en el neopietismo
4.3.La alienación humanista de la iglesia
5.¿Cómo podemos confrontar el humanismo?
CAPÍTULO 8 - EL EMOCIONALISMO
1.Lo que afirma la Biblia
1.1.Jesús es el camino
1.2.El remedio: la Palabra de la cruz
2.La esencia del emocionalismo
3.El perfil concreto del emocionalismo
3.1.La libertad de la voluntad
3.2.Cristo en el hombre
3.3.El interior del hombre
3.4.Espíritu y vida
3.5.Espíritu y “power” (poder)
4.La toma de posición
Parte I
LA SALVACIÓN EN CRISTO
CAPTÍTULO 1
JUSTIFICACIÓN Y SANTIFICACIÓN EN EL SACRIFICIO DE CRISTO
1. El punto de partida: la salvación consumada en Cristo
Cuando hablo acerca de la adjudicación de la salvación, doy por sentado que en Jesucristo la salvación ya se encuentra disponible y que esta es una realidad tanto en el tiempo como en el espacio. De acuerdo a las Sagradas Escrituras, asumo que Cristo llevó a cabo “de una vez para siempre” la redención con su muerte y su resurrección. En Cristo ostentamos lo que yo llamo la realidad de la salvación. Con ello quiero decir que Él es aquel en quien la redención del mundo es un hecho; Él es el nuevo hombre. Por tanto, veremos que la salvación del hombre consiste en que este se beneficie de aquello que Cristo realizó por él. Este es el punto de partida para los capítulos sucesivos, donde definiré la enseñanza cristiana de la salvación y trataré asimismo las divergencias existentes con otras enseñanzas de salvación tan solo en apariencia cristianas o siquiera en apariencia tales. De esta manera, está prácticamente enunciado el hecho de que la fe cristiana se ciñe a un requisito básico que la distingue de otras religiones y cosmovisiones que pretenden instruir al hombre para que este logre por sí mismo su salvación, asegure su supervivencia o promueva un mundo mejor. Se distingue igualmente de un idealismo cristiano por medio del cual el creyente se ve retado a hacer firme para sí la realidad de la salvación o a aportar su parte en su realización, ya sea en la vida privada o en el mundo.
Antes de adentrarme por vez primera en el ámbito de la ley del Antiguo Testamento, quiero subrayar que todo lo que se puede decir sobre Ley y Evangelio ha de entenderse siempre de acuerdo al principio del aserto bíblico de la creación. Solo un Dios creador puede prescribir a sus criaturas leyes que se remiten a la vida en el mundo, así como proveer una salvación cuyo objetivo final es una nueva creación. Aunque el asunto de la creación es básico para la fe cristiana y debiera ser atendido con detalle teniendo en cuenta las opiniones que hoy en día defienden científicos y difunden medios, no puede ser objeto de este estudio.
2. La ley del Sinaí es el ordenamiento fundamental para la relación del hombre con Dios
La ley veterotestamentaria es pauta de pecado y redención. Es también el patrón al que obedece la labor de Cristo que comentaré a continuación en dos pasos bajo los aspectos de la justificación y la santificación, donde acentuaremos de forma especial el concepto bíblico de la representación. Sobre el significado de la ley que Dios dio al pueblo de Israel en el Sinaí, el Nuevo Testamento señala, casi programáticamente, que a través de la ley se genera conocimiento del pecado:
“Mas el pecado, tomando ocasión por el lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios; ya que por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él; porque por medio de la ley es el conocimiento del pecado” (Ro. 3:19-20).
La ley del Sinaí “se introdujo” (Ro. 5:20) en el pacto de salvación existente desde Abraham (Gn. 17) para hacer evidente hasta qué punto existe una gran necesidad de redención. Dios desde antiguo había ya concertado con Abraham un pacto, el cual respondía a la iniciativa de Dios y se mostraba por completo bajo el signo de Su gracia. Esta alianza preveía al futuro hijo, Isaac, y a su descendencia como participantes en el convenio y este, por tanto, debía perdurar de generación en generación. El linaje de Isaac en su hijo Jacob, el pueblo de Israel en sus comienzos, ya se encontraba bajo esta alianza cuando, a través de Moisés, fue liberado de Egipto y entró en el pacto del Sinaí. El pacto previo referido a Abraham no fue deshecho o derogado por el pacto sinaítico, sino que continuó existiendo y encontró en el nuevo pacto en Jesucristo su cumplimiento (Gá. 3:6-9). En Cristo, Dios hizo realidad la bendición que había prometido a Abraham. La ley promulgada en el Sinaí, sin embargo, es el trasfondo sobre el que el pacto en Jesucristo debe ser visto, el fondo de color gracias al cual son identificables y comprensibles los contornos del pacto de gracia que existía desde Abraham y que en Cristo fue llevado a término.
Dios dio la ley al pueblo del pacto, que en aquel entonces estaba constituido por la ya mencionada descendencia de Abraham. Los israelitas debían obedecer los preceptos de la alianza sinaítica en la vida diaria. Con la revelación del Sinaí en el tiempo y en el espacio, no obstante, Dios se dirige a todos los hombres conforme al decreto de salvación del Nuevo Testamento. También nosotros hemos de reconocer la santidad de Dios en la ordenanza sinaítica y en aquello que antaño exigió de los israelitas. El pacto del Sinaí estaba restringido en su vigencia como tal al Israel del Antiguo Testamento, pero como revelación es relevante para todo el mundo y para todas las épocas. De lo contrario, los apóstoles —y con ellos la iglesia— habrían podido suprimir sin reparo secciones medulares del Antiguo Testamento. Dios, sin embargo, manifiesta a través de la ley sinaítica su derecho y justicia permanentemente válidos.
Con la ley Dios destapa pecados. Al aludir con los Diez mandamientos a la realidad vital del hombre, a su fe, a su trato con Dios y con el prójimo, así como a las inclinaciones de su corazón, le muestra que no vive de acuerdo a la voluntad de Dios, incluso cuando el afectado lo desee. Puesto que el hombre, a pesar de su desacato fáctico de la ley de Dios, siempre encuentra razones para exhibirse jactancioso ante Dios y ante los hombres; Dios de entrada lo sume en el silencio con su ley. Le niega la razón al hombre al probar su culpabilidad por sus hechos y le despoja de todo argumento en virtud del cual pudiera ufanarse en su presencia.
La ley de Dios promueve el conocimiento del pecado a tal punto que a la postre el hombre acaba implicándose activamente en él:
“Mas el pecado, tomando ocasión por el mandamiento, produjo en mí toda codicia; porque sin la ley el pecado está muerto” (Ro. 7:8).
La ley, por así decirlo, despierta “perros adormecidos”. Al decir Dios, por ejemplo, que la codicia es vicio y a qué cosas esta no ha de dirigirse, la codicia se ve más que nunca estimulada. De ahí se deduce que no es solo el hecho consumado el que hace al hombre pecador, sino que el mero codiciar —por ejemplo la mujer o propiedad ajenas— es en sí un pecado. Análogamente ha de decirse que tanto el ardor homosexual, como el homicidio imaginado o el aborto que se planea son en sí vilezas a los ojos de Dios.
Así es cómo Dios, con su ley, hace ver al hombre inequívocamente que en el fondo de su ser no es otra cosa que vil. Descubre la rebelión que este trama contra Él. Pues incluso la persona de altos estándares morales comete pecados. Y aun cuando extramuros estos no sean visibles y pueda retener temporal y relativamente la imagen de una persona noble, permanecen inextintas en su corazón delante de Dios la ruin codicia y la vanagloria. Su corazón es fuente de las más variadas formas de maldad, como por ejemplo la hipocresía, la insidia u otros tantos pecados que se cometen en lo oculto.
No ha de pensarse que sea esta una descripción muy tétrica o pesimista del hombre. Lo cierto es que las personas, a pesar de toda esperanza posible en su altruismo, en el fondo solo buscan su propio beneficio. Las noticias de la prensa diaria acerca de la corrupción, el fraude, los robos y atracos, así como la violencia contra bienes y personas, confirman esta visión tan claramente como las estadísticas sobre abortos o divorcios.
A la infracción del mandamiento divino Dios reacciona con una ira que es mortífera. También esto queda revelado a la luz de la ley: “Pues la ley produce ira…” (Ro. 4:15). Con su demanda de justicia, que siempre se topa con un hombre débil y caracterizado por su injusticia, Dios hace comprender a este que tiene razón en estar airado contra él. Nadie ha guardado la ley. Todos están bajo la sentencia de muerte de Dios: “todos pecaron” resalta la Escritura (Ro. 3:23). Esta realidad no es precisamente pasada por alto por la ley, sino permanentemente destapada. “Ley”, es decir, imperativos y reglamentos, no son nunca un sendero a la salvación, ni para el no cristiano ni para el cristiano, pues ni siquiera el cristiano ha alcanzado todavía ni en su capacidad ni en su proceder la perfección divina. A la luz de la ley todo hombre sin excepción se ha granjeado la ira de Dios. La ira de Dios se expresa en la maldición del transgresor:
“Porque todos los que dependen de las obras de la ley están bajo maldición, pues escrito está [Dt. 27:26]: Maldito todo aquel que no permaneciere en todas las cosas escritas en el libro de la ley, para hacerlas. Y que por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá; y la ley no es de fe, sino que dice: El que hiciere estas cosas vivirá por ellas” (Gá. 3:10-12).
Una maldición, en su sentido más amplio, es una expresión de la negativa o desaprobación activa y pública. Cuando es pronunciada por Dios, es al mismo tiempo una declaración llena de efecto. Dios separa de sí con esta palabra al pecador y lo abandona a la muerte. La ley revela de esta manera que es Dios realmente quien condena al pagano y comunica la sentencia de muerte a todo aquel que no cumple lo que esta demanda.
“Todos los que dependen de las obras de la ley” son aquellos hombres que edifican sobre sus obras y creen en su corazón que son sus obras las que los hacen presentables delante de Dios, hombres que sosiegan su conciencia con el recuerdo de sus buenas obras o de su religiosidad, independientemente de si hablamos de judíos o no judíos, cristianos o no cristianos. No son estas únicamente las obras rituales impuestas por la ley como circuncisión, lavamientos, sacrificios, etc., sino también las obligaciones morales. El argumento de Pablo en la carta a los Gálatas (cf. Gá. 5:2-3) indica precisamente que aquellos que se dejan circuncidar están obligados a satisfacer todos los demás requerimientos de la ley (léase las prescripciones morales); ya que anhelan ostentar justicia delante de Dios por la vía del rendimiento y la recompensa. Sin embargo, ese no es el propósito de la ley del Antiguo Testamento, pues esta señala a Cristo; no fue concebida por Dios como una norma por la cual el rendimiento se recompense o el hombre se justifique en arreglo a sus obras.
Por esa razón, uno no puede entender Levítico 18:5 (“guardaréis mis estatutos y mis ordenanzas, los cuales haciendo el hombre, vivirá en ellos”) como una promesa con la cual Dios indique a Israel el camino a la justicia y a la vida eterna, como si Israel obtuviese la vida eterna en base a sus obras, en especial en base a las morales. Dios coloca a su pueblo en la legislación sinaítica bajo la ley como bajo un tutor y cuidador. Habla a su pueblo en su estadio infantil como a un niño inmaduro que un día tendrá que alcanzar la libertad debida a la condición de hijo. Debe hacérsele ver en este primer estadio que precisa a Cristo. Por ese motivo Pablo denomina a la ley como un “pedagogo” (“educador severo” en la traducción de Lutero) que orienta a Cristo (Gá. 3:24). El versículo referido de Levítico 18:5 que Pablo cita tanto en Ro. 10:5 como en Gá. 3:12 formula más bien el deber bajo el cual se halla el israelita del Antiguo Testamento. La ley representa al “pedagogo” que indica lo que hay que hacer, no obstante en la perspectiva de que este (el pedagogo) no consiga transmitir fe y vida, y en algún momento haya de retirarse, a saber, cuando la designación como hijo se efectúe; por gracia, por medio de la fe en Cristo y sin obras de la ley. El “pedagogo” se encuentra ciertamente al servicio de Cristo y de su justicia. Si Israel hubiese atendido a la ley de manera realmente consecuente habría entendido perfectamente que en verdad se encontraba bajo el pecado y que solo quien había de venir, el Mesías, traería la justicia de Dios.
Y sin embargo, tiene también este versículo en su contexto veterotestamentario un sentido positivo. Dios informa a su pueblo a través de la ley acerca de las particularidades de su voluntad. Evidencia pecados, como hemos visto, pero también muestra que se obtiene perdón de ellos, y con ello vida eterna, a través del sacrificio representativo demandado en el culto. Cuando el israelita cree a Dios respecto a las promesas del pacto y vive en esta fe de acuerdo a los mandamientos, es decir, practica la circuncisión, presenta las ofrendas prescritas, guarda los preceptos de limpieza y atiende a las demás instrucciones rituales, entonces tiene la salvación, y esto debido a que la ordenanza del Antiguo Testamento percibe su eficacia de Cristo; son, en efecto, sombras de la realidad neotestamentaria (He. 10:1). En este sentido, también fue posible la salvación por medio de la fe bajo la norma de la ley. La fe resulta de la promesa, de la garantía de perdón, y no del mandamiento. Pero esta fe se vincula en el código sinaítico al cumplimiento: si uno hace esto, vive. Pero este “hacer” es de carácter obligatorio solo hasta que se instaura el nuevo pacto.
Pablo compara la norma sinaítica con el Evangelio y constata: la ley como exigencia no es “por fe”. Presupone en todo caso la fe por parte de los israelitas, pero no la puede originar. Por la ley, el Israel del Antiguo Testamento se encuentra como encerrado en una jaula: llega de continuo a sus límites, es instruido permanentemente a prestar máxima atención a su hacer y constreñido con regularidad a recordar sus culpas, impelido a prácticas ceremoniales. Debe cumplir una ley que no puede guardar, y en vista de este déficit será guiado a Cristo a través de las ofrendas; pero Cristo aún no ha aparecido. Por consiguiente, debe permanecer en la ley y en las obras morales y cúlticas por ella requeridas. Continúa en esta jaula hasta que el decreto de salvación neotestamentario entre en vigor.
El judaísmo en tiempos de Jesús malinterpretó la ley como una norma de deber cuyo cumplimiento formal comporta la salvación. En su comprensión deficiente (Ro. 10:2), luchó en favor de este error, y, de acuerdo al mismo, crucificó a Jesús, persiguió a los apóstoles y trastornó a las primeras iglesias. Por eso Pablo hubo de defender constantemente el punto de vista correcto.
Él nos remite a este respecto a otra circunstancia: puesto que el hombre no puede adecuarse nunca perfectamente a la ley de Dios, se encuentra bajo la maldición que la misma ley articula. De hecho, Pablo menciona esta maldición en los versículos arriba indicados. Esta sitúa bajo pena de muerte a quien en tan solo un punto falte a la ley de Dios. Quien por norma pone su confianza en las obras, quien cree vivir decentemente y piensa que posee la vida eterna en base a sus buenas acciones e intenciones, se halla bajo la maldición de acuerdo a sus pecados de facto cometidos. Es una afirmación chocante, pero cuando uno advierte que el Dios santo no puede tolerar ninguna vileza en su presencia, entonces tampoco el pecador religioso o, mejor dicho, “decoroso” puede ser aceptable en el mundo de Dios.
Gracias a la ley, además, es perceptible lo que Jesucristo hizo por el mundo. La manera en que Dios regló el tratamiento del pecado humano en el antiguo pacto señala a Cristo. La maldición que recaía en el transgresor en el pacto antiguo no podía ser removida a través de los sacrificios animales exigidos por la ley (He. 10:1-4). A tal fin, se precisaba el sacrificio de Cristo. Los sacrificios animales indican, sin embargo, el modo básico de funcionamiento del descargo de pecado: a través de una muerte representativa. Si se entrecomilla este principio veterotestamentario en la comprensión de la obra de Cristo, en la práctica uno acabará arribando forzosamente a interpretaciones confusas y equivocadas.
Descubrimos entonces en nuestras consideraciones tanto una continuidad como una discontinuidad entre la ley veterotestamentaria y el orden salvífico neotestamentario. Existe así una robusta continuidad en el hecho de que la ley fue dada como “pedagogo” en relación a Cristo (Gá. 3:24). Solo en Cristo encuentra su cumplimiento, y solo desde Cristo se explica. La continuidad también es perceptible en tanto que la ley, a través de sus preceptos morales y ceremoniales, señala a Cristo. Por ello es imposible leer la ley, por así decirlo, en sí, de por sí, separadamente, sin tener en mente su cumplimiento en Cristo. La continuidad se halla, asimismo, en el hecho de que las disposiciones sinaíticas tampoco se vuelven superfluas en el Nuevo Testamento. La ley en su esencia es “espiritual” (Ro. 7:14), desempeña una función acorde al Espíritu Santo: Dios destapa pecados tanto ahora como antes gracias a la ley del Sinaí, y atestigua a lo largo de los siglos de legislación veterotestamentaria hasta nuestro tiempo que únicamente un sacrificio representativo puede borrar el pecado —un testimonio sólido para la obra de Cristo entretanto efectuada.
Al mismo tiempo, se hace también patente una discontinuidad al dejar Dios caducar el pacto sinaítico e instituir el nuevo pacto. El pacto antiguo, que fue instaurado para destapar la realidad del pecado —en el cual Dios recordó a su pueblo permanentemente su maldad y reveló la ineficacia de un orden de ley y deber— es ahora abolido. Tanto las exigencias rituales como las morales no constituyen más una obligación incumplida, sino que en Cristo son un hecho consumado, una realidad satisfecha. En adelante, Dios no trata a su pueblo mediante un “pedagogo”, sino mediante el Espíritu de la adopción. A su vez, el pacto no se restringirá únicamente a un pueblo, sino que se hará extensivo a la congregación universal de judíos y gentiles.
Lo que merecemos como infractores a causa de nuestros pecados es la muerte, temporal y eterna, y una tal que procede de Dios. La muerte temporal se nos antoja dolorosa, pero en la ley se nos recalca más bien la crudeza de un alejamiento eterno de Dios. La muerte debe ser ejecutada por razones de justicia, pues Dios permanece fiel a sí mismo. Él no opera reducciones ni variaciones en su ley, la cual ciertamente es manifestación de su ser. Pero esta muerte, la maldición eterna, Dios la impuso, en su amor por nosotros, a su Hijo Jesucristo, a fin de que por su muerte representativa nosotros obtengamos vida eterna. Por lo mismo, lo resucitó. Y así, en el tiempo y en el espacio, ha llevado a cabo tanto el juicio sobre el mundo antiguo como ha permitido verdaderamente la irrupción del nuevo mundo. Su amor e intención de salvarnos, por tanto, deben ser reconocidos también como base y motivo para todo el orden salvífico del Antiguo Testamento. Dios no habría cometido injusticia alguna de haber abandonado a los hombres a sí mismos, a sus yerros, a su egoísmo, a su naturaleza violenta y a la merecida muerte. Pero son precisamente estos los problemas que Dios aborda en su actuación. No tiene reparo en llamarlos por su nombre, gesta la solución y los solventa a continuación en Cristo.
3. Justificación en el sacrificio de Cristo
3.1. El cumplimiento de la ley en Cristo
Cuando el Nuevo Testamento califica la muerte de Jesucristo como un sacrificio expiatorio por nuestros pecados y designa a Cristo como sumo sacerdote, se nos está remitiendo en la comprensión de la labor de Cristo a categorías propias de la ley sinaítica. Este es el presupuesto jurídico a través del cual la obra de Cristo debe ser contemplada, y el marco de revelación en el que se debe interpretar.
“Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos” (Gá. 4:4-5).
Jesús nació de madre humana y, por lo tanto, igual a nosotros. Solo como ser humano real estuvo en posición de representar también a otros seres humanos. Con su nacimiento como judío fue puesto bajo la ley, condicionado a cumplir sus distintas disposiciones. Todos los requisitos jurídicos de la ley acerca del pecador estaba Él obligado tanto a guardarlos para sí como a cumplirlos representativamente por otros. Al haber cumplido estos requerimientos se convirtió en el “telos” (fin) de la ley (Ro. 10:4), aquello a lo que la ley apunta, lo que esta procura. Todo lo que la ley requiere del hombre fue puesto en práctica por Él, cumplido, hecho realidad. Satisfizo así las exigencias de la ley. Ello gracias tanto a su obediencia activa como a la pasiva.
3.1.1. La obediencia activa
Los Evangelios muestran que en su vida, en su trato con los hombres y en su uso de las cosas Jesús observó activamente las demandas de la ley, el mandamiento de amar, así como el mandamiento acerca del sábado y las demás prescripciones rituales. No lo hizo, sin embargo, conforme a las directivas judías de su tiempo, sino de acuerdo a como Dios mismo lo había prescrito. Aun así, sus mismos oponentes judíos fueron incapaces de encontrar en Él pecado alguno (cf. Jn. 8:46), y en el proceso que al final de su vida se le formó fueron necesarios falsos testigos para siquiera poder acusarle. Jesús se exhibe mediante este cumplimiento de la ley como inocente, falto de pecado. La inocencia, por su parte, es la condición para que pudiese morir por otros.
“Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4:15).
Aquí se resalta que Jesús fue tentado de la misma manera que nosotros. Sin embargo, Él nunca cedió en su corazón a la tentación; nunca dio tregua al pecado. Hay ahí una diferencia fundamental entre Él y nosotros.
Otras citas de la Escritura resaltan también la inocencia de Jesús:
“Y los otros sacerdotes llegaron a ser muchos, debido a que por la muerte no podían continuar; mas este, por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable; por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos. Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (He. 7:23-26).
Con estas palabras se pone asimismo de relieve la perfección de Cristo. Si Jesús hubiese pecado, tendría y debería haber muerto por sus propios pecados. Pero al contrario, en virtud de su inocencia, pudo presentarse por los de otros. Como además vive eternamente, su labor es duradera y válida por toda la eternidad.
3.1.2. La obediencia pasiva de Cristo. La maldición de la ley y la ejecución del juicio
La obediencia pasiva es la obra fundamental de Jesús en favor de la humanidad. Por obediencia pasiva se comprende su sufrir voluntario bajo la animadversión de judíos y romanos, la cual le condujo a la muerte. En ello Jesús obedeció al Padre, quien le envió justamente para llevar a término esta obra. La obediencia pasiva de Jesús se describe de manera especial con la impactante imagen del cordero que enfrenta la muerte sin oponer resistencia. Isaías habla proféticamente acerca de Él:
“Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca” (Is. 53:7).
Coyunturalmente, por supuesto, es el pecado concreto del sumo sacerdote y de Pilato la razón de la muerte de Jesús; sin embargo, Dios se sirve de estos como medios para llevar a cabo Él mismo en Cristo la obra de reconciliación. Ya al inicio de la obra pública de Jesús —y mucho antes de que hombre alguno procurara su muerte— su precursor Juan el Bautista anunció: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29). De acuerdo al trasfondo veterotestamentario, ello significa que Cristo es el auténtico cordero de la pascua que asume todos los pecados de este mundo y fallece por ello. Aquí es claramente manifiesta la categoría jurídica de la representación, en el Antiguo Testamento.
El traspaso de pecados al representante sucede por medio de la imputación:
“Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios y abatido. Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros” (Is. 53:4-6).
“Al que no conoció pecado, [Dios] por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2Co. 5:21).
Esta imputación es un acto jurídico acorde al orden del derecho de Dios, efectuado por Dios en la libertad de que goza para ello, y en su amor. Convierte a Jesús a los ojos de Dios en uno que carga sobre sí todos los pecados del mundo y es castigado por ello. Vuelvo así de nuevo sobre la maldición de que hablé anteriormente. Pablo escribe:
“Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito [Dt. 21:23]: Maldito todo el que es colgado en un madero)” (Gá. 3:13).
Si la ley sitúa a todo aquel que la quebrante bajo una maldición, es decir, bajo la pena de muerte de Dios, aquí se nos da a entender con meridiana claridad que Cristo fue hecho maldición por nosotros, es decir, en nuestro lugar, y de esta manera nos liberó de la maldición de la ley. Esta era la voluntad y orden de Dios: que Cristo debía padecer, y por su dolor satisfacer las demandas de la ley:
“Que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la Palabra de la reconciliación” (2Co. 5:19).
En la cruz de Cristo Dios estaba presente proveyendo salvación. Ahí fue efectuado en el tiempo y en el espacio el acto de justicia requerido por su ley. En este acto descansa y se basa la redención del mundo, es la realidad de la salvación, el lugar en el cual el hombre fue rescatado en la dimensión espacio-temporal y física-corporal, donde no se le facturan más los pecados y cuenta como perfectamente justo y bueno.
3.1.3. Cristo como sumo sacerdote
Las Sagradas Escrituras designan a Jesús como “sumo sacerdote”. El significado de este término también se clarifica partiendo del Antiguo Testamento. La Epístola a los Hebreos tiene esto presente y define así al sumo sacerdote:
“Porque todo sumo sacerdote tomado de entre los hombres es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados” (He. 5:1).
Aquí se mencionan varias cuestiones que son ciertas en relación a un sumo sacerdote:
Estas cosas también son ciertas respecto a la persona de Jesús: era un hombre como nosotros, por Dios mismo delegado, obró como representante en favor de los hombres y se presentó a sí mismo como sacrificio delante de Dios. Las circunstancias particulares y el significado concreto de su desempeño como sumo sacerdote se describen en las siguientes declaraciones:
“Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención. Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos, y las cenizas de la becerra rociadas a los inmundos, santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo? Así que, por eso es mediador de un nuevo pacto, para que interviniendo muerte para la remisión de las transgresiones que había bajo el primer pacto, los llamados reciban la promesa de la herencia eterna” (He. 9:11-15).
Con estas palabras se describe la perfección de la obra de Cristo en contraposición con la imperfección del servicio sacerdotal del Antiguo Testamento. Si entonces se consideraban el tabernáculo —y después el templo— los lugares centrales del servicio a Dios, ahora en el nuevo pacto lo es el santuario de Dios del más allá en el cual Jesús realiza su servicio sacerdotal. Entonces era la sangre de animales, que en sí no tiene efecto reconciliador, ahora es la sangre del Hijo de Dios hecho hombre la que puede expiar eficazmente los pecados. Antes tenía lugar una purificación externa y ritual, es decir, una tal que en realidad no podía aliviar la conciencia, pues no existía todavía un acto de justicia de Cristo que uno hubiera podido contraponer al pecado. Bien que la limpieza fuera significada o transmitida mediante señales externas de manera que Israel pudiese percibir en estas señas que por amor a sí mismo Dios lo consideraba puro, pero por lo demás se le recordó permanentemente el pecado y la todavía pendiente reconciliación a través de los mandamientos y de los sacrificios. En este sentido, el pecado no fue quitado de forma efectiva hasta el sacrificio de Jesús. De acuerdo a este, el cristiano puede tener una buena conciencia delante de Dios, pues sabe que en Cristo Dios realmente ha quitado de en medio sus pecados y que estos ya no le separan más de Dios.
A las funciones de Jesús como sumo sacerdote pertenece, por último, su intercesión, que ahora lleva a cabo por el pueblo de Dios. Esta tiene lugar debido al pecado humano:
“Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1Jn. 2:1).
“Por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por él se acercan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos” (He. 7:25).
“¿Quién es el que condenará? Cristo es el que murió; más aun, el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros” (Ro. 8:34).
Es evidente que Dios atiende a la intercesión de Cristo, pues Cristo es el Hijo de Dios que llevó a cabo el sacrificio perfecto. Él está en la presencia de Dios y ruega por su pueblo, los creyentes del antiguo y del nuevo pacto. Igualmente se mencionan expresamente los pecados de los creyentes, por cuya causa Cristo se encuentra ahora intercediendo como representante. Ello es un gran consuelo para el cristiano frente a los pecados todavía presentes en su vida: en Cristo tiene un intercesor que eficazmente lo defiende y representa.
3.2. Cristo como representante
Otro aspecto importantísimo de la obra de Jesucristo es su carácter representativo. La representación se ajusta al ordenamiento jurídico que Dios introdujo en el antiguo pacto. Entraña que uno solo actúa por otros muchos, y los representa. Por poner un ejemplo: yo podría comprar una casa como representante legal de uno de mis hijos. Aunque el niño probablemente no sepa nada del asunto, por ser muy pequeño o por no haber sido informado por mí, yo puedo realizar este acto legal a su favor. La ley vigente en nuestro país me autoriza a operar una actuación representativa de esta naturaleza. El resultado sería que por medio de la inscripción en el registro de la propiedad, el niño pasaría a ser propietario de los bienes raíces, aun cuando todavía no pudiera disponer o servirse de ellos. Naturalmente, a su debido tiempo le pondría al corriente acerca de su propiedad y le mostraría cómo administrarla con sensatez.
De la misma manera, existe una relación de representación entre Cristo y los hombres. Dios estableció esta relación jurídica en forma de pacto. En relación al orden salvífico del Nuevo Testamento, esto significa que Cristo actúa representativamente por todos aquellos que pertenecen al pueblo del pacto. La representación es exclusiva. El representante emprende acciones por los representados, acciones que estos en absoluto podrían desempeñar por sí mismos. Esta ya era materia conocida en el Antiguo Testamento.
3.2.1. Representación en el Antiguo Testamento
Israel fue familiarizado con la institución jurídica de la representación. Mencionaré solo algunos ejemplos: