JUAN CASIANO
COLACIONES
(vol. II)
Tercera edición
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
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ISBN (versión impresa): 978-84-321-4953-5
ISBN (versión digital): 978-84-321-4954-2
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
SEGUNDA PARTE. QUE COMPRENDE LAS OTRAS SIETE CONFERENCIAS DE LOS PADRES QUE MORAN EN EGIPTO, EN LA TEBAIDA
PREFACIO
XI. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD QUEREMON. DE LA PERFECCIÓN
XII. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD QUEREMÓN. DE LA CASTIDAD
XIV. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD NESTEROS. DE LA CIENCIA ESPIRITUAL
XV. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD NESTEROS. DE LOS CARISMAS DIVINOS
XVI. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD JOSÉ. DE LA AMISTAD
XVII. SEGUNDA CONFERENCIA DEL ABAD JOSÉ. DE LAS PROMESAS
TERCERA PARTE. QUE COMPRENDE LAS SIETE CONFERENCIAS DE LOS PADRES QUE MORAN EN LAS REGIONES MÁS APARTADAS DE EGIPTO
PREFACIO
XVIII. CONFERENCIA DEL ABAD PIAMÓN. DE LOS TRES GÉNEROS DE MONJES
XIX. CONFERENCIA DEL ABAD JUAN. DEL FIN DEL CENOBITA Y DEL ERMITAÑO
XX. CONFERENCIA DEL ABAD PINUFIO. DEL FIN DE LA PENITENCIA E INDICIOS DE LA SATISFACCIÓN
XXI. PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD TEONAS. DEL DESCANSO DE PENTECOSTÉS
XXIII. TERCERA CONFERENCIA DEL ABAD TEONAS. DE LA IMPECABILIDAD
XXIV. CONFERENCIA DEL ABAD ABRAHAM. DE LA MORTIFICACIÓN
AUTOR
SEGUNDA PARTE
QUE COMPRENDE LAS OTRAS SIETE CONFERENCIAS DE LOS PADRES QUE MORAN EN EGIPTO, EN LA TEBAIDA
PREFACIO
AL OBISPO HONORATO Y A EUQUERIO
Vuestra suma perfección os hace brillar en este mundo como lumbreras que irradian una claridad admirable. A muchos de los que se instruyen y siguen de cerca vuestros ejemplos, les es difícil imitaros. Y, sin embargo de ello, hermanos venerables, se os va el corazón tras los hombres esclarecidos de quienes hemos recibido los principios de la vida anacorética y os inflaman en un gran entusiasmo.
Uno de vosotros, Honorato[1], desea instruir en sus enseñanzas al inmenso monasterio que rige, y para quien vuestra vida santa es ya por sí sola una enseñanza cotidiana. El otro, Euquerio[2], tiene el propósito, ya más ambicioso, de ir a verles con sus propios ojos y edificarse con sus virtudes. Con ánimo de penetrar hasta el fondo de Egipto, quiere dejar nuestra provincia. Es que le parece rígida, porque entorpece los ánimos bajo este cielo frío de las Galias. Por eso ansia volar, cual casta tortolilla, hacia estas tierras fecundas en virtudes y en frutos sazonados, que el sol de justicia caldea de cerca.
La caridad, por otra parte, me ha hecho violencia. El deseo del uno y las fatigas del otro me solicitan hasta preocuparme. Por eso no he querido hurtarme a la tarea, desde luego temible, de escribir sobre un tema que entraña tan arduas dificultades. Me mueve a ello el deseo de que el primero acrezca su autoridad ante sus hijos, y evite el segundo una navegación cuajada de peligros.
Esta obrita viene a completar otras dos que compuse ya en otra coyuntura como mejor pude. Me refiero a los doce libros sobre las instituciones cenobíticas, dirigidos al obispo Castor, de feliz memoria, y a las diez conferencias de los Padres del desierto de Escete, compuestas a ruegos de los santos obispos Heladio y Leoncio, Mas, como quiera que con ellas no se han dado por satisfechos vuestra religiosidad y vuestro fervor, os ofrezco ahora siete nuevas conferencias, escritas en idéntico estilo, y que juzgo un deber dedicaros.
Las oí de labios de tres Padres que vivían en otro desierto y que fueron los primeros con quienes me fue dado alternar. Ellas os pondrán en la pista de mi viaje y del itinerario que seguí. Por lo demás, suplirán lo que mis opúsculos precedentes podrían ofrecer de oscuro e incompleto en torno al tema de la perfección.
Si estas no bastan aún para saciar la sed que os abrasa de cosas tan subidas, otras siete conferencias —que proyecto enviar a los monjes de las islas Estécades—[3], colmarán, según creo, el ardor de vuestros deseos.
[1] Probablemente se trata del abad que fundó el célebre monasterio de Lérins. Fue luego obispo de Arlés en 426. La Iglesia le honró con el honor de los altares y celebra su fiesta el 17 de febrero. Murió en 429.
[2] Cuando Casiano le dedicó estas conferencias no era obispo aún. Había contraído matrimonio, del cual tuvo dos hijos. Con el consentimiento de su esposa dejó el mundo y abrazó la vida monástica en Lérins. Luego, solitario, llegó a ocupar más tarde la sede episcopal de Lyon, hacia 435.
[3] Las islas de Hyères, no lejos de Marsella.
XI.
PRIMERA CONFERENCIA DEL ABAD QUEREMON. DE LA PERFECCIÓN
Capítulos: I. Descripción de la villa de Ténnesis.— II. El obispo Arquebio.—III. Descripción del desierto donde moraba Queremón, Nesteros y José.— IV. El abad Queremón. Excusa que alega para rehusar la conferencia que le pedimos.—V. Nuestra respuesta en contra de su disculpa.—VI. Proposición del abad Queremón: que de tres maneras se triunfa de los vicios.—VII. Gradas por las que se sube hasta la cima de la caridad, y estabilidad en ella.—VIII. Excelencia del alma que se aparta del vicio por el afecto de la caridad.—IX. La caridad hace del esclavo un hijo, y confiere al mismo tiempo la imagen y semejanza divinas.—X. Que la perfección de la caridad consiste en rogar por los enemigos, y por qué indicio se conoce que el alma no ha sido aún purificada.—XI. Por qué ha dicho imperfectos los sentimientos de temor y de esperanza.—XII. Respuesta sobre la diversidad de perfecciones.—XIII. Del temor que nace de la grandeza de la caridad.—XIV. Pregunta sobre la consumación de la castidad.—XV. Queremón difiere la respuesta a la pregunta formulada.
LA VILLA DE TÉNNESIS
I. Después de pernoctar en un monasterio de Siria[1] y haber recibido los primeros rudimentos en la fe, tras de aprovechar algún tanto en la vida espiritual, sentimos el deseo de una más alta perfección. Con tal designio resolvimos visitar a Egipto. Nuestro propósito era penetrar hasta las más profundas soledades de la Tebaida y visitar allí a muchos de aquellos santos varones, cuya fama se había divulgado en todas direcciones. A ello nos movía, si no el afán de imitarles, al menos el de conocerles.
Terminada nuestra travesía, arribamos a una villa de Egipto por nombre Ténnesis. Bañada por todas partes, sus moradores están cercados por el mar y por las lagunas saladas. Como no existe un palmo de tierra apta para el cultivo, se ocupan exclusivamente en el tráfico comercial. Toda su riqueza y posesiones estriban en el comercio del mar. Tanto es así, que se ven precisados, cuando emprenden la construcción de algún edificio, a traer de lejos, por medio de sus naves, la tierra de que carece el país.
EL OBISPO ARQUEBIO
II. Llegamos en el preciso momento en que la Providencia —que secundaba nuestros planes— hizo que llegara el obispo Arquebio[2].
Era un hombre de una santidad consumada. Esto le hacía notable entre todos. Se había visto separado de los anacoretas para ser encumbrado a la sede de Panéfesis. A pesar de esto, jamás dejó de permanecer fiel durante su vida al ideal de la vida solitaria. Nunca se le vio relajar nada de su primera humildad, ni complacerse en la dignidad con que había sido honestado. Si se le había llamado a este cargo no era —según decía— por su idoneidad; antes bien, gemía por haber sido arrancado del desierto, por ser indigno de la vida anacorética, puesto que en treinta y siete años que había permanecido allí, no había podido llegar a la pureza de alma que reclama una profesión tan encumbrada.
La elección de un obispo le había conducido casualmente en este día a la mencionada Ténnesis. Nos recibió con vivas muestras de caridad y cortesía. Luego, adivinando nuestro deseo de ir a visitar a los padres hasta las regiones más distantes de Egipto: «Venid —nos dijo— y aguardad un poco para poder ver antes a los ancianos que habitan no lejos de nuestro monasterio». Su edad decrépita ha encorvado sus cuerpos, y, aunque proclives, la santidad brilla en sus semblantes. Para aquellos que gozan de su trato, su sola vista vale tanto como grandes enseñanzas Lo que yo he dejado perder y no puedo, ¡ay!, comunicaros, os lo enseñarán ellos, no tanto con sus palabras cuanto por el ejemplo de su vida santa. No obstante, creo poder compensar de alguna manera mi indigencia, si, al no tener yo la piedra preciosa del Evangelio, que buscáis, os muestro al menos el lugar donde habéis de hallarla más fácilmente.
DESCRIPCIÓN DEL DESIERTO
III. Tomó, pues, el bastón y la alforja que suelen llevar allí los monjes cuando van de camino, y nos condujo por sí mismo a su villa episcopal.
El territorio de Panéfesis, así como la mayor parte de la región vecina —tan fértil antaño que, según dicen, abastecía por sí sola de los manjares que se servían a las mesas de los reyes—, fué arruinado a causa de los movimientos sísmicos. El mar, agitado por violentas sacudidas, rebasó sus límites, inundando casi todos los caseríos, y cubrió de salitrosas marismas las campiñas opulentas. Lo que canta el salmo en sentido espiritual: «Convirtió los ríos en desiertos y las fuentes de las aguas en aridez, la tierra fecunda en salitre, por la malicia de sus habitantes»[3], es tenido, en sentido literal, como profecía del desastre ocurrido en este paraje.
Pero había en el país un número de villas construidas sobre ciertas protuberancias que ofrecía la tierra. La inundación, al ahuyentar a los moradores, hizo del lugar una isla desierta que brinda a los monjes que van en busca de retiro la soledad suspirada. Entre ellos vivían tres anacoretas: Queremón, Nesteros y José, que eran los más ancianos de entre los que allí moraban[4].
IV. El bienaventurado Arquebio quiso conducirnos ante todo a Queremón, porque habitaba más cerca de su monasterio y era más avanzado en años que los otros dos.
Siendo ya más que centenario, solo quedaba en su persona la alegría de espíritu. La vejez, no menos que la asiduidad en la oración, le habían curvado de tal suerte, que, vuelto en cierto modo a la primera infancia, era incapaz de tenerse en pie, de modo que, al andar, le era forzoso apoyar ambas manos en el suelo.
Contemplando nosotros la admirable belleza de su semblante y aquel modo de andar insólito, y viendo que a pesar de tener sus miembros debilitados y casi sin vitalidad no había mitigado el rigor de su austeridad primera, le suplicamos nos concediera una conferencia, comunicándonos su doctrina. Protestamos una vez más que el deseo de conocer las reglas de la vida espiritual constituía el único móvil de nuestra ida. Al oír esto, suspiró profundamente y exclamó: «¿Qué doctrina podré daros yo? La endeblez de mis años, forzándome a mitigar el rigor de otro tiempo, me arrebata el ardor y la audacia en el hablar. ¿Tendré yo la presunción de enseñar lo que no cumplo y amonestar a los demás a practicar aquellas cosas en que me siento tan tibio y remiso? Esta es la razón por la que no he permitido que ninguno de los monjes jóvenes permanecieran junto a mí, ni siquiera en edad tan provecta. Temía que viendo mi flojedad pudieran entibiarse a vista de mi mal ejemplo. Jamás tendrá eficacia la autoridad del maestro si no va asociada a ella la ejemplaridad de sus acciones, que imprima sus palabras en el corazón de quien le escucha».
NUESTRA RESPUESTA A SU EXCUSA
V. Esto nos llenó de confusión. Y respondimos: «Debiera bastamos para nuestra instrucción contemplar la aspereza de este paisaje y la vida solitaria que aquí lleváis». La más robusta juventud apenas si podría soportarla. Aun cuando te impongas silencio, estas cosas hablan por sí solas y nos conmueven hondamente. No obstante, te pedimos que interrumpas un tanto tu reserva y nos digas por favor qué es lo que nos hace falta para poder, no digo ya imitar, sino admirar al menos tu virtud. Si nuestra tibieza —que tal vez te ha sido revelada— no merece tal favor, lo merecen, al menos, las fatigas de un tan largo viaje. Porque del monasterio de Belén, donde no se reciben más que los principios de la vida espiritual, hemos venido aquí movidos por el deseo de escuchar tus lecciones y por el afán de nuestro aprovechamiento.
VI. QUEREMÓN. Hay tres cosas —dijo entonces el bienaventurado Queremón— que apartan al hombre de los vicios: el temor del infierno o la sanción de las leyes terrenas, la esperanza y deseo del reino de los cielos y el afecto al bien por sí mismo y el amor de las virtudes.
Leemos, efectivamente, que el amor hace execrable todo contacto con el mal: «El temor del Señor aborrece la malicia»[5]. La esperanza cierra asimismo la entrada a los vicios, cualesquiera que sean: «No caerán —dice— los que esperan en Él»[6]. El amor no teme la ruina ocasionada por el pecado, porque «la caridad no fenece jamás»[7], y «cubre una muchedumbre de pecados»[8].
Por eso san Pablo encierra la suma de nuestra perfección en el cumplimiento de estas tres virtudes, al decir: «Ahora permanecen estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad»[9].
En realidad, es la fe quien nos hace evitar el contagio de los vicios por temor al juicio futuro y a los eternos suplicios. Es la esperanza quien despega nuestro espíritu de las cosas presentes, y en la expectación de los premios celestiales, menosprecia los placeres transeúntes. Es la caridad quien nos inflama en un santo ardor, aficionándonos al amor de Cristo y al fruto de las virtudes espirituales, inspirándonos una aversión cordial a todas las cosas que le son contrarias.
No obstante, aunque estas tres virtudes tienden a un mismo fin —puesto que nos impulsan de consuno a abstenernos de cosas ilícitas—, difieren mucho la una de la otra, cuanto a su grado de excelencia.
Las dos primeras son propiamente humanas. Se hallan en aquellos que tienden a la perfección, pero no han concebido aún un afecto sincero por la virtud La tercera es propia de Dios y de aquellos que han recibido en sí mismos la imagen y semejanza divinas.
Dios es, en efecto, el único que obra el bien, sin ser movido a ello por el temor o por la esperanza de la recompensa, sino únicamente por puro amor a la bondad. Porque: «Todas las cosas —dice Salomón— las obró Dios por sí mismo»[10]. Sin otra causa ni móvil que su bondad soberana, prodiga a manos llenas la abundancia de sus bienes a dignos e indignos. Porque ni le cansan las injurias, ni pueden causarle dolor las iniquidades de los hombres. Es esencialmente la bondad indefectible, la naturaleza inmutable.
GRADOS POR DONDE SE SUBE A LAS CUMBRES DE LA CARIDAD Y ESTABILIDAD EN ELLA
VII. Quien tiende a la perfección, debe abandonar el primer grado, que es el del temor —estado propiamente servil, como he dicho, del cual está escrito: «Cuando lo hayáis hecho todo, decid: siervos inútiles somos»[11]— y elevarse en una ascensión continua hasta la vía superior de la esperanza.
Quien así obra, no se mueve ya en el estado y condición de esclavo, sino en el de mercenario. La esperanza, en efecto, aguarda la recompensa. Confiado en que le ha perdonado, sin temor ya al castigo, y consciente a la vez de las buenas obras llevadas a cabo, espera el premio que se le ha prometido. Mas no ha llegado todavía a aquel sentimiento filial que, confiando en la indulgencia y liberalidad paternales, no duda de que todo cuanto es de su padre le pertenece también a él.
El pródigo del Evangelio no se atreve ya a aspirar a esta intimidad, después de haber perdido, con la hacienda de su padre, hasta el nombre de hijo. Por eso dice: «Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros»[12].
Fijaos: ha injerido las bellotas que comían los puercos, es decir, el sórdido manjar de los vicios, y aun se le rehúsa hartarse de ellas. Entonces vuelve en sí. Movido de un temor saludable, siente horror por aquellos animales inmundos y teme la cruel tortura del hambre. Viéndose reducido a la condición de esclavo, piensa en el salario con que se paga a los mercenarios de su casa y envidia su condición, diciendo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo aquí me muero de hambre! Me levantaré, pues, e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros».
Mas el padre viene a su encuentro. Esta humilde palabra de arrepentimiento que le ha dictado la ternura la acoge él con más ternura todavía. Y no contento con darle a su hijo lo menos, que era el grado de siervo y esclavo, le da lo más, es decir, prescinde de ese rango humilde y le restituye a su prístina dignidad de hijo.
Apresurémonos también nosotros a subir, por la gracia de una indisoluble caridad, a este tercer grado de hijos, que miran como suyo cuanto pertenece a su padre. De suerte que merezcamos recibir en nosotros la imagen y semejanza de nuestro Padre celeste, y podamos exclamar, a imitación del Hijo verdadero: «Todo lo que tiene el Padre es mío»[13]. Palabras de las que se hacía eco el Apóstol, al decir: «Sea Pablo, Apolo o Cefas; sea el mundo, la vida o la muerte; sea lo presente o lo venidero, todo es vuestro»[14].
El mismo precepto del Salvador nos invita a esta semejanza con el Padre: «Sed perfectos, como también vuestro Padre celestial es perfecto»[15]. En los grados inferiores el amor del bien se interrumpe a veces, cuando el tedio, la alegría o el deleite vienen a desvirtuar el vigor del alma, y nos eclipsan en un momento dado el temor del infierno o el deseo de la felicidad futura. Constituyen, sin embargo, como ciertos estadios en el camino de nuestro progreso. Después de haber evitado el vicio por temor de las penas o la esperanza de la recompensa, nos es posible pasar al grado de la caridad, porque «el temor —dice san Juan— no está en la caridad, sino que la caridad echa fuera el temor, pues el temor supone castigo, y el que teme no es perfecto en la caridad. Cuanto a nosotros, amemos a Dios, porque Él nos amó primero»[16]. No existe otro camino para elevarnos a la verdadera perfección. Como Dios nos amó el primero, sin tener otro interés que nuestra salvación, así debemos nosotros amarle únicamente por su amor.
Por lo mismo hemos de esforzamos por subir del temor a la esperanza, de la esperanza a la caridad de Dios y al amor de las virtudes. Para que, instalándonos en el afecto del bien por sí mismo, permanezcamos adheridos a él inmutablemente, en cuanto es posible a la humana naturaleza.
EXCELENCIA DEL ALMA QUE SE APARTA DEL VICIO POR EL AFECTO DE LA CARIDAD
VIII. Existe una gran diferencia entre el que extingue en sí mismo las llamas del vicio por miedo a la gehena o la esperanza de la retribución futura, y aquel que declina con horror el mal y la impureza misma por puro afecto de la divina caridad. Este último posee el bien de la pureza solo por el amor y deseo de la castidad. Sus ojos no buscan en el futuro el premio prometido; la conciencia que tiene del bien presente constituye para él una delicia. Obra no por temor de la pena, sino por la felicidad y gusto de la virtud. Entre ambos, pues, la diferencia es considerable. El segundo, inclusive cuando no tiene testigos de su conducta, no abusa de la ocasión, ni deja a su alma solazarse en las complacencias secretas de los malos pensamientos. El amor a la virtud ha penetrado hasta el meollo de su alma. Y lejos de dar acogida a las influencias contrarias, todo su ser se subleva para rechazarlas con horror.
En verdad, una cosa es odiar la hez de los vicios y de la carne, porque se gusta ya el bien presente, y otra refrenar las malas apetencias, con miras a alcanzar la recompensa futura. Es cosa muy distinta temer un daño actual que temer los tormentos de ultratumba.
En fin, es una perfección mucho más alta no querer apartarse del bien por amor del mismo bien, que no dar su consentimiento al mal por temor de sufrir un mal peor. En el primer caso, el bien es voluntario; en el segundo, parece fruto de la coacción y como arrancado por el temor del suplicio o el deseo del galardón.
Parejamente aquel que solo renuncia a los halagos del vicio por temor, tomará, no bien se haya desvanecido ese temor que obstaculizaba su marcha hacia el objetivo de sus amores. Para él no cabe estabilidad en el bien. Ni estará jamás libre de las tentaciones, por cuanto carece de la paz firme y constante que trae consigo la castidad. Es inevitable: donde impera el tumulto de la guerra, es imposible evitar el riesgo de ser herido. Y quien se halla en el fragor de la lucha, aunque hiera a su adversario con heridas de muerte, es inevitable que, a despecho de su audacia y bizarría, sea herido alguna vez por la espada enemiga.
En cambio, quien ha superado los ataques del vicio, gozando en adelante de la seguridad de la paz, y enteramente transformado en el amor de la virtud, permanecerá constante en el bien. A él se ha consagrado sin partijas y se debe todo a él. En su opinión, no hay pérdida más sensible que un atentado contra la castidad íntima de su alma. La pureza constituye al presente su más caro y más precioso tesoro, como sería el más grave de los castigos ver las virtudes conculcadas o sentirse contagiado por la mancha emponzoñada del vicio. La presencia y el respeto de los hombres no le moverá a ser más honesto, ni disminuirá en nada su virtud la soledad. Siempre y dondequiera, lleva consigo el árbitro supremo de sus actos y de sus pensamientos: su conciencia. Y todo su empeño consiste en complacer a aquel a quien sabe que no se puede eludir ni defraudar.
LA CARIDAD HACE DE ESCLAVOS HIJOS, Y CONFIERE LA IMAGEN Y SEMEJANZA DIVINAS
IX. La confianza en el auxilio de Dios nos merecerá estas disposiciones, no la presunción que podríamos concebir de nuestros propios esfuerzos. El alma que las posee deja la condición servil caracterizada por el temor y abandona asimismo el deseo mercenario de la esperanza, que se adhiere a la recompensa más que a la bondad de Aquel que la da. De ahí llega a la adopción de hijos, donde no existe ya el temor ni el deseo, pues reina para siempre la caridad que no muere jamás.
Estas reconvenciones del Señor a los judíos ponen de manifiesto a quién conviene el temor o el amor: «El hijo honra al padre y el siervo teme a su señor. Y si yo soy el padre, ¿dónde está mi honor? Y si yo soy el señor, ¿dónde está mi temor?»[17]. El esclavo teme necesariamente, porque «si conoce la voluntad de su señor y no la cumple, justamente merece mayores castigos»[18].
Mas todo aquel que ha llegado por la caridad a convertirse en imagen y semejanza de Dios, se complace en adelante en el bien por sí mismo a causa del placer que encuentra en él.
Abraza asimismo con igual amor la paciencia y la dulzura. Las faltas de los pecadores no le enojan ni excitan ya su cólera. Más bien implora su perdón por la profunda conmiseración que siente por las debilidades ajenas. Es que no olvida que también él sintió un día el aguijón de tales pasiones, hasta que plugo a la divina misericordia librarle de ellas. No es su propia industria quien le ha salvado de la insolencia de la carne, sino la protección de Dios. Desde entonces comprende que no es ira lo que hay que sentir contra aquellos que yerran, sino compasión. Y en la absoluta tranquilidad de su corazón canta a Dios este versículo: «Tú rompiste mis ataduras: te sacrificaré una hostia de alabanza»[19]. Y también: «De no haberme el Señor ayudado, casi habitaría mi alma en los infiernos»[20].
Manteniéndose en esta posición de humildad, se hace capaz de cumplir el precepto evangélico de la perfección: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian y orad por los que os persiguen y calumnian»[21]. Por esto merecerá alcanzar la recompensa por la cual no solo posee en sí la imagen y semejanza divinas, sino también el nombre de hijo: «Para que seáis —dice— hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir el sol sobre buenos y malos y llover sobre justos e injustos».
San Juan tenía conciencia de haber llegado a este estado, cuando decía: «Para que tengamos confianza el día del juicio. Porque como Él es, así somos nosotros en este mundo»[22]. ¿Cómo la naturaleza humana, siendo débil y frágil, puede ser como el Señor, si no es haciendo extensiva a buenos y malos, a justos e injustos, la caridad siempre tranquila de su corazón, a imitación de Dios? Con esto obrará el bien por amor del mismo bien, que esta es, en definitiva, la disposición que le hace llegar a la adopción verdadera de hijo de Dios, de la cual afirma el mismo Evangelista: «Todo el que ha nacido de Dios, no comete pecado, porque su simiente está en él, y no puede pecar, por cuanto ha nacido de Dios»[23]. Y también: «Sabemos que todo el que ha nacido de Dios no comete pecado, sino que la generación de Dios le conserva, y el maligno no le toca»[24].
Con todo, estas palabras no deben entenderse de toda suerte de pecados, sino solamente de los mortales.
De estos últimos, si hay quien no quiera alejarse o purificarse, san Juan sostiene en otra parte que no se debe ni siquiera orar por él: «Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no lleva a la muerte, ore y alcanzará vida para los que no pecan de muerte. Hay un pecado de muerte, y no es por este por el que digo yo que se niegue»[25].
A la inversa, de los pecados que no conducen a la muerte, y de los cuales ni aun aquellos que sirven a Dios fielmente están libres, por circunspectos que sean en guardarse de ellos, habla así el discípulo amado: «Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros»[26]. Y: «Sí dijéremos que no hemos pecado, hacemos a Dios mentiroso, y su palabra no está en nosotros»[27]. Porque es imposible que ningún justo esté exento de estas pequeñas faltas que se cometen de palabra, de pensamiento, por ignorancia y olvido, violencia., voluntad o distracción. Tales faltas, aunque difieren del pecado que lleva a la muerte, no dejan de tener cierta culpabilidad moral y son por lo mismo reprensibles.
QUE LA PERFECCIÓN DE LA CARIDAD CONSISTE EN ROGAR POR LOS ENEMIGOS. POR QUÉ INDICIO SE RECONOCE QUE EL ALMA NO ESTÁ AÚN PURIFICADA
X. Cuando, pues, alguno haya llegado a este amor del bien y a esta imitación de Dios de que hemos hablado, estará informado de los sentimientos de longanimidad que fueron propios del Señor, y rogará como Él por sus perseguidores, diciendo: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»[28].
He aquí otra señal inconfundible de que un alma no ha sido aún purificada de la hez de los vicios: que ante las faltas del prójimo reaccione con malevolencia, encontrando en ella, en lugar de la misericordia y comprensión, la censura de un juez inexorable. Y ¿cómo alcanzar la perfección del corazón, si no poseemos aquello que consuma, al decir de san Pablo, la plenitud de la ley: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo»?[29]; ¿si no poseemos esta virtud de la caridad que «no se irrita, no se envanece, no piensa mal, que todo lo sufre, todo lo tolera»?[30] Porque «el justo se compadece hasta de los animales; en cambio, el corazón de los malos es ajeno a toda misericordia»[31].
Y es cierto que el monje está sujeto a los mismos vicios que condena en los otros con una severidad implacable e inhumana: «El rey y el juez rigurosos tropiezan en pecados»[32]; y «el que cierra sus oídos al pobre, cuando se vea en necesidad, acudirá a otro; no habrá quien le escuche ni tienda la mano»[33].
POR QUÉ LLAMAR IMPERFECTOS A LOS SENTIMIENTOS DE TEMOR Y ESPERANZA
XI. GERMÁN. Lo que has dicho sobre el perfecto amor de Dios es de una elocuencia poderosa y magnífica. Una cosa, no obstante, nos conturba. A pesar de haberlos encomiado tanto, sostienes que son imperfectos el temor de Dios y la esperanza de la eterna retribución. Ahora bien, el profeta parece haber sido en este aspecto de un parecer muy distinto, al afirmar: «Temed al Señor todos sus santos, porque nada falta a los que le temen»[34]. Por otra parte, confiesa haberse ejercitado en la observancia de les divinos mandamientos, con ánimo de recibir la recompensa: «Incliné —dice— mi corazón para cumplir tus mandamientos eternamente, por la retribución»[35]. Y el Apóstol: «Por la fe, Moisés, llegado ya a la madurez, rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón, prefiriendo ser afligido con el pueblo de Dios a disfrutar de las ventajas pasajeras del pecado, teniendo por mayor riqueza que los tesoros de Egipto los vituperios de Cristo, porque ponía los ojos en la remuneración»[36].
Luego, ¿cómo es posible creer que la esperanza es imperfecta, cuando David se gloría de haber cumplido los mandamientos divinos para alcanzar el galardón? Y ¿cómo será esto así, cuando el legislador Moisés menospreció la adopción real, y prefirió a los tesoros de Egipto la más cruel de las aflicciones, porque tenía fijos sus ojos en la futura recompensa?
XII. QUEREMÓN. La Sagrada Escritura, habida cuenta del estado y capacidad de cada alma en particular, estimula nuestro libre albedrío, invitándole a subir por diversos grados de perfección. Según esto, sería imposible proponer a todos indiferentemente la misma corona de santidad, por cuanto no todos tienen la misma virtud, ni idéntica voluntad, ni igual fervor. La palabra divina establece, pues, grados diversos y diversas medidas en la perfección.
Una prueba evidente de ello la tenemos en la variedad de bienaventuranzas evangélicas. Porque, si bien el Señor llama bienaventurados a aquellos de quienes es el reino de los cielos, a los que poseerán la tierra, a los que serán consolados, y a quienes serán saciados[37], creemos, no obstante, que existe una gran diferencia entre habitar los cielos y poseer la tierra, entre recibir consuelos y saciarse con la plenitud de la justicia, entre recibir misericordia y gozar de la gloriosa visión de Dios. Porque «una es la claridad del sol —dice san Pablo—, otra la de la luna y otra la de las estrellas. Una estrella difiere de otra en claridad, y así será la resurrección de los muertos»[38].
Verdad es que la Escritura elogia a aquellos que temen a Dios: «Bienaventurados los que le temen»[39], y les promete, por este medio, la felicidad cumplida. No obstante, dice también: «En la caridad no hay temor, pues la caridad perfecta arroja fuera el temor: porque el temor supone castigo. Y quien teme no es perfecto en la caridad»[40].
Asimismo, constituye una gloria el servir a Dios: «Servid a Dios con temor»[41]. Y también: «Gran cosa es para ti poder llamarte mi siervo»[42]. Y san Mateo: «Bienaventurado el siervo a quien, cuando viniere el Señor, le halle haciendo lo que debe»[43]. Y, sin embargo, el Señor dice a los apóstoles: «Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor. Antes bien, os llamo amigos, porque todo cuanto oí de mi Padre os lo di a conocer»[44]. Y en otro lugar: «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando»[45].
Ya veis, pues, que la perfección conlleva distintos grados. De una altura el Señor nos invita a subir a otra altura más sublime. Quien haya llegado a ser feliz y perfecto en el temor de Dios caminará «de virtud en virtud», como está escrito, y «de perfección en perfección»[46]. Es decir, que se elevará, en la alegría de su alma, del temor a la esperanza. Luego oirá de nuevo el llamamiento divino que le invita a un estado más alto, que es la caridad. Aquel que se haya mostrado «siervo fiel y prudente»[47] subirá de aquí al comercio íntimo de la amistad y adopción de hijos.
En este sentido hay que entender mis palabras. No quiero decir que la consideración de las penas eternas o del premio feliz prometido a los santos no sea de ningún valor. Al contrario, es útil y provechosa, toda vez que introduce a aquellos que se consagran a ella en los primeros grados de la felicidad. Mas el amor brilla con una confianza más viva y pletórica con el gozo sin fin. Apoderándose de ellos, les hará subir del temor servil y de la esperanza mercenaria a la dilección de Dios y a la adopción de hijos. Si es lícito hablar así, de perfectos que eran, la caridad les tornará más perfectos todavía. «Hay muchas moradas en la casa de mi Padre», dice el Señor. Todos los astros brillan en el cielo; no obstante, entre el resplandor del sol, de la luna, de Venus y de las otras estrellas, media una gran distancia.
Por tal motivo, san Pablo prefería la caridad no solo al temor y a la esperanza, sino a todos los carismas —con ser tan grandes y maravillosos en la estima de los hombres—. Tanto es así, que el Apóstol la muestra como el camino más excelente entre todos. Efectivamente, después de haber expuesto los carismas espirituales, al describir las diversas manifestaciones de la caridad, se expresa así: «Aún os quiero enseñar un camino mucho más excelente sobre toda ponderación. Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, y si tuviere el don de profecía, y conociera todos los misterios y todas las ciencias, y si tuviera tanta fe que trasladara las montañas de una a otra parte, y si distribuyere todos mis bienes a los pobres, y entregara mi cuerpo a las llamas, y no tuviese caridad, de nada me aprovecha»[48].
Como veis, nada más precioso, nada más perfecto y sublime, nada, por decirlo así, más perenne que la caridad. Porque «las profecías cesarán, como también las lenguas; la ciencia se desvanecerá; en cambio, la caridad no terminará jamás»[49]. Sin ella, los carismas, aun los más preciados, la gloria misma del martirio, se disipan como el viento.
TEMOR QUE NACE DE LA CARIDAD ACENDRADA
XIII. Fundada en la caridad perfecta, se eleva el alma necesariamente a un grado más excelente y más sublime: el temor de amor.
Esto no deriva del pavor que causa el castigo ni del deseo de la recompensa. Nace de la grandeza misma del amor. Es esa amalgama de respeto y afecto filial en que se barajan la reverencia y la benevolencia que un hijo tiene para con un padre benigno, el hermano para con su hermano, el amigo para con su amigo, la esposa para con su esposo. No recela los golpes ni reproches. Lo único que teme es herir el amor con el más leve roce o herida. En toda acción, en toda palabra, se echa de ver la piedad y solicitud con que procede. Teme que el fervor de la dilección se enfríe en lo más mínimo.
Uno de los profetas ha expresado muy justamente la grandeza de este temor. No podía puntualizar mejor y afirmar con más evidencia su valor y dignidad, al decir que «las riquezas que atesora nuestra salvación —que consisten en la verdadera sabiduría y ciencia de Dios— no pueden conservarse sino por Él»[50]. De ahí que los profetas inviten a los santos, y no a los pecadores, a alcanzar este temor, según aquello del salmista: «Temed al Señor todos sus santos, porque nada falta a los que le temen»[51]. Tan verdad es que nada falta a la perfección de aquel que está penetrado de él.
Por lo que se refiere al temor del castigo, san Juan dice claramente: «El que teme no tiene caridad perfecta, porque el temor trae consigo pena»[52]. Por tanto, grande es la distancia que hay entre el temor —que nada le falta por ser el tesoro de la sabiduría y de la ciencia— y el temor imperfecto. Este no es más que el principio de la sabiduría[53]. Suponiendo el castigo, desaparece del corazón de los perfectos cuando sobreviene la plenitud de la caridad. Porque «el temor no está en la caridad, sino que la caridad perfecta echa fuera el temor»[54]. De hecho, si el principio de la sabiduría está en el temor, ¿dónde estará su perfección, si no es en la caridad de Cristo, la cual comprende en sí misma el temor de amor perfecto, y merece por lo mismo ser llamada, no ya el principio, sino el tesoro de la sabiduría y de la ciencia?
Luego hay en el temor dos grados. El primero se halla en los principiantes, que viven aún servilmente bajo su yugo. De ellos se afirma: «El siervo temerá a su señor»[55]. Y en el Evangelio: «Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor»[56]. Y por eso —dice— «el siervo no permanece en la casa para siempre»[57]. La Escritura quiere persuadirnos con estas palabras que debemos pasar del temor del castigo a la plena libertad del amor y de la confianza, que es propio de los amigos y de los hijos de Dios.
Por fin, escuchad a san Pablo. Ha abandonado ya —por efecto de la caridad divina— este grado del temor servil. Y ahora proclama, con una especie de menosprecio tácito por esta virtud inferior, que ha sido enriquecido de dones mucho más maravillosos: «Porque no se nos dio —dice— el espíritu de temor, sino de fortaleza, amor y sobriedad»[58]. Y entonces, a aquellos que flagran por la dilección perfecta del Padre celestial, a quienes ha hecho hijos la adopción divina, les exhorta con estas palabras: «Porque no recibisteis el espíritu de servidumbre en el temor, sino el espíritu de adopción de hijos por el cual clamamos Abba, Padre»[59].
Asimismo, de este temor de amor habla el profeta, cuando describe el espíritu septiforme que, sin duda, debía descender sobre el Hombre-Dios, en virtud de la Encarnación: «Y descenderá sobre él el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y piedad»[60]. Luego, hacia el final, como culminación de todos estos dones, afirma: «Y le llenará el espíritu de temor del Señor». Sobre lo cual importa considerar que no dijo: «Y descenderá sobre él el espíritu de temor del Señor», como había dicho al hablar de los otros dones, sino: «Le llenará el espíritu de temor del Señor». Este espíritu se dilata, en efecto, con tal abundancia, que cuando se ha apoderado del alma la posee por entero. Es lógico y no puede dejar de ser así. No formando más que una sola cosa con la caridad, que no pasará jamás, no solo la llena por completo, sino que la posee inseparablemente y para sí a perpetuidad. Ni los encantos de la alegría ni los placeres temporales pueden ser parte para menoscabarla. Lo cual ocurre más de una vez al temor que anula la caridad.
Tal es el temor de los perfectos, del cual estuvo lleno el Hombre-Dios. No vino únicamente para rescatar al género humano, sino también para darnos en su propia persona el tipo ideal de la perfección y el dechado de toda virtud.
Por lo que afecta al temor servil del castigo, puesto que era verdadero Hijo de Dios, «que no hizo pecado, ni se encontró dolo en su boca»[61], no podía, desde luego, tenerlo.
SOBRE LA CASTIDAD CONSUMADA
XIV. GERMÁN. Ya que nos has hablado de la perfección de la caridad, quisiéramos ahora preguntarte, abusando tal vez de tu confianza, sobre la castidad consumada. Porque no dudamos que estas alturas sublimes de amor a donde se elevan las almas —según has demostrado— a imagen y semejanza de Dios, no pueden existir en modo alguno sin la perfección de la castidad. Mas ¿puede esta virtud lograr tal constancia en nosotros que la integridad de nuestro corazón no sufra ya los movimientos de la concupiscencia? Dinos si viviendo en la carne podemos permanecer al margen de las pasiones carnales, tanto que no sintamos jamás sus incentivos.
XV. QUEREMÓN. Esta sería ciertamente la señal de la más alta beatitud y de un mérito singular: vivir constantemente de la caridad que nos une al Señor, ya sea para aprenderla, ya para enseñarla. Nuestros días y nuestras noches —según sentencia el salmista[62]— se consumirán en meditarla. Y nuestras almas, acuciadas por un hambre y sed insaciables de justicia, se nutrirán sin fin de este manjar celeste.
Mas no hay que olvidar que tenemos también una carne, que es como un jumento, y cuya flaqueza no debemos echar en olvido. Es necesario también atenderle, como el Salvador nos advierte con tanta benignidad[63], para que no desfallezca en el camino: «El espíritu está pronto, mas la carne es flaca»[64]. Procuremos, pues, darle algún alimento. Después de la refección del cuerpo, podrá el espíritu estar mejor dispuesto y aplicarse con mayor atención al tema que deseáis examinar.
[1] Es decir, el de Belén, fundado por santa Paula. Era el principal monasterio de entre los de Siria y Palestina. A él se refiere Casiano en Inst. 3, 4, cuando dice: «En nuestro monasterio, donde N. S. Jesucristo, nacido de la Virgen, se dignó someterse a la ley del crecimiento humano, y donde con su gracia fortificó mi propia infancia, todavía tierna e incipiente en las cosas del espíritu».
[2] De este egregio varón habla Casiano en Inst. 5, 37-38, relatándonos su rara caridad al ceder a los huéspedes que acudían a él la celda en que él mismo habitaba.
[3] Ps CVI, 33 ss.
[4] A estos, tres abades anacoretas atribuye Casiano las siete colaciones siguientes.
[5] Prov VIII, 13.
[6] Ps XXXIII, 23.
[7] I Cor XIII, 8.
[8] I Pet IV, 8.
[9] I Cor XIII, 13
[10] Prov XVI, 4.
[11] Lc XVII, 10.
[12] Lc XV, 17 ss.
[13] Io XVI, 15.
[14] I Cor III, 22.
[15] Mt V, 48.
[16] I Io IV, 18 ss.
[17] Mal I, 6.
[18] Lc XII, 47.
[19] Ps CXV, 16 ss.
[20] Ps XCIII, 17.
[21] Mt V, 44.
[22] I Io IV, 17.
[23] Io III, 9.
[24] Io V, 18.
[25] Io V, 16.
[26] Io I, 8.
[27] Io V, 10.
[28] Lc XXIII, 34.
[29] Gal VI, 2.
[30] I Cor XIII, 4 ss.
[31] Prov XII, 10.
[32] Io XIII, 17.
[33] Io XXI, 13.
[34] Ps XXXIII, 10.
[35] Ps CXVIII, 112.
[36] Hebr XI, 24 ss.
[37] Mt V, 3 ss.
[38] I Cor XV, 41 ss.
[39] Ps CXXVII, 1.
[40] I Io IV, 18.
[41] Ps II, 11.
[42] Is II, 6.
[43] Mt XXIV, 46.
[44] Io XV, 14.
[45] Io V, 13.
[46] Ps LXXXIII, 8.
[47] Mt XXIV, 45.
[48] I Cor XII, 31.
[49] I Cor XIII, 1 ss.
[50] Is XXXIII, 6.
[51] Ps XXXIII, 10.
[52] I Io IV, 18.
[53] Ps CX, 10.
[54] I Io IV, 18.
[55] Mal I, 6.
[56] Io XV, 15.
[57] Io VIII, 35.
[58] II Tim I, 7.
[59] Rom VIII, 15.
[60] Is XI, 2 ss.
[61] I Pet II, 22.
[62] Ps I, 2.
[63] Mt XV, 32.
[64] Mt XXVI, 41.