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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 396 - agosto 2019

 

© 2008 Susanne James

Los dictados del corazón

Título original: The British Billionaire Affair

 

© 2007 Catherine George

Decisión imposible

Título original: The Millionaire’s Convenient Bride

 

© 2008 Kate Hewitt

De la ira al amor

Título original: The Italian’s Bought Bride Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2009

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-363-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Los dictados del corazón

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Decisión imposible

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

De la ira al amor

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CANDIDA, ven a sentarte a mi lado –Rick Dawson acercó una silla a la enorme mesa de caoba y ella sonrió, agradecida, sabiendo que en aquella fiesta seguramente no conocería a nadie más que a los anfitriones, Rick y su mujer, Faith.

Aunque estaba acostumbrada a hablar con extraños en su trabajo como diseñadora de interiores, las ocasiones sociales eran otra cuestión y siempre le rezaba a su ángel de la guarda para que le echase una mano.

Aquélla iba a ser una cena muy sofisticada, con todos los invitados de etiqueta, pero el ambiente era informal y la charla y las risas llenaban la espaciosa habitación. Era un alivio estar sentada y no tener que sujetar la copa de vino y el plato a la vez, como en esas cenas estilo bufé que tanto odiaba. Además, las sandalias de tacón empezaban a hacerle daño.

–En caso de que alguien se lo pregunte –empezó a decir Faith, dirigiéndose a los invitados– tenemos un catering haciendo los honores esta noche, así que no tenéis que preguntarme cómo consigo dar de cenar a treinta personas y cuidar de una niña de dos años al mismo tiempo.

Candida y Faith se miraron con una sonrisa de complicidad. En las pocas ocasiones en las que había llevado a Emily con ella a Farmhouse Cottage durante las tareas de decoración, el trabajo había sido bastante más difícil. Pero, al fin, habían terminado y aquella cena era para celebrar el resultado.

Y la silla de su derecha estaba desocupada, de modo que alguien debía de haber cancelado a última hora.

Rick le sonrió.

–¿En qué proyecto estás trabajando? –le preguntó, mientras llenaba su copa–. ¿Sigues tan ocupada como siempre?

–Nada tan grande como esta casa –sonrió Candida–. Algunos retoques en una que ya había terminado y algún presupuesto.

El hecho era que aquel edificio del siglo XIV en el que los Dawson se habían gastado una fortuna había sido uno de sus proyectos más importantes. Faith, una mujer bajita y rubia llena de energía, pareció sentirse aliviada cuando Candida tomó la iniciativa. Desde su primer encuentro se habían caído bien y su actitud hacia ella era casi maternal, aunque ninguna de las dos había llegado a los treinta.

Cuando una joven camarera empezaba a servir el primer plato se oyó un portazo y Faith soltó su tenedor, fingiéndose indignada.

–Desde luego… los hermanos son los invitados más desconsiderados. Le dije que no llegase tarde y me prometió que sería bueno.

Todos parecían conocer al recién llegado y hubo un murmullo general de bienvenida, pero el hombre fue directamente hacia Faith y le dio un abrazo de oso.

–Lo siento, Faith… Rick –la profunda voz masculina, tan rica como el chocolate derretido, resonó por toda la habitación–. Me han retenido. No ha sido culpa mía, en serio.

–Nunca es culpa tuya, ¿verdad, Maxy? –sonrió Faith–. Venga, siéntate al lado de Candida y muéstrate sociable por una vez en tu vida.

De modo que la silla vacía que había a su lado era para Maxy, pensó Candida.

–Hola, soy Max. Y creo que tú eres la mujer del momento… ¿Candida Greenway?

–No, soy Candy –lo corrigió ella, sintiéndose de repente nerviosa y aprensiva. Debía de ser porque últimamente no tenía mucha costumbre de ir a fiestas. Por no decir que ya había bebido dos copas de vino con el estómago vacío. Y seguramente por eso le tembló un poco la mano al tomar su copa.

Max, que era un hombre muy alto y de gran envergadura, tenía el sitio justo en la tapizada silla y Candida lo miró con curiosidad. De modo que aquél era el hermano de Faith. No había ningún parecido entre ellos… y Faith nunca lo había mencionado. Llevaba el pelo más bien largo y un flequillo rebelde caía sobre su frente, amenazando con tapar sus bien definidas cejas. Cuando la miró, Candida se puso colorada, sus ojos de color ámbar respondiendo instintivamente a los sensuales ojos negros del hombre.

–He oído hablar mucho de ti. Mi hermana parece tu Relaciones Públicas –Max abrió la servilleta y la colocó sobre sus rodillas–. Por lo que me ha dicho, te has hecho cargo de todo –tenía una sonrisa de dientes muy blancos en contraste con lo bronceado de su piel, pero a Candida le costó trabajo devolverle la sonrisa.

Había algo en la actitud de aquel hombre que resultaba condescendiente y superior, dos cualidades que a ella no le gustaban nada. Aparecer tan tarde, cuando el resto de los invitados ya estaban a punto de empezar a cenar, era imperdonable. Y entrar dando un portazo había sido casi como un redoble de tambores.

Se sentía incómoda a su lado. Max tenía una expresión decidida y una masculinidad un poco demasiado agresiva que la hacía sentir extrañamente vulnerable. Una pena que fuese el hombre más guapo de la fiesta. Aunque a ella le daba igual.

Pero cuando levantó su copa, él inmediatamente tomó la suya para brindar.

–Por nosotros –dijo, antes de tomar un trago. Luego se quedó mirándola, estudiando el rostro ovalado, la nariz respingona, los labios generosos. Estaba más bien seria, pensó, pero su largo pelo castaño sujeto en un moño alto debía de ser precioso cuando lo llevara suelto.

–¿Te gustan estas reuniones? –le preguntó–. Yo las odio.

–Pero si Faith es tu hermana…

–Sí, Faith y Rick son los únicos a los que me apetece ver –Max tomó cuchillo y tenedor–. Me gusta ese vestido, por cierto. El color te sienta muy bien.

Candida lo miró, atónita. Debería sentirse halagada por el cumplido pero, por alguna razón, no era así. Después de todo, apenas se conocían y no le parecía adecuado que juzgase, bien o mal, lo que llevaba puesto. Aunque fuese la prenda más cara que había comprado nunca. Era de seda, con un escote en pico muy favorecedor, la falda recta hasta la rodilla. Y el color aguamarina le había recordado inmediatamente el color del mar.

En fin, si ella quisiera mostrarse tan abierta como él, podría opinar sobre su atuendo: la camiseta gris de cuello redondo, que destacaba un torso ancho y musculoso, los pantalones de sport y la chaqueta de ante, que había colgado en el respaldo de la silla, no eran precisamente lo más adecuado para la ocasión. Todos los demás hombres llevaban traje de chaqueta y corbata.

–Gracias –dijo, en cualquier caso–. Fue el color lo que me atrajo de él… y afortunadamente me quedaba bien.

–Eso desde luego –sonrió Max, mirándola de arriba abajo–. Parece como si te lo hubieran cosido una vez puesto.

Candida se encogió en la silla, avergonzada. Sabía que el escote era un poco revelador, más de lo que ella acostumbraba a lucir, pero aquel hombre parecía estar desnudándola mentalmente.

Rick se volvió hacia ella con una sonrisa.

–Espero que Max no te esté molestando. Es un cínico, pero no te dejes intimidar. Tiene fama de merendarse a las chicas jóvenes.

Candida sonrió.

–No creo que yo sea de su gusto. Y no te preocupes, soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.

–Seguro que sí –Rick se volvió hacia Max–. ¿Por qué no has venido con Ella? Faith me dijo que no vendría esta noche.

–Bueno, ya conoces a Ella. Tiene por costumbre hacerme saber cuándo se ha hartado de mi compañía. Se ha ido a pasar unos días con Jack y Daisy porque estaba cansada de Londres. Os pido disculpas en su nombre.

Después de eso, ayudados por la buena comida y el mejor vino, la conversación fluyó con facilidad. Aunque Max tenía la costumbre de hacer girar la conversación en torno a ella y su vida, sin desvelar nada sobre sí mismo. Lo único evidente era que adoraba a su hermana y su sobrina.

–Siempre he sido muy protector con Faith –admitió–. Tiene doce años menos que yo, debe de ser por eso. Pero estaba en el instituto cuando nuestros padres murieron inesperadamente, uno después del otro, y fue un momento muy difícil para ella.

Max se inclinó hacia delante para pasarle una jarrita de leche y Candida se quedó sorprendida al ver que parecía entristecido por el recuerdo. Debían de haber sido una familia muy unida, pensó.

–Yo todavía tengo a mi padre, por suerte. Y viviendo en nuestra casa de toda la vida.

–¿Y dónde es eso?

–Un pueblo pequeñito en el sur de Gales –sonrió Candida–. Mi madre murió cuando yo tenía diez años y mi padre nunca pudo recuperarse. Yo intenté ocupar su lugar y me quedé en casa durante un tiempo después de terminar los estudios, pero sabía que, si quería encontrar trabajo, tendría que irme a Londres… allí es donde está el dinero. Y creo que ha sido lo mejor para los dos. Mi padre ha hecho un esfuerzo por rehacer su vida… se ha unido al coro local y sale mucho más que antes. Y como ahora es más independiente, me siento más tranquila. Aunque hablamos por teléfono continuamente y voy a visitarlo tantas veces como puedo.

–¿Dónde vives y con quién?

Esa pregunta tan directa la pilló por sorpresa. Qué hombre tan grosero. ¿Sería abogado? ¿Alguien acostumbrado a interrogar a la gente? Desde luego, era de los que iban al grano.

–A las afueras de Londres, en un edificio victoriano convertido en apartamentos… y no vivo con nadie.

Se había separado de Grant seis meses antes. Habían sido pareja durante más de un año y la ruptura seguía doliéndole. Y no quería recordarla.

–Ah, qué pena. Debería haber alguien para abrocharte ese vestido –dijo Max con una sonrisa burlona.

–Soy perfectamente capaz de abrocharlo yo sola –replicó Candida, un ligero rubor coloreando su piel aceitunada. Hacer comentarios personales era algo que, obviamente, a aquel hombre se le daba bien.

La cena había terminado y todos los invitados se levantaron de la mesa. Los que no habían visto la casa tuvieron una oportunidad de hacerlo y algunos llevaron a Candida aparte para preguntarle dónde había conseguido las baldosas para los cuartos de baño o esas cortinas tan originales. Incluso le pidieron que fuera a un par de casas para hacer sugerencias.

Faith estaba en lo cierto cuando le dijo que habría muchas personas interesadas en contratarla. Aunque cuántos de ellos le encargarían de verdad un proyecto de decoración era otra cosa. Había aprendido mucho sobre la naturaleza humana y lo más normal era que se echaran atrás después de evaluar los costes. En cualquier caso, estaba encantada de contestar a sus preguntas.

En un momento determinado miró alrededor y se dio cuenta de que la habitación había quedado prácticamente desierta. Desde luego, su compañero de mesa no estaba por ninguna parte. Seguramente no le apetecía charlar sobre cosas mundanas y, además, se alegraba de que se hubiera ido.

Rick lo había descrito como un cínico y Candida imaginaba que no era la clase de hombre que soportaba tonterías fácilmente. Ella no era tonta pero, por alguna razón, se sentía insignificante a su lado.

Después de un rato se apartó del pequeño grupo con el que estaba charlando y se acercó al estudio de Rick que, seguramente, estaría vacío. Necesitaba un descanso. Le faltaba práctica en ese tipo de reuniones, pensó. ¿Por qué no estaba en casa, a salvo bajo su edredón, tan suavecito?

Cerró la puerta del estudio y, sin encender la luz, se acercó al enorme sillón de Rick, frente a la ventana. Pero de repente…

–Ah, ¿tú también querías escapar? Tu perfume te ha delatado, Candida. Ven, hay sitio para los dos.

Ella se sobresaltó.

–Ah, lo siento… no sabía… quería estar sola un momento…

–La misma idea que yo –Max se levantó inmediatamente–. Venga, es tu turno. Es el mejor sillón de la casa y yo llevo aquí media hora –dijo, tirando de ella para obligarla a sentarse.

–Es que… las sandalias me están matando.

Antes de que pudiera quitárselas, Max se inclinó para hacerlo.

–Creo que las mujeres se merecen una medalla por ponerse estas cosas –murmuró, mirándolos de cerca–. Son muy bonitas, claro, pero… ¿con esto puedes andar?

–Sí, a veces –admitió ella–. Pero quedaban muy bien con el…

–¿Con el vestido? Sí, eso es verdad.

Candida se apoyó en el respaldo del sillón y, de repente, sintió las manos de Max masajeando sus pies. Era una delicia y no pudo evitar dejar escapar un suspiro de alivio… y placer.

–Qué maravilla. ¿Dónde has aprendido a hacerlo?

Max no contestó y ella dejó que siguiera dándole el masaje durante unos minutos, observando la oscura cabeza, sus dedos largos y bronceados. Cuando presionó con fuerza la planta del pie se vio obligada a arquearlo, dejando escapar un pequeño grito de dolor.

–¡Ay!

–¿Te he hecho daño?

–No, no, la verdad es que me resulta muy agradable.

De repente, él dejó de hacer lo que estaba haciendo y se levantó para mirar por la ventana, con las manos en los bolsillos.

–Le envidio esta casa a mi hermana. Es un sitio maravilloso para tener niños.

Candida lo miró, preguntándose qué clase de mujer sería su esposa. Por el comentario que había hecho a Rick antes, Ella debía de ser una mujer de carácter, afortunadamente. Porque Max parecía un imperioso y dominante miembro del sexo opuesto… aunque había sido increíblemente amable dándole un masaje en los pies.

De repente se abrió la puerta y Rick entró en el estudio.

–¡Seymour! Ah, aquí estás. Me preguntaba dónde demonios te habrías metido –entonces se fijó en Candida–. Ah, bien, Candida. Espero que Max haya cuidado de ti. Vamos, están sirviendo el coñac…

Pero Candida estaba perpleja, incapaz de moverse. ¿Cómo había llamado a su cuñado? ¿Seymour? ¿Era «Maxy» el Maximus Seymour de infausto recuerdo? No oyó una palabra de la conversación que tenía lugar entre los dos hombres porque sus pensamientos, como fuegos artificiales, explotaban uno tras otro en su cabeza.

Pero sí… ahora por fin reconocía el rostro de Max; un rostro que aparecía en su columna del periódico. Ahora entendía el inmediato antagonismo que había sentido al verlo. Había sido su inconsciente alertándola.

Era Maximus Seymour, famoso escritor y crítico literario, cuya madre antes que él había sido una prolífica autora de biografías y novelas históricas. Aunque parecía un poco mayor que en la fotografía de su columna que, evidentemente, había sido tomada unos años antes.

Prácticamente encogiéndose en el asiento, Candida se preguntó cómo iba a poder soportar el resto de la velada. En una fracción de segundo, todo había cambiado… a peor. Y su único pensamiento era salir de allí.

Porque, aunque no se habían visto nunca, Maximus Seymour era quien le había robado… sí, robado, su gran deseo, el sueño de su vida. Y, pasara lo que pasara, ahora y en el futuro, lo odiaría mientras viviera.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

CUANDO todos volvieron a reunirse en el salón, Candida se disculpó para ir al lavabo y cerró la puerta, apoyándose en ella un momento. ¿Cómo era posible que el destino la hubiese llevado allí, para cruzarse con el hombre al que más detestaba?

Nerviosa, se echó un poco de agua fría en la cara y sacó sus cosméticos del bolso. Normalmente sólo usaba un poco de maquillaje y colorete, pero se alegraba de haberlos llevado con ella porque necesitaba algún retoque. Debía de ser la sorpresa, pensó.

Ojalá pudiese apretar un botón y hacer desaparecer a Maximus Seymour…

Candida se mordió los labios tan fuerte que se hizo daño mientras recordaba lo que pasó ocho años antes. ¡Ocho años! ¿No debería haberlo olvidado ya?, se preguntó a sí misma. Había heredado una naturaleza supersensible, pero ¿no era el momento de cerrar heridas? Esa idea podría haber sido posible antes de esa noche, pero ahora lo importante era marcharse de Farmhouse Cottage inmediatamente.

Sintiéndose un poco más tranquila, salió del baño y se dirigió al salón.

–¡Candida! –la llamó Faith–. Ven aquí, por favor. Todo el mundo está impresionado con tu trabajo.

–Bueno, tenía un sitio precioso con el que trabajar. Y lo he pasado muy bien… en realidad, no me ha parecido un trabajo en absoluto.

Por una vez, pensó, no había tenido un cliente difícil.

Faith la tomó del brazo.

–Tenemos que seguir en contacto –le dijo–. Prométeme que lo harás. Siento como si te conociera de toda la vida. Le he hablado mucho de ti a Maxy y Emily siempre está preguntando dónde está Candy…

Candida sonrió, halagada.

–Estoy segura de que volveremos a vernos, Faith…

–Yo me encargaré de eso. Si hace falta, te encargaré más cosas.

Era la clase de afirmación que hacía la gente cuando veían un trabajo terminado. Pero una cosa era segura: ella pensaba dar por terminada su relación con esa familia de inmediato. No iba a arriesgarse a estar en compañía de Maximus Seymour otra vez.

El afecto que mostraban el uno por el otro dejaba claro que Max y su mujer eran frecuentes visitantes en esa casa, de modo que debía apartarse sin herir los sentimientos de Faith. Aunque lo lamentaba porque habría sido una buena amiga, alguien con quien compartir sus cosas, alguien a quien confiarle sus cuitas. Cómo dos hermanos podían ser tan diferentes, era difícil de entender. Una tan cálida, tan amable, el otro tan duro, tan cínico… y tan engreído.

Entonces recordó las cálidas manos de Max mientras le daba un masaje en los pies y sintió un escalofrío. Aparentemente, era capaz de cierta gentileza… cuando a él le apetecía.

–No tienes frío, ¿verdad? –le preguntó Faith.

–No, no. Es que debería marcharme, pero no puedo irme sin ver a Emily. ¿Puedo subir a verla?

–¡Por supuesto! No la molestarás porque, afortunadamente, ha llegado a esa edad en la que duerme como un tronco.

Mientras iban por la escalera, Faith tocó su brazo.

–Espero que Max se esté comportando como es debido. No te dejes afectar por él. Es famoso por tener mal carácter a veces… pero todo es una fachada.

Sí, bueno, claro, ella era su hermana. ¿Qué iba a decir?

–Sé que está nervioso porque publican su próximo libro el mes que viene –le confió Faith–. Los críticos no fueron particularmente amables con el último, aunque eso no afectó a las ventas, afortunadamente. Pero a Max no le hacen gracia las críticas.

Que se uniera al club, pensó Candida. Pero Faith estaba hablando de Max como si ella tuviera que saber quién era. Debía de creer que su nombre había salido en alguna conversación o que lo había reconocido. En fin, le seguiría la corriente. No podía hacer otra cosa.

Cuando entraron en el dormitorio de la niña, se inclinó sobre la cama para acariciar la suave mejilla infantil con un dedo.

–Es preciosa –susurró–. Debes de estar muy orgullosa de ella.

–Sí, claro… pero la vida no es la misma una vez que tienes un niño. Como tú misma sabrás algún día.

–Es posible –Candida pensó en Grant y en lo encantador y persuasivo que era. Se había metido en su vida, haciéndola creer que algún día podría ser el padre de sus hijos. Qué equivocada estaba.

Un minuto después, Rick asomó la cabeza en el dormitorio.

–Los Thompson están a punto de marcharse, cariño.

–Ah, muy bien –Faith se volvió hacia Candida–. Voy a despedirme… baja cuando quieras.

–Sólo me quedaré un minuto –dijo ella, sin dejar de mirar a la niña.

En la bonita habitación infantil que olía a talco y a bebé, Candida sintió que sus ojos se humedecían inesperadamente. ¿Qué planes, qué sueños tendría Emily? ¿Cómo sería la vida para ella? En aquel momento lo único que tenía que hacer era crecer y ser feliz rodeada del cariño de sus padres, pero un día tendría que enfrentarse con el mundo sola.

Max apareció a su lado entonces.

–¿Tú también eres miembro del Club de Admiración de Emily? Nuestra primera niña… Es preciosa, ¿verdad?

Candida se quedó genuinamente sorprendida por sus palabras. ¿Quién podría imaginar al duro Maximus Seymour babeando por su sobrina? Pero era evidente que no podía apartar los ojos de ella.

–¿Te encuentras bien? Estás muy pálida… como si hubieras visto un fantasma.

Candida apartó la mirada, apurada. Pero no realmente sorprendida. Aquel hombre era un escritor con fama de tener opiniones agudas. El estudio de la naturaleza humana, con todas sus complicaciones, era una permanente ocupación para él y, sin ninguna duda, podía interpretar las reacciones de los demás tan fácilmente como si leyese el titular de un periódico. Pero eso no alteró su opinión sobre él: Maximus Seymour era un hombre duro y egoísta. Muchos de sus libros reflejaban eso, pensó, aunque hacía tiempo que no leía ninguno.

–Estoy perfectamente, gracias –mintió–. Pero creo que he trabajado demasiado últimamente… quizá debería tomarme unas vacaciones –Candida se apartó, incómoda. Estaba tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo penetrando la fina tela del vestido. ¿Por qué no se ponía al otro lado de la cama? Ella había llegado primero.

Apartándose decididamente, se preguntó si llegaría algún día en el que pudiera ponerlo a su altura. ¿Cuándo podría decirle cuatro cosas a Maximus Seymour? Había ensayado las palabras muchas veces. Pues allí estaban, juntos, en la misma habitación. ¿Por qué no lo hacía?

Pero una cena en casa de su hermana no era la ocasión adecuada, evidentemente. Además, ¿qué podría decirle después de tanto tiempo? Seguramente él ni siquiera recordaría lo que había dicho y hecho ocho años antes. Y si no recordase el episodio, sería ignominioso tener que refrescarle la memoria.

No, seguramente no podría hacerlo nunca; seguramente tendría que guardarse el vitriolo y seguir atormentándose en privado durante el resto de su vida.

De repente, un ruido hizo que los dos mirasen hacia la cama. Emily, con los ojos azules muy abiertos, miraba de uno a otro. Sin dudarlo, Max se inclinó para tomar a la niña en brazos.

–Hola, Emmy. ¿Cómo está mi princesa?

La niña le echó los bracitos al cuello, riendo.

–Tío Maxy… quiedo jugar.

–No, cariño –contestó Max, besando su nariz–. A mamá no le gustaría.

–¿Se puede saber qué está pasando aquí? –preguntó Faith, entrando en la habitación–. Maxy, no puedo confiar en ti ni un segundo…

–Pero si yo no he hecho nada…

–Sabía que la sacarías de la cuna –suspiró Faith, tocando el bracito de su hija–. ¿El tío Max te ha despertado, cariño?

Emily soltó una risita infantil.

Quiedo jugar…

–¿Quieres bajar al salón, cariño? A muchos invitados les gustaría verte.

Todos salieron de la habitación, Max sujetando a Emily. Candida se preguntó qué le estaría diciendo a la niña al oído, pero fuera lo que fuera Emily reía, contenta, y se vio obligada a admitir que aquél era un ser humano muy diferente a como lo había imaginado durante todos esos años de rencor.

¿Pero qué más daba? Había hecho un daño permanente y eso no ser podía cambiar.

En el salón fueron recibidos por gritos de júbilo ante la aparición de la niña. Y Emily sabía qué hacer para resultar irresistible, además. Riendo, dejaba que la pasaran de brazo en brazo sin protestar y estaba tan guapa con su pijamita blanco…

–Como una mujer –observó Max, irónico–. Los trucos femeninos deben de ser algo de nacimiento. Sólo tiene dos años y mira cómo le gusta ser el centro de atención.

Rick se acercó con una bandeja llena de copas.

–Tenemos que terminar otro par de botellas. No podemos dejar que el champán se eche a perder.

Aunque Candida se alegraba de la distracción, no le apetecía tomar más alcohol. Aquella noche había bebido más de lo que solía beber en un mes. Lo que de verdad le apetecía era una taza de té calentito, pero aceptó la oferta de todas formas.

–Tengo que marcharme pronto –dijo, sonriendo. Era más de medianoche y estaba agotada, pero se tomó la copa de champán de un trago, el frío líquido aliviando su seca garganta. Cuando giró la cabeza se dio cuenta de que Max estaba mirándola con expresión burlona.

–Eso es lo que yo llamo hacer los honores.

Ella se puso colorada.

–No, es que… tenía sed.

Se quedaron un momento en silencio, escuchando la música que salía del estéreo.

–Bueno, es hora de que esta jovencita se vaya a la cama –dijo Faith.

Los invitados que quedaban empezaron a despedirse y, cuando Rick los acompañó a la puerta, Max y Candida se quedaron solos en el salón.

–Yo también tengo que irme. No estoy acostumbrada a acostarme tarde y…

De repente, sintió que se le doblaban las rodillas y se apoyó en el respaldo de un sillón. Inmediatamente, notó la fuerte mano de Max en su cintura, pero sus piernas se negaban a seguir soportándola y tuvo que ayudarla a sentarse.

–Quédate ahí un momento. Voy a buscar un vaso de agua.

En un minuto volvió y Candida tomó un largo trago, con manos temblorosas. Empezaba a sentirse mejor… ¿o no? No, porque ahora la habitación empezaba a dar vueltas, lentamente al principio, como una montaña rusa después. Asustada, se inclinó hacia delante hasta que, incapaz de evitarlo, empezó a deslizarse hacia el suelo, lo único audible para ella fueron los fuertes latidos de su corazón…

Supo después que había estado inconsciente durante unos minutos y, cuando volvió en sí, se encontró tumbada en uno de los sofás, con una toalla mojada sobre la frente. Max, arrodillado delante de ella, frotaba sus manos repitiendo su nombre una y otra vez, tan cerca que podía sentir su aliento en las mejillas. Candida hizo un esfuerzo para incorporarse, pero él la empujó suavemente hacia el sofá.

–No te muevas; se te pasará enseguida. Por fin has vuelto a la tierra.

–Estoy bien… de verdad –consiguió decir ella–. Dios mío… qué vergüenza. Ha debido de ser el vino… y llevo varios días resfriada…

No debería haber acudido a la cena. Su cuerpo la llevaba advirtiendo desde el miércoles, cuando despertó con unas décimas de fiebre y dolor de garganta. Pero se convenció a sí misma de que no era nada porque, como una niña, estaba deseando ir a una fiesta el sábado por la noche. Especialmente, porque tenía lugar en Farmhouse Cottage.

–Si crees que puedes irte a casa esta noche, te equivocas –dijo Max–. Para empezar, no puedes conducir.

–Sólo he tomado un par de copas…

–Pero con el estómago vacío. Pensé que o estabas a dieta, aunque no puedo imaginar por qué, o no te encontrabas bien.

Oh, no, pensó Candida. Había intentando disimular que comía muy poco extendiendo la comida por el plato pero, evidentemente, nada se le escapaba al observador señor Seymour.

–Agradezco mucho tu preocupación, Max –empezó a decir–, pero la verdad…

–Nada de peros –la interrumpió él–. Puedes irte a casa mañana. Una buena noche de sueño y mañana estarás como nueva. Y aquí hay dormitorios de sobra, como tú sabes muy bien.

Aquella sugerencia, o más bien aquella orden, hizo que Candida se sintiera aún peor. No podía quedarse allí, no había llevado un camisón…

–No, imposible –dijo, intentando inyectar una nota de autoridad en su voz–. Me voy a casa.

Max se puso en cuclillas, negando con la cabeza. Y Candida se vio obligada a admitir que tenía un rostro muy atractivo y unos ojos que podían expresar altivez un minuto y un irrefutable deseo masculino al siguiente.

–Veo que voy a tener que recurrir a la fuerza física para que entres en razón –dijo, levantándose–. Hace unos minutos pensé que tendría que darte un beso para devolverte a la vida, como en los cuentos, pero… –Max se detuvo, con un brillo burlón en los ojos–. Tristemente para mí, recuperaste el conocimiento justo a tiempo.

Ella lo miró, incrédula. ¿Estaba intentando seducirla?, se preguntó. ¿Aquel hombre no tenía conciencia? Estaba casado y era un invitado en casa de su hermana. No era precisamente un comportamiento adecuado… especialmente en un hombre de su posición. Y eso duplicó su antagonismo. Aunque, si era sincera consigo misma, debería confesar que lo encontraba físicamente atractivo.

Pero no debía pensar eso.

Candida se sentó en el sofá, pero al hacerlo se dio cuenta de que Max tenía razón: no podía volver a casa conduciendo. Se sentía mareada y lo único que le apetecía era cerrar los ojos y dormir un rato.

–En fin… tendremos que ver lo que dice Faith…

–Mi hermana estará encantada de tenerte aquí esta noche –dijo Max–. Su naturaleza hospitalaria es bien conocida. Y yo suelo quedarme a dormir porque la comida del domingo en esta casa es una tradición. Mañana por la tarde podrás volver a casa.

Max Seymour estaba controlando su vida y, aparentemente, ella no podía hacer nada al respecto.

Justo entonces Faith y Rick entraron en el salón y Max les informó de que también ella iba a quedarse a dormir… omitiendo el pequeño detalle de que se había desvanecido.

Faith se mostró encantada.

–No sabes cuánto me alegro. Así comeremos juntos mañana.

–Será estupendo tenerte aquí –dijo Rick.

–Me encanta que se usen las habitaciones –siguió Faith–. Puedes usar la azul, con Max a un lado y Emily a otro. Y…

–Y yo podré dormir en paz porque uno de vosotros tendrá el placer de ser despertado por Emily –la interrumpió su marido–. Está muy alegre por las mañanas y, por una vez, podré dormir de un tirón.

–Puedo prestarte lo que necesites para esta noche, Candida –dijo Faith–. Y he comprado una espléndida pierna de cordero para mañana. Así que ya está, despertaos para desayunar a la hora que queráis.

Aunque le agradaba que Faith hiciera todo lo posible para que se sintiera cómoda, no podía dejar de sentirse inútil y fuera de lugar. Las próximas veinticuatro horas le habían sido robadas de las manos. Y tendría que tomar parte en una reunión familiar que incluía al hombre para el que no tenía tiempo. Si Ella hubiera ido a cenar esa noche, Max no estaría pendiente de ella y habría sido más fácil marcharse por la mañana. Pero, en lugar de eso, la cena se estaba convirtiendo en un largo fin de semana en el que tendría que hacer de pareja de un hombre al que a menudo había soñado estrangular.

Más tarde, en la habitación azul, Candida se quitó el vestido para ponerse el camisón que le había prestado Faith. Era corto, por encima de las rodillas, pero muy cómodo para dormir. Suspirando, se soltó el pelo, pensando que era hora de cortárselo un poco ya que empezaba a secarse demasiado y luego, con un suspiro de satisfacción, se metió bajo las sábanas, apagó la lámpara y cerró los ojos.

Pero ¿sería capaz de dormir?, se preguntó. Pensar que Max Seymour estaba dos puertas más allá la angustiaba tanto que le gustaría ponerse a gritar.

A pesar de todo, por fin empezaba a quedarse dormida cuando un golpecito en la puerta la sobresaltó. Faith debía de haber olvidado algo, se dijo.

Pero no era Faith quien estaba al otro lado. Era Max, apoyado en el quicio de la puerta, mirándola de arriba abajo.

–No sé qué vestido me gusta más…

–¿Ocurre algo? –lo interrumpió Candida.

–No. Es que no me apetecía irme a la cama todavía, así que bajé a tomar un vaso de agua y… me encontré con esto en una esquina del sofá –Max metió una mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó su bolsito de fiesta–. He pensado que podrías necesitarlo.

Candida se quedó mirando el bolso. ¿De verdad pensaba que iba a creerlo? Era como una escena victoriana, con la dama perdiendo un delicado guante. Aunque su experiencia con el sexo opuesto era limitada, sabía cuándo estaba delante de un oportunista.

Evidentemente, Max esperaba que lo invitase a entrar. Seguramente los revolcones de una noche serían algo normal para alguien como él… y el hecho de que estuviera casado no tendría importancia. Sólo un poco de diversión. Además, su esposa y él parecían acostumbrados a separarse de tanto en tanto. Pero si pensaba que iba a decir que sí, estaba más que equivocado.

Candida tomó el bolso con una sonrisa. Ambos eran invitados en aquella casa y debía mostrarse amable.

–No deberías haberte molestado… esto podría haber esperado hasta mañana.

–No ha sido ninguna molestia –dijo él, tan despierto como si fueran las cinco de la tarde y sin hacer el menor esfuerzo para despedirse. Era un hombre increíblemente alto o quizá al estar descalza se lo parecía.

–Además, quería saber si te encontrabas bien. No has vuelto a marearte, ¿verdad?

–No, gracias. No tienes que preocuparte, estoy bien.

Él no dijo nada, pero se quedó allí, mirándola.

–Buenas noches –se despidió Candida–. Espero que el vaso de agua te ayude a dormir… en algún momento.

Max se limitó a asentir con la cabeza mientras ella cerraba la puerta.

Luego esperó en silencio para oír sus pasos, pero no oyó ruido alguno y, unos segundos después, tuvo que hacer un esfuerzo para no asomar la cabeza en el pasillo.

Para entonces la idea de dormir parecía haberla desertado por completo y estuvo dando vueltas en la cama durante horas. Maldito hombre, pensó. Antes de su intrusión estaba a punto de quedarse dormida.

Enfadada consigo misma, se volvió por enésima vez hacia la ventana, de la que colgaban las preciosas cortinas que ella misma había elegido, junto con casi todo lo que había en aquella habitación. Nunca habría imaginado que estaría durmiendo… o más bien intentando dormir en casa de un cliente. Y menos aún que algún día iba a desear que Maximus Seymour estuviera tumbado a su lado, con sus manos grandes y cálidas sobre su cuerpo, su atractivo rostro cerca del suyo…

Candida suspiró, irritada por esos pensamientos. ¿Era posible que le gustase alguien a quien creía odiar?, se preguntó. Había oído hablar del «atractivo del canalla». Por lo visto, algunas mujeres no podían resistirse ante un hombre al que, por otro lado, detestaban. ¿Era eso lo que le estaba pasando?

Se sentó en la cama, nerviosa. Tenía que calmarse, pensó. Al día siguiente estaría a salvo en su propia casa y el recuerdo de aquella noche se habría borrado de su mente por completo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

EL MARTES, a las dos y media, Candida se detuvo un momento frente al ático del imponente edificio Thameside y miró el papel que llevaba en la mano para comprobar que no se equivocaba de dirección. Y menuda dirección. Nunca había puesto el pie en un sitio como aquél.

La cliente con la que había hablado por teléfono le había parecido muy autoritaria y precisa, con una actitud más bien antipática. Pero ella estaba acostumbrada a tratar con todo tipo de cliente y, si podía conseguir que aceptase sus sugerencias, sería un contrato muy lucrativo. Cruzando los dedos, llamó al timbre.

Unos segundos después se abría la puerta y, delante de ella, ocupando todo el espacio, apareció Max Seymour, casi bloqueando la luz. Candida se quedó boquiabierta, incapaz de articular palabra. ¿Qué demonios estaba haciendo allí?

–Ah, Candida –sonrió él, haciendo un gesto con la mano para que entrase.

–Pero… ¿cómo…? –ella miró de nuevo el papel que llevaba en la mano–. Pensaba que aquí vivía un tal John Dean.

–Y así es. Entra.

Iba vestido de manera informal, como la primera vez, pero aquel día llevaba un polo negro con dos botones abiertos en el cuello por el que asomaba el vello oscuro de su torso. Los chinos de color gris destacaban sus poderosas piernas y, cuando se movía, le recordaba a un tigre… elegante y misterioso. Y peligroso.

–Deja que te lo explique: John Dean es un alias que Janet, mi secretaria, siempre usa con los extraños cuando organiza una cita. Tener un… podemos decir un nombre conocido, a veces es contraproducente. Me resulta muy cómodo, porque así siempre tengo ventaja.

Ah, claro, qué típico. Tenía que ser él quien manejase las cuerdas, pensó Candida. Pero intentó mostrarse tranquila y compuesta, lo cual era difícil porque no se sentía así en absoluto.

–¿Por qué no me dijiste durante el fin de semana que vendría a tu casa? Habría sido lo más… lógico. Por no decir lo más normal.

–La verdad es que se me pasó –contestó él alegremente.

Pero era mentira. Estaba claro que le gustaba tomarle el pelo.

–Y Faith tampoco me dijo nada.

–Es que no me molesté en contárselo a mi hermana.

Porque, de haberlo hecho, Faith le habría dado una charla, prohibiéndole terminantemente tratar a Candida como solía tratar a las mujeres.

–En fin, ¿qué más da? Estás aquí. Echa un vistazo para ver si puedes mejorar mis condiciones de trabajo.

Decidida a mostrarse profesional, Candida miró alrededor, sorprendida por la opulencia del apartamento y preguntándose cómo iba a mejorarlo. Era una suerte no haber sabido que era su casa porque, de haberlo sabido, no habría ido nunca. No tenía tanta necesidad de trabajar.

El apartamento era absolutamente masculino, más bien oscuro, con libros por todas partes, incluso en las esquinas. Totalmente diferente a Farmhouse Cottage y su cálida atmósfera, que Max había dicho envidiar. Debía de ser su mujer quien prefería aquel apartamento cerca de las tiendas y los teatros, aunque parecía necesitar un escape durante los fines de semana.

Candida se dio cuenta de que Max estaba estudiándola atentamente. Como siempre, llevaba unos vaqueros de diseño y un jersey de cachemir de color crema con un pañuelo multicolor al cuello, el pelo sujeto en una coleta.

–¿Puedo ofrecerte una taza de té? –preguntó–. No tengo mucho en la nevera, pero he ido a comprar pasteles y…

–Un té estaría bien, gracias –lo interrumpió ella, aunque lo que de verdad querría hacer era tirárselo a la cara–. Sin azúcar.

–Hoy llevas un perfume diferente. Es muy… tú.

Candida no dijo nada mientras él iba hacia la cocina. Era muy perceptivo porque sí, era cierto, aquel día llevaba un perfume diferente. Pero que no dejase de hacer comentarios tan personales empezaba a resultar irritante. Era algo que Grant también solía hacer.

–Ponte cómoda. Te enseñaré el apartamento enseguida.

–Muy bien.

Cuando se acercó a los ventanales que miraban al Támesis, tuvo que contener el aliento. Era una vista espectacular del río en dos direcciones, desde Westminster a Saint Paul. De modo que allí era donde trabajaba… allí era donde encontraba inspiración. Candida sintió un escalofrío imaginándolo delante del ordenador o con un cuaderno sobre la rodilla, concentrado en sus historias…

¿Sería aquella habitación, quizá, donde había tomado un bolígrafo y destrozado sus sueños?

Sentía una especie de mórbida fascinación mientras paseaba por el enorme apartamento, sobre todo cuando llegó a su estudio, con la usual parafernalia de un escritor: papeles, diccionarios, libros de referencia y una larga estantería que contenía, aparentemente, todos sus títulos. Candida pasó un dedo por los volúmenes encuadernados: Cierto dilema, El torrente, Escorado a estribor y muchos más que no había leído. Sus historias tenían siempre argumentos fuertes, filosóficos, la prosa endurecida por cierta crueldad… directa o indirecta.

Aún no podía creer que estuviera tan cerca de aquel hombre. Era difícil asociar al autor con la persona con la que había pasado el fin de semana y en cuya compañía estaba a punto de tomar un té. Y esperaba que su ángel de la guarda estuviera atento porque tenía la impresión de que iba a necesitar toda la ayuda posible.

Estaba tan perdida en sus pensamientos que su voz la sobresaltó. Y se puso colorada, como si estuviera haciendo algo ilegal.

–¿Te gusta la lectura? –preguntó Max.

–Sí, mucho. No puedo vivir si no estoy leyendo al menos un libro –contestó ella, sin mirarlo.

–¿Has leído alguno de los míos?

–He leído El torrente, Escorado a estribor y alguno más cuyo título no recuerdo en este momento.

–Tampoco yo me acuerdo de todos –sonrió Max–. ¿Qué te parecen los que has leído? ¿Te gustaron?

Candida arrugó el ceño. No parecía estar buscando un cumplido. Parecía una pregunta honesta, como si de verdad quisiera saber lo que pensaba.

¿Sería aquél el momento para decir que sus libros no eran para ella, que encontraba su prosa «aburrida, aunque con momentos de sorprendente delicadeza y calidez»? ¿O que «el dialogo a menudo era forzado y a veces sin sentido y que quizá debería pensárselo dos veces antes de volver a escribir»? Exactamente las palabras que Max había usado para describir su primera y última novela ocho años antes. Leer esa crítica en un periódico de tirada nacional le había provocado una terrible angustia. Y seguía avergonzándola cada vez que lo recordaba.

Pero no podía decir eso de su trabajo porque Maximus Seymour era un maestro de la literatura y, aunque alguna de sus obras no recibiera aclamación internacional, seguían siendo trabajos de consumado talento. Y las ventas de sus libros lo demostraban.

–A veces lo que escribes… me perturba. Me pregunto por qué haces que un personaje se comporte de una manera determinada. O se me ocurren al menos tres escenarios diferentes para las historias que cuentas y…

–Ah, eso está muy bien –la interrumpió Max–. Mis libros no tienen una conclusión definitiva porque la vida no es así y…

–Sí, pero en general la vida tampoco es tan oscura y tan difícil como tú la retratas –replicó Candida–. Para la mayoría de nosotros, al menos.

–Yo escribo obras de ficción –dijo él, con cierta frialdad.

–Lo sé muy bien. Pero incluso la ficción necesita tener algo que ver con lo que probablemente le ocurre a la gente. Algunos de tus giros argumentales son increíbles… y yo tengo que creer en lo que hacen los protagonistas. La credulidad en la literatura tiene sus límites.

–Ah, veo que te interesa mucho…

–Además, puedes ser innecesariamente cruel, como si disfrutaras haciendo daño a tus personajes.

Estaban mirándose como dos púgiles en un cuadrilátero y Max se fijó en el bonito rubor que había coloreado las facciones femeninas. Le gustaban las mujeres que no tenían miedo de expresar sus opiniones y Candida, a pesar de su ingenuidad –que había sido transparente para él desde que la conoció– no lo tenía. La única persona que se atrevía a encontrar fallos en su trabajo era su editor; todos los demás, sus amigos, sus colegas y especialmente Faith y la familia, pensaban que su trabajo estaba por encima de toda crítica.

Y, sin embargo, allí estaba aquella mujer, diciéndole que no le gustaban sus libros… clavando alfileres en su parte más sensible. Y, por alguna razón, él estaba disfrutando de la experiencia.

–Y en El último principio –siguió Candida– no sé por qué mataste a Theodore. La verdad es que no me gustó nada.

–¿Por qué? ¿Qué otra cosa podría haber hecho con él? –preguntó Max.

–No sé… piensa en Rochester, en Jane Eyre. Podrías haber cegado a Theodore, hacerlo depender de Alexandra por fin. De esa manera tendrían tiempo el uno para el otro, para vivir juntos, para… quererse. Porque se querían, ¿no? Tú nos hiciste creer eso –Candida tragó saliva, sacudiendo la cabeza–. Fue horrible que mataras así al personaje, separándolos para siempre. Algo inhumano.

Max estaba mirándola fijamente, con el ceño fruncido, el pulso latiendo en su cuello. Candida contuvo el aliento. Había ido demasiado lejos, pensó. Lo había disgustado. Bueno, pues peor para él.

Pero de repente, Max sonrió.

–Gracias por darme tu opinión. Creo que debería pedirte que leyeras mis manuscritos alguna vez… para que me digas dónde me he equivocado.

Ahora sí se puso colorada, pero estaba decidida a permanecer firme.

–Me preguntaste qué pensaba.

–Claro que sí. Es muy útil saber la opinión de los lectores, teniendo en cuenta que las opiniones son subjetivas. Es imposible que un escritor pueda complacer a todo el mundo.