Contenido

  1. Primera parte
  2. 90. Álvaro. Un día de tipo 3
  3. 89. Marco. El último partido
  4. 88. Alicia. ¿Quién le pone el cascabel al gato?
  5. 87. Diego. Blanca y radiante
  6. 86. Mónica. Me gusta vivir
  7. 85. Víctor. Una tarea imposible
  8. 84. Marco. Cuatro líneas blancas
  9. 83. Mónica. ¡Llámame!
  10. 82. Diego. Encantado de conocerte
  11. 81. Alicia. Un regreso inesperado
  12. 80. Víctor. Un órdago a la muerte
  13. 79. Álvaro. Rehenes del amor
  14. 78. Diego. Nueve pasos
  15. 77. Marco. Un buen líder
  16. 76. Mónica. Encerra2
  17. 75. Víctor. Jaque al rey
  18. 74. Álvaro. El escondite sangriento
  19. 73. Alicia. Un millón de ida y vuelta
  20. 72. Marco. La pena máxima
  21. 71. Sergey. El final de mi inocencia
  22. 70. Mónica. Desubica2
  23. 69. Víctor. Escalera de color
  24. 68. Alicia. Prueba de vida
  25. 67. Álvaro. Mariposas
  26. 66. Sergey. Uno a uno
  27. 65. Víctor. La trampilla y la trampa
  28. 64. Alicia. Triangulando la señal
  29. 63. Mónica. El sabor del asfalto
  30. 62. Marco. Una lluvia torrencial de cristales
  31. 61. Álvaro. ¿Tú qué harías?
  32. 60. Sergey. Carambolas del destino
  33. 59. Víctor. El nombre número 159
  34. 58. Marco. Salsa de tomate
  35. 57. Alicia. El Gran Houdini
  36. 56. Álvaro. Apocalipsis zombi
  37. 55. Mónica. En busca del unicornio
  38. 54. Víctor. Marionetas en la cuerda floja
  39. 53. Alicia. Confesiones inconfesables
  40. 52. Sergey. La naturaleza del escorpión
  41. 51. Marco. La despedida
  42. 50. Álvaro. La luz al final del túnel
  43. 49. Mónica. Rescatado
  44. 48. Alicia. El avispero
  45. 47. Sergey. Un día de suerte
  46. 46. Víctor. Dos sílabas
  47. Segunda parte
  48. 45. Álvaro. Diez mil horas
  49. 44. Mónica. La playa
  50. 43. Marco. Vivir sin miedo
  51. 42. Wyatt. Malditos bastardos
  52. 41. Alicia. Operación Aire
  53. 40. Álvaro. La caja de bombones
  54. 39. Marco. Un león sobre la arena
  55. 38. Sergey. El brindis inconcluso
  56. 37. Mónica. La orquesta del Titanic
  57. 36. Wyatt. Zeta de zorra
  58. 35. Alicia. La unión hace la fuerza
  59. 34. Álvaro. Letras imaginarias
  60. 33. Mónica. Inseparables
  61. 32. Sergey. Todo incluido
  62. 31. Marco. Jugando al escondite
  63. 30. Wyatt. El regreso a Nunca Jamás
  64. 29. Naim. El sueño americano
  65. 28. Álvaro. Lágrimas, sangre y mierda
  66. 27. Sergey. Autoestopistas frustrados
  67. 26. Mónica. Mamá
  68. 25. Marco. Rematando de cabeza
  69. 24. Naim. La nube que no sabía llorar
  70. 23. Wyatt. El uniforme
  71. 22. Álvaro. Hasta que la muerte nos separe
  72. 21. Marco. El temor de un hombre sabio
  73. 20. Mónica. ¿Ángel o demonio?
  74. 19. Sergey. La última cena
  75. 18. Wyatt. Dos por uno
  76. 17. Álvaro. El espantamuertes
  77. 16. Naim. El caballo de Troya
  78. 15. Marco. Arrimando el hombro
  79. 14. Sergey. El collar terapéutico
  80. 13. Mónica. El nombre de la estrella centelleante
  81. 12. Naim. Dime con quién andas
  82. 11. Álvaro. Familia unida
  83. 10. Sergey. El alma del diablo
  84. 9. Mónica. Tiradores y dianas
  85. 8. Wyatt. Domingo sangriento
  86. 7. Marco. Tres contra dos
  87. 6. Sergey. El cortódromo
  88. 5. Mónica. Quesos gruyer
  89. 4. Marco. La oreja de la discordia
  90. 3. Wyatt. Muerte entre estertores
  91. 2. Álvaro. Promesas de altura
  92. 1. Naim. El orden de los factores
  93. 0. Nota del autor. Tiempo de descuento
  94. AUTOR
  95. LEGAL

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Primera parte


Entrenador Norman: «Tenéis noventa minutos por delante. ¡Empezad fuerte! ¡Salid en tromba! Un buen arranque podría ser la clave para
conseguir la victoria».
90. Álvaro.
Un día de tipo 3
El día de hoy, definitivamente, será un día de tipo 3.
Desde que tengo uso de razón, poseo la peculiar costumbre de categorizarlo todo. Cualquier cosa, persona, hecho o lugar es susceptible de ser incluido en cientos de listas que mi incansable mente se encarga de ir modelando a su antojo.
Mi lista sobre los distintos tipos de días es cerrada (en el sentido de que ha permanecido inalterable desde su concepción inicial), de tal modo que cualquier día, tanto de mi existencia como de la vuestra, se podría englobar en alguno de estos tres tipos:
El tipo 1, o estándar, representa el 95 % de los días. En ellos, lo cotidiano y lo común avanzan cogidos de la mano. El tipo 2, o especial, representa el 4,9 % de los días. Están marcados por algún acontecimiento que, por su naturaleza, merece pasar, sin titubeos, hasta el fondo del recuerdo individual. El tipo 3, o profundo, representa el 0,1 % de los días; uno de cada mil, para los profanos en estadística. Son profundos porque, para bien o para mal, dejan huella. Esa marca podrá tener más lustre si es reciente o estar más ajada por el paso del tiempo, pero viajará con nosotros de forma inexorable hasta el final de nuestras vidas.
El día de hoy tenía todos los ingredientes para ser de tipo 1, hasta que hace un rato ha mutado a tipo 2, justo en el preciso momento en que Ella ha entrado por la puerta de la cafetería. Ha transcurrido más de un año y medio desde que nuestras miradas se cruzaron por última vez. Lo más curioso es que nunca nos llegamos a dirigir la palabra. Tan solo nos sentábamos, jueves tras jueves, en mesas contiguas. Tan cerca y a la vez tan lejos.
La primera vez que la vi estaba en mi último curso antes de licenciarme en la Facultad de Matemáticas. Cada día, una vez que finalizaban las clases, tenía por costumbre tomar un aperitivo en una cafetería situada frente a la parada del autobús que después cogía para recorrer los sesenta kilómetros que separan mi casa de la universidad. De aquel primer contacto visual tan solo recuerdo que una chica se sentó a mi lado y comenzó a leer un libro mientras degustaba un zumo de naranja.
El jueves siguiente volvió a hacer acto de presencia. Y el siguiente…, aunque aún no era Ella. Yo la llamaba la Morena del Libro. No me parecía especialmente guapa –ahora sí–, pero tenía algo que poco a poco me fue hechizando. Desconozco si fueron sus ojos verdes o su tez blanquecina, pero, cuando me quise dar cuenta, ya había escalado hasta lo más alto de mi lista de amores platónicos.
Cada jueves llegaba puntual a las tres de la tarde. Unos días se marchaba a los veinticinco minutos y otros apuraba el tiempo un poco más. Mientras ella leía, yo aprovechaba para mirarla de soslayo, hasta que, unos meses después, dejó de traer el libro y la Morena del Libro pasó a convertirse en la Morena del Zumo.
En aquel momento, estaba convencido de que ella ignoraba quién era yo, pero sin el libro de por medio comenzó el juego de miradas. «No la mires. No la mires. No la mires. ¡Mierda, me ha pillado!». Entonces, sentía que me ponía rojo como un tomate incandescente y, cuando la miraba de nuevo, ella me devolvía una sonrisa pícara.
Me gustaba. Vaya si me gustaba. Me gustaba tanto que denominarla la Morena del Zumo dejó de parecerme una buena idea. Y así es como comencé a llamarla Ella.
Mi experiencia con las chicas no es extensa. Mi currículum, tan deslumbrante en lo académico, es escueto y muy pobre en el terreno sentimental. Las chicas que han conseguido romper mi caparazón inicial de timidez han terminado huyendo sin mirar atrás al conocer mi personalidad un tanto friki. Pero algo me decía que con Ella sería diferente, ya que Ella es una lista de un único elemento, incomparable a todas y a todo. Ella es un número irracional. Ella es mi número pi. Indescifrable y misteriosa.
Me propuse dar el primer paso infinitas veces. Ensayé delante del espejo todo tipo de frases que pudieran iniciar una conversación, con sus probables réplicas y contrarréplicas. Pero, a la hora de la verdad, el temor a perderla para siempre me paralizaba. Tener todo es mejor que tener algo, pero, por otra parte, tener algo es mejor que no tener nada.
Y así fueron sucediéndose unos meses, en los que los jueves eran el principio y a la vez el final de todas y cada una de mis semanas. En mi cabeza solo había sitio para Ella. Ella, Ella, siempre Ella…, hasta que Ella desapareció de la faz de la Tierra sin dejar rastro.
Con sus primeras ausencias, pensé que quizá se había ido de vacaciones, pero los jueves sin Ella se fueron amontonando. Siete meses después me licencié, pero en verano continué acudiendo a la cita de los jueves, pese a que la esperanza de volver a verla cada vez tendía más a cero.
Llevaba más de un año sin verla cuando, en un breve lapso de tiempo, me ofrecieron dos trabajos: el primero, de profesor de matemáticas a jornada completa en un colegio cercano a casa; el segundo, también de profesor, pero en una academia y solo por las tardes. Elegí este último para poder seguir recorriendo, cada jueves al mediodía, los sesenta kilómetros de ida y los sesenta de vuelta, hasta esa cafetería que se había convertido en el epicentro de mi mundo. Podéis llamarme loco, pero, una vez que apuestas muchas veces seguidas al mismo número, es complicado dejar de hacerlo. ¿Y si Ella entrara por la puerta y yo no estuviera allí?
Hoy la he vuelto a ver en el jueves número ochenta y nueve posdesaparición. Todo hacía presagiar que estaríamos ante un día de tipo 2: de los especiales, pero también camaleónico y caprichoso. Porque ahora no albergo ninguna duda de que finalmente será un día de tipo 3: profundo. Muy profundo.
Ella me está mirando mientras yace a mi derecha semidesnuda. En cualquier otra situación, sería un sueño hecho realidad, pero a mi izquierda también tengo a un tipo apuntándome a la cabeza con una pistola.

Entrenador Norman: «El capitán es mi voz en el campo. Él os guiará».
89. Marco.
El último partido
Algunos me conoceréis como Marco, otros como Marco Gol y, si no os gusta demasiado el fútbol, es posible que hayáis oído hablar de mí como el viejo de cuarenta años que sigue intentando jugar en primera división. Mañana colgaré las botas tras dedicar, en cuerpo y alma, muchas temporadas (demasiadas) a un deporte que sigo amando con la misma intensidad que el día de mi debut.
No me extenderé en mi trayectoria, palmarés, número de goles… porque son datos que podéis consultar en cualquier momento en internet. Durante mucho tiempo, acaparé portadas de todos los diarios deportivos del país y llegaron a considerarme uno de los mejores jugadores del mundo, pero cometí un gran error: me creí eterno.
Sucedió hace tres temporadas cuando, contra toda lógica y a los treinta y siete años, mi idilio con el gol aún permanecía intacto y mi importancia en el equipo seguía siendo capital. Gracias a una genética privilegiada, a una buena alimentación y a la fortuna de haber podido escapar de lesiones graves, lo cierto es que continuaba jugando a un altísimo nivel. De haber decidido dejarlo en aquel momento, cuando aún surfeaba en la cresta de la ola, me habría ahorrado muchos sinsabores y no habría puesto un borrón en una hasta entonces sobresaliente carrera.
Dicen que una retirada a tiempo es una victoria, pero en aquel momento, en vez de escuchar al sabio refranero popular, me dejé engatusar por los desmedidos elogios y cantos de sirena: «El indestructible Marco», «Marco Gol, el inmortal», «Marco marcará siempre»…; y opté por renovar con mi club por tres años más.
En la pretemporada me rompí el ligamento cruzado anterior, el ligamento lateral interno y el menisco externo de la rodilla izquierda: la temida tríada. En los medios de comunicación se especuló con mi retirada del fútbol, pero en mi cabeza solo había un pensamiento: recuperarme bien para volver a saltar al césped.
Tras once meses en el dique seco, mucho esfuerzo y unas sesiones interminables de rehabilitación, comenzaba a tener buenas sensaciones de nuevo. Era verano y estaba fortaleciendo el tren inferior ejercitándome en la playa, cuando me volví a romper la rodilla por el mismo sitio.
El disgusto fue tremendo. Regresar al punto de partida, pero con un año más en el carnet de identidad, se me hizo muy cuesta arriba. Mi familia, amigos, compañeros de equipo, club y afición se volcaron conmigo apoyándome en aquel duro trago. Todos pensaban que lo dejaría. Todos menos yo.
No me quería despedir así. Sentía que aún me quedaba algo que sacar de lo más recóndito de mi interior. No era una cuestión de demostrar nada a nadie, sino que deseaba volver a competir. No como quien desea adquirir algo material, sino más bien como quien lo necesita para su subsistencia. Así que me embarqué, contra viento y marea, en una nueva operación quirúrgica, más fisioterapia, mucho dolor y otra temporada en blanco.
Llegó mi último año de contrato, el que, independientemente de lo que pasara, tenía decidido que iba a ser la temporada de mi adiós del fútbol en activo. La buena noticia es que la rodilla no me ha vuelto a fallar. La mala, que es lo único que no lo ha hecho. Mi cuerpo ha gritado basta y he encadenado todo tipo de lesiones, de tal modo que la liga ha finalizado sin ni siquiera tener la ocasión de vestirme de corto.
La semana pasada recibí el alta médica tras recuperarme de la enésima rotura fibrilar; en esta ocasión, en el cuádriceps de mi pierna derecha. Hoy, a primera hora, he convocado una rueda de prensa para anunciar, de forma oficial, que la final de la Copa del Rey que se disputará mañana será mi último partido como futbolista.
Ha sido muy emotiva. En un discurso plagado de pausas, en el que no he podido contener las lágrimas, he dado las gracias, desde lo más hondo de mi corazón, a mi mujer Cristina y a mi hijo Luka, por estar siempre a mi lado aguantando mis ausencias, mis tensas vísperas de partido y mi mal humor tras las derrotas; a mi difunto padre, por inocularme el veneno del fútbol desde bien pequeño; a mi madre, porque no hay nada más grande que el amor de una madre; a mis compañeros y excompañeros, muchos de ellos amigos, porque sin ellos nada habría sido lo mismo; a todos los entrenadores, preparadores físicos, miembros de los servicios médicos, presidentes, directores deportivos…, por confiar en mí; a los rivales, por forzarme a seguir mejorando; a los árbitros, por soportar mi fuerte carácter, y, por último, a todos y cada uno de los aficionados, por transmitirme tanto cariño en los buenos y, sobre todo, en los malos momentos.
Me he levantado y, con los ojos aún encharcados, he abandonado la sala mientras a mi espalda oía una cerrada ovación.
El día de hoy ha transcurrido con un pensamiento cíclico martilleándome una y otra vez. Nada me gustaría más que despedirme en el campo y levantar la copa como capitán, pero el de mañana no va a ser un partido homenaje, ya que hay un título muy importante en juego. El entrenador Norman alineará a los mejores y, siendo objetivos, yo no estoy entre ellos. He entrado en la convocatoria por ser quien soy. Llevo tres años sin jugar un solo partido, soy lento, no tengo ritmo de competición y me rompo con la misma facilidad que el cristal de Bohemia. No jugaré.
Pese a tenerlo muy claro, no puedo conciliar el sueño. Una explosiva mezcla de nerviosismo, tristeza y presión me atenaza. Son las tres de la madrugada y decido dar un paseo por casa para intentar relajarme. Abro la puerta de la habitación de mi hijo Luka y distingo, entre la penumbra, pósteres, fotos, recortes y cromos míos cubriendo la práctica totalidad de las paredes. Tiene ocho años y soy un ídolo para él. Un ídolo caído, más bien. De un tiempo a esta parte, lo está pasando muy mal y eso es algo que nunca me perdonaré.
Me acerco a su cama. Hace rato que debería estar dormido, pero su respiración le delata. Él tampoco puede dormir. Cuando estoy a punto de marcharme, tratando de cerrar la puerta con suavidad, le oigo preguntar:
–¿Vas a jugar?
Tras un incómodo silencio de unos segundos, le respondo escuetamente:
–No lo sé.
Entonces, se levanta de la cama, enciende la pequeña lámpara de flexo de la mesilla y me mira a los ojos mientras me dice:
–Prométeme que marcarás un gol y ganaréis.
Una de las máximas que sigo a rajatabla, tanto en la educación de mi hijo como en la vida misma, es no prometer jamás algo que no voy a poder cumplir, pero su mirada es tan intensa que tres palabras salen de mi boca sin haber pasado antes por mi cerebro.
–Te lo prometo.

Entrenador Norman: «El ataque gana partidos, la defensa campeonatos».
88. Alicia.
¿Quién le pone el cascabel al gato?
Me llamo Alicia y soy abogada, acabado en -a. No me gusta ni me acostumbro a que se me dirijan a mí como señor letrado. «¿Acaso le parezco un hombre?», suelo contestar. Tengo cuarenta y ocho años, y llevo más de veinte ejerciendo la abogacía en el turno de oficio. Defiendo a todo tipo de maleantes, ladronzuelos de poca monta, borrachos al volante (con y sin carnet de conducir), gente violenta que primero golpea y después pregunta, drogadictos capaces de cualquier cosa con tal de saciar el mono e incluso, muy de vez en cuando, violadores, pedófilos y asesinos.
Tras leer la alineación de este equipo de ensueño formado por lo mejorcito de la sociedad, apuesto a que ahora me estáis juzgando por un delito que creo no haber cometido. ¿Por qué los defiendo? Podría alegar que se trata de un derecho fundamental y que cualquier persona debería poder contar con una defensa digna, pero a esa pregunta, que se presenta ante mí con demasiada frecuencia, suelo responder: «Porque alguien tiene que hacerlo».
Antes de que os forméis una idea equivocada sobre mi trabajo, me gustaría echar por tierra algunos estereotipos sobre mi profesión que se han filtrado de forma sibilina en el conocimiento colectivo por culpa de Hollywood. Las series y películas norteamericanas sobre abogados son muy entretenidas, pero comparten ciertos clichés que distan mucho de lo que en realidad sucede en nuestros tribunales de justicia. Por ejemplo, en los juzgados españoles no hay que ponerse en pie cuando entramos en la sala ni se dice aquello de «Preside el honorable juez…». No se presta juramento con una mano en alto y la otra sobre una biblia, del mismo modo que no oiremos a nadie que jure decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
Aquí, los acusados no se pueden acoger a la quinta enmienda con el objetivo de no presentar declaración e incluso pueden mentir sin que se los pueda condenar por perjurio. Abogados y fiscales tenemos prohibido pasear por la sala argumentando con teatralidad para tratar de convencer al jurado –en caso de que lo hubiera, porque no siempre lo hay–. Tampoco presionamos a los testigos como tantas veces hemos visto en el cine, con preguntas a voz en grito, como «¿Ordenó usted el código rojo?». No nos dedicamos a interrumpir constantemente con el tan manido «¡Protesto, señoría!» y el juez, que tampoco utiliza un mazo para poner orden en la sala, jamás nos llamará a su presencia para advertirnos que no continuemos por esa línea de interrogatorio.
La gran mayoría de los abogados del celuloide son ricos; en ocasiones, muy ricos. Nada que ver con la realidad de esta profesión, donde los retrasos y los impagos están a la orden del día. En el turno de oficio, cobro por cada expediente unos honorarios de ciento treinta euros de media, insuficientes, a todas luces, para vivir en una ostentosa mansión como ocurre en el cine.
Por último, pocas cosas hay tan efectivas en la ficción audiovisual y tan poco verosímiles en nuestros juzgados como esos testigos sorpresa que la defensa se saca de la manga en el último momento para dar un giro de ciento ochenta grados al juicio.
Hoy he ganado sin trucos ni tratos.
Defendía a un maltratador que, después de haber cumplido una condena de cuatro años por violencia de género, fue acusado de quebrantar la orden de alejamiento. El angelito llamó en repetidas ocasiones por WhatsApp con amenazas a su exmujer, con quien no tenía permitido comunicarse, y poco después se presentó en su domicilio llamando al telefonillo.
He conseguido el veredicto de inocencia para mi cliente, gracias a una sentencia anterior del Tribunal Supremo que estableció que una captura de pantalla en la que se muestra un mensaje transmitido por redes sociales no tiene valor probatorio suficiente sin una prueba pericial, debido a la posibilidad de manipulación de esos archivos digitales. La fiscalía tampoco pudo aportar nada que corroborase que mi cliente había acudido a su domicilio, más allá de la declaración de la propia denunciante.
No os ha gustado. Lo sé. Me estáis juzgando de nuevo. Y como bien sabréis por las películas y series de abogados (esto sí coincide allí y aquí): «No se puede juzgar a una persona dos veces por el mismo delito». De todos modos, trataré de conseguir mi propia absolución sembrando en vosotros la semilla de la duda razonable.
El mundo es ahora un poco peor que ayer, ya que he contribuido a que un maltratador reincidente vuelva a estar en la calle. Por otra parte, el mundo también es un poco mejor, ya que he puesto mi granito de arena para que el sistema judicial continúe funcionando correctamente.
¿Puede ser el mundo peor y mejor a la vez? La paradoja de Schrödinger plantea un sistema formado por una caja cerrada y opaca con un gato en su interior, una botella de gas venenoso y un dispositivo con una sola partícula radiactiva con una probabilidad del 50 % de desintegrarse en un tiempo dado, de manera que, si la partícula se desintegra, el veneno se libera y el gato muere. Al terminar el tiempo establecido, la probabilidad de que el dispositivo se haya activado y el gato esté muerto es del 50 %, mientras que la probabilidad de que el dispositivo no se haya activado y el gato esté vivo tiene el mismo valor. Según los principios de la mecánica cuántica, el gato está vivo y muerto a la vez. Solo si levantamos la caja para observar, podremos comprobar el estado del gato…, pero no seré yo quien lo haga. En mi caso, la curiosidad no mató al gato, ya que nunca pregunto a mis clientes si son culpables o inocentes. Porque no me dirían la verdad y porque, en el fondo, tampoco me interesa. Mi ingrata y poco reconocida labor es ofrecer, siempre y en cualquier circunstancia, la mejor de las defensas posibles.
Existe otro felino que me interesa bastante más que el de Schrödinger: aquel que tenía atemorizados a toda una comunidad de ratones, incapaces de salir de la ratonera para conseguir comida debido a la inquietante presencia del malvado gato. Así que decidieron que sería una buena idea, para enterarse de cuándo se acercaba el minino, colocarle un cascabel. Pero… ¿quién le pone el cascabel al gato?
Mientras vosotros, roedores temerosos, bajáis la cabeza esperando que otro se presente voluntario, soy yo la que da un paso al frente y, mirándole a los ojos al destino, afirmo con rotundidad:
–Lo haré yo.
(Se levanta la sesión).

Entrenador Norman: «En todos los partidos hay imprevistos, pero, pase lo que pase, nunca bajéis los brazos».
87. Diego.
Blanca y radiante
Enfundado en un elegante chaqué y más tenso que nervioso, voy saludando a los familiares y amigos que poco a poco van acercándose a la iglesia.
Julia y yo nos conocimos en el instituto y, desde entonces, hemos permanecido juntos en una carrera libre de obstáculos, salvo por los pequeños desencuentros provocados por la convivencia. Ninguno de los dos somos cariñosos, románticos o de decirnos «Te quiero», pero, después de casi media vida compartiéndolo todo, nos conocemos tan bien que tengo muy claro que, mientras el cuerpo aguante, seremos inseparables compañeros de viaje.
Si no nos decidimos a casarnos antes fue por pereza. Tanto la que va a ser mi esposa como su familia son creyentes, por lo que firmar un papel en el ayuntamiento y realizar después un pequeño convite junto a nuestros más allegados no entraba dentro de sus planes. La organización de una boda por todo lo alto para ciento sesenta invitados puede llegar a ser muy estresante. Lo sabíamos antes de comenzar con los preparativos y, meses después, se han cumplido todas nuestras expectativas.
A las doce en punto entro a la iglesia agarrado del brazo de mi madre, mientras un cuarteto de cuerda interpreta la Marcha nupcial de Mendelssohn. De haber sido todo menos protocolario y encorsetado, me habría gustado que sonara La marcha imperial, de La guerra de las Galaxias, saga de la que soy fan desde niño. Pero viendo cómo iba creciendo la ceremonia en cuanto a solemnidad, no me atreví siquiera a plantearlo.
Una vez dentro, saludo al cura y permanezco en pie mirando hacia la puerta por donde, de un momento a otro, aparecerá la novia. Blanca y radiante. Julia es puntual rozando lo obsesivo, pero, si hay un día en el que está bien visto llegar unos minutos tarde, es precisamente hoy. Veinte minutos después, comienzan las miradas entre todos los presentes, mientras unos y otros alzamos los hombros dando a entender que no sabemos nada. El murmullo en la iglesia va subiendo de volumen hasta el punto de que el cura tiene que dirigirse al micrófono para pedir un poco de silencio.
Son las doce y treinta y cinco. Ha pasado algo. Abandono mi posición para hablar con la madre de Julia, pero ella tampoco entiende qué es lo que está sucediendo. Llamo por teléfono a su móvil, a casa y al hotel donde vamos a pasar la noche de bodas, pero no obtengo ninguna respuesta. Localizo el número de teléfono de la empresa que nos ha alquilado el Rolls-Royce que iba a llevarla a la iglesia. Desde la centralita, me dicen que el chófer ha ido a buscar a Julia y a su padre, a la dirección y la hora indicadas, pero allí no había nadie esperando.
Empiezo a pensar que no va a venir. Ayer por la noche discutimos. Las ganas de que todo salga perfecto y algunos flecos aún por ultimar, unidos a dos caracteres fuertes, prendieron una mecha que al final quedó reducida a cenizas tras varios reproches y alguna que otra salida de tono. Esta mañana la he notado un poco fría y distante, pero lo he achacado al nerviosismo. Nos hemos despedido con un beso…, que solo espero que no sea el de Judas.
A la una menos cuarto entra en la iglesia el padre de Julia y me lleva a un apartado para decirme, un tanto avergonzado, que hay que suspender la boda porque su hija no va a venir. También me entrega un sobre en el que hay una carta manuscrita que lo explica todo.
La noticia comienza a correr como la pólvora. Las caras de asombro e incredulidad son el denominador común en muchos de los invitados, que no terminan de asimilar que deben marcharse a casa. Algunos miembros de la familia de Julia se acercan a mí para despedirse y darme unos ánimos que suenan a pésame. Otros directamente desaparecen. Mi familia y amigos también vienen a apoyarme en este duro momento. Estoy tratando de mantener la compostura mostrándome sereno, pero una risa nerviosa acompañada de un lacónico «Son cosas que pasan» no hacen otra cosa que demostrar que estoy a punto de venirme abajo y romper a llorar.
Poco después, ya no aguanto más y salgo corriendo hacia el interior de la iglesia. Necesito estar solo y me encierro en la sacristía. Abro el sobre y comienzo a leer la carta:

Hola, Diego:
Antes de nada, te pido disculpas por haber permitido que hayamos llegado hasta este punto y no haberlo frenado antes. Me he visto en un callejón sin salida y no he tenido el coraje suficiente para, al menos, dar la cara. Entendería que no me perdonases.
Todo esto me ha venido grande, la presión ha podido conmigo y las dudas me están carcomiendo. ¿Lo que sentimos es amor? ¿O es solo comodidad en la rutina? ¿Es esto lo que quiero para el resto de mi vida?
Como química que soy, ya sabes que suelo llevar todo a mi terreno… Tú y yo somos dos reactivos acostumbrados a estar juntos, pero al añadir un tercer elemento, en este caso la boda, se ha producido una reacción química y los enlaces entre nuestros átomos se han roto (al menos los míos). Desconozco cómo se reorganizarán y si formarán nuevas sustancias diferentes a las iniciales, pero, ahora mismo, lo único que tengo claro es que necesito tiempo.
Tiempo para respirar y para pensar. Tiempo para vivir sin ti. Tiempo para echarte de menos.
Aunque no lo creas, te deseo lo mejor.
Julia

No sé desde cuándo, pero estoy llorando desconsoladamente. En ese momento, comienzan a aporrear la puerta.
–¡Diego! ¿Te encuentras bien?
Y entonces, empapado en sudor, abro los ojos. Han pasado cuatro años desde aquel fatídico día y aún sigo despertándome sobresaltado en mitad de la noche. Me quedé descompuesto… y sin novia, más hundido que tocado, y decir que lo pasé muy mal es quedarse corto. Los siguientes meses no fueron mejores, ya que, a través de amigos comunes, me enteré de que poco después Julia comenzó a salir con otro chico. El año pasado se casaron y ahora está embarazada.
Con el tiempo he asimilado que nada perdí porque nada tenía. Solo se trataba de un trampantojo de emociones, una relación que no era más que atrezo construido de cartón piedra. Puse la mano en el fuego por alguien y me abrasé. Las heridas superficiales han cicatrizado, pero el dolor interno permanece.
Se podría decir que me he pasado al lado oscuro, un estado de ánimo en el que solo dos certezas guían mi vida: «Viviré y moriré solo» y «El amor apesta».

Entrenador Norman: «Sois muy afortunados de poder jugar este partido. ¡Disfrutad!».
86. Mónica.
Me gusta vivir
1. Me gustan los fines de semana, pero también los lunes, que son bastante incomprendidos.
2. Me gusta subir el volumen de la radio y cantar mientras conduzco.
3. Me gusta charlar con mis amigas, reír a carcajadas con ellas y discutir. Nunca rechazo un buen debate.
4. Me gusta jugar con los niños como si yo fuese uno de ellos.
5. Me gusta bailar por la noche… ¡y también por el día!
6. Me gusta poner caras raras en el espejo.
7. Me gusta ver cómo se pone el sol al atardecer.
8. Me gustan las cosquillas.
9. Me gusta desayunar y volverme a meter en la cama en los días de lluvia.
10. Me gusta nadar. Después de unos cuantos largos, la sensación siempre es satisfactoria.
11. Me gusta la Navidad.
12. Me gustan los chicos tímidos.
13. Me gusta ir de compras… y tener que devolver algo… para regresar otro día… y así volver a comprar… y tener que devolver algo… para regresar otro día… y así volver a comprar…
14. Me gusta pintar con acuarelas.
15. Me gusta subir al monte y respirar naturaleza.
16. Me gusta dar buenas noticias.
17. Me gusta hacer planes con mi madre. Da lo mismo de lo que se trate; si estamos juntas, lo disfrutaré.
18. Me gustan Los Simpson.
19. Me gusta el chocolate.
20. Me gusta escuchar.
21. Me gusta saber decir «Te quiero» en muchos idiomas.
22. Me gusta soplar las velas el día de mi cumpleaños.
23. Me gusta tratar de encestar las bolas de papel en las papeleras.
24. Me gustan los «Me gusta» de Facebook.
25. Me gustan los finales felices.
26. Me gusta pasear descalza por la orilla de la playa.
27. Me gustan los musicales.
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29. Me gusta la gente optimista que siempre ve el lado bueno de las cosas.
30. Me gustan las fotografías en blanco y negro.
31. Me gusta tropezar en la calle, intentar disimular y sonreír al comprobar que alguien me ha visto.
32. Me gustan los talismanes, aunque no den suerte.
33. Me gustan las montañas rusas.
34. Me gustan los perros, siempre fieles y cariñosos.
35. Me gusta tener el armario lleno de ropa y la sensación de que no tengo qué ponerme.
36. Me gustan las bodas.
37. Me gustan los emoticonos. 😊
38. Me gusta planificar los viajes con mucha antelación y desear verlo absolutamente todo… para, una vez allí, comprender que todo tampoco es suficiente, ya que siempre hay sitios nuevos por descubrir.
39. Me gusta mirar las estrellas. Si son fugaces, aún me gustan más.
40. Me gusta la voz de la experiencia de la gente mayor.
41. Me gusta leer.
42. Me gustan los abrazos sentidos y los besos apasionados.
43. Me gusta hacer pompas de jabón.
44. Me gusta el olor a pan recién hecho.
45. Me gusta soñar, tanto dormida como despierta.
46. Me gusta hacer magdalenas.
47. Me gusta guardar secretos.
48. Me gusta estrenar algo; da igual lo que sea.
49. Me gustan los Lego y los clicks de Playmobil.
50. Me gusta dejar que la alarma del despertador suene cada diez minutos y pensar: «A la siguiente, me levanto».
51. Me gusta gustar.
52. Me gusta el fondo submarino.
53. Me gusta creer en las remontadas, porque lo difícil se consigue y lo imposible se intenta.
54. Me gusta que mi último pensamiento antes de quedarme dormida sea siempre algo positivo.
55. Me gusta exhalar vaho por la boca los días en los que hace mucho frío.
56. Me gusta El diario de Noah.
57. Me gusta que me regalen flores.
58. Me gusta observar cómo nieva por la ventana.
59. Me gustan los juegos de mesa.
60. Me gusta hablar con la mirada.
61. Me gustan las noches alegres y las mañanas tristes alegres.
62. Me gustan los masajes relajantes.
63. Me gusta utilizar pósits de colores para todo.
64. Me gusta que te quedes un ratito más.
65. Me gustan las catedrales.
66. Me gusta hablar por teléfono hasta que se acaba la batería del móvil.
67. Me gusta pasar página si la anterior no me ha gustado.
68. Me gusta llenar el bolso de cosas «por si acaso».
69. Me gusta enamorarme y pensar que será para siempre (aunque luego no lo sea).
70. Me gusta beber café mientras camino.
71. Me gusta cuando el silencio se oye.
72. Me gusta explotar las burbujitas de plástico en los envoltorios de protección.
73. Me gustan los recién nacidos.
74. Me gustan los bises en los conciertos.
75. Me gusta el color rosa. También el rojo.
76. Me gusta contar las escaleras mientras las voy subiendo.
77. Me gusta sorprender y que me sorprendan.
78. Me gustan las croquetas que hace mi madre.
79. Me gustan los puzles. Cuantas más piezas tengan, mejor.
80. Me gusta dibujar corazones.
81. Me gusta Nueva York.
82. Me gustan la primavera, el verano, el otoño y el invierno.
83. Me gusta coleccionar momentos mágicos y guardarlos bajo llave.
84. Me gusta la emoción de la noche de Reyes.
85. Me gusta contemplar el mundo subida a mis zapatos de tacón.
86. Me gusta experimentar un déjà vu y quedarme pensando un largo rato sobre él.
87. Me gusta lanzar besos al cielo cuando nadie me ve.
88. Me gusta escribir las cosas que me gustan.
89. Me gusta aprender de los errores.
90. Me gustan los viernes de pizza y peli.
91. Me gusta el desorden, siempre que esté ordenado.
92. Me gusta reírme de mí misma.
93. Me gustan las metáforas.
94. Me gusta susurrar palabras bonitas al oído.
95. Me gusta recordar el pasado, vivir el presente y desear el futuro.
96. Me gustan el «Sí se puede» y el «No me rendiré».
97. Me gusta reír de pena y llorar de alegría.
98. Me gusta pensar que cada día es un regalo.
99. Me gusta la gente que no me mira con lástima, pese a que tengo una enfermedad incurable.
100. Me gusta vivir.

Entrenador Norman: «Cuando no tengáis la posesión del balón, solo hay una forma de volver a pasar al ataque: robar».
85. Víctor.
Una tarea imposible
Desde que trabajo para La Organización, esta es la segunda vez que voy a entrar al despacho del Gran Jefe. Un gorila con cara de pocos amigos, que va armado hasta los dientes, me acaba de cachear de forma exhaustiva. Ahora, estoy esperando en una sala anexa.
La Organización se dedica a obtener beneficio a través de todo tipo de acciones ilegales. Su estructura piramidal es similar a los rangos en los que están distribuidas las familias de la mafia.
En la Cosa Nostra, las familias las dirige el don, su mano derecha es el sottocapo y su asesor es el consigliere. Los caporegimi mandan sobre los capodecini, quienes dirigen grupos de diez soldados, que son los matones encargados del trabajo sucio, como vender droga, cobrar dinero o matar. Por último, los asociados son los aspirantes a convertirse en soldados.
La Organización, en cambio, la dirige con mano de hierro el Gran Jefe. Los llamados segundos, que curiosamente son tres, ejercen de consejeros. Los elegidos son un grupo de seis personas que controlan cada una de las ramas que sustentan la inagotable fuente de ingresos de La Organización: fraude, robo, drogas, apuestas, extorsión y operaciones especiales. Cada elegido tiene bajo su tutela a varios mandos, que, a su vez, cuentan con un grupo de obreros a su disposición.
Mientras hay quien tiene talento para la música, para la ciencia, para el deporte o para el liderazgo, yo nací con un talento innato para robar. Huérfano de padre y madre, crecí en un hogar de acogida, donde trataron, sin conseguirlo, de que no me separara del buen camino. Comencé robando comida, pero era algo tan sencillo que enseguida busqué nuevos retos. Aún era un adolescente cuando ya era capaz de sustraer dinero y joyas de decenas de formas distintas.
A los veintitrés años, el robo de un coche de alta gama salió mal –errores de juventud– y estuve a punto de dar con los huesos en la cárcel. Me embargaron todos los bienes que entonces poseía y, gracias a la pericia de mi defensa, me libré de pasar una buena temporada entre rejas. Tuve que volver a empezar de cero, pero mi facilidad para el latrocinio llegó a los oídos de La Organización, que me ofreció un puesto remunerado como obrero. Desde entonces, para ir ascendiendo, he tenido que hacer cosas de las que no estoy para nada orgulloso.
Ahora, a mis cuarenta y cuatro años, soy uno de los mandos más veteranos de La Organización, pero nunca he tenido la oportunidad de hablar con el Gran Jefe. Los niveles de jerarquía son independientes, de tal modo que los obreros solo tienen contacto con su mando y con otros obreros como ellos, mientras que los mandos solo nos relacionamos hacia arriba con nuestro elegido; de ahí lo extraordinario de la reunión que voy a mantener con el Gran Jefe dentro de unos minutos.
Estoy nervioso. Mis siempre ágiles manos permanecen ahora sudorosas y agarrotadas en mis bolsillos. El miedo es el principal método que tiene el Gran Jefe para controlar a los suyos.
Hace unos años un topo de la policía consiguió infiltrarse de incógnito en La Organización, pese a las violentas pruebas de ingreso que siempre incluyen la realización de algún delito de sangre. Poco después comenzamos a sufrir redadas en ciertos lugares que hasta entonces eran secretos. El Gran Jefe reunió un domingo a sus nueve hombres de confianza (los tres segundos y los seis elegidos) y los emplazó a volver a reunirse al día siguiente. Les dijo que investigaran, interrogaran o torturaran si fuese necesario, pero que, por cada día que pasase sin que localizaran al topo, iba a matar a uno de ellos al azar. El Gran Jefe juró que, si alguno de los nueve no se presentaba, lo perseguiría hasta el mismísimo infierno.
El lunes, acudieron todos a la cita, pero nadie pudo dar un nombre. El Gran Jefe desenfundó su pistola y disparó a quemarropa a uno de sus segundos. El martes, a pesar de los esfuerzos ímprobos de los ocho supervivientes, tampoco dieron con el topo. El Gran Jefe asesinó a sangre fría al elegido encargado de las operaciones de droga. El miércoles, unas horas antes de la convocatoria, el Gran Jefe recibió en sus dependencias una caja que contenía la cabeza del topo, que terminó confesando después de que le hubieran cortado tres dedos de una mano. El Gran Jefe sustituyó a sus dos hombres caídos y bonificó con una generosa paga a todos los que habían perdido alguna parte del cuerpo sin tener que ver con el topo.
El gorila me invita a pasar. Detrás de una amplia mesa me encuentro a un hombre de unos cincuenta y cinco años, de complexión atlética y con una mirada que transmite violencia y peligro a partes iguales. Me ordena que tome asiento y con una voz áspera me dice:
–Supongo que tu tiempo es tan valioso como el mío, así que iré al grano. Esta pasada madrugada alguien ha entrado en este despacho y ha conseguido encontrar la caja fuerte que estaba oculta. Pese a ser una de las más seguras del mundo, la ha abierto y se ha llevado un millón y medio de euros en efectivo. Estoy convencido de que ha sido un hombre relacionado con La Organización, alguien que conoce de primera mano la Sede, puesto que ninguna de las entradas ha sido forzada y los cuatro vigilantes nocturnos han sido inducidos al sueño con un potente somnífero. Dado que tu fama te precede y eres mi hombre más apto en lo que a robos se refiere, te encomiendo la tarea de dar con el ladrón. Quiero ser claro en este punto para que luego no haya equívocos. No te estoy pidiendo que lo busques. Te estoy exigiendo que lo encuentres. Mañana, a esta misma hora, quiero el nombre del ladrón. Si no me lo traes, mejor no vengas. ¿Ha quedado claro?
–Muy claro –respondo a media voz.
Abandono la Sede caminando con lentitud. Intento que no se note, pero estoy abatido. El Gran Jefe acaba de encomendarme una tarea imposible y, dentro de veinticuatro horas, es muy probable que esté muerto.
Hace un rato, os he dicho: «Desde que trabajo para La Organización, esta es la segunda vez que voy a entrar al despacho del Gran Jefe». La primera fue precisamente anoche…, para robarle.

Entrenador Norman: «Escuchadme con el corazón».
84. Marco.
Cuatro líneas blancas
Quedan tan solo unos minutos para que comience la final y, pese a que, como era de esperar, no voy a salir en el once inicial, ya siento el hormigueo de las grandes citas. He decidido que voy a saborear cada momento, por lo que entrar en el vestuario por última vez antes de un partido oficial me produce una sensación de incomodidad, que se mezcla con una nostalgia anticipada.
Los aspectos tácticos han sido repasados hasta la saciedad, por lo que el entrenador Norman tratará de motivarnos para que salgamos concentrados desde el arranque del encuentro. Cuando tiene toda nuestra atención, comienza:
–Cuatro líneas blancas delimitan el campo de fútbol. Lo que dentro de un rato seáis capaces de hacer dentro de esas cuatro líneas, lo recordaréis siempre. Ganaréis o perderéis, pero jamás negociaréis con el esfuerzo. Quiero hasta vuestra última gota de sudor. Quiero ver cómo os vaciáis en el campo. Quiero que, cuando el árbitro pite el final, tengáis la sensación de haber dado mucho más que el máximo.
»Cuatro líneas blancas delimitan el campo de fútbol. Lo habéis sacrificado todo por estar aquí y tener la oportunidad de pisar hoy el rectángulo de juego. Tenéis millones en vuestra cuenta bancaria, pero ni siquiera con ellos podéis recuperar todo el tiempo que habéis invertido en aprender, en mejorar y en entrenar hasta la extenuación. Habéis apostado fuerte por este deporte, dedicándole muchos años de vuestra vida. Hoy es el día de recoger la recompensa. Agarradla bien, porque os la merecéis. Algunos estáis ante vuestra primera final, pero no hay forma de saber si también será la última. Subíos a este tren, porque quizá nunca vuelva a pasar tan cerca.
»Cuatro líneas blancas delimitan el campo de fútbol. Las mismas que van a separar a vencedores y vencidos. Dentro de dos horas, podemos estar llorando en el suelo de impotencia o recogiendo la copa en el palco de honor. El resultado final no depende directamente de nuestro desempeño, ya que existen otros factores que también pueden influir, pero, si somos capaces de ofrecer nuestra mejor versión, si peleamos cada balón dividido como si nuestra vida estuviera en juego, si damos cada pase convencidos de que es la mejor opción, si disparamos a puerta con la confianza de que va a ser gol…, estaremos inclinando poco a poco la balanza para que al final se termine decantando hacia nuestro lado. Dicen que unos días se gana y otros se aprende, ¡pero hoy no queremos aprender nada!
»Cuatro líneas blancas delimitan el campo de fútbol. Las mismas que lo hacían cuando, siendo unos niños, comenzasteis a dar patadas al balón. Entonces os imaginabais disputando finales en grandes estadios y ante miles de espectadores. ¡Ese sueño recurrente de vuestra infancia es hoy! ¡Ese sueño es ahora! ¡Soñad despiertos! ¡Pero no despertéis hasta estar seguros de haberos dejado el alma ahí fuera! Disfrutadlo. Os quiero a todos.
Cuando el entrenador Norman finaliza, rompemos en aplausos y gritos de ánimo mientras nos dirigimos hacia el túnel de acceso al terreno de juego.
Espoleados por el discurso, estamos disputando una excelente primera media hora, en la que nuestro rival apenas ha sido capaz de dar cuatro pases seguidos, mientras que nosotros ya hemos dispuesto de hasta tres ocasiones claras de gol.
En el minuto 34, tras una buena jugada colectiva, inauguramos el marcador mediante un potente cabezazo. Se suceden los abrazos y la explosión de alegría es tremenda, pero aún queda mucho partido por delante y lo último que debemos hacer es caer en la relajación.
Ver los partidos desde el banquillo siempre me ha puesto más nervioso que jugarlos. Sé que soy uno de los focos de atención de la final, por lo que intento transmitir tranquilidad, pero la procesión va por dentro. A escasos metros de nosotros, el cuarto árbitro levanta el cartel de un minuto de descuento. Cuando parecía que ya no había tiempo para más, nos sorprende un balón en profundidad y nuestro portero no tiene más remedio que salir fuera del área llevándose al delantero por delante.
Tarjeta roja.
Las miradas se dirigen al portero suplente, que, de inmediato, se levanta para realizar primero unas carreras y luego unos estiramientos. Nada más producirse el obligado cambio, el portero coloca la barrera para el libre directo. Si la expulsión ha sido un mazazo, ver como el balón entra por la escuadra es como una puñalada al corazón. El árbitro decreta el final de la primera parte y, cabizbajos, enfilamos el camino a los vestuarios.
El entrenador Norman toma la palabra. Cuando él habla, todos escuchamos.
–En esta ocasión seré breve. Tras un magnífico primer tiempo, hemos cometido un despiste defensivo que nos ha condenado al uno a uno y, lo que es peor, a contar con un hombre menos a partir de ahora. No os diré aquello de «Si luchas, puedes perder; si no luchas, estás perdido», porque, además de una obviedad, os conozco bien y sé que tengo a diez gladiadores dispuestos para la más grande de las batallas. Prefiero la frase: «Lo que hacemos en la vida tiene su eco en la eternidad». Tenéis cuarenta y cinco minutos para ser eternos. ¡Aprovechadlos bien!
En el minuto 77 se produce el desastre. Peinan hacia atrás un centro lateral y su media punta remata a placer en el segundo palo. Ellos lo celebran con júbilo, mientras que nosotros, desolados y sin apenas combustible en el depósito, nos animamos unos a otros para tratar de levantar nuestra alicaída moral.
–¿Estás preparado para jugar?
–No puedes imaginar cuánto.