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LA RUSA

Un pececito muerto
flota solo. Las aletas
penden como alas quebradas.

Flota semanas,
y no hay para él ni fondo.

Vladimir Mayakovsky

DIMITRI GORLOKOVICH ERA CONOCIDO EN COYOACÁN COmo Don Demetrio Vega. Señor Vega. Cuando lo conocí era un anciano lleno de energía, quizás por el uso de inhibidores PDE5 o porque mascaba hojas de coca. Lo de anciano es un asunto cronológico. Parecía un oso y el rostro apenas demostraba una pequeña cicatriz sobre la ceja izquierda y alguna que otra arruga en la frente. Uno de esos tipos de edad indeterminada.

Señor Vega perteneció en sus años mozos a la unidad de propósitos especiales, spetsnatz, en Rusia. Su apellido mexicano era más bien un recordatorio a los conocedores del mundo militar. Vega era el nombre de un escuadrón especializado en sabotaje. Practicaban el tiro al blanco con los chechenos y cuando se aburrían volaban hasta Afganistán. Perseguían a la gente hasta que se escondían en los viejos sistemas de cuevas que habían creado a finales del siglo XXI los guerreros fundamentalistas con ayuda de la CIA. Los que lograban entrar a los hoyos podían sobrevivir si aguantaban el hambre durante tres días.

La masacre de Kunar sirvió para demostrar la efectividad de los helicópteros de combate. Nadie podía escapar. Bastaba con que la sangre circulara por el cuerpo para ser detectado. Igual ocurrió en la guerra separatista en Panyab, a la que acudieron soldados occidentales para renovar el inventario de armas.

En otras ocasiones la cosa era más elegante. Algunos miembros del escuadrón Vega eran diestros en el uso de material radiactivo como ingrediente necesario en la buena mesa y en tragos refrescantes. Una cena con caviar y buen vino. Así habían eliminado políticos de oposición, periodistas y turistas curiosos. La última copa de vino tinto era la culpable. O el veneno escondido en las hojitas de romero.

Don Demetrio entonces se apropió del nombre de su escuadrón. Pura casualidad que sonara a apellido de cantante de rancheras. Y sin embargo, por las vueltas que da la vida, Señor Vega presumía de ser judío. De hecho, fue el artífice de un negocio con el gobierno de Israel que le concedió quince minutos de fama en los noticiarios. Setenta y cinco helicópteros y un contrato de mantenimiento de la flota. Seis mil millones de dólares. Antes de acordar ese negocio mamut visitó algunas sinagogas. Relaciones públicas. Cualquiera comienza una dieta kosher ante la posibilidad de bañarse en dinero.

A mí me tenía sin cuidado si mantenía los preceptos del Torá o si adornaba el comedor de su casa con candelabros de siete brazos. No sé si era un verdadero judío, cualquier cosa que eso quiera decir. Lo que sí era, sin duda, era un hombre de mundo. Quiero decir, desde el mar de Japón hasta el Monte Sinaí, desde el Corredor de Wakhan hasta la Franja de Gaza, desde Caracas hasta Coyoacán, Dimitri Gorlokovich había estado allí. O al menos había sobrevolado el área. Lo que sí era, sin duda, era asesino.

Cuando llegamos a la ciudad nos recibieron en una limosina que parecía un crucero. Un trasatlántico con ruedas cruzando las avenidas llenas de antiguos vehículos moviéndose a paso de tortuga. Aquello tenía jacuzzi. Barra muy bien equipada. Y podíamos seleccionar entre 674 programaciones diferentes en la pantalla de 72 pulgadas que estaba al fondo del maquinón.

Nunca vimos al chofer. Sólo nos dirigieron la palabra las dos aeromozas en tierra vestidas de riguroso negro. Krupskaia y Elena dijeron al presentarse. Debo haberle caído simpático a la primera. Sonreí cuando nos dijo su nombre y nos explicó que nos llevarían a Coyoacán, donde estaba la residencia del Señor Vega. Sonreí porque me parecía muy graciosa la tendencia a usar seudónimos. Y el de esta mujer era realmente simpático. Ella devolvió la sonrisa quizás pensando que yo entendía la broma. Que su nombre era un homenaje cínico a la compañera de Lenin. Perfecto para una empleada de una empresa rabiosamente capitalista. La otra muchacha, Elena, era elegante pero su rostro parecía cincelado en indiferencia. Estoy seguro de que su verdadero nombre no era Elena.

No habían pasado quince minutos de rodar en carretera cuando apareció en la pantalla el mismo Gorlokovich, o Demetrio, da igual, dándonos la bienvenida.

—Espero que las damas les hayan ofrecido alguna bebida de su preferencia —dijo, con un ensayado acento mexicano, norteño. Las ujieres se dirigieron al frigorífico y activaron la cámara. El frigorífico entonces fijaba el rostro del bebedor y sugería con voz congelada algún trago. Para el caballero sugerimos … Abbey… 50 cc de ginebra, 2 cucharaditas de jugo de naranja, 2 gotas de angostura, hielo en cubitos, cerezas Maraschino. Para el caballero sugerimos… ABC… 3 medidas de Cognac, 1 medida de Vermouth Rojo, 1 medida de Vermouth Seco, 1 medida de Licor de Frutilla. Me alejé antes de que la cámara se moviera hacia mí. No quería escuchar la estúpida voz del frigorífico ni su fría erudición. Los senadores Roberto Mácaran y César Fiol, así como el Secretario de Comercio, Patricio Lamba, charlaron un minuto con el viejo y ordenaron sus tragos con una alegría infantil. Cualquier adefesio mecánico les parecía la gran cosa.

No faltaba más. Eran gerentes de una empresa que dominaba una isla pequeña pero se sentían como grandes magnates. Estaban allí porque la voracidad era tal que pretendían comprar equipo especializado de control y vigilancia para una región que se controlaba y vigilaba a sí misma con el tedio y aburrimiento de un domingo caliginoso. Y es que tenían la idea de convertir un territorio insular caribeño en una nueva Singapur.

Una utopía absurda. Una paja mental. Como si Singapur fuera el mismísimo paraíso.

Fui perspicaz ante el ofrecimiento de los tragos a través del monitor. Más cuando escuché a la neverita inteligente. Recordé la inveterada afición de las fuerzas especiales rusas por los martinis venenosos y las margaritas de polonio con sal marina.

—No, gracias —contesté al ofrecimiento.

Tenía sed y una buena cerveza fría no vendría mal. Pero sentí fastidio y me dejé llevar por él. Me senté apartado sin dejar de pensar en una fría cerveza empapando el paladar. Cinco minutos después la Krupskaia me la ofreció. Sin duda era capaz de leer los pensamientos. Quizás sus piernas largas de cinta negra en tae kwan do funcionaran como antenas. Pensé, mierda, qué diablos, la botella está cerrada y estos tres idiotas no muestran signos de envenenamiento. Me refiero a los tres idiotas a quienes servía de guardaespaldas. Tal vez peco de exceso de suspicacia.

Estaba fría y, diablos, aún puedo recordar ese sabor a cebada fresca. La rusa y yo sabíamos que el limón daña una fría, pero no esta. Así que cuando le pregunté, como quien no quiere la cosa, si habría alguna rodaja de limón, no se sorprendió. Claro que había. En aquel carruaje pedías una guanábana exótica y, bam, aparecía. Como las muchachas en la habitación de Mojica. Krupskaia me entregó la rodaja suculenta del limón. Se lo agradecí y sentí ese miedo que ocurre cuando se está en presencia de lo sublime. Me alejé un poco del resto. Es lo que siempre hago. Además habían comenzado a pasar una película antigua protagonizada por Omar Shariff.

En la última sección de la limosina pude ver algunos libros electrónicos. No era una mala selección. Algunos clásicos y uno que otro bestseller que no venía al caso revisar. Ja. Los hermanos Karamazov, la obra completa de León Tolstoi, algunos exabruptos de Solzhenitzin, una balada de Pushkin. Me pareció curioso hallar una colección de poemas de Mayakovsky pero nada de Pasternak o Ajmátova.

Tuve el atrevimiento de abrir uno, sin estrenar, a pesar de mi rechazo a leer en otra cosa que no sea papel. Enciendo el libro de Mayakovsky. En la pequeña pantalla aparece su foto que pronto se disuelve y da paso a un rarísimo video clip de siete segundos en el que el poeta saluda a la cámara. ¡Hey! Esto es una joya. Pensé robármelo. Meterlo en mi chaqueta. Nadie notaría su ausencia. Recapacité. Seguramente el vendedor de equipos de seguridad nos estaría espiando con cámaras en cada centímetro de este yate rodante.

Decidí leer algún poema para matar el tiempo. Hay versiones en inglés, búlgaro, mandarín internacional, francés, español. Busco un poema al azar. Leo:

Al encuentro, más lento que el cuerpo de una foca,

llega un buque desde México, nosotros

vamos allá. Es imposible de otro modo.

División del trabajo.

Otra de esas casualidades que dominan mi vida. Nosotros vamos allá. Es decir, estamos aquí. División del trabajo.

Elena anunció que cruzamos la Avenida Río Churubusco y que acabábamos de pasar la Casa Museo de León Trotsky. Eso me alegró un poco. Sabía que unas calles más abajo, en la Londres 247, estaba la Casa Azul, la casa de Frida Khalo y el gordo Rivera que visité unos años atrás cuando estaba obsesionado por los colores. Por alguna razón, alcohol y faldas, aquella vez no fui a la casa del fundador del ejército rojo. Lo lamenté siempre. Tuve la suerte de que una mujer a la que amé y que, como corresponde a todo trovador, se alejó para siempre, me contó su visita al museo de Trotzky:

El museo Trotsky queda en la avenida Churubusco. Para llegar a él crucé un puente que me dio vértigo, todo desembocó en estornudos descontrolados. El museo comienza con una galería de fotos. Un círculo lleno de Trotskys en distintos momentos de su vida da la bienvenida a la sala. El patio de la casa tiene banquitos y arbustos pequeños. Aún conservan los gallineros de Trotsky pero ya no tiene gallinas. En el hay una placa en recordación del guardaespaldas gringo que traicionó a Trotsky abriéndoles la única puerta de la casa a los pintores liderados por Siqueiros que intentaron asesinarlo por primera vez. La placa lee: In Memory of Robert Sheldon Harte, 1915-1940, Murdered by Stalin. Según supe, el mismo Trotsky comisionó la placa, cuando dos semanas después del intento de asesinato encontraron el cadáver de Sheldon. El único que salió herido de esa ocasión fue el nieto de Trotsky, con un balazo en el pie.

La casa es pequeña y sencilla. Del estudio de Trotsky me encantó ver los cilindros y los rodillos de cera del ediphone original, en los que el grababa y almacenaba los textos. Qué instrumento tan raro para pensarlo como artefacto de uso doméstico. En la misma sala, hay un busto gigante de Trotsky que me molesta. La pared de la casa tiene los balazos del primer atentado, en la mesa del estudio tienen un piolet (hacha de hielo) similar al que usó Mercader cuando mató a Trotsky. El tal Mercader para matar a Trotsky fingió un romance con una de las seguidoras más cercanas del grupo. ¿La habrá engañado o se habrá enamorado realmente de la chica?

Natalia, la viuda, vivió veinte años tras la muerte de su esposo y sin embargo casi nada hay sobre ella, o lo que hizo políticamente en esos años. Esta me pareció la ausencia mayor. Además de todo lo relacionado a Trotsky, había una sala galería al comienzo del museo, con pinturas naturalistas espantosas. En las citas al pie de las fotos de Trotsky con Diego hacían alusiones oblicuas a la trama afectuosa que los separó, tales cómo “después del rompimiento entre Diego Rivera y Leon Trostky…”, sin nunca dar detalles. La omisión corresponde al tono institucional de los museos que de alguna manera reproduce las prácticas de los discursos históricos. Aunque me gustó mucho el museo y la galería de fotos, algunas, las que se prestan mejor para la construcción del héroe político, como del Trotsky alimentando las gallinas, se repiten innecesariamente.

Juré que esta vez al menos estaría unos minutos por allí. Ver con mis propios ojos ese museo de mi querido dinosaurio de las ideas. No vi entusiasmo en los tres idiotas. Mácaran, Fiol, Lamba.

Seguí mirando los libros. Encuentro otro diamante. Se trataba de una versión electrónica, ilustrada, de la Crónica de Néstor, el único testimonio escrito de la historia antigua de los eslavos.

—¿Eres lector? —preguntó la Krupskaia sentándose frente a mí. Era como si tuvieras de frente a una campeona mundial de tenis pero de mirada inteligente y voz sensual.

—Leo mis cosas, sabes, alguna vez quise estudiar literatura —dije—, leo novelas policiales, revistas deportivas, cuentos de terror —añadí, mordiéndome al instante la lengua traidora.

—Pues entonces debes saber algo de lo que tienes ahora mismo en las manos.

—Creo que son sagas nórdicas, cuentos populares, y esas cosas.

—Como la muerte de Oleg, es muy gracioso ese relato —comentó.

—No lo conozco. Soy un lector sin disciplina. Leo cualquier cosa sin orden ni concierto. Te confieso que mi interés era convertirme en un trovador del siglo XXI leyendo poetas del siglo XII y XIII. Pero se me hizo muy difícil —me atreví a bromear.

Me regaló una amplia sonrisa. Creo que le brillaron los ojos. Pudo ser la luz de mi fantasía.

—Pues ahora me toca a mí confesar algo: soy profesora de literatura medieval —susurró ella, como si dijera un secreto.

—¿En serio?

—Sí. Ese fue mi primer trabajo aquí. Luego Señor Vega me contrató para organizar su biblioteca de libros antiguos. Es una colección de ensueño.

—¿Podría verla?

—Supongo que sí, si tienes tiempo. No creo que a Señor Vega le moleste que alguien admire su colección. Le encanta que admiren sus pertenencias. ¡Y ni siquiera sabe lo que tiene!

—Me imagino. Suele suceder.

—Vas a ver, hay libros de valor incalculable y hasta una versión del siglo XVII de la Crónica de Néstor.

—Genial.

Tuve ganas de llorar. Estaba enamorado de esta rusa. Así, de súbito. No tenía dudas de que era una espía y que pensaría que un tipo como yo no era más que una cucaracha de esas que los tecatos sienten debajo de la piel cuando se dan un pase de coca. Enamorado al instante, como le ocurriría a un trovador o minnesinger.

—¿Conoces la obra de Peire Vidal? —le pregunté, como un náufrago que pide una mano que lo salve de ahogarse. La falsa Krupskaia sonrió y se sentó a mi lado.

Qu’om no sap tan dous repaire cum de Rozer c’a Vensa, si cum clan mars e Durensa, ni on tant fins sois s’esclaire. Per qu’entre la franca gen ai laissat mon cor jauzen ab lieis que fa. ls iratz rire —me susurró al oído. Cerré los ojos y busqué con el olfato el aliento de la rusa. Sentí la cercanía de los labios. Percibí el aroma del mejor vodka de Finlandia. Entonces escuché la voz aflautada de Fiol y quise matarlo.

—Llegamos. ¡Oh, es una mansión! —decía, chocando manos con Mácaran y Lamba. Por supuesto que era una mansión, pedazo de cabrón.

¿Qué esperaban? ¿Una jodida choza de paja y barro en medio de la selva con unos indiecitos cargando frutas? ¿Oompa Loompas? Por un momento pensé que Fiol debería estar muerto por haber interrumpido aquel instante mágico. Pero ese no era mi trabajo. Alguien se encargaría de eso más tarde.

—Mike, motherfucker, ven a ver esto —me gritaba Mácaran, con una confianza que me movía el estómago.

Nunca supe por qué el tipo me trataba como si yo fuese uno de sus amigos de la secundaria. Sólo sé que en aquel momento pude convertirme en un asesino en masa. En mi cerebro apunté mi arma a la cabeza de Fiol, al pecho de Lamba y a la boca de Mácaran. Oh, sí, hubiera querido convertir su quijada y sus dientes en polvo blanco y su lengua en chicharrón. Deseé que un terremoto se tragara a México y a toda América Central dejándonos a Krupskaia y a mí en una isla nueva donde pudiera escucharla recitar y probarme como su amigo en obras.

Volví a la cruda realidad cuando ella puso su mano en mi hombro y me anunció que habíamos llegado. Sí, era una maldita mansión. Aunque a mí me pareció un fortín militar pintado de verde, rojo y amarillo. Una ensalada de concreto. Algo bastante loco.

Nos condujeron a un salón comedor enorme y reluciente. Metal. Lozas blancas y negras. Una limpieza propia de un hospital para ricos. Es lo que llamo una estética quirúrgica. La mujer que amaba en ese instante, la espía, la profesora de literatura medieval, nos mostró la mesa y nos anunció que el señor Demetrio Vega estaría con nosotros en unos minutos. Elena pasó a explicarnos el menú. Sonaba a pura exquisitez. Luego se despidieron y se retiraron. Vi a las mujeres alejarse y quise gritarle a la Krupskaia que mi corazón le pertenecía. Estaba a punto de que se me saltaran las lágrimas. Mácaran se me acercó y tuve la peregrina idea de me que consolaría con palabras de apoyo.

—¿Te fijaste en el precioso culo de Elena? —interrogó lascivo.

—Sí, claro —le mentí. Era la segunda vez que pensaba en matarlo en apenas media hora.

Apareció Dimitri Gorlokovich. ¡Shulján Aruj!, tronó. Y casi al instante entraron de manera teatral unos hombres disfrazados de mexicanos que sirvieron la mesa con precisión maquinal. Tenían esa ropa que nadie usa. O, que más bien, se ponen para aparecer en postales. La verdad es que casi parecían Oompa Loompas. Parecían enanos al lado del ruso.

Demetrio Vega era un oso. Nadie sabía su edad exacta. Parecía tener unos cincuenta años, bien llevados. Pero era mucho más viejo. Si había combatido en la última guerra no podría tener menos de setenta. Sin embargo, allí estaba, 1.90 de estatura. Fornido. Bronceado. Un vozarrón de cantinero mexicano adornaba sus gestos. Yo tenía hambre así que pasé por alto las conversaciones y me di a la tarea de devorar tamales, cerdo asado, cilantro en cantidades industriales, pollo y cerveza. Miraba de vez en cuando con el rabillo del ojo a los comensales. Para mí que Señor Vega era un impostor. Un señor de Coyoacán haciéndose pasar por ruso. Eso hasta que atendió una llamada en su móvil. Se disculpó con nosotros y comenzó a hablar en el idioma del antiguo imperio: rússkiy yazyk. Hasta le cambió la cara en esos 45 segundos de conversación.

Cuando estaba a punto de reventar y me había tomado cuatro cervezas y varios tequilazos sin chistar escuché que don Demetrio se enorgullecía de haber mandado a hacer un lago artificial. Luego lo rodeó de un bosque de eucaliptos. Aparte de vender armas el tipo tenía un deber moral para con la tierra. Lo dijo guiñando un ojo. Sus bosques de eucaliptos tenían un fin. Era cosa de hacer un pulmón en una ciudad tan falta de aire. El aire, señaló, es un gran negocio. Quien respira, compra. Además se proponía comprar el Museo de León Trotsky para convertirlo en una sinagoga. Comencé a reírme a mandíbula batiente. Tendría que darme prisa para visitar esa iglesia de mi religión del pasado. Este viejo mamalón la convertiría en antro de una religión más vieja todavía. Mácaran, Fiol y Lamba me miraron como si mi vida corriera peligro, como si aquella idea del oso ruso con ínfulas de Pancho Villa no fuese una genial barbaridad. El eslavo comenzó a reír también y los rostros de aquellos tres ajolotes se colorearon de nuevo. Es que ustedes son muy seriotes, dijo Señor Vega, refiriéndose a los pichones de empresarios a quienes tenía que guardarles los traseros.

Yo tenía ganas de joder así que estuve a punto de decirle a Gorlokovich que era un idiota, que el bosque de eucaliptos haría que el terreno fuera estéril y que necesitaría tanta agua para que crecieran que secaría los lagos. No estaba seguro de que eso fuera así, pero la intención era molestar. Eso me pasa cuando me falta poco para sentirme feliz. O cuando estoy a punto de pasar los límites de alcohol en la sangre que la ley permite cuando conduces vehículos de motor. Pero no lo hice. Allá él con sus ideas estrafalarias.

Krupskaia acababa de entrar y se acercó. Pude sentir su tibieza. Tocar con mis ojos su cabello y su sabiduría. Dirigí toda mi atención a ella. Le pregunté si sabía dónde estaba el Museo de Trotski. Prometió que me llevaría mañana temprano y que me mostraría el Teatro Japonés en el que habría un concierto. También podríamos ir a los viveros. ¿De veras?, pregunté, como un niño, lo que me causó un poco de vergüenza pero ella me tocó la mejilla y me respondió con dulzura. Por supuesto, después del desayuno.

La cena se extendió. Demetrio Vega tenía la mala costumbre de contar cuentos. Era su lado más humano. No es que fuera bueno como cuentero, era que insistía en hacerlos y no había quien le pidiera de favor que se callara la boca. Así que, después de la cena, se sirvió con la cuchara grande relatando un horrible cuento del folklore ruso. Para hacer el episodio más grave, yo me lo sabía. Baba yaga. Una vieja bruja que se come los niños crudos y vive en una choza asquerosa levantada sobre patas de gallina. La choza siempre está llena de carne y blablablá. De ese cuento se originan otros como Cinderella o Hansel y Gretel. Dejé de escuchar para intercambiar miradas con Krupskaia. Los tres mamalones miraban al ruso como si aquello fuera un espectáculo del mejor cuentero del universo. Al final la muchacha del cuento se casa con el zar de Rusia. Por supuesto. Gorlokovich parecía contento porque los gorilas, los tres idiotas, Elena, Krupskaia y yo aplaudimos su performance. Luego ordenó que era necesario descansar porque el viaje había sido largo. Claro que sí. Además, este servidor iría a pasear en la mañana con esta mujer que conoce a Peire Vidal, que se hace llamar como la compañera de Lenin, y cuya voz delata una dulzura guerrera de otros tiempos.

Debo confesar que estaba borracho. Unos gorilas en gabán nos llevaron a nuestras habitaciones. Subí por unas escaleras irrelevantes. En mi cabeza se debatían ideas vulgares. ¿Qué palabras y gestos utilizaría Mojica en este caso? ¿Qué recitaría Peire Vidal? El primero estaba flotando pequeñito sobre mi hombro izquierdo: dile a la rusa que es una mamisonga y que tú tienes lo que a ella le gusta, salchichón, salsa caribeña. El poeta medieval flotaba sobre mi hombro derecho, enanito: dile a la Krupskaia, Señora, el que yo sea vasallo vuestro, decidme, ¿os agrada?

No sé cuantos peldaños duró el debate del bien y el mal. Abrieron una puerta y allí había una habitación más grande que la casa de mis padres. Cerré la puerta agradecido. Me lancé en la enorme cama y sólo alcancé a quitarme las botas. Cerré los ojos. Todo daba vueltas pero me dejé llevar. Como un pececito muerto flotando solo.

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Cae o cayó. La lluvia es una cosa

que sin duda sucede en el pasado.

Jorge Luis Borges

—Hoy es día de lluvia ácida —me dice Krupskaia—. No se puede salir sin paraguas.

—¿Será entonces que ya no vamos al concierto ni a los viveros? —susurro a punto de llorar.

La rusa bella toma un enorme paraguas. Me explica.

—Se registraron 172 puntos en el Índice Metropolitano de Contaminación Ambiental en Coyoacán y no queremos usar taxis, ni peseros.

Se ha ido la luz dos veces. Eso último no sabemos a causa de qué. La lluvia, quizás. Como si el fin de los tiempos estuviera cerca. Miramos el mapa de la ciudad en tiempo real. Casi se escuchan jinetes y trompetas en los rostros de la poca gente que se atreve a vagar por las calles, al borde de los lagos artificiales y los bosques de eucaliptos. La lluvia es hermosa siempre, pero esta le roba el oxígeno a los peces.

—A veces hasta el rocío asesina poco a poco a los coleópteros —me dice la rusa, causándome una suerte de melancolía, porque los escarabajos me caen bien.

Quizás ni siquiera podremos salir. Añade que sólo sabemos quedarnos en la casa cuando viene un huracán. ¿Qué sabrá ella de huracanes?, y sin embargo pronuncia la palabra con delectación. Huracán, dice, sin aspirar la h, pronunciando la n con la suavidad de los higos.

—¿Alguna vez te has quedado en casa durante un huracán? —interrogo incrédulo.

—Sí. Nos desorienta esta alerta de aire. Nos desalienta. Es más saludable no respirar. Nos roban el aliento. No sabemos qué hacer pero se habla sobre el fin del domingo. Como si se hablara del fin del mundo.

Laura, una muchacha que aparece de improviso, advierte que ella no sale cuando el planeta sufre. He de suponer que está encerrada aquí todo el día. Me muestra un hermoso escarabajo verde. Dice que se llama Carábido. No sé si es el nombre propio pero lo sueño con mayúscula.

—¿Por qué no pueden ir al museo? —pregunta Laura con sonrisa juvenil.

—Porque de aquí se distinguen los agujeros en la capa de ozono a pesar de que cae una pertinaz llovizna —responde una voz que no tiene cuerpo.

Y por qué no atacar las refinerías que son culpables, pienso, disfrazado de bolchevique en un octubre lejano. De ese modo se reduciría el problema.

Krupskaia llama por teléfono a una tal Patricia quien decide no ir a la obra japonesa, llena de sombrillas y perros pekineses. Dice que va a encerrar a sus gatos porque no quiere que el azufre les haga daño. Pregunto si son gatos castrados, de los que no pelean porque no huelen a gato. Los felinos. Les tengo un cierto respeto. Son todos egipcios y misteriosos. Los únicos animales que saben que hay una puerta que nos lleva a otro sitio. Encerrados quieren salir. Afuera quieren entrar. Adentro se esconden en las buhardillas. Estando allí quieren asustarnos y dormir debajo de la cama. Quizás lo que siento por los gatos es pura envidia. No soy más que un humano, demasiado humano, con las válvulas del corazón de un cerdo. Eso explicaría que a veces tengo una actitud un tanto porcina.

—Con este calor de ciudad contaminada los gatos sólo quieren acostarse en las losetas húmedas —me cuenta mi profesora de literatura medieval.

—Hasta los tigres en el zoológico hacen lo mismo, buscando el suelo frío de las mañanas —comenta Laura.

Entonces imagino un film de ciencia ficción escrito y dirigido en óxido de nitrógeno, en el que se puede ver el agujero en la capa de ozono. Miro afuera a través de la ventana y distingo uno a pesar de la llovizna. Lo señalo con el dedo índice. Salimos afuera, al jardín, debajo del paraguas.

—Ahora veo a los gatos mutando a causa de la lluvia ácida, persiguiéndonos por no dejarlos dormir en las losetas —añade Krupskaia con los ojos cerrados. Quiero besarla.

—Hay un viento raro de una tormenta que no huele a mar —advierte Patricia, pero no la escuchamos porque no hay comunicación telefónica. Y eso me llena de un pavor ligero, concepto que sólo puede entender el que haya caminado hombro con hombro bajo un paraguas con la Krupskaia, esta, la falsa tan verdadera.

Si una tormenta no huele a mar, si un huracán no trae la humedad en la que los peces hacen su vida, significa que tardara años en derramar su letal abrazo. No es un viento nacido en el desierto del Sahara o un ciclón armado en las costas de África. Es más bien un concilio de gases que contaminan todo, poco a poco, todo el tiempo.

Estornudo. Me pregunto si mi alergia tendrá el color de la nube encima, si por eso no dejo de estornudar, y no por el polen, la primavera la euforia, los helicópteros.

Esta es una lluvia más propia de la metalurgia que de la poesía. Ni siquiera es un volcán. Es producto de los taxis, las refinerías. Lo único bueno es que va jodiendo los monumentos de mármol. Como si se vengara de esa intención de buscar héroes en el pasado. Depuradora del ayer, la lluvia. Este es el futuro. Este sueño en el que parece que estamos juntos pero cada cual tiene su mundo particular.

Krupskaia decide convertir galones de plástico en tiestos para plantas que también recibirán esa lluvia que ahora nos guarda y nos aleja de las ventanas y los paseos. ¿Para qué? Para matar el tiempo quizás.

Cae la lluvia, la venganza de los combustibles fósiles, el azufre se oxida y se hace lluvia, los pájaros dejan de cantar. Krupskaia, tiene en sus manos el paraguas morado. Estamos adentro y estamos afuera. Pero siempre el paraguas abierto.

—Azul y rojo, le digo, quizás el ácido lo descomponga en dos colores.

Sonríe.

—Quizás es mejor quedarse aquí a ver películas de ciencia ficción —sugiero.

—O traducir a poetas medievales, tal vez —sugiere ella, más inteligente.

—Quizás escribir poemas en libretas de papel antiácido, aquí en el búnker, en el palacete de Señor Vega, olorosos de café y yerba, con unas pocas hojas para mascar —me inspiro.

—Olorosos a palomitas de maíz —canta Laura.

Mañana habrá peces muertos en la superficie de los lagos plateados. Con las aletas despegándose de los cuerpos como alas rotas. Alguien estará afirmando que se vive en la mejor de las ciudades posible. Queda quedarse en casa, comiendo frutas, antioxidantes, dice una voz por los altoparlantes. Hay que entrar las plantitas que se ingieren para que no nos maten. No sea que de medicinales pasen a asesinas.

—Como los eucaliptos traicioneros, dice una niña brillante que se llama Isabel, que aparece en el sueño de repente y luego desaparece como si tal cosa. Eso después de aclarar que es brillante por su conocimiento y no por la radiación.

Y aparecen más sombrillas, que en realidad no son gran cosa contra la lluvia ácida pero de todas formas uno las lleva como si en realidad fueran a detener la muerte.

Krupskaia lleva un hermoso paraguas color morado. Grande como una pagoda. Ya está acostumbrada a este tipo de precipitación. Le digo que quizás la lluvia decolore la sombrilla en azul y rojo, en el sentido inverso del morado. Me dice que es tierno lo que digo, hablas en el lenguaje de un niño de cuatro años. Es cierto.

—¿Vamos al museo de Trostki? —insisto. Ella sonríe dulce y casi podemos respirar el aire.

—No se puede —me dice, besándome las mejillas.

Para eso son los árboles de eucaliptos. Para poner a respirar la ciudad. Para que funcione como un pulmón. Y quizás en diez años o en un siglo, la lluvia sea como las de antes. Sin ácido. Sin gato buscando losetas húmedas. Sin perritos pekineses ladrando nerviosos en una obra de teatro en la que no hay espectadores, sólo yo, vestido con un uniforme de la policía estatal de Arizona. Los pekineses tienen el pelo largo como una modelo de pasarela que ganó el premio de Miss Mundo celebrado en Kabul hace unos años.

Ladran sin parar. Malgeniosos. Despierto. image

PARÍS, 1878

EN 1878 RAQUEL NO SE IMAGINA QUE EN 1883 DARÁ A LUZ A UN poeta. Alice le ha echado las cartas. El desquiciado de Ludovico le ha contado sus sueños eróticos. No le extraña que esté llamada a grandes cosas por mera voluntad de sobreviviente. Sin embargo presiente que serán obra suya, no de un hijo. No ignora que algunas mujeres pintan y son reconocidas. Son mujeres adineradas y ella no, pero la pobreza no le preocupa demasiado, porque vive en el centro del mundo y su maestro la elogia diciéndole que su mezcla de pigmentos para producir el verde de París es insuperable. Hoy, además, piensa en la Exposición Universal que acaba de inaugurarse en Trocadero, y sueña con sombreros.

Casi sin transición, acaso para intentar lavar las calles de la sangre de 30,000 muertos, París se transgenera en la ciudad más femenina del mundo. De capital de revoluciones y matanzas pasa al sitial de reina de la moda. Donde se quemaron panaderías y talleres se levantan tiendas atendidas por muchachas rozagantes. Son campesinas de piel de leche que se frotan las manos encallecidas por las labores previas con ungüento Genevieve:

Aceite de oliva 240 gramos

Trementina 80 gramos

Cera amarilla 40 gramos

Alcanfor 15 gramos

Sándalo rojo 10 gramos

El sombrero es el nuevo emblema alegórico de la ciudad que modernizó las ejecuciones. La guillotina, fabricante de sombreros ausentes, un artefacto aséptico de la revolución industrial. Se exhiben en torrecitas de madera como se exponía la cabeza del noble en la punta de una pica. Casi un siglo después de las decapitaciones reales, la Plaza de La Bastilla lleva otro nombre: Plaza de la Concordia. Las vidrieras se adornan con imitaciones de cabezas cortadas. Cada sombrero proclama su diferencia. Los elementos son pocos, las combinaciones numerosas.

La sombrerera es mujer, aunque el propietario de la sombrerería sea un caballero perfumado con agua de colonia. Antes de confeccionar un sombrero la artesana tiene alguna idea de qué le irá bien a la clienta y acceso a materiales: ristras de festones enrollados para cortar cintas anchas, maleables, azules, doradas, anaranjadas; cajones repletos de cortes de tul liviano con que forrar la paja olorosa o el terciopelo sedoso o formar flores de pétalos pesados; plumas teñidas. La base que se coloca sobre el molde puede ser, en superación de la paja y el fieltro, de terciopelo de seda.

Alice Monsanto decide que el oficio de sombrerera le conviene a Raquel. En el tiempo que lleva viviendo con sus primos ni siquiera se ha echado un novio que la saque a pasear en domingo. Tiene aires de grandeza, quiere ser artista. Gana medallitas en la Académie, pero no se decide a empeñarlas. Alice apenas alcanza a evitar que Ludovico preñe a la primita y a la sirvienta. Porque tienen criada los Monsanto parisinos. Alice la trata a patadas. Las fámulas solo sirven bien si se las trata a patadas, eso lo aprendió Alice sin ser rica.

Alice conoce a una sombrerera y un día va con Raquel al lugar donde trabaja. La sombrerera es una pintura de Tissot: cara larga, llena, rizos rubios recogidos en un moño, ojos del color de la albahaca en deshidratación, con un reflejo de tristeza, diadema del tono albaricoque natural de sus labios, sonrisa discreta y cálida cuando despide a una clienta con afabilidad sin olvidar el lugar que le corresponde por destino de nacimiento. Hasta hace poco era una mujercita de la campiña. Llegó a París sin idea de dónde estaba el Sena. De cómo Alice la conoció demuestra el temperamento señorial de la prima. Fue en el mercado, donde la futura artesana picaba cabezas y raspaba agallas de pescado. Alice notó que en vez de un pañuelo, como los demás dependientes, lucía una gorra de fieltro bordada. La hice yo, dijo la muchacha. Usted tiene talento, comentó Alice, empleando el dejo autoritario de la gran dama que llevaba dentro. La próxima vez la vio a través de una vidriera, muy bien puesta, con el pelo limpio. Parecía que la habían restregado y puesto a secar.

En esta ocasión la mujer no solo la reconoce, sino que las invita a la trastienda.

Determinar la anchura del ala, pensar que una cara pequeña, esa cara tuya, Raquel, puede hacerse enigmática bajo el ala de un sombrero. En tu caso discreción, asegura Alice. Sencillez al escoger los adornos. Muy pocos, llenarte de adornos sería como apilar torres sobre un dedal. El arte del sombrero es más generoso que el de manejar abanicos. Los abanicos sí que no se hicieron para ti. Tus manos no son bellas, qué pena de manos. Palmitas anchas, deditos cortos.

Una cara pequeña, sin duda una inteligencia notable, comenta la sombrerera. Tienes las uñas manchadas. Soy estudiante de pintura y asistente de pintor, dice Raquel. Lo que tienes que hacer es pintar un bodegón, insiste Alice, para que traigas pan a la mesa. Aquí somos artistas, todo lo hacemos a mano, dijo la sombrerera. Esas máquinas industriales de fabricar sombreros, ¿ya fuiste a la exposición?, ya las verás, parecen prensas de carpintero.

Raquel se interesa en lo que dice esta muchacha de manos resecas que habla con más sensatez que la otra. Sabe cómo tolerar la crueldad de Alice, sin malicia, porque sobrevivir no es malicia sino mandato de la naturaleza. Además, Alice es una tonta. A París se viene a estudiar y a hacer grandes obras. Su maestro pensará que el verde de París es el destino venenoso de la isleña. Ella sabe que la ceguera es el destino del maestro. El maestro no ha salido de una ciudad capaz de matar a sus hijos para al rato lucir un sombrero elegante. El maestro todavía puede enseñarle detalles, pero no mucho más. En cambio esta muchacha algo tiene en común con ella. Es cierto que el mundo no se entiende sin tomarle las medidas. Minúsculas o inabarcables, inmediatas o lejanas, da igual. Quien toma la medida de una cabeza comparte la obsesión del sabio que toma la medida de un continente, o del estudiante que toma la medida de un verso. Ponderar, ajustar, encajar, estirar, achicar; medir lo que no es posible entender.

Lo de las medidas no acabaría de comprenderlo a cabalidad hasta los intentos de escapar de su prisión de vieja en Rutherford. Sí le inspiró simpatía la situación de la muchacha que le tomó la medida de la cabeza. El descubrimiento fue mutuo. La muchacha no sabía leer, pero su amante sí. Su amante era una mujer que se ganaba la vida alargando las esperanzas de las tenderas. Leía manos, palpaba cabezas. En la cama con la muchacha se reía de las palabras que hacían llorar a las carniceras. La sombrerera se sintió inspirada. Les dijo que con lo que sabía de cabezas podría ser frenóloga. Palpando las depresiones y protuberancias de la cabeza de Raquel adivinó un talento para las palabras. Si te las tragas mueres, dijo. Te equivocas, comenta Alice, celosa. Esta muchachita sabe algo de dibujo y de música. Cuando pinte un paisaje con palmeras nos sacará de pobres. Toca el piano con una fuerza del demonio. Vamos a perder el piano si no se controla. Y si vieras las muecas que hace. Es nativa de una isla, Puerto Rico, donde abundan los monitos.

Monos no, dice Raquel. Frutas sí, y más sabrosas que las ciruelas. De veras, dice la sombrerera. A ver, muéstrame. Raquel dibujó frutas que la otra no conocía, y no tan solo porque su experiencia se inclinaba al oficio previo de vendedora de peces, sino porque las frutas que revelaban los trazos de aquella mujercita eran de un lugar tan preciso que no viajaban bien. El sabor del mamey se parece al del albaricoque, pero el de la quenepa no se parece nada más que al paraíso. La quenepa tiene el tamaño justo para adornar sombreros.

La muchacha guardó los dibujos presintiendo que diseñaría para la esposa del carnicero un sombrero campestre adornado con versiones en papel maché de las pelotitas verdes. A Raquel le prometió una carrera si se convertía en su aprendiz. Pero tu verdadero talento no está en las cabezas de los demás, sino en tu propia cabeza. Persevera en la pintura y quizás algún día podrás ilustrar las novelas de Zola. ¿Pero te gusta Zola, ese depravado? No le hagas caso, Raquel.

No le faltaba a Alice una pizca de razón. La persona más equivocada siempre tiene un poco de razón. Entre limpiar las brochas de Carolus-Duran y exponerse a la muerte por envenenamiento con verde de París o estudiar un oficio que llevaba el signo de los tiempos, ni siquiera había que pensarlo. Las burguesas no salían a la calle sin sombrero, era el velo árabe de la blanca, la manifestación del poder del marido. Las muchachas trabajadoras, las estudiantes de la clase de Raquel, hacían bien en servirse de la fiebre sombrerera. A la misma Raquel le asombró su respuesta. Seré una gran artista o moriré de rabia, dijo. Alice se tragó las palabras.

Con el tiempo, en contacto con la economía de los Estados Unidos —la más adelantada de la historia, decía William George— Raquel descubrió que una mujer puede ser pequeña para su sombrero y aun así llevarlo bien. De su favorito —acentuaba la levedad de su gracia entre bastas anglosajonas— brotaba un surtidor de encajes negros.

Las boutiques sintieron la marejada de las tiendas por departamentos, como los baños de asiento se desbordan cuando los invade un culo grande. La producción industrial amenazó las delicias de las sombrererías hasta que la acumulación de riquezas y el arte del derroche encauzaron por sendas diferentes cada tipo de establecimiento. Los bordes de armiño en los abrigos serían para las señoras. Los de piel de conejo para las demás hembras. Los cauces de tal sistema de organización de la economía no eran intocables. La venta de abrigos baratos de imitación alimentaba el tráfico de armiños. La muerte de esos animalitos silvestres resonaba en el asesinato de miles de conejos criados para la matanza. Si no fuera por la vulgaridad de las imitaciones, los ricos devorarían todos los adornos del mundo. Por primera vez, gracias a la producción en serie, las mujeres de los albañiles podían comprarse un abrigo barato de buena apariencia cada tres otoños.

El año siguiente a su llegada, Raquel vio en la Exposición Universal de París en Trocadero todo lo que le interesó saber sobre el capitalismo y sus máquinas. Nueva York no me impresiona ni un chispito, le repetiría al marido y luego al hijo cuando la invitaran a un concierto en Carnegie Hall, un teatrito de mala muerte que no podía compararse con la más austera sala parisina. (El puerto de Mayagüez es más agradable que el de Nueva York, jamás la convencerían de lo contrario. Cuando George le hablaba de la riqueza de sus patronos, repetía la frase de la madre de Napoleón Bonaparte a los aduladores del emperador: pourvu que ça dure.) En una pared empapelada con motivos de flor de lis, en la sala embellecida con la piel del jaguar, colgaba, enmarcado, el croquis de la Exposición Universal de 1878. El médico poeta no olvidará los colores aguados. Pensará que un hombre es como aquella litografía larga de pabellones y jardines, tan parecida a las fantasiosas cartografías del cuerpo humano que ha visto en los cubículos de curanderos de trenzas y bigotes: correspondencias anatómicas del universo descubiertas en el barrio chino de Nueva York, al que solía arrastrarlo Ezra Pound. image

CHANGÓ

Luego que Póstumo se quedó solo en su alcoba
con su nuevo cuerpo, contemplólo a su sabor
y vio que era cabal, hermoso y digno de ser amado
.

Alejandro Tapia y Rivera

(Póstumo, el envirginado)

1

A CHANGÓ ALMONTE LE HAN DICHO QUE OFREZCO MIS SERVIcios de acarreo desde Isabela hasta Cataño con rebajas sustanciales a cambio de actividad sexual. Me lo sugiere en voz murmurada luego de haberse bajado de la yola junto a los demás indocumentados. No lo menciona de inmediato ni directamente: es su regodeo e indecisión lo que me parece más atractivo. Me pide si puede hablar algo privado conmigo e intuyo con rapidez de qué se trata. Primero lo miro con sospecha de arriba a abajo. Es un negro sufrido pero guapo, con molleros aceitados que casi lo hacen parecer haitiano y cuya melancolía se arremolina en el batir de sus pestañas. A mí los haitianos me gustan incluso mucho más que los dominicanos, pero a veces hay que arar con los bueyes que aparecen.

Lo segundo que hago es inhalar fuerte, lánguidamente. Changó huele a algas marinas y a alcanfor. Su tufo casi es perceptible a la vista si uno se concentra en la bioluminiscencia que le resbala por la nuca. Tiene además un afro acolchonado tirando a rubio, que quizás se deba a la decoloración de los rayos solares o a la sobrexposición de algún tinte de cabello. Mientras lo estudio pongo rostro de mucha seriedad y le digo que sí con la cabeza. Le hago señas y él me hace caso. Nos retiramos más allá de las rocas, para tomar distancia del resto.

Entonces me dice Soy Changó Almonte, y soy bien macho, pero no tengo el dinero completo.

Como llevo la linterna encendida desde que inicié la caminata hasta la orilla a través de los matorrales, enfoco la lámpara hacia su pecho cubierto por una camiseta desgastada que dice Barahona Liquor Store. Le digo que se la quite y Changó obedece de inmediato. ¿Te deshidrataste en el camino?, le pregunto y me dice que no. Nos dieron a beber Gatorade, añade. ¿Puedo verte las nalgas?, indago y él mira a todos lados. ¿Aquí?, cuestiona con indecisión y yo le digo que sí. Luego de unos minutos Changó se voltea y sin bajarse completamente los pantalones me deja ver sus acomodadas posaderas. Cuando voy a tocarlas él se aleja y exclama: Dime primero si va el trato; es que me han dicho que esto no lo haces con todo el mundo.

Changó tiene razón. Le han informado muy bien. Si el cliente puede pagarme, pues nada malo tiene el que yo cobre la tarifa regular que incluye esperarlos el día acordado en la orilla, montarlos en mi guagua de pasaje tipo van y transportar a aquellos que desean localizarse en el sector La Puntilla, Las Vegas, el Barrio Juana Matos o en cualquier parte del pueblo costero. Nunca los llevo ni a Santurce ni a Comerío, mucho menos a Ponce; eso le toca a otro carrero. Mi espertís es la ruta para Cataño. Cuando el cliente no ha reunido todos los dólares o se queda corto por cualquier razón, puedo hacerme de la vista larga por una buena venida, siempre y cuando el tipo me guste. Pero tiene que gustarme. Si no me agrada se puede ir a la mismita mierda.

¿Estás enfermo?, pregunto y de inmediato me dice que no. ¿Lo has estado alguna vez?, insisto. Vuelve a negar. Mira que si me estás engañado te busco y te mato, le aclaro sin un ápice de falsedad. Changó baja la cabeza y me confiesa que una vez, a sus quince años, expulsó una cantidad exagerada de pus amarillento por el ojal del pene. Una amiga veterinaria le administró una inyección de penicilina que lo curó y luego de eso nunca más volvió a padecer de nada. Ahora tiene veintinueve años y estoy como coco, añade. Yo me río y él se tira una carcajada, coqueto.