Los pequeños brotes

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Editorial Dos Bigotes

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición: junio de 2019

 

Los pequeños brotes © 2019 Abel Azcona

 

© de la fotografía: Unai Beroiz

 

© de esta edición: Dos Bigotes, a.c.

Publicado por Dos Bigotes, a.c.

www.dosbigotes.es

info@dosbigotes.es

 

isbn: 978-84-949674-4-3

Depósito legal: M-18711-2019

 

 

Diseño de colección:

Raúl Lázaro

www.escueladecebras.com

 

 

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

 

 

 

 

 

A los que utilizaron mi cuerpo sin permiso porque

encontrarán mis palabras de dolor en estas páginas.

A quienes me odian porque sin ellos mi voz nunca hubiera sido escuchada.

A los que me persiguen porque me hacen correr tanto que luego me imposibilitan parar.

A los detractores, a quienes me detienen, a quienes me exilian, a quienes me apresan y a quienes con su persecución enaltecen mis ideas.

 

Nota de Abel Azcona

Siempre me han interesado más los procesos que los resultados. Los pequeños brotes, en esencia, son eso mismo. Pensamientos, fragmentos, notas al margen y anotaciones en cuadernos, paredes, lienzos o incluso detrás del billete de tren.

Sigo vivo gracias a poder desnudarme sin miedo. Sigo vivo gracias a compartir mi oscuridad sin pudor. Sigo vivo gracias a poder realizar una catarsis a diario con mi obra artística y ahora también escrita.

En estas páginas cada brote crece en una tierra enferma impregnada de locura, abandono y soledad. En una tierra seca, muerta y olvidada. En una tierra yerma pero, en contraste, pasional y resiliente.

 

Lisboa, mayo de 2019

 

 

 

 

 

Pocas armas son más políticas que el cuerpo.

El primero de la lista

El 3 de abril de 1988, la pareja de mi madre biológica se hizo cargo de mí en la clínica en la que nací. A pesar de criarme en Pamplona, nací por accidente en un centro dirigido por religiosas de la ciudad de Madrid. En esta clínica atendían diariamente a una decena de mujeres vinculadas a la indigencia o la prostitución. El hombre con el que me trasladé a Pamplona como hijo propio me ha contado en varias ocasiones el origen de mi nombre. Una de las religiosas del centro se ocupó de mi madre y pocos minutos antes de que ella me abandonase allí mismo, le facilitó una lista de nombres católicos para que dejara de ser «el niño de la habitación cuatro». Según su pareja, ella no lo pensó ni un minuto y dijo: «El primero de la lista». En aquel papel manuscrito podía leerse, el primero, el nombre de Abel.

La fotografía

Yo tenía doce años. Durante todo el curso escolar guardé una fotografía arrugada dentro del pupitre. Todas las profesoras me relegaban a la última mesa de la clase, a pesar de que por mi apellido me correspondía la primera o la segunda. En aquellos meses les conté a mis compañeros que la mujer de esa fotografía era mi madre. Recuerdo que era una actriz morena que llevaba un vestido blanco. La debí arrancar de alguna revista. En el tercer cajón de la mesa, en casa, acumulaba revistas viejas que compraba o sustraía de bibliotecas, tiendas o buzones. Todas ellas recortadas, pintadas y llenas de pegamento. Cada semana, mi madre adoptiva volcaba los cajones en mitad de la habitación porque estaban desordenados. Al volver de clase sabía que me encontraría mis cosas echas trizas en el suelo. Mientras recogía de rodillas todos aquellos objetos, ella me miraba con señal de desaprobación desde la puerta. Siempre viví aquella situación como un acto de humillación.

La vecina

Durante años, tuve una vecina en la zona donde vivía únicamente con mi madre adoptiva. Cuando cumplí quince años, esta vecina desapareció. Cuando mi madre adoptiva contrajo matrimonio, nos mudamos, y a los dos días de llegar a la nueva casa, me asomé por la ventana y vi a la misma vecina. Esta vez, aún más cerca que en el barrio anterior. Dos semanas después ya paseábamos de la mano.

Desaparecido

Uno de los papeles de mi infancia que siempre me ha acompañado en mi vida nómada es un cartel de búsqueda que se difundió durante varios meses en calles y comisarías. Se buscaba a un niño llamado Abel David Lebrijo Luján, nacido el 1 de abril de 1988. Pelo castaño y ojos marrones. En el momento de la desaparición, vestía pantalón largo verde y camisa de cuadros verdes y marrones claros. Jersey azul marino, con una franja en la cintura con dibujos blancos. Anorak gris y botas deportivas blancas. Y un gorro de lana con una borla de color morado.

 

Aquella tarde lluviosa desaparecí después de una visita pactada entre la familia de acogida y la pareja de mi madre biológica, que me crio los primeros años. Ellos ya no tenían mi custodia y en un permiso de fin de semana acabé secuestrado durante días. Como me buscaba la policía, debía permanecer en silencio y me encerraban durante horas dentro de un armario para que nadie me encontrase. Creo que allí aprendí a sentirme más cómodo en la oscuridad.

La pareja

Fueron tres meses en los que yo fui el amante. En secreto. Los últimos días, los dos descubrieron que era el amante de ambos y que además del sexo, el desconocimiento también era mutuo.

La encina milenaria

Recuerdo un camino de tierra y piedras a la salida de un pueblo que se llama Eraul. Al final del camino se hallaba una encina milenaria quebrada por un rayo. Varias veces al año, el grupo catequista al que pertenecí desde mi adopción nos llevaba a unos veinte niños a pasar allí tres o cuatro días. Días marcados por juegos, retiro y oración. Yo solo tenía ocho años y nos habían prohibido terminantemente salir del pueblo. Una tarde, desobedecí y anduve más de media hora hasta llegar a la encina y trepé a la rama más alta. A las dos horas tuvieron que venir a rescatarme porque no encontraba la forma de bajar.

El niño perdido

Las calles de Pamplona llenas de gente por la fiesta patronal. La ciudad triplica su población durante los Sanfermines. Paseaba junto a una madre de acogida, la que dos años después se convertiría en madre adoptiva. De repente me quedé solo. Estuve caminando y buscando. Varios adultos me preguntaron y terminé en un autobús en el que se podía leer: «El autobús de los niños perdidos». He sido un niño perdido toda la vida.

El hoyuelo