Edición en formato digital: mayo de 2019
En cubierta: fotografía de Carmen Martín Gaite
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© De la edición y prólogo, José Teruel, 2019
© Herederos de Carmen Martín Gaite
© Ediciones Siruela, S. A., 2019
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Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-17860-49-3
Conversión a formato digital: María Belloso
Prólogo
JOSÉ TERUEL
TODOS LOS CUENTOS
CUENTOS DE PRIMERA JUVENTUD
Desde el umbral
Historia de un mendigo
EL BALNEARIO CON LAS ATADURAS
Prólogo
Variaciones sobre un tema
La oficina
Un día de libertad
Lo que queda enterrado
Ya ni me acuerdo
Las ataduras
Un alto en el camino
Tarde de tedio
Retirada
La mujer de cera
El balneario
La trastienda de los ojos
La tata
Tendrá que volver
La chica de abajo
Los informes
La conciencia tranquila
DOS CUENTOS MARAVILLOSOS
El castillo de las tres murallas
El pastel del diablo
DOS CUENTOS DE NAVIDAD
Un envío anómalo
En un pueblo perdido
CUENTOS ÚLTIMOS
El llanto del ermitaño
Sibyl Vane
[Donde acaba el amor]
Flores malva
Y UN CUENTO AUTOBIOGRÁFICO
El otoño de Poughkeepsie
Nota: Procedencia de los cuentos
Esta edición reúne todos los cuentos de Carmen Martín Gaite desde su primera juventud hasta los últimos años de su vida. Los cuentos juveniles publicados en la revista universitaria de Salamanca, Trabajos y Días, nos informan de las preocupaciones existenciales y tanteos formales de la primera fase de la obra de Carmen Martín Gaite, antes de entrar en contacto con el grupo de prosistas de Revista Española. Los últimos relatos nos confirman la libertad imaginativa y la capacidad de experimentación de quien ya había consolidado su trayectoria literaria con un doble reconocimiento de público y de premios.
Las ediciones anteriores de sus Cuentos completos —tanto en Alianza (1978) como en Anagrama (1994)— ofrecían una idea muy parcial de su producción cuentística, ya que en ellas Martín Gaite recogió los cuentos que formaron parte de Las ataduras (1960) y de la tercera edición aumentada de El balneario (1977). Después llegarían «El castillo de las tres murallas» (1981), «El pastel del diablo» (1985) y la variedad de registros estilísticos de sus últimos cuentos, entre los que incluyo los dos cuentos de Navidad (1996-1997) y una pieza maestra, «El otoño de Poughkeepsie» (2002), a la que denomino «un cuento autobiográfico», siguiendo la acertada propuesta de quien fue su primera editora, Maria Vittoria Calvi.
El pensamiento narrativo de Carmen Martín Gaite huyó de la enconada tendencia de la preceptiva literaria a segregar netamente unos géneros de otros. Puedo citar llamativos ejemplos hasta en la elección de sus títulos, como el poema que cierra la tercera edición de A rachas, «Todo es un cuento roto en Nueva York», o la confluencia entre cuento y teatro en la edición para Anagrama de sus Cuentos completos y un monólogo (1994), en la que incluyó junto a sus relatos de Las ataduras y El balneario la pieza teatral «A palo seco». El lector de este volumen podrá comprobar su uso teatral del diálogo y del escenario dentro de sus relatos que se convierten en ocasiones en una auténtica puesta en escena, o la convergencia entre poesía, narración y ensayo en su cuento «Flores malva», una anotación que tanto nos recuerda el ensayar narrando o divagando de El cuento de nunca acabar. Este cruce de géneros desembocará en una concurrencia última: la convivencia entre ficción y escritura del yo, que percibimos en toda su obra, pero que sostiene, con un particular pulso narrativo, en «El otoño de Poughkeepsie».
Tengo la convicción de que a Martín Gaite no le persuadía ninguna teoría que abogase por las diferencias sustanciales y, sobre todo, cualitativas entre un relato breve y una novela corta o larga, porque ella percibía más continuidad que diferencias; máxime cuando consideramos que el cuento en su acervo no solo era un género literario, sino también un modo de conocimiento, de relación, de estar en el mundo: «el cuento bien contado condiciona y transforma la relación inicial entre quien lo emite y lo recibe», escribe a propósito de El beso de la mujer araña de Manuel Puig. Aunque de sus frecuentes reseñas de las colecciones de cuentos (de Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Elena Fortún, Juan Eduardo Zúñiga, Manuel Andújar, Francisco Umbral y José Donoso) y de su labor traductora (de los cuentos de hadas victorianos, de Perrault y de Felipe Alfau), también se desprende que era muy consciente de las peculiaridades de esta modalidad literaria y combatió, al igual que otros cuentistas del medio siglo, el arraigado tópico de que era un «género menor». En su reseña de Largo noviembre de Madrid, de Juan Eduardo Zúñiga, sostiene con su personal léxico crítico que «en un cuento caben menos artificios y es más difícil dar el pego que en una novela; hay que ceñirse limpiamente y de un solo trazo, sin adornos para disimular el temblor del pulso, a la línea que lo contornea, afrontar el riesgo de la concisión, a palo seco. Por eso hay pocos cuentos buenos».
El cuento fue un género decisivo en la formación de Carmen Martín Gaite como escritora y lo cultivó, con mayor o menor intermitencia, a lo largo de toda su singladura literaria. De 1948 data la publicación de su primer relato, «Desde el umbral», y de 1997, la del último, «En un pueblo perdido». Ante tan dilatado recorrido temporal, me atrevería a afirmar que el hilo de continuidad de la narrativa breve de Carmen Martín Gaite fue la extrañeza ante lo cotidiano. El cuento, como la poesía, respondió a su amor por todo lo inaprensible, por atender a un trozo de vida aparentemente irrelevante y por explorarlo demoradamente. El cuento fue sin duda un formato propicio por su brevedad para recoger, a través de la técnica del apunte impresionista, el tono menor de la existencia, ese material minúsculo, fragmentario y en continua mudanza al que cuadran mal las nociones de principio y final. Por ello el relato breve frente a la novela tendrá otro tempo, donde no es preciso buscar antecedentes ni fijar consecuentes.
De cualquier modo, en este itinerario literario y vital de cincuenta años que Todos los cuentos trazan se podrían diferenciar tres núcleos estilísticos: los cuentos mayoritariamente neorrealistas del medio siglo, los Dos cuentos maravillosos, y la variedad de registros formales y temáticos de los últimos cuentos: desde los relatos de Navidad a la narración de escenas, reflexiones y secuencias de diario íntimo procedentes de sus Cuadernos informales y esporádicos. Esta variedad de modalidades también advierte de la pluralidad de los intereses literarios y vitales de la autora: desde la voluntad de dar testimonio a la introspección o desde el ámbito de lo cotidiano a los cuentos de hadas.
«El balneario» con «Las ataduras»
En 1978 Carmen Martín Gaite reordenó sus dos colecciones de relatos hasta entonces publicadas, El balneario y Las ataduras, para Alianza Editorial bajo el título de Cuentos completos. Esta edición fue resultado de la nueva lectura que emprende de su narrativa breve a la altura de la transición política, mientras redactaba El cuarto de atrás. Tras un lapso de veinte años, la mirada retrospectiva de nuestra autora sobre su cuentística significó una doble sorpresa; por un lado, comprobó el valor testimonial de su narrativa breve sobre un tiempo vivido que comenzaba a ser repentinamente historia; por otro, pudo constatar cómo en esos relatos aparecían ya los temas fundamentales de su proyecto narrativo. La principal novedad de la recopilación de 1978 consistió en el criterio de ordenación temático que le llevó a reagrupar sus relatos por asuntos: desde los cuentos «de la rutina» a aquellos en los que predomina «una especie de alegato contra la injusticia social». Es la agrupación que mantenemos en esta esta edición.
De los diecisiete relatos que Martín Gaite consideró en 1978 que debían formar el volumen de sus Cuentos completos, trece fueron escritos en el decenio de 1950 («Un día de libertad», «La chica de abajo», «La oficina», «La trastienda de los ojos», «Los informes», «El balneario», «La mujer de cera», «La conciencia tranquila», «Lo que queda enterrado», «La tata», «Un alto en el camino», «Tendrá que volver» y «Las ataduras»). Si nos atenemos al «Prólogo» que se incluye en este volumen, a su reseña de los Cuentos completos de Jesús Fernández Santos (significativamente titulada «Etapas de aprendizaje») y a Esperando el porvenir, podríamos caracterizar su concepción y práctica del cuento a la altura de la década de 1950 (compartida con otros compañeros de generación) a través de los siguientes ejes: son relatos que no tienen un final feliz ni ofrecen moraleja ni brindan soluciones; su única finalidad es la de presentar retazos de la realidad circundante y, en tal sentido, son resultado de una actitud y una voluntad testimonial; sus personajes suelen ser tipos marginados —desde el golfo a los oficinistas modestos— que añoran la libertad y van a la búsqueda de espacios más amplios; y los argumentos en los que se ven envueltos rezuman apatía, escepticismo y hartazgo frente a la imperante moral de triunfo. En definitiva, estos cuentos (herederos del neorrealismo cinematográfico y su estética de la redención) atienden a un trozo de vida aparentemente irrelevante y se articulan como un apunte impresionista donde nada queda definitivamente cerrado, ya que pertenecen al tiempo presente en el que están inscritos, un presente que es también parte de la historia. (Esta técnica de apunte impresionista —tan familiar entre otros prosistas de su grupo— pudo hacer pasar como inocente ante los censores un encubierto propósito desmitificador).
Pero tanto en la segunda como en la tercera edición de El balneario aparecen ya relatos más acordes con sus novelas de 1970, especialmente «Variaciones sobre un tema» (1967) y «Retirada» (1975). Estos dos títulos van más allá de los intereses estilísticos y literarios de los relatos de la primera época y anuncian una concepción del cuento, que prevalecerá en sus últimos registros, como la reviviscencia de una imagen fugaz que reclama su derecho a no ser olvidada y que se instala transversalmente en la memoria del narrador. De hecho, «Variaciones sobre un tema» era uno de los cuentos preferidos de Carmen Martín Gaite, por ello lo colocó en posición inicial en la nueva reordenación de El balneario con Las ataduras, y establece una continuidad entre Todos los cuentos aquí reunidos.
Por el territorio de los cuentos de hadas
En el primer lustro de 1980 Martín Gaite aceptó el encargo de Esther Tusquets y publicará en la editorial Lumen dos cuentos «para niños» que «tal vez pueda gustarles también a los mayores [...]. Porque no hay razón para que a los niños y a las personas mayores tengan que gustarles cosas distintas», escribe en una nota que figuró en la primera edición de «El castillo de las tres murallas». Para ella la división de la literatura en géneros y en edades no tenía ningún sentido. Estos cuentos serán recogidos en 1992 por Ediciones Siruela bajo el título definitivo de Dos cuentos maravillosos. Martín Gaite tuvo el acierto de rectificar el rótulo anterior de Dos relatos fantásticos con el que fueron publicados conjuntamente en 1986 por Lumen. Sin embargo, el hecho de que estos dos cuentos fueran fantásticos o maravillosos era una cuestión categórica que, en el fondo a nuestra autora, desde su taller literario, no le preocupaba. A ella lo que le interesaba verdaderamente era reinventarse contando una historia, para ello abrazaba todo género que le sirviese para elaborar su discurso, y reprobaba que la encasillaran en una concepción estrecha del realismo (aunque sabemos que su percepción de lo real nunca excluyó lo sobrenatural, baste citar su cuento de los años cincuenta «La mujer de cera», y que Brechas en las costumbres fue el título con el que proyectó editar la recopilación de sus cuentos de la primera época). En una carta a Esther Tusquets, fechada el 14 de junio de 1990 —acababa de entregar Caperucita en Manhattan en Ediciones Siruela—, se lamentaba con razón de que «la mayoría de mis lectores y estudiosos habituales ignoran que me haya dedicado a otra cosa que al realismo o al ensayo».
Como demuestran los capítulos dedicados a «La Cenicienta» y a «El gato con botas» en El cuento de nunca acabar y su traducción de la edición de Bruno Bettelheim de Los cuentos de Perrault seguidos de los cuentos de Madame d’Aulnoye y de Madame Leprince de Beaumont, desde los años 1970 nuestra autora sintió la necesidad de abordar el mundo de los cuentos de hadas como fuente de placer estético y de apoyo emocional, que culminará en dos novelas editadas en la última década de su vida: Caperucita en Manhattan y La Reina de las Nieves, o en su traducción de los relatos Niño de Sol y niña de Luna, La llave de oro, y La princesa y los trasgos, de George MacDonald.
Desde mi punto de vista, la clave autobiográfica es el principal mecanismo que sale al paso de Martín Gaite para la deconstrucción de los cánones genéricos relativos al cuento maravilloso e infantil en «El castillo de las tres murallas» y «El pastel del diablo». Estos Dos cuentos maravillosos dan noticia de la relación de un protagonista femenino (mujer o niña) con la libertad. Es una variante del tema de las ataduras como construcción de la identidad, que Carmen Martín Gaite había desarrollado en sus cuentos de los años cincuenta y, sobre todo, en su novela Ritmo lento. En «El castillo de las tres murallas» la autoridad preside la relación entre Lucandro y su esposa Serena, y por la libertad una madre abandona a su hija. De hecho, Martín Gaite interpretó este cuento como una «parábola de la libertad alcanzada a fuerza de amor», aduce en su conferencia «Reflexiones sobre mi obra». «El pastel del diablo» es también una reflexión sobre la libertad que la imaginación y la vocación de contar historias propician. Tras la superficie de sus tramas, tras los ropajes de la ficción, circula el río subterráneo o guadianesco de la escritura del yo, demostrando que lo autobiográfico en su obra es más un momento que la persecución de un género literario. La relación de Carmen Martín Gaite con su obra es una relación biológica. El marco de referencia de su mundo literario se ordenó a través de una categoría cognitiva y retórica llamada experiencia. Desde la conciencia de los límites entre vida y elaboración literaria, y con la cautela de no caer en la trampa de identificaciones tajantes, su obra es una invitación confiada a la inteligencia del lector, al descubrimiento de la doble entidad de la que surgen los seres de ficción que «por una parte, inventan la realidad, pero, por otra (como creados que han sido por personas de carne y hueso), la reflejan», comenta en El cuento de nunca acabar.
Los cuentos de hadas la ayudaron a reavivar su ánimo, le proporcionaron amparo frente a la zarpa de la realidad y le sirvieron para formular literariamente sus grandes incógnitas: el miedo a la libertad, las relaciones interpersonales de dominio y dependencia, el castillo de la incomunicación. Carmen Martín Gaite no pudo hacer frente a los avatares de su vida sin recurrir a la capacidad de magnificar y transfigurar de la imaginación: «Los cuentos de hadas nunca han sido literatura para niños. Eran narrados por adultos para placer y edificación de jóvenes y viejos; hablaban del destino del hombre, de las pruebas y tribulaciones que había que afrontar, de sus miedos y esperanzas, de sus relaciones con el prójimo y con lo sobrenatural», leemos en la edición citada de Bruno Bettelheim sobre Los cuentos de Perrault, que Martín Gaite tradujo. En la misma línea, la escritora salmantina anota, en sus Cuadernos de todo, una cita procedente de la lectura de Los libros, los niños y los hombres, de Paul Hazard: «Los cuentos de hadas tienen algunos rasgos parecidos a los de los sueños. Pero no los sueños de los niños sino los de los adultos». Los Dos cuentos maravillosos, como Caperucita en Manhattan, fueron relatos escritos para la permanente infancia de los adultos.
Eclecticismo y experimentación en sus últimos cuentos
En los últimos años de su vida, consolidada ya su trayectoria de escritora, Carmen Martín Gaite tuvo la libertad de publicar los cuentos que le apetecían, sin restricciones y sin contar con las expectativas editoriales de sus novelas, que desde 1992 adquirieron un ritmo bianual. La libertad imaginativa y la variedad de registros estilísticos otorgan a sus relatos postreros un carácter experimental y ecléctico. En ellos ensaya una pluralidad de modalidades narrativas: desde la fábula política para los olivareros de Jaén al cuento de Navidad, pasando por la escritura poemática del microcuento, donde se deshace cualquier tentación argumental, o el relato concebido como escena o diario de impresiones, que se podría relacionar con la práctica de autoras dilectas en su tradición, como Virginia Woolf, Djuna Barnes o Clarice Lispector. Esta última modalidad es, desde mi punto de vista, el registro más innovador y significativo. Me refiero a esas narraciones, de aspecto inconcluso o truncado, a modo de anotación, procedentes de la escritura magmática de sus Cuadernos de todo, y que son fundamentalmente tanteos que ilustran el ideal abierto de escritura «de un tirón» que formuló en El cuento de nunca acabar. Entre ellas, destaco «Sibyl Vane» y «Flores malva», que representan la voluntad de investigar más que de contar una historia.
El mismo culto a la libertad y al afán de establecer vasos comunicantes entre distintos géneros preside sus incursiones en los territorios del cuento de Navidad. En «Un envío anómalo» y «En un pueblo perdido» se funden el artículo de costumbres y su particular tratamiento de este subgénero narrativo decimonónico. «Navidad de consumo», un artículo publicado por Carmen Martín Gaite en Diario 16 (el 27 de diciembre de 1976 y recogido en Tirando del hilo), podría establecer un punto de referencia para estos dos cuentos editados en los últimos años de su vida y con los que combatió el hastío y la soledad que le provocaba el tinglado luminotécnico de la forzada celebración navideña, especialmente tras la muerte de su hija. Frente a la tradición literaria del cuento de Navidad, nuestra autora nos muestra el cuento (esto es, la engañifa que ya nadie se cree) de la Navidad.
En «Sibyl Vane» Martín Gaite recrea una fugaz fantasía escénica con el personaje del mismo nombre, procedente de El retrato de Dorian Gray. La actriz Sybil Vane, tras la representación de su papel de Julieta, dialoga con la impasible narradora y supuesta amiga, cuya presencia le sirve de soporte para encauzar una perorata sobre su amor vehemente por el personaje que da título a la novela de Oscar Wilde; y mientras habla, rejuvenece. Nos encontramos con la característica heroína literaria de Martín Gaite de la década de 1970, que nos retrotrae a Eulalia de Retahílas o a Agustina de Fragmentos de interior: la mujer que ha visto quemarse su estabilidad afectiva y que no oculta su insatisfacción. Se deduce de este cuento, estructurado como una escena teatral y una breve anotación aclaratoria, el interés de la autora por el balbuceo amoroso más que por su elocuente representación. El amor solo se puede expresar o interpretar desde el fingimiento: desde el sentimiento, la verdad del amor enmudece, provoca la patética miseria del balbuceo (recuérdese el explícito subtítulo de Apuntes sobre la narración, el amor y la mentira para El cuento de nunca acabar). Carmen Martín Gaite prologó El retrato de Dorian Gray en 1970, aunque la escena de nuestro cuento no recrea pasaje alguno de la novela —de hecho, es presentada como una «fantasía»—, sin embargo, su idea central —el arte de fingir lo que no se siente y la imposibilidad de hacerlo en el caso contrario— procede del parlamento de la actriz con Dorian Gray en el capítulo séptimo.
Los límites y fronteras del lenguaje ante la experiencia amorosa, la necesaria mudez de la forma pura ante el sentimiento o su epifanía, y la conciencia de que el silencio es la última estación del lenguaje emparientan este cuento-escena con el metarrelato «Flores malva». Aunque Carmen Martín Gaite nunca se refugió en lo inefable, sino que lo vivió para transferirlo: «¿Adónde van las cosas cuando salen de nuestros ojos si no las sujetamos aquí? Me amparo en las palabras», escribe en Cuadernos de todo.
«Flores malva» se articula a través de la superposición temporal entre el acontecimiento y su narración. Del primero queda una mirada, una instantánea nítida, dos palabras anotadas en una cajetilla de tabaco y el diálogo insulso con «un viajero gordo, con gafas de concha». De la segunda se desprende su sospecha, incluso, su traición: todas las cuestiones de vida o muerte se desustancian al intentar fijarlas en letra, en «cuadernos de limpio». Todo lo demás es deseo, prefiguración, un sueño «cargado y tortuoso» del que nos ha dejado una imagen fugaz, tan frecuente en Visión de Nueva York como en la escritura-tren de sus Cuadernos de todo: «No puede ser comunicada la iluminación misma, sino solamente el camino hacia la iluminación», leemos en el mismo Cuaderno número trece, y del que probablemente proceda el relato que nos ocupa.
Considero que «Flores malva» es un cuento fundamental por varias razones, porque confirma, en el caso de Carmen Martín Gaite, que la pasión por resolver jeroglíficos fue la base de toda su literatura y que la clave de un cuento radica en la reviviscencia de algo que reclama su derecho a no ser olvidado. Además, «Flores malva» pone en escena cómo un narrador, que quiere salvar del olvido esa llamada acuciante, precisa no solo revivirla como acontecimiento, sino también reconstruirla como narración. Esta es la clave de «Flores malva» cómo reconstruir una visión fugaz (desvinculada de cualquier argumento) en narración, un proceso complejo que se equipara al deseo de desentrañar su significado. Solo podemos narrar los efectos de la epifanía, no su sentido: «un mensaje que daba en el blanco. ¿Pero en qué blanco?». No es de extrañar este final abierto de una autora que siempre consideró que cualquier cierre de una narración era un recurso amañado. Sus narraciones, más que terminar, se detienen: Carmen Martín Gaite tuvo verdadera confianza en la inteligencia del lector para suplir las reticencias, sobreentendidos y nudos sueltos de su obra.
Y «El otoño de Poughkeepsie»
En la habitación vacía de su apartamento de Vassar College, la tarde de su llegada, el 28 de agosto de 1985, sintiéndose «más sola de lo que he estado nunca en mi vida», Carmen Martín Gaite inició un nuevo Cuaderno que titulará «El otoño de Poughkeepsie». Ante el dolor acuciante de la pérdida de su hija escribe una de las piezas más intensas de su obra. El nombre de Marta no aparece, pero sí figura, latente como un hipograma, entre todos los objetos que subrayan su ausencia. El relato constituye una obra maestra del pulso narrativo de nuestra autora ante la elaboración literaria de la intimidad: de cómo transformar el tiempo inerte «en tiempo de escritura».
Según se deduce de su correspondencia con Ignacio Álvarez Vara, en la única mención de este título que hemos encontrado en su archivo, «El otoño de Poughkeepsie» pudo ser en su prefiguración un «libro» más extenso y aunque nada haga pensar por su entramado remate que el proyecto se paralizó, sí conviene tener en cuenta que la redacción de Caperucita en Manhattan, la novela cuyo origen se encuentra en este «cuento autobiográfico», le sirvió para seguir narrando con más distancia el duelo.
Pienso que si Carmen Martín Gaite no publicó este texto en vida ni lo volvió a mencionar en ningún momento de su obra fue porque no tuvo fuerzas de regresar a todo que le recordaba ese «horrible» verano de 1985, que convencionalmente cierra el 21 de septiembre de 1985, para convertirlo en «El otoño de Poughkeepsie» y demostrar que en la tentativa imposible por apresar el tiempo consiste la verdadera grandeza de la literatura.
Nuestra escritora aplicó las propiedades del cuento, e incluso las de la adivinanza, al diario íntimo, como ya lo hizo en Visión de Nueva York. La literaturización de la experiencia personal fue el emplazamiento idóneo para reenfocar, reinterpretar y subvertir subgéneros narrativos. La convivencia entre la escritura del yo y la ficción, entre lo personal y el artefacto literario, sostenida siempre con toda su conciencia formal, disimulando el temblor, es la clave estilística y retórica de un uso del lenguaje llamado Carmen Martín Gaite, quien creyó en el alivio de la solución poética para el drama de la existencia. Quizá esta sea la razón última de esa persistente convergencia en todos sus cuentos entre tratamiento ficticio y momentos autobiográficos, pero que encuentra en «El otoño de Poughkeepsie» su pieza maestra.
JOSÉ TERUEL
Pasamos media vida mirando hacia allá, imaginando. Tanto que nos parece que ya nos hemos ido.
Y un día, al alzar los ojos, estamos aún en el mismo sitio. Acostumbradamente se cruzan nuestros trenes y cada instante es una despedida.
Sí. Ahí está todavía Muriel, saludándonos desbordado y alegre por los pasillos de la facultad. Y aquí los mozárabes diciendo yenair y conelyo como niños tontitos que aprendiesen a hablar repitiendo lo mismo un día y otro. Y enfrente la catedral blanca de nieve, gozosa de sol, recortada y violeta al poniente, como si pensara.
Nos han dicho que Adrados ya es catedrático y que Alvar lo va a ser enseguida. Se llaman así, Adrados y Alvar, y nos acordamos muy bien cuando eran estudiantes de cuarto curso. También algunas chicas que estudiaban entonces, ahora tienen un hijo. Que esto es más importante todavía.
... Y nosotros escuchamos las noticias con dulce e inconsciente admiración, respiramos bien fuerte y nos sacudimos el polvo cantando. Cantando al azar. Porque nada está colmado, porque aún no hemos llegado a ningún sitio.
(Tampoco llegaremos luego, ni nunca; pero nos parecerá que sí). Y podemos hacer mucho ruido para que todos sepan que estamos aquí todavía.
No se trata de intentar hacer eterno el tiempo. De intentar guardarse unas horas que solo son para que hayamos sabido irlas cogiendo y soltando mientras pasaban intensas y redondas. Que no valen por ellas mismas sino por lo que nos han enseñado al beberlas.
Pero sí es tiempo de mirar alrededor haciendo un recuento como después de una hermosa cosecha, y sentir alegre el corazón porque es todo nuestro aunque lo dejemos aquí, aunque vengan los demás a quitarnos el sitio, ese pequeño sitio.
Si sabemos marcharnos diciendo: «Hasta mañana», nos quedaremos para siempre y nos lo llevaremos todo en nosotros.
Mirad. La primavera ha vuelto perezosa y transparente, y se incuba en el mundo, y es un cálido jugo en nuestras venas, un limpio rebrotar de fresas, de mañanas y de pájaros.
Doña Blanca de los Ríos acaba de encontrar un documento viejo, y le raspa la tinta, y los ojos le brillan porque ahora resulta que Gabriel Téllez era hijo natural del duque de Osuna. Y si no vengan ustedes a su obra y verán las alusiones amargas, intencionadas:
La desvergüenza en España
se ha hecho caballería.
«¡Si ya lo decía yo!», se ufana doña Blanca. (Luego vendrán otros señores a llevarle respetuosamente la contraria, pero por ahora ella, la pobre, ¡está tan contenta!).
Está abierto el balcón del seminario, y dentro de su marco se ve un poco de llano derramado allá lejos y unas nubes delgadas que se estiran encima. Y delante, más cerca, la ciudad con sus tejados dormidos, tibia y quieta como un humo. Todas las campanas de los conventos dan vueltas lentamente en la tarde.
Siempre ha vuelto así la primavera. Día tras día cada uno se ha ido encerrando en sus cosas y ha ido haciéndose distinto, pero siempre al andar se tropezaba con los ojos calientes de ese puñado de gentes amigas, y de pronto era bueno vivir, y era bueno mirar que la tarde caía en los conventos y que los árboles se habían llenado de flores blancas mientras partía el Cid para el destierro, mientras Manolo Ballestero divagaba apasionadamente, contradiciéndose, o ensayábamos teatro en la clase grande.
Ronsard nos lo ha dicho:
Vivez si m’en croyez, n’attendez à demain...
Y Juan Ramón, ese estremecido poeta:
No busques, alma, en el montón de ayer
más perlas en la escoria...
Ni mañana ni ayer. Ahora es todo nuestro. Podemos soñar que siempre será nuestro. ¿No sentís clavado el instante como una aguja florecida?, ¿no os duele en el corazón su plenitud?
Esfuerzo elástico por saber, por probar; posibilidad, anhelo, ramas verdes cruzadas.
Sí. Estrenemos esta primavera. Porque nos hemos detenido y aún estábamos aquí, como siempre.
¿Escucháis? ¡Despertad! Aquí y ahora. Las nubes desplegadas cauce allá, sobre la torre. En Salamanca, en Anaya, a 15 de marzo de 1948.
Y luego Dios dirá. Dios le dirá a cada uno.
[1948]
El mendigo llegó a la gran ciudad en una tarde clara y fría, con un zurrón y un perro compañero de los caminos. El perro no era suyo ni de nadie y por eso ni siquiera quiso ponerle nombre. Le llamaba solo perro o perrucho, y el perro atendía a brincos. Tenía los ojos húmedos y cariñosos. Pero el mendigo pensaba: «Un día se me irá, y hará muy bien. Si encuentra un amo rico, con derecho a esclavizarle, ese le pondrá nombre». El perrillo saltaba con el rabo enhiesto cuando entraron en la gran ciudad. El poniente rojo se volcaba sobre unos andamios.
El mendigo era un viejo mendigo. No decrépito. No lisiado. Alto y anguloso, de barba pálida, de mirada aguda y serena. A nadie le importaba saber de dónde había venido, y nadie se lo preguntó. La verdad es que él tampoco era amigo de buscar oyentes; apenas le importaba a él mismo el cúmulo de días vividos. Y pensaba en sí muy raras veces.
El mendigo se decía: «¡Vaya! ¡Qué fáciles son las cosas! Ya estoy en la gran ciudad». Y se lo repetía muchas veces para enterarse y su idea iba con él mientras andaba como el rumor de un abejorro terco. Su idea se le repetía multiplicada en la voz de los cláxones, de las ruedas, de los silbatos.
El mendigo se perdía entre los ruidos de la gran ciudad, vagando lentamente con su perro.
Un día se va lento o fugaz, pero notamos su peso y su medida. Si se juntan varios días ya no sabemos. Parece que los han soplado, que no son tiempo. Si se juntan diez, veinte lentos días ya no sabemos nada de ellos.
El mendigo pensaba: «Ya debe hacer un mes que estoy en la ciudad. El aire es templado y olerá a tomillo más allá de las casas». Las casas se alzaban como tapaderas impenetrables con su faja de sol en los pisos altos. Miles de casas. El mendigo levantaba sus ojos a los balcones. De alguno colgaba a veces, lacia, una palma cruzada desde el Domingo de Ramos; en otro se adivinaban unos tiestos. Luego los visillos tapaban lo de dentro. El mendigo notó que en aquella ciudad las mujeres no se asomaban nunca al balcón. En cambio había letreros sujetos a los hierros. Y por la noche se encendían y se apagaban con luz roja, verde, morada, insistente: RestauranteAnís, Sastrería (y la a rota se velaba como una luna en eclipse). Sobre las altas terrazas, el cielo se perdía detrás del halo rojizo y denso de los letreros.
Una tarde, siguiendo con la vista la herida púrpura de una nube, el mendigo y el perro fueron a parar a una plaza apartada que tenía una iglesia, dos tabernas y un farol. Era un sitio tranquilo y los niños se perseguían con las piernas sucias y desnudas por las bocacalles, desbocados, primaverales. El mendigo aprendió a ir allí desde cualquier calle desconocida. Iban siempre —él y el perro— al acabar la jornada, después de haberse fundido en el afán de la ciudad y de haberla visto girar con sus mil rostros y sus mil vitrinas y sus mil bombillas.
El mendigo descansaba la espalda contra la pared y rascaba el lomo del perro, que gruñía con los ojos cerrados. Luego se iban a dormir entre los muros de una casa derruida desde la guerra que descubrieron un día en las afueras.
No siempre iban juntos. A veces al despertar, el perro se había marchado por su cuenta. Andaba todo el día separado del hombre, buscando su comida, y volvía a la noche a la plazuela. Allí esperaba a su amigo sentado en las escaleras de la iglesia. Otras veces le saludaba ladrando al llegar cuando el mendigo ya estaba allí, apoyado en la pared, pensando de cara a los astros: «Hoy no volverá más el perrucho. Y hará bien». Entonces se miraban hondamente, sin alborotar, pero el hombre sentía escozor en los ojos y se decía «Ha vuelto, vuelve porque quiere».
Al anochecer la ciudad se abría como un ascua de rumores y luz y las gentes se apresuraban hacia los tranvías, hacia el cruce de dos calles, hacia la entrada de un teatro. Un hombre serio, que iba pensando en Nietzsche, se cruzaba con una florista joven; un estudiante de medicina miraba las piernas de la florista desde el autobús; la muchacha del sombrerito rojo pensaba que era perfecto el perfil del estudiante, y su novio le tiraba de la manga: «Nena, bajamos en la próxima». Se encendía la luz roja y el guardia daba la señal para cruzar. Todos se agolpaban, se separaban. La luz roja otra vez.
El mendigo observaba el ir y venir de las gentes con los ojos tranquilos. Los rostros eran alargados, carnosos, picudos, nunca los mismos. Él no los conocía. Tendía hacia ellos la mano mecánicamente, sin palabras. Aquellas monedas le hacían falta para comer un poco. ¿Qué más daba además ensayar un gemido o una ceguera? Las gentes pasaban con sus rostros distintos sin mirarle, sin conocerse. Pasaban los adolescentes, los hombres, preocupados y egoístas, las muchachas pegadas a un novio. El mendigo los seguía con una mirada de ardiente curiosidad. ¿Cómo acercarse a ellos? ¿Cómo acercarse? A veces deseaba hablarles, pero hubiesen recelado. Si alguien le miraba alguna vez —el tabernero, la mujer de las cerillas, otro pobre— era desde un pozo de recelo. Pero eso se callaba.
El mendigo solía embriagarse alguna vez. Nunca del todo porque no tenía dinero. Después se dormía bien en cualquier sitio. Antes del sueño venían mezclados todos los rostros humanos, sonriéndole, y se besaban entre sí en una confusa armonía. Y formaban como un techo de lianas sobre su cabeza. El mendigo entreabría los ojos y en cada una de las estrellas de la noche veía su rostro. Luego los cerraba y en cada rostro de los de su sueño se encendía una estrella.
Cuando vino el verano, surcado de muchachas con los brazos desnudos, de mangueros y de algún pregón perezoso, el mendigo empezó a notarse desasosegado e insatisfecho como nunca en su vida: «¡Qué cansado estoy!», pensó. Y se extrañaba de aquello. Él, que nunca había pensado en hacer nada, se decía ahora: «Si fuera joven trabajaría y ganaría dinero para repartirlo, para regalarlo. Seguramente me casaría para tener hijos y, si no, me acercaría a los niños de los demás y los besaría. Me gustaría pararme a la sombra de los árboles a echar un cigarro con los otros mendigos y escucharles su vida. Conocería la alegría de trabajar, y ella me uniría a las gentes».
Pero el mendigo se sentía impotente y viejo. Pensó: «Tal vez estoy enfermo y me vaya a morir. ¡Dios mío! Sería horrible morir aquí, tan solo».
Y una mañana se echó su zurrón al hombro y se fue de la ciudad furtivamente, con las primeras luces, hacia donde maduran los trigales.
Camino adelante. Camino de la muerte.
El perro le siguió.
[1950]
Al principiar la década de los cincuenta, cuando un grupo de amigos (Aldecoa, Fernández Santos, Ferlosio, Sastre, Medardo Fraile, Josefina Rodríguez, De Quinto y yo, entre otros) nos acogimos al mecenazgo del difunto hispanista Rodríguez Moñino para fundar, aquí en Madrid, aquella Revista Española de vida tan efímera, donde aparecieron nuestros primeros cuentos, el ejercicio de la literatura, como el de la mayoría de los oficios, estaba jalonado por graduales etapas de aprendizaje. Y, de la misma manera que un carpintero o un fumista, antes de soñar con llegar a maestro, pasaba por aprendiz y oficial, casi nadie que se sintiera picado por la vocación de las letras se atrevía a meterse con una novela, sin haberse templado antes en las lides del cuento. Aprendimos a escribir ensayando un género que tenía entidad por sí mismo, que a muchos nos marcó para siempre y que requería, antes que otras pretensiones, una mirada atenta y unos oídos finos para incorporar las conversaciones y escenas de nuestro entorno y registrarlas. La vida de la calle era entonces menos compulsiva y apresurada, discotecas no había, no circulaban tantos coches, no existía la televisión y la gente tenía menos dinero, paseaba más y bebía vino por los bares de su barrio despacio, mientras charlaba con los amigos y con los desconocidos. Alguna historia de las que afloraban en aquellas conversaciones era con frecuencia, antes de pasar al papel, materia de nuestros comentarios, de los cuentos que nos contábamos unos a otros, a lo largo de aquel tiempo generosamente perdido por los bares con futbolín, por los parques y por los bulevares. La fisonomía, completamente distinta, de aquellos locales y calles, anotada como al descuido en nuestros cuentos, les confiere ahora cierto valor testimonial.
La mayor parte de los relatos que componen el presente volumen están escritos entre 1950 y 1960 y muchos no había vuelto a mirarlos. Invitada ahora, al cabo de los años, a revisarlos, no he conseguido hacer la relectura tan «desde fuera» como para que la irrupción de aquel tiempo olvidado, en que un oficinista vivía con dos mil pesetas al mes, no me pase la factura de mi actual edad.
Lo que más me ha llamado la atención es lo pronto que empezaron a aparecer en mis tentativas literarias una serie de temas fundamentales, que en estos cuentos van casi siempre combinados, a reserva de que predomine o no uno de ellos: el tema de la rutina, el de la oposición entre pueblo y ciudad, el de las primeras decepciones infantiles, el de la incomunicación, el del desacuerdo entre lo que se hace y lo que se sueña, el del miedo a la libertad. Todos ellos pertenecen a campos muy próximos y remiten, en definitiva, al eterno problema del sufrimiento humano, despedazado y perdido en el seno de una sociedad que le es hostil y en la que, por otra parte, se ve obligado a insertarse. Me refiero de preferencia (como en el resto de mi producción literaria) a la huella que esta incapacidad por poner de acuerdo lo que se vive con lo que se anhela deja en las mujeres, más afectadas por la carencia de amor que los hombres, más atormentadas por la búsqueda de una identidad que las haga ser apreciadas por los demás y por sí mismas, hasta el punto de que este conjunto de relatos bien podría titularse «Cuentos de mujeres». Suelen ser mujeres desvalidas y resignadas las que presento, pocas veces personajes agresivos, como trasunto literario que son de una época en que las reivindicaciones feministas eran prácticamente inexistentes en nuestro país. Pero diré también que ese malestar indefinible y profundo sufrido por las protagonistas de mis cuentos, ese echar de menos un poco más de amor, creo que sigue vigente hoy día, a despecho de las protestas emitidas por tantas mujeres «emancipadas», que reniegan de una condición a la que siguen atenidas y que las encarcela.
El ejemplo de Andrea, la protagonista de «Variaciones sobre un tema», me parece bastante ilustrativo de este conflicto —no solo femenino, por supuesto— entre la emancipación y la búsqueda de unas raíces que apuntalen la propia identidad. Este cuento es bastante posterior, de finales de los sesenta, y he querido ponerlo en primer lugar, porque tal vez sea el que más me gusta.
La ordenación no está hecha, pues —como puede verse por las fechas anotadas al final de cada cuento—, ateniéndose a un criterio cronológico, sino que he procurado agruparlos más o menos por su asunto, aun contando con la evidente dificultad derivada de que ningún tema se dé en estado puro, como ya he advertido al principio.
En términos generales, diré que he comenzado por los cuentos que podrían llamarse «de la rutina» y he terminado por aquellos en que predomina una especie de alegato contra la injusticia social, pasando por otras gamas que el propio lector descubrirá, si es que vale la pena.
Madrid, junio de 1978
La fisonomía de un invierno, tomado en su conjunto, es de por sí difícil de individualizar, y ya llevaba cinco avecindada en Madrid Andrea Barbero cuando vino a sentirse picada por la comezón de desglosar de aquel que concluía, al calor de los primeros soles de marzo, el perfil de cada uno de los otros.
Para hablar propiamente, más que tal comezón empezó siendo un mero echar la cuenta por sí misma, como si se le presentara por vez primera la necesidad de constatar que habían sido cinco los años transcurridos —aunque ya las conversaciones de su madre, proyectadas de ordinario a la pura evocación y esmaltadas de fechas por doquier, sirvieran para suministrarle sobradas referencias de tiempo y de lugar—; y, si bien es verdad que esta necesidad había llegado a asaltarla de manera bastante reincidente en los últimos meses, interfiriendo incluso de improviso su quehacer habitual, sorbiendo entera su capacidad de concentración, también es la verdad que se trataba de inerte y bien cerril concentración la aplicada por Andrea al repaso mental de los inviernos y que de aquel balance ni ideas ni emociones resultaban, tan solo la evidencia de confirmar un número. Ni siquiera hubiera sabido dar la razón que la impulsaba a buscar por inviernos en lugar de buscar por primaveras, porque la única imagen invernal que solía pintársele con toda precisión, la de unos árboles del Retiro dibujándose contra un frío atardecer violeta, no pertenecía a ese tiempo de los cinco años en cuyo amasijo revolvía inútilmente, sino al de su primera visita a Madrid desde el pueblo, aún en vida del padre. Muchas veces, acompañada o sola, había vuelto después, cuando ya le era familiar la ciudad, a la glorieta del parque desde donde miró las copas de los árboles aquella tarde antigua, pero nunca había vuelto a estar el tiempo en ellos mismos, en el dibujo de sus ramas contra el cielo como entonces.
—¡Digo dos para leche! Te digo a ti..., dos para leche, ¡dos! —se sentía a menudo interpelar desde que, a raíz de su último cumpleaños, empezó a padecer semejantes ensimismamientos repentinos, de los que a duras penas conseguía salir para reincorporarse al ritmo de la cafetería—. ¿Pero en qué estás pensando?
Y aparte de que, en el seno de tal tráfago, ninguna explicación medio cabal hubiera hallado asilo, quién sabe si tampoco ella, sin más ni más, podría sentirse dispuesta a tan inusitada explicación, aun dando por cesado aquel chocar de platos y cucharas, de tazas y de vasos, ahora al uso, y ya sucios, y otra vez recogidos, y de nuevo lavados bajo el chorro, para volver a emparejarse en pertenencias alternativas y fugaces con sucesivos rostros de peticionarios cuyo único distintivo era la mencionada y casual atribución —«aquel a quien falta un cuchillo», «el de la taza grande», «el que quiere dos terrones», «la del vaso largo con raja de limón»—, rostros inconsistentes, asomados al otro lado de la barra como a un abrevadero; aun suponiendo, digo —y ya era suponer—, que por extraño ensalmo la enojada pregunta con que la compañera de los ojos pintados venía a atosigar no hubiera sonado allí precisamente, desvirtuada entre tantas estridencias, sino en lugar idóneo y sosegado, a orillas, por ejemplo, del arroyo que corría por la ladera de los cantos en el pueblo donde Andrea nació, lo cual sería admitir al propio tiempo que el rostro de la amiga, al lanzar su «¿qué piensas?», no estaría crispado por la prisa y alejado en verdad de lo que preguntaba, sino entregado a la pregunta misma; aun entonces, ¿qué habría podido ella responder, de intentar ser honrada? Ni siquiera, en verdad, «pienso en el tiempo pasado», ya que los inviernos gastados en Madrid se le presentaban simplemente como cinco palotes pintados en el aire del local, sin más decirle nada, fuera de que eran cinco y, además, apenas aquella terca voluntad de recuento cedía a las presiones insoslayables del exterior, volvían a amalgamarse, incontrolables e indistintos, en el tronco confuso de todo lo vivido, lo cual era como desvivirlos y darlos por rezagados, por vueltos al claustro de lo no ocurrido todavía, y estos eran los momentos en que, tomando su lugar, la imagen aislada de aquella otra tarde que parecía no tener nada que ver con esto y que ella llamaba en su recuerdo «la de mi escapatoria» quedaba sustituyéndolos, clara y estática, como un telón pintado, delante del cual ninguna función hubiera venido aún a desarrollarse.
—Estaba contando cinco y tú me espantas el número; quítate de ahí, que se me va la cuenta y no puedo dejarla de atender —podría haber sido, en todo caso, la frase más cabal de Andrea a su compañera, aunque de tan espontánea y directa resultaba en verdad informulable, teniendo en cuenta las inaplazables llamadas del entorno.