Cristianismo
y
posmodernidad
La rebelión de los Santos
Lucas Magnin
Editorial CLIE C/ Ferrocarril, 8 08232 VILADECAVALLS (Barcelona) ESPAÑA E-mail: clie@clie.es http://www.clie.es |
© 2018 por Lucas Magnin «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 917 021 970 / 932 720 447)». © 2018 por Editorial CLIE, para esta edicion en castellano |
CRISTIANISMO Y POSMODERNIDAD
ISBN: 978-84-8267-701-9
eISBN: 978-84-8267-702-6
Vida cristiana
Temas sociales
Sobre el autor
LUCAS MAGNIN nació en 1985 en el interior de la provincia de Córdoba, Argentina. Es compositor, músico y cantante, productor musical, escritor, conferencista y gestor cultural. Es, además, Doctor en Ciencias de la Comunicación y Licenciado en Letras Modernas. Como solista, ha publicado dos discos: Inocencia (2012) y Experiencia (2015).
Después de haber liderado varios proyectos musicales, emprendió una carrera solista en el año 2010. Fue el ganador argentino de la Batalla de Bandas más grande del mundo (organizada por el Hard Rock Café Internacional en el año 2013). Abrió los conciertos de artistas internacionales como Eros Ramazzotti, Ricardo Montaner, David Bisbal, Luis Fonsi y Américo. Como escritor, Lucas ha publicado artículos, poemas y cuentos en antologías y revistas académicas. Su primer libro, el poemario FERVORES Y VESTIGIOS, fue publicado en el año 2012. A fines del 2016 publicó el libro ARTE Y FE. UN CAMINO DE RECONCILIACIÓN, con prólogo de René Padilla, en el que desarrolla (a partir de un recorrido por la historia del arte, por la Biblia, y su propia experiencia), algunas claves para pensar el diálogo espiritual que existe entre el arte y la fe. Actualmente Lucas vive en Córdoba (Argentina) y, entre otras cosas, está casado con Almendra, participa de la Comunidad Aviva, sigue dando conciertos, está escribiendo su próximo libro, da clases de Literatura, traduce y corrige textos, coordina un Club de lectura, participa de un equipo de investigación de Literatura Argentina.
Sabes, sabemos,
cada día sabemos,
durmiendo conocemos:
ya es imposible
cubrirnos las orejas
con el cielo.
Pablo Neruda
Y deberás luchar
si quieres descubrir la fe.
Luis Alberto Spinetta
Entonces me di cuenta de lo amargado y lastimado que estaba por todo lo que había visto. Vi lo necio e ignorante que era; a ti, Dios, debo de parecerte una bestia. Pero yo siempre estoy contigo, pues tú sostienes mi mano derecha. Seguirás guiándome toda mi vida con tu sabiduría y consejo; y después me recibirás en la gloria.
¿A quién tengo yo en el cielo sino a ti? Y en la tierra nada deseo fuera de ti. La salud me puede fallar, mi espíritu puede debilitarse, ¡pero Dios permanece! ¡Él es la fuerza de mi corazón; él es mío para siempre!
Salmo 73:21-26
A menos que se indique lo contrario, todas las citas bíblicas están tomadas de la Nueva Traducción Viviente (NTV): Editorial Tyndale, 2008. También son citadas la Reina Valera Contemporánea (RVC), la Reina Valera 1960 (RVR1960), la Nueva Biblia al Día (NBD), La Palabra (BLP), la Dios Habla Hoy (DHH), la Palabra de Dios para Todos (PDT), la Traducción en Lenguaje Actual (TLA) y la Nueva Versión Internacional (NVI).
ÍNDICE GENERAL
Prefacio
Prólogo por Alfonso Ropero
•¿QUÉ RAYOS ESTÁ PASANDO?
Modernidad, posmodernidad y desafíos actuales de la iglesia
1)Vamos desde el principio: ¿Qué es la modernidad?
Libertad para pensar: el ideal de la razón
Libertad para elegir: el ideal de la democracia
Libertad para hacer: el ideal del capitalismo
Los grandes relatos y la teología moderna
2)El cautiverio cultural de la iglesia en la modernidad
3)La decepción de las utopías y ¿el fin de la historia?
4)¿Es posible una iglesia «posmoderna»?
•EL PROBLEMA DE LOS ANTEOJOS
Cosmovisión, conocimiento y subjetividad en la posmodernidad
•LA PREGUNTA ETERNA
Proyecciones y espejismos en la búsqueda de Dios
•YOUR OWN PERSONAL JESUS
Los múltiples rostros de Cristo: un desafío para la iglesia
•AL CÉSAR LO QUE ES DE DIOS
Mecanismos de poder y estrategias teológicas de legitimación
•ABRACADABRA
Cuando el nombre de Dios se usa como un artilugio mágico
•CALLES DE ORO
La esperanza eterna y el filtro de la subjetividad
•LA REVELACIÓN COMPLETA
Muchos senderos para recorrer un solo camino
•MARGINADOS
Iglesia y acepción de personas: el caso de las mujeres
•EL PODER DE LAS PALABRAS
Babel y Pentecostés: el regalo de la multiplicidad
•QUE SEAN UNO
La unidad de la iglesia entre el monólogo y el diálogo
•GRAMÁTICAS DE LA IGLESIA
Costumbres y tradiciones ante el desafío de los cambios
•LAS MODAS DE LA IGLESIA
Exigencias del Espíritu de la época y obediencia a Cristo
•«…Y DIO DONES A SU PUEBLO»
Formas alternativas de pensar los dones y carismas de la iglesia
•CULTOCENTRISMO
La liturgia de la iglesia hoy y el testimonio de los primeros cristianos
•PASTORCENTRISMO
Un modelo problemático para los tiempos que corren
•HIJOS DEL CREADOR QUE DESCANSA
La herencia del sueño americano y la promesa bíblica del reposo
•LOS FARISEOS NUNCA MUEREN
La puja entre conservadores y progresistas por el futuro de la iglesia
•HEGEMONÍA Y PARADOJA
La creatividad del Evangelio de Jesús ante el imperio del sentido común
•PASAR LA ANTORCHA
Pablo y Timoteo: un ejemplo para pensar el relevo generacional
•ELOGIO DE LA HUMILLACIÓN
Oprobio y misión en la historia de Israel y la iglesia
•INSTITUCIÓN Y CARISMA
La iglesia de hoy ante la crisis, la autonomía individual y la comunidad
•UNA ÉTICA PARA PECADORES
La tensión entre el amor, la verdad y la santidad de la iglesia
•EL ÚLTIMO REFUGIO DE LA FE
Testimonio cristiano en la era de la relatividad
•BIBLIOGRAFÍA
Prefacio
Parece mentira que la Reforma Protestante ya cumplió sus primeros 500 años. Parece mentira que en unos años la iglesia cumple dos milenios. Veinte siglos de historia y de marcas en el rostro de un Cristo tan predicado y abofeteado, tan exaltado y bastardeado, que resulta difícil poder mirar con inocencia. Cada época necesita entenderse como parte del tiempo, insertarse en el fluir de la historia. Cada discípulo se ha visto convocado por la tarea de mantener vivo el legado de Cristo, de encontrar las palabras fugaces que hagan justicia a un mensaje eterno.
Este puñado de ideas, tan ajenas y tan mías, han acompañado mi vida de fe en los últimos años. Lo que acá tiene forma de letras, de oraciones barrocas y párrafos extravagantes ha sido el inagotable asunto de trasnoches entre amigos y debates en comunidad. Es la bitácora de mi viaje con Jesús en este milenio recién parido, en este mundo inestable. Los ensayos de este libro, escrito hace siete u ocho años, son un producto híbrido, nacido del encuentro liberador entre teología y arte, sociología, literatura, filosofía y psicología, historia de la cultura y de las ideas, epistemología y otras yerbas; todo esto mezclado en la máquina imperfecta que son mis ojos, en esta mente que aún no ha sido redimida del todo. Este compilado irreverente de influencias es testigo de que la reconciliación de Cristo con el mundo es un proceso tan hondo e interminable que no deja nada afuera.
Es un libro frágil y fragmentario, hijo legítimo de la fugacidad, el vértigo informático y la virtualidad. Es como una molotov: quiere arder rápido. Por eso evita el detalle y cae a veces en generalizaciones fáciles de criticar. Esto es evidente, por ejemplo, cada vez que hablo de la iglesia. Esa palabra no encierra algo muy específico; es en realidad un nombre con el que mencionamos una enorme cantidad de situaciones, de contextos y procesos complejos. Es probable que, al hacer ese recorte, algunas de mis interpretaciones no tengan mucho que ver con la experiencia de fe de todos mis lectores. Creo, sin embargo, que muchos de los procesos aquí nombrados son parte del presente y futuro de la iglesia, al menos en las sociedades urbanas y occidentales (que son, a fin de cuentas, las únicas que conozco un poco). Hablar de iglesia, hablar de cualquier cosa en realidad, siempre es una actividad limitada por nuestro bagaje: lo que aprendimos, lo que nos rodea. Esa debilidad, durante tanto tiempo rechazada, es también una forma de humildad: nadie puede abarcar todo el mundo con sus dedos.
Más que una Summa Teologica que explique todo sin fisuras, estos ensayos quieren ser un puntapié al diálogo, al encuentro, al desafío de mirarnos la cara en el espejo y verla llena de arrugas. No se me ofendan, queridos lectores, queridas lectoras, y tampoco se avergüencen; yo mismo, antes que nadie, me ofendo y me avergüenzo de mi propio rostro. Y por favor: no piensen que esto es un ataque a la fe o un acto malintencionado. Comparto estas ideas con la esperanza de que estimulen la reforma mientras seguimos clamando: «que venga tu Reino». Las comparto también con temor y temblor; ruego que el Señor me libre de hacer tropezar a uno de mis hermanos o hermanas. Por todas estas cosas, las siguientes páginas van a quedarse a mitad de camino entre un mea culpa y una marcha de la bronca, van a ser un poco Confesiones y un poco Manifiesto.
Durante mucho tiempo tuvimos la convicción de estar diciendo y pensando una misma cosa. Creímos que eso era la unidad de la fe. Creímos que podíamos acorralar las divergencias con una profunda devoción o con ciertas fórmulas. Pero ya no podemos hacerlo. Debemos enfrentarnos a la conciencia de saber que todo entendimiento es frágil y todo reduccionismo es peligroso. La vida en un mismo espíritu se manifiesta hoy como algo mucho más complejo que un canto unánime.
Nos toca presenciar de cerca la debacle de instituciones, ideas, personalidades y proyectos. Los grandes relatos que dieron coherencia y sentido al mundo por siglos se están cayendo a pedazos. La posmodernidad vino para desestabilizar buena parte de las soluciones que funcionaron para nuestros antecesores; hoy sus respuestas ya no resultan tan útiles para entender el mundo que nos rodea. Lo que aprendimos sobre Jesús y su Buena Noticia para la humanidad tiene que enfrentarse a diario con la globalización, la deconstrucción, el relativismo cultural, la omnipresencia de Internet y las nuevas tecnologías, el neoliberalismo, la desconfianza generalizada en las instituciones, las teorías poscoloniales y de género, la diversidad de los modelos de familia y Estado, etc.
Podemos ignorar estas realidades, claro está; podemos negar la validez de estos procesos históricos y considerar que toda esta tendencia de la sociedad es nada más que una moda pecaminosa y de mal gusto, fomentada por el ateísmo, la comunidad LGBT o el nuevo orden mundial. Podemos hacer como que no vemos, podemos ignorar los escombros que nos rodean y convencernos de que se puede seguir siendo aquel pequeño pueblo muy feliz. Esto es casi como decir: el cristianismo es incompatible con nuestra era.
Podemos también pasarnos a la vereda opuesta y claudicar ante la presión: aceptar sin filtros ni críticas el paradigma actual, incluso si eso significa aguar el Evangelio, robarle algunas de sus verdades fundamentales y ponerlas al servicio del espíritu de la época. Sin embargo, esa es justamente la crítica que hacemos a nuestros antepasados: que la iglesia aceptó acríticamente las filosofías y modas de su entorno y, cuando el barco empezó a hundirse, la iglesia se hundió también en el naufragio.
El cubano José Martí escribió: «No se echan abajo veinte siglo sin que ofusque algún tiempo nuestros ojos el polvo de las ruinas»1. Una tercera opción es lidiar con el polvo de las ruinas y enfrentar con coraje y humildad el panorama desolador. Esto implica un doble compromiso: con Cristo, quien es Señor de la historia, y con la historia misma, en la que Cristo decidió encarnarse. Es animarse a perseguir la voz de Jesús por terrenos desconocidos y repensar nuestras creencias y explicaciones, arremangarse las ideas, buscar la pala y la carretilla, pedir perdón, aceptar perdón, reconstruir. Es animarse también a darle entidad a las preguntas de nuestros contemporáneos, a considerar que Jesús no va a nacer entre nosotros si no le permitimos dialogar, como Él hizo en su tiempo, con nuestra realidad inmediata. En última instancia, no obstante, llevar el rótulo de «cristiano» o «cristiana» es elegir a Cristo sobre todas las cosas; seguir llamando «Señor» a Jesús implica considerar que su palabra, incluso cuando nos pone incómodos, es más potente que el peso de la historia.
La iglesia es la heredera del pescador. Todo nuestro peregrinaje está simbolizado en esas dos escenas de los evangelios: el reconocimiento y la negación. Por gracia de Dios, nos unimos a Pedro en la afirmación más grande de todas: que Jesús es el Hijo del Dios viviente. Por cobardía, nos unimos a Pedro y seguimos diciendo «yo no conozco a ese hombre». La iglesia reconoce y niega, afirma y traiciona, acepta y rechaza. Veinte siglos de historia son testigos de esa dualidad. Estas páginas humildes son también testimonio de mi batalla ante esas dos posibilidades.
Córdoba, Argentina
12 de noviembre de 2017
1. «Cuaderno n. 8», MARTÍ 1963, vol. XXI, p. 243.
Prólogo
La literatura evangélica lleva décadas, por no decir siglos, casi dominadas por los mismos autores y colonizada por las mismas dinámicas de autores de éxito en sus respectivos países, con la aparición de muy pocos libros originales, rompedores, novedosos. Afortunadamente, en los últimos años están surgiendo autores jóvenes, bien preparados, con larga experiencia eclesial y con unas ganas tremendas de devolver la vida al viejo mensaje evangélico, que a fuerza de familiaridad con el mismo se ha domesticado y atenazado en rígidos moldes aparentemente bíblicos, pero que no son otra cosa que tradiciones humanas. En muchas comunidades cristianas, el evangelio ya no confronta, simplemente consuela, o lo que es peor, adormece la conciencia y la vida de los fieles. En lugar de ser levadura que leuda la masa, es masa que oculta la levadura para evitar cambios y sobresaltos.
Nuestro autor, Lucas Magnin, es uno de esos autores jóvenes que, habiendo bebido del vino nuevo de Jesús, a la vez que manteniendo un estrecho contacto con la cultura moderna, piensan que ya nada puede quedar igual, excepto la singularidad de Jesús y la relevancia actual de su mensaje. Cada época, escribe en el “Prefacio” de este libro, necesita entenderse como parte del tiempo, insertarse en el fluir de la historia. “Cada discípulo se ha visto convocado por la tarea de mantener vivo el legado de Cristo, de encontrar las palabras fugaces que hagan justicia a un mensaje eterno”. Este es precisamente el reto y tarea que propone a lo largo de unas páginas repletas de sabiduría y fecundas en ideas, sugerencias y proposiciones.
Lucas Magnin nos habla de teología y arte, de sociología y literatura, de filosofía y psicología, de historia de la cultura y de las ideas, de espiritualidad y psicología, todo ello con un estilo desenvuelto y bien argumentado, haciéndose eco de pensadores que han moldeado la sociedad moderna. Lucas se atreve con temas tan heterogéneos espoleado por el espíritu de reconciliación que Cristo ha introducido en la historia y nos remite al mundo con vistas a su redención. No en vano Él es el Gran Reconciliador. “Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación” (2 Co 5:18). Cristo es el Pleroma de Dios, mediante el cual ha reconciliado “todas las cosas consigo, habiendo hecho la paz por medio de la sangre de su cruz, por medio de Él, ya sea las que están en la tierra o las que están en los cielos” (Col 1:20). Nada en este universo queda fuera de la reconciliación de Cristo. Este es el acicate del cristiano para ir al mundo con valentía y confianza, pues Cristo es cabeza del cosmos, todo se refiere a él (Ef 1:10,22). A Cristo, Alfa y Omega de la Creación, se refieren todas las realidades creadas, la misma historia; por consiguiente, nada de cuanto pertenece a la realidad cósmico-humana, cultura, arte, política, economía, es extraño a la misión cristiana que anuncia la reconciliación de todo lo que ahora vemos irreconciliable. Esta aparente imposibilidad se hace posible en Cristo. El apóstol Pablo está entusiasmado con esta idea. Para él, el mensaje de salvación es esencialmente un mensaje de reconciliación, que se consuma en la gran recapitulación de todas las cosas en Cristo (Ef 1:9). Ese es el incentivo que le lleva a romper muros y saltar fronteras con la buena noticia de Cristo. Pocas veces lo vemos a la defensiva, retirándose del mundo como de una masa de perdición. Al contrario, Pablo sale a su encuentro para abrazarlo con la fe de Cristo. Frente a posturas partidistas, divisorias, él pone a la vista de los fieles las riquezas inconmensurables de Cristo, y les recuerda que estas les pertenecen. “Sea el mundo, sea la vida, sea la muerte, sea lo presente, sea lo por venir, todo es vuestro, y vosotros de Cristo, y Cristo de Dios” (1 Co. 3:22-23).
Esta ha sido la esperanza de los creyentes de todas las épocas, el corazón que les ha movido a realizar grandes cosas por Dios. Decía Ireneo de Lyon en el temprano siglo II: “Dios ha recapitulado en sí todas las cosas para que el Verbo de Dios, como tiene la preeminencia sobre los seres supracelestes, espirituales e invisibles, del mismo modo la tenga sobre los seres visibles y corporales; y para que, asumiendo en sí esta preeminencia y poniéndose como cabeza de la Iglesia, pueda atraer a sí todas las cosas” (Adversus haereses, III, 16, 6). Si todo confluye en Cristo, el cristiano, antes de condenar al mundo, sus proyectos, sus sueños, sus planteamientos, debe comprenderlos para así poder salvarlos, es decir integrarlos en la realidad superior de la gracia, comenzando por la reconciliación que nos perdona y nos da un nuevo corazón y una nueva mente. Al mismo tiempo, como nos alerta nuestro autor, debemos vigilar siempre para que las corrientes del mundo-tiempo en el que inevitablemente estamos inmersos no nos arrastren hasta el punto de negar nuestra vocación en Cristo. “A lo largo de la historia —nos recuerda—, la iglesia se ha inclinado repetidas veces a pintar una imagen de Jesús que armoniza directamente con el espíritu de su época, que se amolda al statu quo y no cuestiona en profundidad el contexto social, político y económico”.
Jesús, nos dice magistralmente Magnin, “fue un personaje totalmente sui generis, un potro salvaje imposible de domesticar, un Mesías incómodo y periférico. Ningún grupo, secta o partido podía contarlo entre sus filas. Para la ideología hegemónica de sus días, el nazareno oscilaba entre la genialidad y la locura. Aunque muchos han querido asimilar la figura de Cristo a sus propias causas desde entonces, algo en Él se resiste a los moldes, no permite que las hegemonías lo asimilen por completo. Me gusta llamar paradójica a esa cualidad del Señor; es la que hace coexistir una naturaleza completamente humana con una completamente divina, es la que predica un rey con corona de espinas, es la que da el Reino de Dios a los niños y la que promete la vida a aquellos que están dispuestos a perderla”.
De todo esto y mucho más nos habla Lucas Magnin en este libro, obligándonos a pensar nuestra fe con seriedad, a confrontarnos a nosotros mismos con el evangelio que profesamos, para no caer en deformaciones profesionales. Nos recuerda que “en la autenticidad de los primeros discípulos descubrimos nuestras raíces y el rumbo que la iglesia de hoy ha perdido”. Una obra, en resumen, altamente recomendable.
Alfonso Ropero, Ph.D.
Profesor de Historia de la Filosofía en el Centro de Investigaciones Bíblicas (CEIBI) y de Teología Espiritual en la Facultad Teológica Cristiana Reformada (FTCR).
¿QUÉ RAYOS ESTÁ PASANDO?
Modernidad, posmodernidad y desafíos actuales de la iglesia
Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres al fin se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas.
Karl Marx
«Nuestro mundo acaba de encontrar otro»; así describía Michel de Montaigne, en pleno siglo XVI, el sentimiento de vértigo que le producía ser parte de la generación que descubrió América, que inició la Reforma protestante, que pintó la Capilla Sixtina y se dio cuenta de que, en realidad, era la tierra la que giraba alrededor del sol. El eje que había sostenido a la sociedad medieval por siglos de pronto se resquebrajó; es, recuperando la expresión de Paul Hazard, un tiempo de crisis para la conciencia europea. Copérnico y Galileo cambiaron la concepción del universo; dejamos de ser el centro del cosmos para darnos cuenta de que en verdad somos un pequeño planeta a la deriva entre galaxias, estrellas y constelaciones. Los reformadores se dieron cuenta de que el catolicismo romano no era la única forma de entender el mensaje del Evangelio; su actitud de protesta no solo tuvo repercusiones religiosas, sino que también hizo temblar el mapa político de toda Europa. Muchos gobernantes aprovecharon el impulso de la Reforma para cuestionar el poder de los emperadores y la injerencia del Papa en las decisiones locales; este fue uno de los gérmenes que llevaron a la organización política mediante naciones con identidad cultural y étnica propias. Erasmo de Róterdam, Giordano Bruno, Pico della Mirandola y otros humanistas redescubrieron el legado de los griegos y los romanos; al leer sus códices, se dieron cuenta de que la forma de ver el mundo de esas civilizaciones antiguas era muy diferente de la de su tiempo. Los artistas de toda Europa, siguiendo el ejemplo de los italianos, empezaron a descubrir que todos percibimos la realidad de maneras diferentes; por eso comenzaron a definir con más conciencia lo que entraba o no entraba en sus obras. Esta emancipación de la conciencia se tradujo en la práctica de los artistas principalmente de dos formas: en el uso de la perspectiva –que subraya la particular visión del mundo que tiene el pintor– y en la incorporación de la firma del artista –que no sirve únicamente para diferenciar unas obras de otras, sino que otorga prestigio a quien las posee–.
Es difícil hacer justicia al gigantesco cambio que significó el fin de la sociedad feudal y la Edad Media en un puñado de frases. No intento ofrecer un relato detallado pero sí, quizá, una aproximación: así de profunda es la crisis que atraviesa nuestra cosmovisión hoy.
Hablar de posmodernidad es algo común desde hace tiempo y, sin embargo, nos sigue costando ponerle palabras más allá de una especie de sentimiento de desencanto de lo anterior e incerteza sobre lo que vendrá. Diferentes autores llaman a este sentimiento de distintas maneras: Lipovetski lo denomina hipermodernidad o nueva modernidad; Bauman lo llama modernidad líquida; Beck lo describe como una segunda modernidad. Fue Jean-François Lyotard quien puso de moda la palabra posmodernidad, y es el término más difundido para hablar de este fenómeno complejo. Incluso es necesario aclarar que la idea de base sobre la que todos estos autores trabajan (la modernidad) surge de una forma de ver el mundo eurocéntrica. Por eso, algunos autores no europeos han hecho propuestas alternativas usando categorías que transmiten mejor las problemáticas latinoamericanas, africanas o asiáticas; así surgieron esfuerzos como la teoría poscolonial, el pensamiento decolonial, la modernidad periférica, etc.
En estos ensayos, y solo por una cuestión de comodidad, voy a usar la noción de posmodernidad que propuso Lyotard, aunque antes deba hacer una aclaración (que tomo prestada de Timothy Keller). Es cierto que la posmodernidad rompe con algunos elementos modernos pero también es cierto que profundiza otros; es, en algún punto, ruptura pero quizá, en sus elementos más importantes, continuidad.
Estrictamente hablando, es quizá más acertado decir que ahora vivimos en un clima de modernidad tardía, puesto que el principio básico de la modernidad fue la autonomía del individuo y la libertad personal por encima de las exigencias de la tradición, la religión, la familia y la comunidad. Esto es, en verdad, lo que tenemos hoy […] [pero] intensificado2.
El recorrido que estamos por emprender en este primer ensayo es el más teórico del libro pero es también el que sienta las bases para el resto del camino. Así que no se asusten, estimados lectores, y sin más preámbulo…
1) Vamos desde el principio: ¿Qué es la modernidad?
La modernidad fue una de las grandes utopías de la sociedad occidental, comparable a proyectos anteriores como la Europa cristiana del medioevo o el extenso Imperio Romano. Si hoy hablamos de posmoderno, señala Gianni Vattimo, es porque «consideramos que, en algunos de sus aspectos esenciales, la modernidad ha concluido»3. La modernidad forjó grandes ideales que apuntaban a una nueva era de evolución, equilibrio y plenitud. El lema de la Revolución Francesa resume bien estos anhelos: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Posmodernidad significa que ya no creemos en esas utopías, a las que Lyotard denomina grandes relatos o metarrelatos. Nos hemos vuelto incrédulos a «aquellos proyectos de la modernidad cuya finalidad era legitimar, dar unidad, fundamentar las instituciones, las prácticas sociales y políticas, las legislaciones, las éticas y las maneras de pensar»4. Estos grandes relatos forjaron una cosmovisión que dio sentido y forma a la sociedad occidental durante siglos. Describir las ideas de todo ese período es algo imposible pero hay algunos procesos clave en la historia que resumen ese espíritu y que contribuyeron en gran manera a la consolidación del espíritu moderno: la Razón, la democracia y el capitalismo.
Libertad para pensar: el ideal de la razón
Aunque el germen de la modernidad ya se encuentra presente en la filosofía del humanismo del siglo XVI y en los pensadores de la era de la razón del siglo XVII, fue la Ilustración, un movimiento que alcanzó su auge en el siglo XVIII, la que mejor resumió el paradigma moderno. Durante la Edad Media, el valor de una persona dependía de Dios: existo porque soy criatura. Pero Descartes se animó a decir cogito ergo sum (pienso, luego existo); ¿qué significó eso? Que lo que me hace ser alguien es mi capacidad de pensar. Los filósofos posteriores no pudieron escapar de su influencia y con el tiempo la Razón se fue convirtiendo en el fundamento para medir todas las cosas. Descartes nunca desechó la idea de Dios; por el contrario, en sus Meditaciones afirma que «la certeza y verdad de toda ciencia dependen solo del conocimiento del verdadero Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no podía saber con perfección cosa alguna»5. Sin embargo, el eje ya estaba en otro lugar: en la Razón y no en la fe, en la mente y no en el espíritu, en el individuo y no en Dios.
La Ilustración tomó estas ideas del racionalismo cartesiano y las convirtió en una religión. Si el Medioevo fue posible gracias al fundamento ético y filosófico de la teología cristiana, la modernidad reposó en esta teología antropocéntrica: destronamos al Dios de la Biblia y pusimos a otro dios en su lugar: la Razón. La esclarecedora portada de la Enciclopedia de 1772 expresó esta fe de una forma realmente elocuente: la Verdad ocupa el centro de la imagen y está totalmente cubierta de luz; a su lado, y como en una de las pinturas medievales de los santos, la Razón y la Filosofía están rasgando el velo que anteriormente la cubría.
Libertad para elegir: el ideal de la democracia
La Revolución Francesa de 1789 llevó al terreno político los ideales de la Ilustración. La democracia se convirtió en símbolo de una nueva época, un rayo de luz contra el absolutismo. Los reyes, señores y nobles justificaban su autoridad en el derecho divino: así como el Papa era el representante de Dios en los asuntos espirituales, el rey era representante en los asuntos temporales. La Revolución Francesa luchó por la autonomía individual y afirmó que todos deberían ser iguales ante la ley; las autoridades tendrían que recibir su poder de manos del pueblo mismo, no de otras fuentes. Por supuesto, después de las revoluciones los poderosos encontraron nuevas maneras de someter y engañar al pueblo, pero el germen del cambio ya estaba instalado; se estaba gestando el ideal de una sociedad de iguales.
Libertad para hacer: el ideal del capitalismo
Otra clave fundamental para entender el espíritu de la modernidad es el triunfo del capitalismo. Por siglos, los campesinos fueron vasallos de señores feudales. Bajo la sombra de estos señores, que controlaban el acceso a la tierra, fue ganando poder la burguesía, que no medía su valor en tierras o sangre real sino en dinero. Los burgueses forjaron el mundo en el que todavía vivimos, donde el dinero es la rueda que mueve la sociedad. Durante la Revolución Industrial, las máquinas ayudaron a la burguesía a tomar el control definitivo sobre la economía. A partir de entonces, cada individuo es solo un engranaje del sistema y su valor reside en la utilidad que ofrecen sus servicios. No importa si vende o compra, si discute en el senado, si es capataz o peón, si tira leña a la locomotora o pone a funcionar los telares; de una u otra manera, todos debemos demostrar que nuestra vida vale el oxígeno que consume produciendo para que el sistema se mantenga en funcionamiento. La promesa del capitalismo es que si aceptamos ese destino, nos va a ir bien en la vida: el que trabaja, come; el que se esfuerza, crece; el que persevera, triunfa. El capitalismo prometió riqueza ilimitada y al alcance de todos pero la historia ha demostrado cíclicamente que la confianza en la oferta y la demanda no lleva a la igualdad (esa mano invisible del mercado de la que hablaba Adam Smith); por el contrario, a menudo conduce a la desigualdad, la injusticia y la opresión de los más pequeños.
Los grandes relatos y la teleología moderna
El mito de la modernidad fue forjado a partir de estos ideales: que la Razón, la filosofía y la ciencia nos llevarían a contemplar la verdad sin velos; que ningún Dios iba a dictar cuáles deberían ser nuestros gobernantes ni nuestras leyes; que todos podríamos hacer negocios y a todos nos iría bien. Estos grandes relatos se fueron convirtiendo en una teleología de la historia, es decir: la expectativa de que el mundo se está dirigiendo a un objetivo. Cada vez que buscamos el sentido de algo y ordenamos la realidad para darle coherencia estamos haciendo una teleología. El objetivo al que aspiró la modernidad está bien resumido en una frase de Augusto Comte –padre del positivismo y de la sociología–, que se convirtió eventualmente en el lema de la bandera de Brasil: Orden y Progreso. Mediante la luz de la Razón y la confianza en la democracia y el capitalismo, la modernidad buscó su utopía: una sociedad ordenada, pacífica, organizada, que crece y se desarrolla mientras va civilizando los vestigios de la barbarie humana.
2) El cautiverio cultural de la iglesia en la modernidad
A comienzos del siglo XX, Max Weber publicó La ética protestante y el espíritu del capitalismo, un libro en el que conectaba la Reforma con el modelo capitalista propio de la modernidad. Weber señaló que la disciplina, el ahorro y la honestidad que promovieron los reformadores se complementaban muy bien con la dedicación al trabajo y la acumulación que sirven a los fines del capitalismo. Siguiendo su ejemplo, muchos estudiosos han reconocido que el nacimiento del protestantismo está enmarcado en una serie de procesos históricos que definieron el curso de los siglos siguientes: la cultura del humanismo, el fortalecimiento del modelo capitalista por encima del modelo feudal y la gestación del Estado moderno. Todos estos elementos ponen la base de lo que conocemos como modernidad. ¿Qué significa esto? Que la iglesia protestante y la modernidad nacen juntas. Algunos sugieren que la modernidad es hija del espíritu contestatario de los reformadores y otros que la Reforma es uno de los primeros brotes de la modernidad. Pero no importa si fue primero el huevo o la gallina: de cualquier manera, modernidad y protestantismo han caminado de la mano desde el principio. Y lo cierto es que, después de tantos siglos de modernidad, hasta la iglesia católica, fuertemente anclada en estructuras medievales, se rindió ante su influencia. A pesar de las diferencias teológicas y formales, católicos y protestantes hemos sucumbido ante el modelo de la modernidad; «el cristianismo –reconoce In Sik Hong– se ha presentado (y aún se presenta) mayoritariamente como un hijo de la modernidad»6.
No es fácil tomar conciencia de los límites y motivaciones de la propia cultura; nuestra cosmovisión es transparente, muy difícil de detectar, pero influye en nuestra percepción de todo lo demás. La iglesia de todas las épocas ha intentado conciliar la revelación que Dios ofreció al mundo en la persona de Cristo con su propia cultura. Nuestro conocimiento de Dios nunca está exento de la influencia del contexto; en alguna medida, siempre existe cierto nivel de sincretismo entre nuestra fe y nuestro entorno. Por mucho tiempo, la iglesia pudo acomodar su imagen de Dios al ideal de la modernidad, y predicó un Dios que se conoce de manera racional y está a favor de la democracia y el capitalismo. La iglesia aceptó con toda credulidad las conclusiones de la utopía moderna, y por eso justificó una serie de prácticas que hoy consideramos inaceptables. La conquista de América y el colonialismo posterior se justificaron en la necesidad que tenían los salvajes de ser evangelizados. Muchos defendieron el modelo esclavista mediante la excusa de que los esclavos no eran personas sino animales que necesitaban tutela espiritual. El asesinato de presuntos brujos y brujas era fundamentado como una defensa de los valores de la sociedad cristiana. Solo algunos cuestionaban las desigualdades sociales y económicas porque, a fin de cuentas, Dios premia al que se lo merece y si alguien es pobre debe ser por algo. Pocos creyentes alzaron su voz contra la persecución de los comunistas a mediados del siglo pasado porque la «amenaza roja» representaba una crítica a dos instituciones esenciales de la modernidad: el capitalismo y la democracia.
La relación entre el paradigma moderno y el modelo actual de la iglesia es tan estrecha que cuesta diferenciar muchas de sus manifestaciones. La modernidad prometió ser el último escalón del ascenso humano y por eso, cuando la ilusión fracasó, la caída fue terrible. El Titanic de la modernidad chocó de frente contra el iceberg de su propio ego. Cuando la modernidad entró en crisis, la iglesia se encontró en problemas. José González Ruiz dijo que si los cristianos «descendemos al mercado, donde los humanismos compiten, con nuestro modelo predeterminado, no debemos quejarnos de que nuestra mercancía quede ligada a las eventualidades de tal mercado»7. Las raíces que conectan a la iglesia con la modernidad son tan profundas que pareciera que ya no puede existir un cristianismo real en un mundo como este. Nos sentimos como esos monjes que tenían que huir al desierto porque sentían que quedarse en la ciudad significaba morir o negar la fe.
3) La decepción de las utopías y ¿el fin de la historia?
Leonor Arfuch define posmodernidad como «la pérdida de certezas, la difuminación de verdades y valores unívocos, la percepción nítida de un decisivo descentramiento del sujeto, de la diversidad de los mundos de vida, las identidades y subjetividades»8. Todo lo sólido se desvanece en el aire. Los cimientos de antaño no son más que un recuerdo lleno de nostalgia por la inocencia perdida. Las películas, los libros y las canciones repiten una y otra vez este sentimiento angustiante: nos tomaron el pelo. Durante mucho tiempo nos vendieron una gran mentira y hoy nos toca lidiar con los escombros.
Nos mintió la Ilustración cuando dijo que la Razón nos ayudaría a correr el velo de la verdad. Un famoso aforismo de Hegel dice que todo lo racional es real y todo lo real es racional; pero aunque estamos desbordados de información, conocimiento y técnica, el mundo sigue siendo un lugar misterioso y lleno de azar. Nos mintió la ciencia cuando prometió que la tecnología serviría para construir una sociedad más justa; los campos de concentración y la bomba atómica nos demostraron que la tecnología puede despertar en nosotros los instintos más terribles. Nos mintió la teleología del progreso eterno; el mundo es un caos sin sentido y nuestra sociedad se parece a un avión en caída libre. Nos mintieron el modelo democrático y el sistema capitalista; ni el voto universal ni el libre comercio han solucionado el problema de la injusticia. La brecha entre ricos y pobres crece constantemente, las clases políticas han encontrado formas cada vez más sofisticadas de salirse con la suya y nuestros niveles de consumo están amenazando seriamente la supervivencia de nuestra especie en este planeta. Recuperando la sombría sentencia de Fukuyama, pareciera que estamos en el fin de la historia.
Están muriendo las utopías y por eso todo lo que queda es hedonismo: vivir al máximo mientras dure la experiencia; «las emociones cambiantes constituyen nuestro credo sin principios, nuestro sistema filosófico sin filosofía»9. La desaparición de los grandes relatos significa también que cada vez es más difícil comunicarse. Aunque tenemos apps que traducen en tiempo real, muchísimo material sobre la sanidad del alma, cursos para manejar la ira y un sinfín de posibilidades de comunicación a un clic de distancia, no logramos conectarnos con los demás. No hay ningún modelo más allá del que cada uno tiene en su propia mente y por eso las parejas se separan como nunca antes y las relaciones tienden a ser fugaces y superficiales. El ideal de libertad destruyó la utopía de la fraternidad.
En el siglo V antes de Cristo, el sofista Protágoras declaró que el hombre es la medida de todas las cosas. Los artistas del Renacimiento se sirvieron de ese concepto para sostener que «el hombre» en cuanto especie es el parámetro que debe definir todas las cosas; en este contexto, la frase del sofista fue una ruptura con el ideal religioso medieval y una afirmación de la emancipación de la humanidad frente a Dios. La posmodernidad aplica la frase de Protágoras en un sentido más específico: cada ser humano es la medida de todas las cosas, cada individuo elige sus propios parámetros y verdades.
Lo individual eclipsa a lo colectivo. La diversidad no deja mucho espacio para la coherencia. Todo está mezclado en el campo de los discursos. Las verdades son híbridas y se construyen minuto a minuto con trocitos de otras verdades. El cambio es imposible. No hay utopías que nos den la fuerza para intentarlo y, si las hubiera, seguro nos traicionarían como ya lo hicieron otras ilusiones antes. Hemos matado a Dios y, como dijo Sartre, «todo está permitido si Dios no existe»10. Ahora nos toca vivir con el espacio vacío.
4) ¿Es posible una iglesia «posmoderna»?
La visión fatalista (y un poco exagerada) de los párrafos anteriores es solo una parte de la historia; es, en palabras de María Cristina Pons, la vertiente negativa de la posmodernidad. Otros pensadores, como Mempo Giardinelli, piensan que la posmodernidad es una crisis natural que acompaña la maduración de los ideales modernos; desde este punto de vista, es más una metamorfosis que un apocalipsis. Umberto Eco hace una distinción muy útil que resume estas tendencias: en un extremo están los apocalípticos, que predican el fin de la historia y la destrucción de todos los valores, y en el otro se encuentran los integrados, que reciben el cambio con absoluta esperanza y confían ciegamente en que la ética posmoderna es la revelación definitiva.
Lo cierto es que la desconfianza en la validez de los grandes relatos es también una actitud profundamente cristiana: es una protesta contra la idolatría de adorar proyectos humanos. Se me ocurre pensar que es Dios mismo quien despierta estos giros bruscos de la historia para sacudir nuestra fe y volver nuestros ojos a Él. Cuando todo cambia y nos encontramos desnudos ante un mundo caótico, estamos en una posición mucho más adecuada para destruir los dioses que creamos a nuestra imagen y semejanza. Es allí donde conocemos al Dios desconocido, a ese que tenemos miedo de descubrir.
Hegel dijo que «cada uno es, sin más, hijo de su tiempo»11. La iglesia de hoy no puede seguir anclada a los argumentos, rituales, formas y estrategias que le sirvieron en un tiempo pasado. Nuestra confianza no está puesta en ninguna de esas cosas sino en nuestro Señor Jesús; Él es el único que venció a la muerte y puede seguir venciendo las consecuencias del desgaste y el paso del tiempo.
Es a este mundo y no a otro al que la iglesia debe dirigirse. No podemos escaparnos del tiempo. Quizá sería un poco más fácil quedarse con un extremo del péndulo: defender el paradigma posmoderno como si fuera la solución a todos nuestros problemas o, por el contrario, atacarlo con toda nuestra artillería e identificarlo con Satanás mismo. La posmodernidad no debería ser nuestra enemiga, aunque tampoco nos conviene caer en el error de nuestros antecesores y afirmar ingenuamente que el modelo posmoderno es el mejor modo de ser iglesia. Lo verdaderamente difícil es encontrar respuestas que no sean reduccionistas sino fieles tanto al mensaje como a las necesidades, que no negocien la verdad pero que tampoco la formulen en un idioma extraño. El objetivo de estas páginas es justamente buscar ese equilibrio extravagante. Vamos a intentar no poner nuestra esperanza en el respeto que generan las viejas definiciones ni en la fascinación de los nuevos espejismos. Vamos a intentar analizar los paradigmas previos y actuales con la esperanza de que, en algún lugar de ese recorrido, encontremos el ancla que necesitamos.