MIKHAIL NAIMY
EL LIBRO DE MIRDAD
Título: El Libro de Mirdad
Autor: Mikhail Naimy
Título original: Book of Mirdad / Kitab Mirdad
Editorial: AMA Audiolibros
© De esta edición: 2019 AMA Audiolibros.
Audiolibro disponible en tiendas digitales y el canal AMA Audiolibros en YouTube.
Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de la obra, salvo excepción prevista por la ley.
ÍNDICE
ACERCA DE MIKHAIL NAIMY
UN LIBRO FUERA DE LO COMÚN
LA HISTORIA DEL LIBRO
1 EL ABAD ENCADENADO
2 LA ESCARPADA ROCOSA
3 EL GUARDIAN DEL LIBRO
EL LIBRO
Cap. 1: Mirdad se manifiesta y habla de velos y sellos.
Cap. 2: La Palabra Creadora. El yo es la fuente y el centro de todas las cosas.
Cap. 3: La Trinidad Santa y el perfecto equilibrio.
Cap. 4: El hombre es un dios en pañales.
Cap. 5: Crisol y criba. La Palabra de Dios y la del hombre.
Cap. 6: El amo y el criado. Los compañeros dan su opinión sobre Mirdad.
Cap. 7: Micayón y Naronda mantienen una conversación nocturna con Mirdad y éste les avisa del diluvio que va a venir, pidiéndoles que estén preparados.
Cap. 8: Los siete buscan a Mirdad en el Nido del Águila, donde él les advierte de que no hagan nada en la oscuridad.
Cap. 9: El camino hacia una vida sin sufrimiento Los Compañeros quieren saber si Mirdad es el pasajero clandestino.
Cap 10: El juicio y del Día del Juicio.
Cap 11: El Amor es la Ley de Dios. Mirdad adivina cierta desavenencia entre dos compañeros, pide el arpa y canta el himno de la nueva Arca.
Cap 12: El Silencio creador. Hablar, en el mejor de los casos, es una mentira honesta.
Cap 13: La oración.
Cap 14: El coloquio entre dos arcángeles y el coloquio entre dos archidemonios con ocasión del nacimiento intemporal del hombre.
Cap. 15: Shamadam intenta expulsar a Mirdad del Arca El Maestro habla acerca de insultar y ser insultado y de integrar al mundo en la Sagrada Comprensión.
Cap. 16: Acreedores y deudores. ¿Qué es el dinero? Rustidión es perdonado de su deuda con el Arca.
Cap. 17: Shamadam recurre al soborno en su lucha contra Mirdad.
Cap. 18: Mirdad adivina la muerte del padre de Himbal y las circunstancias en que se produjo. El Maestro habla de la muerte. El tiempo es el mayor embustero. La rueda del tiempo, su llanta y su eje.
Cap. 19: Lógica y fe. La negación del yo es la afirmación del yo. Cómo detener la rueda del tiempo. Lágrimas y risas.
Cap. 20: ¿A dónde vamos después de muertos? El arrepentimiento.
Cap. 21: La Sagrada Voluntad Universal. Por qué, cuándo y cómo ocurre todo.
Cap.22: Mirdad alivia a Zamora de su secreto y habla del hombre y la mujer, del matrimonio, del celibato y del vencedor.
Cap. 23: Mirdad cura a Sim-Sim y habla de la vejez.
Cap. 24: ¿Es correcto matar para comer?
Cap. 25: El Día de la Vid y su preparación Mirdad desaparece en la víspera de ese día.
Cap. 26: Mirdad habla del Día de la Vid a los peregrinos y libera al Arca de un peso muerto.
Cap. 27: ¿La Verdad debe ser predicada a todos, o solamente a unos pocos escogidos? Mirdad revela el secreto de su desaparición en la víspera del Día de la Vid y habla de la falsa autoridad.
Cap. 28: El príncipe de Bethar aparece con Shamadam en el Nido del Águila. El coloquio entre el príncipe y Mirdad sobre la guerra y la paz. Mirdad es hecho encarcelar por Shamadan.
Cap. 29: Shamadam intenta reconquistar en vano a los Compañeros. Mirdad regresa milagrosamente y da a todos los Compañeros, excepto a Shamadam, el beso de la Fe.
Cap. 30: El sueño de Micayón es revelado por el Maestro.
Cap. 31: La Gran Nostalgia.
Cap. 32: El pecado y la pérdida del atuendo de hojas de higuera.
Cap. 33: La noche, cantante incomparable.
Cap. 34: El Óvulo Materno.
Cap. 35: Fulgores en el camino que conduce a Dios.
Cap. 36: El Día del Arca y sus rituales. El mensaje del príncipe de Bethar sobre la Lámpara Viva.
Cap. 37: El Maestro advierte a la multitud del diluvio de fuego y sangre, les muestra el camino de salvación, y bota su Arca.
Nacido en el Líbano en 1889, tuvo la extraordinaria oportunidad de ampliar los estudios realizados en su tierra natal en Rusia, Francia, y Estados Unidos.
Ello le impulsó a pensar, hablar y escribir, con una gran amplitud de miras, de los problemas básicos del hombre y su destino, en términos que rebasan los límites de la raza, la religión, el idioma y la geografía. En los medios intelectuales del mundo árabe está considerado, con razón, como el mayor y más atrevido librepensador.
Una de las más antiguas y respetables empresas editoras de Londres, a la que le fue entregado, en primer lugar, el manuscrito de este libro, envió a Mikhail Naimy una carta en la que le decía lo siguiente:
«Desde que usted nos envió el manuscrito de "El Libro de Mirdad", hemos recibido detallados comentarios sobre él, procedentes de nuestros consejeros literarios y, aunque naturalmente sus opiniones son de carácter confidencial, podemos revelarle que expresan admiración por su sinceridad y devoción; sin embargo, resaltan... que este libro representa tal modificación del dogma cristiano establecido, que sería necesario fundar una nueva iglesia, en el mundo de habla inglesa, para que existiese la posibilidad de ser vendido en la cantidad suficiente que compensase su publicación.»
«... Le estamos muy agradecidos por habernos brindado la oportunidad, en primer lugar, de leer un libro tan fuera de lo común.»
Citamos ahora parte de la respuesta de Naimy:
«Es totalmente cierto que el libro se aparta del dogma cristiano establecido. Y se desvía también de todos los dogmas establecidos, sean religiosos, filosóficos, políticos o de cualquier otra especie. ¿Por qué ha de ser tan sagrado e inmutable un dogma? ¿Podrá encerrarse, alguna vez, la verdad en unas determinadas palabras y no en otras? ¿Acaso la verdad tiene un solo camino? La importancia de mi libro reside precisamente en esto: en que revela nuevos caminos para aproximarse a los eternos problemas de la existencia. Si hubiera sido una simple variante o confirmación de una creencia o de un sistema de pensamiento establecido, no me habría molestado en escribirlo...»
«Aunque concebido y redactado en inglés, no está destinado exclusivamente al público de habla inglesa, ni tampoco pretende conmocionar o alarmar a los fieles de otras creencias, sino conmover a la humanidad para hacerla salir de su letargo dogmático, tan cargado de odio, de disputas y de caos.»
En la cumbre más alta de las Montañas Blancas, conocido como el Pico del Altar, yacen las vastas y sombrías ruinas de un Monasterio antaño famoso, conocido con el nombre de «El Arca». La tradición le atribuía una antigüedad tan respetable como la del Diluvio.
Existían varias leyendas respecto al Arca, pero la que más se escuchaba en boca de los montañeses del lugar, entre los que tuve la oportunidad de pasar un verano a la sombra del Pico del Altar, es la siguiente:
Muchos años después del gran Diluvio, Noé, su familia y sus descendientes, llegaron a las Montañas Blancas, donde encontraron valles fértiles, ríos caudalosos y un clima extraordinariamente benigno. Y allí decidieron establecerse.
Cuando Noé sintió que se acercaba el final de sus días, llamó junto a él a su hijo Sem —que, como él, era soñador y tenía una mirada visionaria— y le habló de esta manera:
«Repara, hijo mío, cuan abundante fue la cosecha de años de tu padre. Ahora la última gavilla está dispuesta para la siega. Tú y tus hermanos, y vuestros hijos, y los hijos de vuestros hijos, repoblaréis la Tierra desolada, y vuestra semilla será como la arena del mar, según la promesa que Dios me hizo.
Sin embargo, una inquietud ensombrece estos vacilantes días que me restan. Los hombres, con el tiempo, se olvidarán del Diluvio, y de la lujuria y la maldad que lo provocaron, así como del Arca y de la Fe que la sostuvo triunfante, durante ciento cincuenta días, sobre la furia de los oleajes vengadores. Tampoco recordarán la nueva vida que surgió de esa Fe, de la cual ellos son el fruto.
Para que no lo olviden, yo te pido, hijo mío, que levantes un altar sobre el pico más alto de estas montañas, el cual será llamado, a partir de este momento, «el Pico del Altar». Y te ruego que alrededor de ese altar, construyas una casa, semejante al Arca en todos sus detalles, aunque de menores dimensiones, y que se la denomine «El Arca».
Sobre este altar me propongo hacer mi última ofrenda de acción de gracias y el fuego que yo encienda allí, te ruego que lo mantengas constantemente encendido. En cuanto a la casa, harás de ella un santuario, donde vivirá una pequeña comunidad de personas escogidas, cuyo número nunca será mayor ni menor de nueve. Se les conocerá como «los Compañeros del Arca». Cuando uno de ellos fallezca, Dios proveerá inmediatamente de otro que lo sustituya. Estas personas jamás dejarán el santuario, y allí llevarán una vida monástica durante el resto de sus días, practicando toda la austeridad del Arca Madre y manteniendo encendido el fuego de la Fe, rogando al Altísimo que les guíe a ellos y a sus semejantes. Sus necesidades materiales serán provistas por la caridad de los fieles.»
Sem, que había estado pendiente de cada sílaba que pronunciaba su padre, le interrumpió para saber el motivo de aquel determinado número de nueve, ni uno más ni uno menos y el anciano patriarca le respondió:
«Porque ése es, hijo mío, el número de los que navegaron en el Arca.»
Pero Sem no podía contar más que ocho: su padre y su madre, él y su esposa, sus dos hermanos y sus respectivas esposas. En consecuencia, estaba desconcertado ante las palabras de su padre. Noé, advirtiendo la perplejidad de su hijo, le explicó:
«Voy a revelarte un gran secreto, hijo mío. La novena persona era un pasajero clandestino que sólo yo vi y conocí. Era mi constante compañero y mi timonel. No, no me preguntes nada más sobre él, pero no dejes de reservarle un lugar en tu santuario. Sem, hijo mío, ésta es mi voluntad. Cuida de que todo sea llevado a cabo.»
Y Sem hizo todo cuanto su padre le había ordenado.
Cuando Noé fue a reunirse con sus antepasados, sus hijos enterraron su cuerpo bajo el altar del Arca, que continuó siendo durante miles de años, de hecho y en espíritu, el verdadero santuario concebido y ordenado por el venerable vencedor del Diluvio.
Con el transcurso de los siglos, no obstante, el Arca empezó, poco a poco, a recibir de los fieles donativos muy superiores a sus necesidades. De este modo, se fue haciendo cada vez más rica en tierras, plata, oro y piedras preciosas.
Cierto día, hace ya algunas generaciones, al fallecer uno de los Nueve, se presentó un desconocido a las puertas del Monasterio, solicitando su admisión en la comunidad.
Según las antiguas tradiciones del Arca, que jamás habían sido violadas, el desconocido debía ser admitido inmediatamente, ya que había sido el primero en solicitar la admisión después del fallecimiento de uno de los Compañeros. Mas el Abad —que era el nombre que se daba al superior de la comunidad— era en aquella ocasión un hombre autoritario, apegado a las cosas de este mundo y de corazón duro. No le agradó la apariencia del desconocido, que estaba desnudo, hambriento y cubierto de llagas, y le dijo que era indigno de ser admitido en la Comunidad.
El desconocido insistió, a pesar de todo, en ser admitido; y esta tenacidad enfureció de tal modo al Abad, que le exigió que se retirase inmediatamente de su presencia. Sin embargo, el extraño era perseverante, y rehusó irse. Finalmente, venció la resistencia del Abad, quien aceptó admitirle como sirviente.
Mucho tiempo estuvo el Abad a la espera de que la Providencia le enviase a un Compañero que sustituyese al fallecido. Fue en vano. Nadie apareció. Y así, por primera vez en su historia, el Arca albergaba a ocho Compañeros y un sirviente.
Pasaron siete años y el Monasterio se volvió tan rico, que ya nadie era capaz de calcular a cuánto ascendían sus inmensas riquezas. Poseía todas las tierras y aldeas de los alrededores. El Abad estaba muy satisfecho y tenía una buena disposición hacia el desconocido, creyendo que éste había traído «suerte» al Arca.
No obstante, al inicio del octavo año, la situación comenzó a modificarse rápidamente. La antigua y pacífica comunidad comenzó a agitarse. El astuto Abad se dio cuenta, inmediatamente, de que el causante de todo aquello era el desconocido, y resolvió expulsarle. Pero ya era demasiado tarde. Los monjes, bajo su dirección, ya no estaban dispuestos a seguir ninguna regla, ni atendían a razón alguna. En dos años donaron todas las posesiones del Monasterio, tanto las comunes como las personales. Los numerosos arrendatarios de las tierras pasaron a ser sus propietarios. Al tercer año, todos los monjes abandonaron el Monasterio. Y lo más aterrador fue que el desconocido maldijo al Abad, diciéndole que permanecería encadenado a aquel lugar y se volvería mudo.
Esta es la leyenda.
No me faltaron testigos que asegurasen haber visto al Abad en varias ocasiones —tanto de día, como de noche—, vagando por las tierras del Monasterio abandonado, desierto y reducido a ruinas. No obstante, nadie consiguió arrancarle jamás una sola palabra de sus labios. Más aún, cada vez que percibía la presencia de un hombre o una mujer, desaparecía rápidamente sin que nadie supiese hacia dónde.
Confieso que esta leyenda me turbó. La visión de un monje solitario —o tal vez su sombra— vagando durante tantos años por los patios de un santuario tan antiguo, en lo alto de un pico tan desolado como el del Altar, era demasiado poderosa para que yo pudiese abandonarla. Esta visión hechizaba mis ojos, dominaba mis pensamientos, hacía hervir mi sangre, aguijoneaba mi carne y mis huesos.
Finalmente, decidí subir a la montaña.
Frente al océano del oeste y elevándose a centenares de metros sobre el nivel del mar, pedregoso y casi vertical, el Pico del Altar se veía, a distancia, inaccesible, como un verdadero desafío para quien tuviese la audaz intención de escalarlo. A pesar de ello, me fueron mostradas dos sendas razonablemente seguras, ambas tortuosas, estrechas y que se extendían a lo largo de numerosos precipicios: Una al Sur y otra al Norte. Resolví desdeñar ambas. Entre las dos, descendiendo directamente de la cumbre y llegando casi a la falda de la montaña, vislumbré una vereda estrecha y lisa que me parecía el camino real hacia la cumbre. Me atrajo con una fuerza extraña, y decidí hacer de ella mi camino.
Cuando revelé mi decisión a uno de los montañeses del lugar, me miró fijamente con ojos llameantes y, juntando las manos, exclamó horrorizado:
—«¿Por la Escarpada Rocosa? ¡No sea tan loco como para arriesgar así su vida! Muchos otros lo han intentado antes, y ninguno de ellos volvió jamás para contarlo. ¿La Escarpada Rocosa? ¡No, no, no, nunca!»
Y habiendo dicho esto, insistió en guiarme montaña arriba. Pero yo, cortésmente, rehusé su ayuda. No puedo explicar por qué su terror causó en mí un efecto contrario al que era de esperar. En lugar de desanimarme, me estimuló a proseguir, haciendo todavía más firme en mí la decisión de iniciar la escalada.
Cierta mañana, exactamente en el momento en que la oscuridad empezaba a disolverse en la luz, sacudí de mis ojos los sueños de la noche, y tomando mi cayado y mis siete panes, partí hacia la Escarpada Rocosa. El suave aliento de la noche que expiraba, el pulso rápido del día que nacía, la ansiedad por afrontar el misterio del Abad prisionero, y el anhelo aún mayor de liberarme de mí mismo, aunque sólo fuese por un momento, parecía poner alas a mis pies y dar vivacidad a mi sangre.
Inicié el viaje con un canto en el corazón y una firme determinación en el alma. Pero cuando, después de una larga y alegre caminata, llegué a la base de la Escarpada y recorrí la senda con la mirada, la canción murió en mi garganta. Aquello que visto desde lejos me había parecido un camino recto, suave y extendido como una cinta, aparecía ahora largo, vertical, altísimo e inexpugnable. Hasta donde alcanzaba mi vista, hacia arriba y a ambos lados, sólo veía bloques de sílex de diversos tamaños, erizados de puntas agudas y de aristas afiladas como navajas. Ni la más leve señal de vida. Todo el paisaje alrededor era tan sombrío, que sólo podía inspirar pavor. Desde abajo no se vislumbraba la cumbre de la montaña. Pero ni aún así me dejé disuadir.
Sintiendo todavía en mi rostro la llameante mirada de aquel hombre que me había prevenido contra la Escarpada, reforcé mi decisión y empecé a escalar. Enseguida comprendí que únicamente con mis pies no podría llegar muy lejos, pues el sílex se deslizaba bajo ellos produciendo un ruido terrible, como un millar de gargantas a las que estuviesen estrangulando. Para avanzar debía enterrar mis manos y mis rodillas, y también los dedos de los pies, en aquellas piedras movedizas. ¡Cuánto deseé tener la agilidad de una cabra!
Avanzaba hacia arriba, gateando en zigzag, sin descanso, pues temía que cayese la noche antes de que pudiese alcanzar mi objetivo. No se me pasó por la cabeza la idea de retroceder.
El día tocaba a su fin cuando, súbitamente, sentí hambre. Hasta aquel momento no había comido ni bebido nada. Los panes que había ceñido con un pañuelo a mi cintura eran, en aquel instante, de un valor verdaderamente inapreciable para mí. Los desaté, y estaba a punto de partir el primero, cuando mis oídos escucharon el sonido de una campanilla y algo que me parecía el lamento de una flauta. Nada podía parecerme más sorprendente en el seno de aquella rocosa desolación.
De pronto, vi aparecer, sobre una roca situada a mi derecha, un gran macho cabrío con un cencerro colgado al cuello. Antes de que pudiese tomar aliento, me vi rodeado de cabras por todas partes, pisando sobre las rocas y produciendo un ruido mucho más terrible que el que mis propios pies habían hecho. Como si hubiesen sido invitadas, se lanzaron sobre mis panes, y tal vez me los hubiesen arrancado de las manos si no hubiesen oído la voz de su pastor que, no sé cómo ni cuándo, surgió a mi lado. Era un joven de agradable apariencia, alto, fuerte y lleno de alegría. Sólo tenía por vestido un paño que le ceñía los riñones, y su única arma era la flauta que empuñaba en su mano derecha.
—«Este macho cabrío —dijo el pastor con voz dulce y sonriendo— está muy mimado. Le doy pan siempre que tengo. Pero hace ya muchas y muchas lunas que no pasa por aquí ninguna criatura que traiga pan consigo.»
Y, seguidamente, dirigiéndose al macho cabrío, le dijo: «¿Ves como Fortuna provee de todo, mi guía fiel? Nunca desconfíes de Fortuna.»
Luego, agachándose, tomó un pan. Creyendo que tenía hambre, le dije amable y sinceramente:
—«Podemos compartir esta frugal colación. Hay pan suficiente para los dos... y para el macho cabrío.»
Me quedé casi paralizado de asombro al verle tirar a las cabras el primer pan, el segundo, el tercero... y así sucesivamente hasta el séptimo, tomando de cada uno un bocado para sí. Mi asombro fue tan grande, que la ira comenzó a hervir en mi corazón. No obstante, comprendiendo mi impotencia, conseguí aquietar un poco mi cólera y, con expresión de espanto, me volví hacia el pastor diciendo, como quien suplica y censura al mismo tiempo:
—«Ahora que terminaste de dar a tus cabras el pan de un hombre hambriento, ¿no le vas a dar un poco de su leche?»
—«La leche de mis cabras es veneno para los locos y no quiero que ninguna de ellas pueda ser culpada de la muerte de alguien, aunque sea un loco.»
—«Pero, ¿por qué soy un loco?»
—«Porque traes siete panes para un viaje que dura siete vidas.»
—«¿Tenía entonces que haber traído siete mil?»
—«Ni uno solo.»
—«¿Lo que me aconsejas, entonces, es empezar este largo viaje sin provisiones?»
—«El camino que no ofrece provisiones al caminante, no es un camino que deba tomarse.»
—«¿Desearías entonces que comiese piedras en lugar de pan, y bebiese mi propio sudor en lugar de agua?»
—«Tu propia carne te bastará como pan, y tu propia sangre te bastará como agua. Esta es la solución.»
—«Llevas muy lejos tu burla. Sin embargo, no puedo recriminártelo. Aquél que come de mi pan, se hace hermano mío, aunque me deje hambriento. El día está huyendo por detrás de las montañas y es preciso que reanude mi marcha. ¿Podrías decirme si todavía estoy muy lejos de la cumbre?»
—«Estás demasiado cerca del olvido.»
Y diciendo esto, colocó la flauta en sus labios y se marchó al son de agrestes notas que parecían un lamento de los mundos inferiores. El macho cabrío le siguió y, tras él, todas las cabras. Durante mucho tiempo pude oír todavía el crujir de las rocas y los balidos de las cabras, entremezclados con los lamentos de la flauta.
Habiendo olvidado el hambre, comencé a recuperar parte de mi energía y de mi firme determinación, que el cabrero había destruido. Antes de que la noche llegara a alcanzarme en aquella pedregosa vereda, sería necesario que encontrase un hueco donde pudiesen reposar mis huesos cansados, sin correr el riesgo de rodar montaña abajo.
Comencé a gatear de nuevo. Mirando hacia abajo, apenas podía creer que hubiese subido tanto. La falda de la montaña ya no se veía, mientras que la cima parecía estar al alcance de mi mano.
Al caer la noche, llegué a un grupo de rocas que formaban una gruta. Aunque aquella gruta se hallaba al borde de un abismo, en cuyo fondo se podían ver negras y pavorosas sombras, resolví hacer de ella mi posada por una noche.
Mis sandalias estaban deshechas y teñidas de sangre. Cuando intenté quitármelas descubrí que mi piel se había pegado a ellas. Las palmas de mis manos estaban cubiertas de rojos arañazos. Las uñas parecían pedazos de corteza arrancados de un árbol muerto. La mayor parte de mis ropas estaban hechas jirones, a causa de las agudas piedras. Sentía que la cabeza me daba vueltas de tanto sueño. Parecía estar vacía de cualquier otro pensamiento.
Cuánto tiempo estuve durmiendo —un momento, una hora o tal vez una eternidad— no lo sé. Pero me desperté al sentir que me tiraban con fuerza de una manga. Me senté asustado y atontado por el sueño, y vi una joven de pie delante de mí, con una mortecina linterna en la mano. Estaba completamente desnuda y era delicadamente bella de cuerpo y de rostro. Quien me había tirado de la manga de mi chaqueta era una vieja, tan fea como bella era la joven. Sentí un escalofrío que me estremeció de los pies a la cabeza.
«¿Ves como la buena Fortuna todo lo provee, hija mía?» —Decía la vieja al tiempo que me despojaba de mi chaqueta— «Nunca dudes de Fortuna.»
Yo sentía mi lengua paralizada, y no hacía el menor esfuerzo para hablar y menos todavía para resistirme. Era en vano que apelase a mi voluntad. Parecía haberme abandonado. Me sentía completamente incapaz de reaccionar; estaba en manos de la vieja, aunque hubiese podido arrojarla, al igual que a su hija, fuera de la gruta, si así lo hubiese querido. Pero me faltaba la voluntad y la fuerza para expulsarlas.
No contenta con haberme quitado la chaqueta, la mujer continuó despojándome de las demás prendas, hasta que me dejó completamente desnudo. A medida que me las quitaba, se las iba entregando a la joven que se las ponía. La sombra de mi cuerpo desnudo se proyectó sobre la pared de la gruta, junto a la sombra de las dos mujeres desarrapadas, lo que me llenó de temor y repugnancia. Miraba todo aquello sin comprender y sin poder decir nada, precisamente cuanto más necesitaba hablar, puesto que mi voz era la única arma que poseía en aquella desagradable situación. Finalmente, mi lengua se soltó para decir:
—«Si has perdido todo pudor, vieja, yo no lo perdí. Estoy avergonzado de mi desnudez, incluso ante una vieja bruja como tú. Aunque más avergonzado me siento delante de la inocencia de esta joven.»
—«De la misma forma que ella lleva tu vergüenza, lleva tú su inocencia.»
—«¿Qué necesidad tiene una joven de las ropas andrajosas de un hombre cansado, que se halla perdido en la montaña, en una noche semejante y en un lugar como éste?»
—«Tal vez para aligerarle de su carga. Tal vez para calentarse. Los dientes de la pobre niña están castañeteando de frío.»
—«Mas cuando el frío haga castañetear los míos, ¿cómo podré ahuyentarlo? ¿No tienes piedad en tu corazón? Mis ropas son lo único que todavía poseo en este mundo.
—«Cuanto menos poseas, menos serás poseído;
Cuanto más poseas, más serás poseído.
Cuanto más seas poseído, en menos serás valorado;
Cuanto menos seas poseído, en más serás valorado.
Ahora vámonos, hija mía.»
Al tomar ella la mano de la joven, y cuando ya se retiraban, me vinieron a la mente millares de preguntas que deseaba hacer. Sólo una consiguió salir de mi boca:
—«Antes de que te retires, vieja, ¿puedes tener la bondad de decirme si todavía estoy muy distante de la cumbre?»
—«Estás al mismo borde del Abismo Negro.»
La luz mortecina de la linterna lanzó nuevamente hacia mí aquellas extrañas sombras, cuando las dos se retiraron de la gruta, desapareciendo en la noche, negra como el azabache. Una gélida y negra ráfaga de viento, que no sabía de dónde provenía, me alcanzó. Ráfagas más negras y más frías la siguieron. Las propias paredes de la gruta parecían estar sudando hielo. Mis dientes comenzaron a castañetear y, en esta situación, acudían a mí los pensamientos más confusos: las cabras pastando en las rocas, el pastor burlón, la vieja y la joven, yo desnudo, magullado y herido, con hambre y frío, confuso en aquella gruta al borde de un abismo semejante. ¿Estaría próximo a mi objetivo? ¿Conseguiría alcanzarlo? ¿Tendría fin aquella noche?
Apenas había vuelto en mí, cuando oí ladrar a un perro, y vi otra luz, a muy corta distancia, dentro de la misma gruta.
—«¿Ves cómo la buena Fortuna provee, querida mía? Nunca dudes de la Fortuna.» Era la voz de un viejo cargado de años, con barba, encorvado y con las rodillas temblorosas. Hablaba con una mujer tan vieja como él, sin dientes, desgreñada y, como él, también encorvada y de vacilantes rodillas. Aparentemente sin tener conocimiento de mi presencia, continuó con la misma voz penetrante que parecía luchar para poder salir de aquella garganta.
—«Una lujosa cámara nupcial para nuestro amor, y un espléndido cayado para sustituir al que perdiste. Con un bastón como éste ya no tropezarás, amor mío.» Y diciendo así, cogió mi cayado y se lo dio a la vieja, que se inclinó sobre él con ternura, acariciándole con sus manos marchitas. Seguidamente, como si acabase de darse cuenta de mi presencia, pero siempre hablando a su compañera, continuó:
—«El desconocido se va a ir inmediatamente, querida, y podremos soñar nuestros sueños sin testigos.»
Estas palabras cayeron sobre mí como una orden a la que me sentía incapaz de desobedecer, especialmente cuando el perro se aproximó gruñendo amenazadoramente, como para hacerme cumplir la orden de su dueño. La escena me llenó de horror. Asistía a ella como si estuviese bajo el efecto de un encantamiento... y, en ese estado, fui caminando hasta la salida de la gruta, haciendo esfuerzos desesperados para poder hablar, para defenderme, para manifestar mis derechos.
—«Me habéis quitado mi cayado. ¿Seréis tan crueles como para expulsarme de esta gruta, que debería ser mi cobijo por esta noche?»
—«Felices los que no tienen cayado,
pues no tropiezan.
Felices los que no tienen hogar,
pues están en casa.
Sólo los que tropiezan —como nosotros—,
precisan andar con cayados.
Sólo los que están encadenados a un hogar —como nosotros—, necesitan tener una casa.»
Así cantaban a dúo, mientras preparaban el lecho nivelando la grava con sus largas uñas, sin prestarme atención. Esto me hizo gritar de desesperación:
—«Mirad mis manos. Mirad mis pies. Soy un caminante perdido en esta ladera. Tracé con mi propia sangre mi camino hasta aquí. Ya no puedo ver ni una sola pulgada más de esta pavorosa montaña, que parece ser tan familiar para vosotros. ¿No os inquieta tener que pagar por esto? Dadme al menos vuestra linterna, si no queréis permitir que comparta esta noche la gruta con vosotros.»
—«El amor no quiere ser desnudado.
La luz no quiere ser compartida.
Ama y ve.
Ilumina y sé.
Cuando la noche caiga,
y el día se vaya,
y la tierra esté muerta,
¿cómo viajarán los caminantes?
¿Quién se atreverá a avanzar?
Completamente exasperado, decidí recurrir a la súplica, aunque íntimamente sabía que era inútil, pues una extraña fuerza continuaba empujándome hacia afuera:
—«Buen anciano, buena anciana, aunque yo esté entumecido por el frío y deshecho por el cansancio, no seré una mota en vuestros ojos. Yo también probé el amor. Os dejaré mi cayado y mi humilde posada, que habéis escogido como cámara nupcial. Sólo os pido a cambio un pequeño favor: Ya que me negáis la luz de vuestra linterna, ¿tendríais la bondad de guiarme fuera de esta gruta y enseñarme el camino hacia la cima? Perdí el sentido de la orientación y del equilibrio. Ya no sé ni lo que subí, ni cuánto tendré que subir todavía.»
Sin prestar atención a mi súplica, ellos cantaban:
—«Lo verdaderamente alto, siempre está abajo.
Lo verdaderamente rápido, siempre va despacio.
Lo altamente sensible es entorpecido.
Lo altamente elocuente es mudo.
El flujo y el reflujo son una sola marea.
Quien no tiene guía, tiene el mejor guía.
El más grande es siempre el más pequeño.
Todo lo tiene, quien todo lo suyo entrega.»
Como último recurso, les pedí que me dijesen hacia qué lado debía dirigirme al salir de la gruta, pues la muerte podía estar esperándome al primer paso que diese, y yo todavía no quería morir. Sin aliento, esperé la respuesta, que llegó por medio de otro extraño canto, que me dejó más perplejo y exasperado que antes:
—«El borde del peñasco es duro y escarpado.
El seno del vacío es blanco y profundo.
El león y el gusano.
El cedro y la retama.
El conejo y el caracol.
El lagarto y la codorniz.
El águila y el topo.
Todos en el mismo agujero.
Un solo anzuelo, un solo cebo.
Sólo la muerte compensa.
Como es arriba, así es abajo.
Morir para vivir o vivir para morir.»
La luz de la linterna se apagó en el momento en que salí de la gruta, gateando con las manos y las rodillas, con el perro detrás de mí, como para cerciorarse de que realmente salía. La oscuridad era tan densa, que me parecía sentir su peso sobre mis párpados. No podía demorarme ni un instante más. El perro me lo hizo comprender muy claramente.
Un paso vacilante. Otro paso vacilante. Un tercer paso vacilante, y tuve la impresión de que la montaña había desaparecido bajo mis pies. Me sentí cogido por las olas revueltas de un mar de tinieblas que me robaban el aliento y me lanzaban hacia abajo... hacia abajo... hacia abajo...
La última imagen que pasó por mi mente, cuando giraba en el vacío del Abismo Negro, fue la de la satánica pareja de novios. Las últimas palabras que murmuré cuando el aliento se me heló, fueron las que ellos habían pronunciado:
«Morir para vivir, o vivir para morir.»
—«¡Levántate, oh afortunado extranjero! ¡Has alcanzado tu meta!»
Muerto de sed y retorciéndome bajo los rayos de un sol abrasador, entreabrí los ojos y me encontré tendido en el suelo. Percibí la oscura silueta de un hombre que estaba inclinado sobre mí, mientras humedecía delicadamente mis labios con agua y lavaba cuidadosamente mis heridas. Su cuerpo era recio, sus facciones rudas, su barba y sus cejas hirsutas, su mirada profunda y aguzada, y su edad muy difícil de determinar. No obstante, su contacto era suave y reconfortante. Con su ayuda pude sentarme y le pregunté con voz tan débil que apenas llegaba a mis oídos:
—«¿Dónde estoy?»
—«En el Pico del Altar.»
—«¿Y la gruta?»
—«Detrás de ti.»
—«¿Y el Abismo Negro?»
—«Frente a ti.»
Fue inmenso mi asombro cuando miré y vi la gruta detrás de mí y, frente a mí, el Abismo Negro como una inmensa boca abierta. Me encontraba tendido al borde del precipicio, y entonces le pedí al hombre que me llevase al interior de la gruta, lo que hizo con la mejor voluntad.
—«¿Quién me sacó del Abismo?»
—«El que te guió hasta aquí, debe haberte sacado del Abismo.»
—«¿Quién es él?»
—«El mismo que ató mi lengua y me retuvo prisionero en este Pico durante ciento cincuenta años.»
—«Entonces, ¿eres tú el Abad encadenado?»
—«Sí, yo soy. Evito a todos los hombres, excepto a ti.»
—«Nunca hasta hoy viste mi rostro. ¿Por qué evitas a todos los hombres menos a mí?
—«Durante ciento cincuenta años estuve esperándote. Durante ciento cincuenta años sin faltar ni un sólo día, en todas las estaciones del año y con cualquier tiempo, mis ojos pecadores han escudriñado entre los peñascos de la Escarpada buscando un hombre que subiese a la montaña y que llegase hasta aquí como tú has llegado, sin cayado, desnudo y sin provisiones. Muchos han intentado subir por la Escarpada, pero jamás llegaron. Muchos llegaron por otros caminos, pero no venían sin cayado, desnudos y sin provisiones. Durante todo el día de ayer estuve observando tu ascensión. Por la noche dejé que durmieses en la gruta, pero al amanecer vine aquí y te encontré desvanecido y sin aliento. Mas tenía la certeza de que volverías a la vida. ¡Y aquí estás! Más vivo que yo. Tú moriste para vivir. Yo vivo para morir. ¡Gloria sea dada a su nombre! Todo sucedió según sus promesas. Todo fue según tenía que ser. No tengo la menor duda de que tú eres el escogido.»
—«¿Quién?»
—«El bienaventurado en cuyas manos debo entregar el Libro Sagrado para que lo publique y lo dé a conocer al mundo.»
—«¿Qué Libro?»
—«Su Libro. El Libro de Mirdad.»
—«¿Mirdad? ¿Quién es Mirdad?»
—«¿Es posible que no hayas oído hablar de Mirdad? ¡Qué cosa más extraña! Yo estaba absolutamente seguro de que en esta época su nombre se habría extendido por toda la tierra, de la misma forma que impregna el suelo bajo mis pies, el aire que me rodea, y el cielo que me cubre. Este suelo es sagrado, ¡oh, extranjero!: Sus pies lo pisaron. Sagrado es este aire que nos envuelve: Sus pulmones lo respiraron. Sagrado es el cielo que nos cubre: Sus ojos lo escudriñaron.
Y dicho esto, el monje se inclinó reverentemente, besó tres veces el suelo y se calló. Después de una pausa le dije:
—«Despiertas mi deseo de saber más respecto a ese hombre al que llamas Mirdad.»
—«Presta atención, pues. Voy a relatarte todo lo que me está permitido contar. Mi nombre es Shamadam. Yo era el Superior del Arca el día que falleció uno de los Compañeros. Apenas había partido su alma, cuando ya vinieron a avisarme de que en la puerta había un desconocido que deseaba hablarme. Bien sabía yo que él había sido enviado por la Providencia para ocupar el lugar del Compañero fallecido, y tenía que haberme regocijado por el hecho de que Dios velase aún por el Arca, tal como lo había hecho desde la época de mi padre Sem.»
En aquel momento le interrumpí para preguntar si era verdad lo que contaban las gentes de la falda de la montaña, respecto a que el Arca fue construida por el primer hijo de Noé. Su respuesta fue inmediata y enfática:
—«Sí, sí. Es exactamente como te han dicho.»
Y prosiguió el relato de la historia que yo había interrumpido:
—«Pues bien, yo debía haberme regocijado. Sin embargo, por motivos totalmente incomprensibles para mí, mi corazón se rebeló. Incluso antes de conocer al extranjero, ya todo mi ser luchaba contra él. Y resolví rechazarle, aunque en mi interior era consciente de que, haciendo esto, quebrantaba la inviolable ley del Monasterio y, por consiguiente, rechazaba a aquél que le había enviado.»