Llamémoslo no más Bianco. Que en ciertos períodos de su vida él se haya hecho llamar Burton, le explicaría un día a Garay López, no se debía más que al color de sus cabellos, considerando que llamarse Bianco puede minar la credibilidad de un pelirrojo. A. Bianco tal vez, como lo estampa a menudo su firma lenta y cuidada, de rúbrica trabajosa y compleja, más atenta a la individuación bien definida que a la estética, A. Bianco, eco de lo que en otras épocas ha sido A. también, pero por Andrew, A. Burton y que, después de la escaramuza con los positivistas en París, decidió cambiar. ¿Andrea Bianco quizás? A. Bianco, en todo caso, seguro, aunque la inicial, en vez de aclarar un poco el misterio, contradictoria, lo oscurece, de modo que ya que él lo prefiere, y aun cuando ese nombre entre en conflicto con su procedencia brumosa y con el color de sus cabellos, que todavía a los cuarenta y seis años se encrespan en matas abundantes y rojizas, lo vamos a llamar, no más, para simplificar, Bianco.
El caso es que ahora, dubitativo, está parado en medio de la llanura, y a causa del aire gris, uniforme, no demasiado frío, de la tarde de fin de invierno, el pelo rojizo, las cejas y las pestañas rojizas, tirando a ladrillo, parecen más rojas todavía, y a unos doscientos metros a sus espaldas el rancho, única elevación rudimentaria en la tierra chata y monótona cubierta de pasto gris, constituye un fondo precario, un poco inconsecuente, más decorado que vivienda, cuya modestia contrasta con la vestimenta cara, a todas luces europea, de su propietario —no únicamente del rancho, sino de toda la tierra chata que se extiende desde sus pies hasta el horizonte y que se extendería a su vez hasta el horizonte desde sus pies si estuviese parado en cualquiera de los puntos del círculo que, por ilusión óptica, junta a lo lejos el cielo gris con la llanura. Es la parte trasera del rancho, una pared rectangular de adobe, de un grisáceo pardo, rematada por el plano inclinado de una de las dos aguas del techo de paja. A la distancia, no parece tener más espesor que un telón pintado, ya que Bianco, al hacerlo levantar por uno de los peones de los Garay López, un criollo viejo especialista en la cosa, le ha pedido con insistencia la construcción más sencilla, la más austera, capaz de contener apenas un catre, un banco, una mesita, un farol, una fiambrera, lo estrictamente necesario para subsistir algunos días de tanto en tanto lejos de la ciudad, en soledad total, dedicándose entero al pensamiento con el fin de refutar, de una vez por todas, a la camarilla positivista que, de algún modo, seis años atrás, lo ha forzado a abandonar Europa. Aunque ahora que ha salido un poco al campo, distraído, por ver si el cielo gris traerá lluvia y decidir si volverá a la ciudad esta misma tarde o mañana por la mañana, asaltado, como le ocurre a menudo, por un pensamiento práctico en medio de sus meditaciones filosóficas, se ha puesto a pensar en ladrillos, de modo que durante unos instantes sus pensamientos, las imágenes que se despliegan rápidas pero claras detrás de su frente, tienen el mismo color rojizo que el pelo abundante, encrespado en ondas un poco rígidas, que las recubre en la parte exterior de la cabeza.
Cuando, seis años atrás, la ha visto por primera vez en los alrededores de Buenos Aires, a la semana de haber desembarcado, le ha parecido, casi de inmediato, que por su monotonía silenciosa y desierta, la llanura era un lugar propicio a los pensamientos, no los rojizos y rugosos, del color de sus cabellos, como los que tiene ahora, sino sobre todo los pulidos, los incoloros que encastrándose unos en otros en construcciones inalterables y translúcidas, le servirían para liberar a la especie humana de la servidumbre de la materia. La extensión chata, sin accidentes, que lo rodea, gris como el cielo de finales de agosto, representa mejor que ningún otro lugar el vacío uniforme, el espacio despojado de la fosforescencia abigarrada que mandan los sentidos, la tierra de nadie transparente en el interior de la cabeza en la que silogismos estrictos y callados, claros, se concatenan. Pero él no desdeña tampoco los otros, cualquiera sea su color, ladrillo por ejemplo, como ahora, o los pensamientos que tiñe la carne mate de Gina, que se vuelven curvos, redondos, como las formas de su cuerpo, negros y lisos como sus cabellos, bruscos y un poco pueriles como su risa, blandos y húmedos como su abandono. Su desdén por las cosas materiales viene tal vez de la facilidad con que las comprende, las resuelve y las domina. Así, al llegar a la llanura con sus títulos de propiedad, ha decidido, de un solo vistazo, observando a los ricos del lugar, que él se dedicará al ganado y al comercio —hacer todo como hacen los ricos, si se quiere ser rico, ha sido, desde que ha podido frecuentar a los ricos y estudiarlos de cerca, su regla de oro, gracias a su facilidad, a su astucia práctica, que en él es un don como en otros la aptitud para la música, esa astucia que ahora tiñe sus pensamientos del mismo color ladrillo que sus cabellos, porque como sabe que los inmigrantes están llegando de a decenas, de a cientos de miles a la llanura en la que por leguas y leguas no se ve un árbol ni una piedra, esos inmigrantes, cuando hayan hecho un poco de dinero cultivando trigo y quieran vivir en casas más sólidas que los ranchos de barro y estiércol que se construyen cuando llegan, necesitarán ladrillos para construir esas casas, y es él, Bianco, quien los hará fabricar para vendérselos.
Rechazando esos pensamientos con displicencia, casi con desdén, en litigio atenuado consigo mismo porque sabe que a veces sus proyectos pragmáticos tienen algo de revancha pueril, y sobre todo ineficaz contra aquello que lo rechaza, Bianco avanza un poco, haciendo chasquear el pasto gris con sus botas europeas, y concreta su atención en la llanura. El eco de sus propios pasos se demora todavía en su recuerdo, tan nítido como en el instante en que chasquearon realmente sobre el pasto, apariciones sonoras incontrovertibles y bien definidas, con contornos perfectos en el interior del silencio sin límites, igual que objetos en el espacio e, incluso más que objetos afines, en la llanura, a los sentidos y a la memoria. Durante unos segundos, Bianco se extravía en la transparencia gris de lo exterior, bien presente y claro aunque inconcebible, del que cada uno de los detalles, un pájaro negro que cruza, lento, el cielo en la altura, contra la capa uniforme de nubes grises, la extensión gris del pasto, el aire frío que colora un poco sus mejillas, la contundencia de su propio cuerpo, es como un desgarramiento o un peligro, masa o arista del magma material que lo aprisiona, la lava petrificada en la que los positivistas quieren enterrar a la especie, cuando él, Bianco, ya ha demostrado muchas veces que el pensamiento dirige la materia, la moldea a su gusto, la atraviesa y la desplaza; que, filtrándose por los huesos del cráneo igual que el agua por paredes porosas, el pensamiento reencuentra por sí mismo y más allá de los huesos y de los órganos al pensamiento, que basta con concentrarse, con trabajar y afinar los dones para vencer la inercia repugnante de la materia y demostrar, transgrediendo sus supuestas leyes ineluctables, su carácter de formación secundaria, de efecto menor de un plan que la desprecia o la ignora, de residuo excremencial del espíritu. Europa entera ha debido rendirse ante la evidencia que él, Bianco, durante casi diez años le ha presentado —piensa Bianco ahora, con indignación un poco humillada, sacudiendo la cabeza presa de una convicción impotente que lo exaspera y lo hace exclamar, en voz alta y en italiano:
—La ciencia ha verificado varias veces mis dones.
Sobresaltándose al oír su propia voz, mira a su alrededor, un poco avergonzado, temiendo que alguien haya podido sorprenderlo hablando solo en el desierto, aunque sabe que en varias leguas a la redonda no debe haber ningún ser humano, aparte del capataz y de los cuatro peones que se encargan del ganado, a los que por otra parte les ha dado órdenes de evitar en lo posible el rancho que le sirve de retiro, lo cual lo obliga a reconocer ante sí mismo, acrecentando de ese modo su humillación, que el sobresalto le viene de comprobar que a pesar de los seis años transcurridos, la herida sangra todavía hasta el punto de hacerle perder la calma y obligarlo a gesticular y a debatir en voz alta, en la siesta fría de agosto, con la llanura. Él puede leer los pensamientos ajenos, desplazar objetos a distancia por concentración mental, modificar la forma y hasta la sustancia íntima de los metales por el simple contacto de sus dedos: el propio Maxwell, en Londres, que un poco más tarde unificaría el campo electromagnético, ha asistido a una de sus experiencias, verificando personalmente las condiciones de su realización, y ha debido inclinarse ante la irrefutabilidad de los hechos. De modo que no vale la pena ofuscarse. Es verdad que, después de la emboscada positivista en París, destinada a perturbar la experiencia, sus dones se han debilitado, y que durante algunos años, alterado por la campaña de los periodistas franceses contra su persona, se ha abstenido de practicarlos, pero desde hace varios meses, y gracias a la colaboración de Gina, en la que está casi seguro de percibir indicios del don necesario, ha empezado otra vez a trabajar su concentración y sus facultades de comunicación telepática.
Sin llegar a convencerse del todo, Bianco se deja apaciguar por sus pensamientos y se aleja un poco más del rancho. La visión fugaz, ligeramente dolorosa, de la materia adversa que lo aprisiona, se vuelve de nuevo la llanura vacía y despejada, la tierra chata de la que, desde hace seis años, es único propietario y en la que el ganado que ha soltado en ella al tomar posesión, se multiplica sin descanso, pasivo, disponible y dócil. Con la misma facilidad con que sus virtudes utilitarias han sabido detectar las posibilidades de hacer dinero —observando con atención en cada lugar a los ricos de ese lugar y haciendo exactamente lo mismo que ellos, con la ventaja suplementaria de hacer de un modo consciente lo que en ellos es mero instinto de conservación— su pragmatismo constitutivo le ha permitido adaptarse al salvajismo casi obligatorio de la pampa y actuar en él con naturalidad tan perfecta que los gauchos que lo sirven, y a los que les paga el sueldo con exactitud y cierta generosidad, se basan menos en esa corrección un poco ostentosa que en el revólver bien visible en su cintura, para forjarle una reputación en la región que induce a los desocupados, aun a los más peligrosos, a mantenerse alejados del rancho estricto de sus meditaciones cuando saben que ha venido a retirarse en él por algunos días. «Chapeau, cher ami», suele decir, con admiración un poco burlona, el doctor Garay López, «usted ha conseguido en un par de años, por simple decisión unilateral, lo que a mi familia, que desciende del fundador de la ciudad y tiene ya cuatro gobernadores en su haber, le ha insumido tres siglos de expoliación y látigo». De ese modo peculiar que tiene de conversar con él, mezclando frases en español, francés, inglés, italiano, y haciendo gestos elegantes e irónicos, un poco histriónicos tal vez, Garay López se lo recuerda a menudo, expresando en forma admirativa un sentimiento más bien reprobatorio que él tolera porque está convencido de que, si esa reprobación fuese auténtica, Garay López no se hubiese asociado con él para importar alambre de Alemania y vendérselo a los ganaderos de la provincia.
Parándose de golpe, Bianco alza la cabeza. A diferencia del que ha visto hace unos momentos, los pájaros que ahora cruzan el cielo, cinco o seis, lo hacen aleteando rápido, un poco en desbandada, como si algo los hubiese espantado, así que de un modo instintivo, baja de nuevo la cabeza y se pone a escrutar el horizonte, en la dirección de la que provienen los pájaros, y le parece ver, en el punto mismo en que la tierra se junta con el cielo, una mancha diminuta, achatada y moviente, como trazos irregulares y nerviosos hechos con un lápiz para borronear groseramente una línea horizontal. Intrigado, Bianco se inmoviliza, observando el borroneo móvil que perturba, sobresaliendo un poco contra ella, la lisura vacía del horizonte. Regordete pero sólido, menos arropado de grasa que morrudo o espeso, imberbe y preocupado, reconcentrado en sí mismo más bien, y con un dejo amargo en los labios aun en los días de su gloria europea, con su saco de cuero sobre la camisa de lana escocesa, los pantalones de terciopelo bordó que se hunden en las cañas altas de las botas, el pelo y las pestañas rojizas y las venas azuladas que viborean bajo las arrugas en la frente y alrededor de los ojos, da la impresión de ser, durante unos segundos, no un ser humano, sino la estatua que lo representa, una reproducción en madera, tamaño natural, recubierta de colores un poco chillones, un anacronismo recién pintado erigido en medio de la llanura.
Es en Londres, unos quince años antes, hacia 1855, que ha comenzado su notoriedad. En esa época se hacía llamar Burton, A. Burton, y decía haber nacido en Malta, explicando de ese modo su inglés italianizado, rudo y transparente. Pero más tarde, en el continente, adoptará definitivamente el nombre de Bianco, para neutralizar la desconfianza legendaria del resto de los europeos hacia los ingleses y facilitar de ese modo su penetración en los medios intelectuales y científicos. La isla de Malta, con su prestigio esotérico y su tradición mixta, occidental y oriental, le permitía reforzar su aura y, disminuyendo la precisión de sus orígenes, aumentar, de un modo paradójico, su credibilidad. Únicamente más tarde, después de la conspiración positivista, cuando, decidido a dejar Europa, trabajará para el gobierno argentino a cambio de títulos de propiedad, incitando a los campesinos italianos a venir a instalarse en la llanura, adoptará la nacionalidad italiana, y hará del toscano su lengua materna, un poco atípica tal vez, a causa de los años pasados en Prusia, en Inglaterra y en Francia, y a su manía, casi a su superstición, de obstinarse en hablar todos los idiomas, no sin cierta facilidad, con un acento extranjero difícil de identificar y que a veces da la impresión de una malformación en la lengua que le impide pronunciar correctamente. A causa de esas indeterminaciones de varios órdenes, natales, raciales, lingüísticos, Garay López, para mostrar que no se le escapan, pero que como corresponde a un verdadero caballero ha decidido pasarlas por alto, lo interpela en varias lenguas a la vez: «Cher ami… dear friend… caro amico!», apoyando fuerte la pronunciación en la última palabra y mirándolo fijo a los ojos con una sonrisa llena de sobreentendidos, lo cual irrita a Bianco, e incluso lo enfurece, sobre todo porque está obligado a simular que no percibe la alusión.
En Londres, hacia 1855, ha emergido de esa penumbra, en un teatro de segundo orden, ejerciendo sus poderes, la transmisión telepática, el desplazamiento de objetos a distancia, la distorsión de la materia por mero contacto, y afirmando que ese don, que él ha llevado a la perfección cultivándolo durante años, está en todos y que basta creer en él y disolver el residuo excremencial del espíritu que es la materia, como le gusta llamarla, para ejercerlo plenamente, de modo que los teatros en los que actuaba fueron llenándose de gente que traía sus propias cucharas, sus propias barras de metal y sus viejos relojes de bolsillo a los que les habían saltado los resortes, y, concentrándose bajo su dirección, los apretaban con fuerza, cerrando los ojos, convencidos de la naturaleza secundaria de las sustancias aglutinadas, hasta que las barras de metal y las cucharas se quebraban o se retorcían como si hubiesen sido de caramelo blando o de arcilla y los relojes se ponían otra vez a funcionar. A medida que los teatros iban volviéndose más céntricos y más espaciosos, las garantías científicas a las que apelaba públicamente para controlar sus demostraciones iban siendo cada vez más estrictas, y su táctica principal, visitar a los escépticos que lo denostaban en los diarios y proponerles sin restricciones la supervisión de los controles, logró convencer a sus detractores, obligándolos a abandonar las últimas reticencias. El propio Maxwell terminó por declarar a un periodista: «Mister Burton y yo trabajamos sin duda sobre un campo experimental similar, que sería difícil definir en el marco de una entrevista; sólo diferimos en nuestra metodología, en nuestros presupuestos teóricos y en nuestros objetivos».
Otro de sus dones era la telepatía. A los psiquiatras que le presentaban objeciones, los invitaba al teatro, los hacía dibujar algo a escondidas en una hoja de papel, en un rincón del escenario, y él reproducía el dibujo ante el público, con tizas de colores, en un gran pizarrón, con mayor o menor exactitud pero casi siempre con una forma muy semejante a la del original, que después se desplegaba para ser comparado con la reproducción hecha a tiza; y él, con seriedad y sin ningún orgullo desmedido, afirmaba que, a diferencia de las formaciones caprichosas y asimétricas de la materia, el espíritu se manifestaba en unas pocas figuras universales que reproducen, contienen y explican la esencia de las cosas y que bastaba solamente saber percibirlas y descifrarlas. «Paciencia y autenticidad son suficientes», decía. «Nosotros —en el escenario usaba el plural mayestático— no queremos ni polemizar ni convencer a los materialistas. No ignoramos la materia, no la negamos. Únicamente queremos demostrar su naturaleza secundaria.»
Dos años más tarde, se le abrían las puertas de la Universidad. No solamente las salas de conferencias, sino también los laboratorios de física y los anfiteatros de medicina y de psiquiatría. Un día, en uno de ellos, al final de una de sus demostraciones, un joven de aspecto enfermizo, prematuramente calvo y bastante tímido se le presentó, diciendo que era el hijo de un alto dignatario de Prusia y que deseaba invitarlo, en nombre de las autoridades de su país, a una serie de conferencias, pero que previamente le encantaría recibirlo a almorzar en Londres. Contrariamente a lo que dejaba suponer su aspecto raquítico, el joven prusiano comía con apetito, y tenía una conversación enérgica y abierta, y no sólo aceptó, sino que recomendó que, para dejar Inglaterra y comenzar a mostrar sus dones en el continente, Burton cambiara de nombre y comenzase a llamarse Bianco —lo que fue haciéndose, no de golpe, sino gradualmente, de modo que el primer año en Prusia llevaba los dos nombres a la vez, por momentos uno, por momentos el otro, y en ciertos casos los dos juntos, hasta que por fin adoptó de un modo exclusivo Bianco como primer nombre y Burton como apellido materno ya que, a decir verdad, había en el fondo de sí mismo una indecisión en lo relativo a su nombre, una resistencia a dejarse representar por uno solo, como si temiese que, a causa de una apelación demasiado tajante, muchas partes de su ser se secaran y desaparecieran. Por seis o siete años todavía, seguiría proclamando Malta como su isla natal, Malta, en la que habían convivido o se habían cruzado templarios, gnósticos y sarracenos y que, arcaica y un poco indefinida, acrecentaba, con destellos oscuros, paradójica, su aura.
Durante varios años, Prusia lo acogió y lo mimó —frecuentaba la nobleza, los medios científicos, las actrices, el Estado Mayor. De vez en cuando, las embajadas le preparaban giras de conferencias en el extranjero, presentaciones en las Universidades, encuentros con científicos e incluso con autoridades religiosas, que veían en sus teorías de la supremacía del espíritu sobre la materia una confirmación inesperada y moderna de algunos viejos dogmas de los que las masas empezaban a distanciarse. París lo sedujo y, de vuelta en Prusia, comenzó, un poco cansado de la vida provinciana, a preparar su retirada con el fin de hacer de París su residencia permanente y lanzar desde allí su mensaje al mundo entero. Pero temía que sus protectores prusianos no lo dejaran partir. Para su sorpresa, acogieron la idea con entusiasmo, y un día recibió la invitación de presentarse al Estado Mayor para una entrevista privada con uno de los oficiales principales. El oficial lo recibió amablemente, le ofreció un cigarro, y le explicó la razón de la entrevista: el servicio de contraespionaje prusiano desearía que Herr Bianco se encargase de penetrar, con sus evidentes dones telepáticos, las intenciones del Estado Mayor francés, eso naturalmente, de manera poco sistemática, aprovechando sus eventuales amistades en París, y su frecuentación de las esferas en las que la embajada de Prusia se encargaría de introducirlo. «Malta, mi coronel, es mi isla natal», respondió Bianco, «Inglaterra el escenario de mis primeras demostraciones científicas, pero Prusia es mi patria de adopción, y la patria impone deberes que el honor y el reconocimiento no saben eludir».
Así que se instaló en París. Escépticos menos por convicción íntima que por intereses profesionales, los medios académicos lo consideraron con reticencia, pero de salón en salón, de fiesta en fiesta, de adulterio en adulterio, fue conquistando las relaciones necesarias, y al año siguiente ya era un personaje público que un puñado de adeptos consideraba como la prueba viviente de la irrealidad sórdida de la materia mientras que un enjambre de snobs se disputaba su presencia en lunchs multitudinarios y en chocolates. Los diarios polemizaban sobre su caso; un miembro del Instituto lo atacaba, pero la Academia de Ciencias, más prudente, lo defendió, arguyendo que los ataques a priori no condecían con el método experimental y que el siglo autorizaba su aplicación imparcial a cualquier objeto, y que por tales razones la Academia de Ciencias, hasta tanto no se hubiesen hecho las verificaciones necesarias, no se expedía ni en favor ni en contra. En sus demostraciones públicas, más espaciadas, él continuaba retorciendo cucharitas y barras de metal, poniendo en funcionamiento otra vez relojes desahuciados, reproduciendo casi a la perfección, por transmisión telepática, dibujos ocultos, dándoles forma poco a poco en un pizarrón, después de un momento de concentración dolorosa, con tizas de colores. Su simple proximidad llenaba de indecisión a la brújula, encabritaba la electricidad, volvía caprichosos a los imanes, dotaba a los tornillos de un movimiento de insectos. Vayan a sus casas, concéntrense, olviden el prestigio de la materia, decía, y su resistencia obstinada va a evaporarse cuando la sometan al fuego incesante del espíritu de cuya fuerza yo soy la prueba viviente. Y los relojes empezaban a funcionar otra vez, las barras de metal se retorcían, la brújula vacilaba.
De tanto en tanto, redactaba un informe para la embajada de Prusia, sin mucha convicción, esperando el momento de liberarse de su misión, por considerarla indigna de sus dones y peligrosa para su reputación; pero cuando dejaba vislumbrar la posibilidad a los funcionarios de la embajada, los funcionarios le daban a entender que esa posibilidad era remota, y que desde el momento en que había redactado el primer informe, su destino personal y el del Estado Mayor seguirían unidos hasta el fin de los tiempos. Bianco asentía con una sonrisa resignada, que acentuaba todavía más la expresión amarga de sus labios, de la que no se sabía si debía atribuirse a la forma original de su boca, o a una mueca adquirida en los primeros treinta años brumosos de su vida.
Un día, la Academia de Ciencias le mandó una carta, invitándolo a realizar una demostración en sus laboratorios. Era el momento, decía la carta, de probar sus dones telepáticos y telecinéticos ante un grupo reducido de científicos, sin la presencia del gran público, y en condiciones de experimentación que la Academia misma establecería. La Academia partía del principio de la buena fe de ambas partes, y pensaba que una experimentación meticulosa no podía sino ser útil a la ciencia. Bianco no dejó de percibir el laconismo perentorio y ligeramente severo de la carta, pero el desafío lo excitaba, aun cuando vislumbraba una trampa, y aceptó, sabiendo que si salía vencedor, lo que él llamaba en los salones y en los teatros su simple verdad adquiriría un carácter inquebrantable y definitivo. Una tarde de invierno, solo, se dirigió a la Academia y se sometió a la experiencia. Ocho personas la controlaban; entre ellas, un señor maduro, vestido de negro, que lo miraba todo el tiempo con simpatía. Al anochecer, lo liberaron sin expedirse sobre los resultados. En la calle, el señor maduro lo alcanzó, lo escrutó un momento con curiosidad admirativa, y lo invitó a cenar. A su juicio, los miembros de la Academia parecían convencidos de la autenticidad de sus dones, y sin duda las conclusiones tardarían en hacerse públicas, en forma de comunicación por parte de alguno de los científicos presentes que asumiera el papel de relator. Él, en cambio, estaba totalmente convencido, pero sólo era abogado y periodista. Él pensaba que, para obligar a la Academia a expedirse rápidamente, Bianco debía hacer una gran demostración pública en algún teatro. Si Bianco estaba de acuerdo, él se encargaría de organizarla. Bianco meditó en silencio durante unos minutos, entibiando su copa de cognac en la palma encogida de la mano, y por fin aceptó.
El periodista hizo bien las cosas: llenó el teatro más grande de París de adeptos y detractores, periodistas, científicos, artistas, funcionarios y militares. Además de las experiencias habituales, organizó un debate en los intervalos para que Bianco pudiese explicar el origen de sus trabajos y para que sus partidarios y sus enemigos intercambiaran libremente sus argumentos, pero al subir al escenario, Bianco intuyó que la velada sería tormentosa, y, por los gritos y los disturbios constantes de la platea, que el número de los escépticos era infinitamente superior al de los convencidos. A pesar de todo, empezó a hablar: él no era de ningún modo un hombre de ciencia, sino un humilde objeto que se ponía a su disposición: él mismo había dudado, en su juventud, de sus poderes, inmerso como estaba, a causa de la educación recibida, en el magma excremencial de la materia, que era en el siglo un objeto de culto; el escepticismo que ostentaban muchos de los que estaban en esa sala, él lo había padecido durante años de duda y extravío, resistiéndose a creer en sus propios poderes que por otra parte, estaba seguro, existían, atrofiados por la falta de uso, en cada una de las personas presentes en el teatro. Durante su discurso, debió soportar algunos gritos, risotadas, y una o dos interrupciones, pero sus partidarios, y algunos de sus detractores, también alzaron la voz para imponer silencio, con solemnidad y energía. Por último, algunos científicos exigieron la realización de las experiencias. Bianco adujo que la sala estaba demasiado perturbada como para obtener la concentración necesaria, pero sabiendo que si reculaba lo que él llamaba su simple verdad corría el riesgo de estallar en pedazos, empezó su demostración, ante el silencio precario y la atención malévola de la sala, retorciendo, por simple imposición de manos, las consabidas barras de hierro, las cucharas, desplazando, sobre una mesa transparente, pequeños objetos de metal, haciendo funcionar otra vez relojes rotos y enmohecidos desde hacía años, obligando a las brújulas a vacilar y reproduciendo, por absorción mental, sobre un pizarrón, con tizas de colores, el dibujo que alguien hacía en la otra punta del escenario, fuera de su vista, en un papelito que después plegaba cuidadosamente en cuatro. Cuando terminó su demostración, los gritos y los silbidos apagaban los aplausos, hasta que uno de los científicos logró obtener silencio otra vez, después de muchos esfuerzos, y dirigió un breve discurso a la sala: «Vamos a realizar un examen comparativo entre la demostración de Monsieur Bianco, y uno de los miembros eminentes del Instituto —risas—, que ha tenido la gentileza de prestarse a nuestra experiencia». Y señalando con el brazo hacia las bambalinas, al mismo tiempo que una orquesta oculta en el foso comenzaba a tocar bruscamente una música de circo, incitó a entrar a alguien que esperaba fuera del escenario.