Cicatrices de Luna que honran memorias. Su piel, tu nombre.
Historias de ciencia, amor, dolor y valor
© De los Autores:
Daniel Roberto Altschuler
Fernando J. Ballesteros
© Next Door Publishers
Primera edición: noviembre 2016
Segunda edición: febrero 2017
Tercera edición: julio 2019
ISBN: 978-84-949245-8-3
DEPÓSITO LEGAL: DL NA 1377-2019
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Impreso por Gráficas Rey
Impreso en España
Diseño tercera edición: Ex. estudi
Autora del sciku: Laura Morrón
Dirección de la colección: Laura Morrón
Corrección: NEMO Edición y Comunicación
Revisión técnica: Ángel Gómez Roldán
Dedicado a nuestras mujeres de la Tierra: Celia y Herminia
En memoria de todas las mujeres que han sido y están siendo maltratadas por los hombres
Prólogo
Pretexto
La Luna
Primeras observaciones: Van Eyck, Leonardo, Galileo y Harriot
La nomenclatura
Las mujeres de la Luna
Hipatia de Alejandría (355 o 370-415)
Catalina de Alejandría (~287-~305)
Hildegard von Bingen (1098-1179)
Nicole-Reine de la Briere Lepaute (1723-1788)
Caroline Lucretia Herschel (1750-1848)
Mary Fairfax Greig Somerville (1780-1872)
Anne Sheepshanks (1789-1876)
Catherine Wolfe Bruce (1816-1900)
Maria Mitchell (1818-1889)
Agnes Mary Clerke (1842-1907)
Sofia Vasílyevna Kovalévskaya (1850-1891)
Annie Scott Dill Russell Maunder (1868-1947)
Williamina Paton Fleming (1857-1911)
Annie Jump Cannon (1863-1941)
Antonia Maury (1866-1952)
Henrietta Leavitt (1868-1921)
Mary Adela Blagg (1858-1944)
Mary Proctor (1862-1957)
Marie Skłodowska-Curie (1867-1934)
Lise Meitner (1878-1968)
Amalie Emmy Noether (1882-1935)
Louise Freeland Jenkins (1888-1970)
Priscilla Fairfield Bok (1896-1975)
Gerty Theresa Radnitz Cori (1896-1957)
Marie Tharp (1920-2006)
Elisabetta Pierazzo (1963-2011)
Judith Arlene Resnik (1949-1986)
Sharon Christa McAuliffe (1948-1986)
Kalpana Chawla (1962-2003)
Laurel Blair Salton Clark (1961-2003)
Valentina Vladímirovna Nikolayeva Tereshkova (1937-)
Postexto
Apéndice A – La Luna
Apéndice B – Las mareas
Sería difícil, imposible en realidad, reconstruir, imaginar siquiera, la historia de la humanidad, y no solo del Homo sapiens, sino también de otras especies de homínidos, sin tener en cuenta la Luna, el único satélite que acompaña a nuestro planeta, la Tierra. Este faro que alumbra nuestras, de otra forma, tenebrosas noches, puedo imaginar fácilmente la atracción que debió de ejercer, que todavía ejerce, no solo en esas especies que acabo de mencionar, sino en muchas otras: me viene a la memoria ahora esa imagen arquetípica de un lobo aullando a la luz de la Luna. Responsable en buena medida de las mareas que dinamiza, junto con el viento, los movimientos marinos que tan bien apreciamos en las costas; la Luna ha cautivado la imaginación de todo tipo de personas, desde soñadores y enamorados hasta científicos que desean comprender su origen y estructura, detalles que los autores de las páginas que siguen no olvidan explicar.
Hasta la era de los cohetes y vehículos espaciales, visitar la Luna fue uno de esos sueños que únicamente se pueden imaginar, pero no cumplir. Imaginar como lo hicieron, por ejemplo, Luciano de Samósata (c. 125-195), que pensó en un viaje a la Luna y el Sol en un barco volante sin más propulsión que la de los vientos «extremosos», o Johannes Kepler (1571-1630), uno de los protagonistas de la revolución científica, quien ideó, bajo la forma de un sueño, un viaje a la Luna, transportado a ella con la ayuda de demonios lunares, aunque en realidad su propósito era describir lo que vería un observador instalado en nuestro satélite. Poco después, mostrando de nuevo el apego que nuestra especie siente por la Luna, un obispo de la Iglesia de Inglaterra, Francis Godwin, compuso un curioso texto, The Man in the Moone: or a Discourse of a Voyage thither by Domingo Gonsales (El hombre en la luna o discurso de un viaje allí por Domingo González, el raudo mensajero), publicado póstumamente en 1638, en el que podemos leer pasajes como «los hombres podrían volar de un sitio a otro y serían capaces de enviar mensajes a muchos cientos de millas de distancia en un instante y recibir respuesta sin intervención de persona humana. Podrían también transmitir su pensamiento a otras criaturas, aunque estuviesen en el más remoto y oscuro rincón de la ciudad, con otros notables experimentos». ¡Y cómo no recordar al, para muchos, héroe de infancia y primera juventud, Jules Verne, con sus decimonónicos viajes a la Luna!
Mucho puede dar que hablar la Luna; por ejemplo, tratar de los nombres de personas que, como a tantos accidentes geográficos terrestres, se han adjudicado a sus cráteres. Tal es el tema del presente libro. Y es apropiado, además de dar confianza, que sean dos astrónomos, Daniel Roberto Altschuler y Fernando J. Ballesteros Roselló, los autores que se han ocupado de este asunto, que tiene que ver tanto con la geografía lunar como con el reconocimiento que la comunidad astronómica ha otorgado a un pequeño grupo de mujeres, esa parte de la humanidad que, a pesar de su importancia, de no ser inferiores intelectualmente a los varones, ha sido, y en no poca medida aún es, maltratada en lo que se refiere a la ciencia… y en muchas otras cosas más, por supuesto. Porque no se trata solo de los nombres de cráteres lunares, sino de aquellos que llevan nombre de mujeres, que no son, ay, muchos: de los 1594 cráteres lunares nombrados en honor a filósofos y científicos, solamente 31 honran a una mujer.
Además de sus credenciales científicas como astrónomos (Altschuler es catedrático de Física en la Universidad de Puerto Rico, en Río Piedras, y fue entre 1991 y 2003 director del Observatorio de Arecibo, que alberga el mayor radiotelescopio del mundo; y Ballesteros Roselló es el jefe de instrumentación del Observatorio Astronómico de la Universidad de Valencia), ambos se han ocupado, y distinguido, en el no demasiado frecuentado dominio de la divulgación científica, en el que, como fácilmente se puede comprobar una vez que usted, paciente lector, termine de leer –en el supuesto de que lo haga– estas líneas mías, muestran conocimientos pero también, y esto es muy importante, elegancia y habilidad narrativa. Por si no me creen, aquí repito un pequeño párrafo que más adelante encontrarán: «Las mujeres de la Luna nos cuentan historias de amor, dolor y valor, de triunfos insólitos alcanzados por la perseverancia, y de tragedias inducidas por las circunstancias y los prejuicios. Nos dan la oportunidad de contar historias olvidadas».
Entre las nunca especificadas obligaciones de un prologuista, se encuentra, sin duda, la de no avanzar el contenido del texto que se le ha permitido iniciar. En el presente caso, semejante deber no es difícil de cumplir. Si estuviese tentado, por ejemplo, de hablar de la Luna, lo haría infinitamente peor que el estudio introductorio que nos regalan los autores. Espero, no obstante, que se me permita señalar la alegría que me ha producido encontrar que unas científicas que aprecio mucho han sido honradas bautizando cráteres lunares con sus nombres: Emmy Noether, Henrietta Leavitt, Williamina Fleming, Lise Meitner y Marie Curie. Conozco, creo que bien, lo que hicieron, la importancia de sus contribuciones y las dificultades que tuvieron que vencer, de manera que, aunque tarde y lejos, bien está que su recuerdo se inmortalice en nuestro romántico satélite.
Y, puesto a ser personal, lamento que aún no disfruten de este pequeño reconocimiento de tener un cráter «propio» –recuerden A Room of One’s Own (Una habitación propia) de Virginia Woolf– Rachel Carson, Rosalind Franklin, Margaret Mead, Barbara McClintock, Émilie du Châtelet y Jocelyn Bell Burnell, que, a pesar de haber sido quien detectó, en julio de 1967, la primera señal de lo que se comprobó que era un nuevo tipo de objeto estelar, un púlsar, no recibió la parte del premio Nobel de Física de 1974 que, en mi opinión, merecía.
Dicho todo esto, solo me resta desear que ustedes lo pasen bien. Créanme, la lectura merece la pena.
José Manuel Sánchez Ron
Miembro de la Real Academia Española
«Me estremecieron mujeres que la historia anotó entre laureles. Y otras desconocidas, gigantes, que no hay libro que las aguante».
Silvio Rodríguez
La Luna no está de moda. La vemos todo el tiempo, al igual que el Sol, y no le prestamos mucha atención (nos es indiferente).
Lo que llama nuestra atención son esos descubrimientos exóticos que aparecen en los titulares: Big Bang, agujeros negros, materia y energía oscura, ondas gravitacionales, cosas misteriosas que aún se encuentran en ese espacio donde el estudio científico se mezcla con la especulación. En comparación con ello, ¿qué nos puede decir la Luna? La última vez que llegó a los titulares de primera plana fue cuando alunizaron los astronautas de las misiones Apolo.
Eso fue hace unos cincuenta años, cuando posiblemente usted, querido lector, aún no había nacido. El 20 de julio de 1969, los astronautas de la misión Apolo 11 de la NASA, Neil Armstrong (1930-2012) y Edwin Buzz Aldrin (nacido en 1930), se convirtieron en los primeros humanos en caminar sobre la Luna después de un viaje de tres días. Se asentaron, durante algo menos de un día, en un lugar al que llamaron Tranquility Base (oficialmente: Statio Tranquillitatis), en el extremo norte de Mare Tranquillitatis. Un tercer astronauta, Michael Collins (también nacido en 1930), los estaba esperando en el módulo de comando y servicio, en órbita alrededor de la Luna. Los tres volverían sanos y salvos a la Tierra. El alunizaje fue, sin lugar a dudas, un momento histórico para nuestra especie, el Homo sapiens, el momento en que cruzamos una gran distancia, y no solo nos referimos a la que media entre la Tierra y la Luna.
Si vio las escenas iniciales de la película de Stanley Kubrick 2001: A Space Odyssey (2001: Una odisea del espacio), donde una herramienta de hueso primitivo vuela al espacio y se transforma en una estación espacial, la mayor elipsis de la historia del cine, sabrá lo que queremos decir (si no lo sabe, tome esto como una recomendación para verla). Se estima que unos 600 millones de personas siguieron la aventura del Apolo 11 en la televisión (cuando la población mundial era de aproximadamente 3 626 000 000, la mitad de la de hoy). Uno de los autores compró un televisor (en blanco y negro) para el evento, el otro tuvo que conformarse con escuchar a través del vientre de su madre. Sabrá cuál era cuál. Un total de nueve misiones tripuladas por veinticuatro astronautas abandonaron la órbita de la Tierra y se dirigieron a la Luna, y doce afortunados humanos vivieron la sublime aventura de caminar sobre su superficie, «un gran salto para la humanidad». Las misiones Apolo 8 y Apolo 10 solo llegaron a orbitar la Luna; Apolo 13 no pudo completar la misión debido a un accidente inmortalizado en las lacónicas palabras de su comandante Jim Lovell (nacido en 1928): «Houston, we’ve had a problem here». El último humano en pisar la Luna fue Eugene Cernan (1934-2017), del Apolo 17, quien siguió a su compañero Harrison Jack Schmitt (nacido en 1935) al módulo lunar el 14 de diciembre de 1972. Todos los humanos que han viajado a la Luna son hombres.
Pero nuestro interés en la Luna tiene una larga historia. Antes de que Galileo apuntara su pequeño telescopio a nuestro satélite, marcando el comienzo de su estudio científico, la Luna, el Sol y algún ocasional cometa eran los únicos objetos celestes que parecían hacer algo y, aunque nadie conocía su verdadera naturaleza, al menos podían ser adorados como dioses. Por supuesto, había estrellas, puntos de luz fijos que no cambiaban ni se movían, otros puntos que se movían poco (los planetas errantes) y, aunque la gente reconocía la Vía Láctea, no tenían ni idea de lo que realmente era (es el disco de nuestra Galaxia, vista desde dentro).
Tiempo atrás se pensaba que la Luna, como todo el resto del universo, estaba compuesta de un material distinto al de la Tierra, una quinta esencia, distinta de los cuatro elementos clásicos definidos por Empédocles de Agrigento (tierra, aire, fuego y agua). Dante Alighieri, en el canto segundo de la Divina comedia, escrita alrededor del 1315, pregunta: «Mas dime: ¿qué son los signos oscuros de este cuerpo, que allá en la tierra llevan de Caín2 fabulando a muchos?».
Para responder, entonces, por qué la Luna, «lucidora y pulida» en las palabras de Dante, tenía manchas, se razonaba que, como un espejo, reflejaba las irregularidades de la Tierra. Hoy sonreímos, pero era la forma de entender la Luna de modo coherente con las otras creencias de la época.
Sin embargo, la Luna sí refleja algo de la Tierra: en la nomenclatura de sus cráteres se reflejan facetas de la historia humana. La primera es meramente estadística: de los 1594 cráteres lunares nombrados en honor a filósofos y científicos (desde Abbe a Zwicky)3, solamente 31 honran a alguna mujer. Refleja lo que fue, y en muchas sociedades aún es, una visión negativa de la mujer, un menosprecio que nos cuesta mucho, comenzando por la deshonra de nuestras propias madres. La distribución geográfica de los nombrados nos muestra otra característica del desarrollo histórico de nuestra civilización, el predominio de Europa y, más recientemente, EE. UU. en las áreas científicas y técnicas. EE. UU., Alemania, Gran Bretaña, Francia, Rusia, Italia y Grecia suman 1390 cráteres, en ese orden. Solo hay ocho de Sudamérica y Centroamérica (cinco argentinos, dos brasileños y uno colombiano), ocho de España (después de 1400) y solo dos de África moderna (Willem Hendrik y Max Theiler).
La Luna también refleja, por otro lado, la inteligencia de algunos que ha permitido descifrar su historia, estudiarla en gran detalle y caminar sobre su superficie. Y también la estupidez de otros al creer cosas respecto a la Luna que no son ciertas, como que nunca caminamos sobre su superficie.
Las mujeres de la Luna nos brindan una oportunidad de meditar acerca de esto, pero, más importante, de relatar la vida de estas mujeres hoy mayormente desconocidas. ¿Quiénes eran? Algunas son verdaderas gigantas intelectuales que triunfaron a pesar de todo, que recordamos porque se opusieron tenazmente contra viento y marea a las normas y prejuicios de su época, actuando de manera similar a Rosa Parks (1913-2005), que el 1 de diciembre de 1955 se negó a ceder su asiento a un pasajero blanco en Montgomery (Alabama, EE. UU.). Otras fueron mecenas de la ciencia, y otras, aunque no eran investigadoras, se dedicaron a la comunicación de la ciencia. Las más recientes representan un tipo diferente de heroínas, mujeres que irrumpieron en el mundo «masculino» de los viajes espaciales.
Las mujeres de la Luna nos cuentan historias de amor, dolor y valor, de triunfos insólitos alcanzados por la perseverancia y de tragedias inducidas por las circunstancias y los prejuicios. Nos dan la oportunidad de contar historias olvidadas y, de paso, conocer algunas cosas acerca del objeto más notable del cielo nocturno. Así es que, antes de hablar de ellas, hablaremos un poco de la Luna, tocando algunos temas que son de gran interés (aunque este no es un libro de texto de Astronomía Lunar).
Si, como consecuencia de la lectura, usted sale en la noche con unos buenos binoculares para visitar a las mujeres de la Luna (al menos, aquellas visibles), o si le cautiva alguna de ellas y sale a buscarla, nos daremos por satisfechos.
1. En ambos sentidos: texto previo y motivo.
2. Se decía que Caín, el asesino de su hermano Abel, había sido desterrado a la Luna, donde se lo podía ver cargando un paquete de espinas como sacrificio.
3. COCKS, E. E. y COCKS, J. C., Who’s Who on the Moon – A Biographical Dictionary of Lunar Nomenclature, Tudor Publishers, 1995. Hay también otros cráteres nombrados por dioses o seres mitológicos, o que tienen nombres genéricos no relacionados con personajes históricos (como Julienne, José, Kathleen…) que no se incluyen en esta cifra.
Antes de hablar de las mujeres, nos gustaría proporcionarle un poco de trasfondo y, para ello, le contaremos algunos datos interesantes, a menudo malinterpretados, de este incomparable cuerpo celeste que, desde la Antigüedad, nos ha cautivado. Nuestros antepasados veían el cielo nocturno como un oscuro manto bordado de diamantes; y la Luna, como una protagonista enigmática y voluble, un objeto que causaba una extraña mezcla de fascinación y temor. Su verdadera naturaleza no lograba trascender el mito. Con su luz pálida y fría, las noches de luna llena eran noches de muerte, propicias para que los hombres se transformaran en lobos o los muertos en vampiros. Noches de sacrificios y ritos mágicos. En algunas creencias, las almas viajaban a la Luna o recalaban en aquel puerto sin vida en su rumbo al más allá. Se pensaba que la luz de la Luna influía en nuestra psiquis y en nuestros humores, y que los ciclos lunares afectaban a las personas con problemas mentales.
En su fascinante libro4, Ricardo Soca nos cuenta lo siguiente:
El nombre de nuestro satélite nos viene del latín luna, contracción de lucina, una forma del verbo luceo, lucere «brillar», «iluminar». El verbo latino luceo provenía de la raíz indoeuropea leuk- «brillar», «iluminar».
Muchas palabras de nuestra lengua derivan del nombre del astro, al que los griegos llamaban Selene. Así, la luneta es el pequeño cristal redondo que compone la parte principal de los anteojos, y también la platea del teatro, que presenta forma de media luna. El lunarejo es un animal cuyo nombre debe a las manchas de su pelaje, que recuerdan a las lunares. El primer día de la semana es el lunes, que tomó su nombre del latín dies lunæ, es decir, «día consagrado a la Luna» (en otros idiomas se lo denomina dilluns, Monday, montag, lundi, lunedì, maandag, shombar … aunque también понедельник —literalmente, «día después del domingo»— y segundafeira). Llamamos luna al cristal de un escaparate, mientras que a la técnica de robo que consiste en estrellar un vehículo contra ellos se la conoce como alunizaje. Lunar es como se denomina una mancha cutánea de color oscuro y forma más o menos redonda, aunque desconocemos si este nombre se debe a que su redondez recordaba la de la Luna o a la creencia de que el lunar se originaba bajo el influjo del astro sobre el niño aún en el vientre materno. Por esta segunda hipótesis parece decantarse Joan Corominas5 (1905-1997), quien cita un pasaje de Suetonio donde se comenta que Augusto nació con varias manchas sobre el cuerpo que coincidían en forma, orden y número con la constelación de la Osa Mayor. Según el etimólogo, esta pudo ser la base sobre la que se asentó la creencia de que los lunares aparecían por el influjo de la Luna. Y, finalmente, lunático es quien padece un tipo de locura discontinua, por intervalos, como las fases de la Luna. Siempre ha habido (y aún hay) gente «lunática». Hoy, aunque a regañadientes, esas supersticiones ceden poco a poco ante los hallazgos del conocimiento científico.
La Luna es un satélite único e incomparable, bastante diferente de otras lunas, y el de mayores dimensiones en relación con su planeta. Presenta la combinación perfecta de tamaño y distancia a la Tierra como para que su disco cubra el del Sol, lo cual resulta en uno de los fenómenos más espectaculares que nos brinda la naturaleza: los eclipses solares. El influjo de la Luna también incide en la biología de otros seres vivos, mediante la regularidad de las mareas y de las noches levemente iluminadas por su luz (que, en realidad, es luz solar reflejada). Durante la fase de luna llena, las noches son más claras y las mareas más altas, debido a que la Luna y el Sol se alinean a lados opuestos de la Tierra. Parece ser que, en otros tiempos, las formas de vida simples que moraban en las orillas de los mares eran sensibles a estos eventos geofísicos.
El Sol, fuente de calor y vida, rige el monótono ritmo cotidiano con que se suceden las fases de claridad y oscuridad, y que oscilan a lo largo del año hasta originar dos días (llamados equinoccios) en los que la duración de la noche equipara a la del día. El ciclo del Sol es más lento y complejo que el de la Luna. Este último, llamado período sinódico y compuesto de veintinueve días y medio, va de la luna llena a la luna nueva, pasando por sus fases menguantes, para luego desarrollarse otra vez en su fase creciente hasta completar el ciclo con otra luna llena.
De esta manera, la Luna renace con cada ciclo, tal como en la Antigüedad se pensaba que renacían las personas en el más allá tras su fallecimiento (creencia que, siglos después, aún perdura en muchos ámbitos). Este ciclo conformó la base de muchos calendarios antiguos que marcaban el transcurso del tiempo mediante meses lunares (la palabra mes viene del latín mensis, que a su vez comparte raíz indoeuropea con el griego men, cuyo significado es ‘Luna’). Lamentablemente, dado que el año solar (compuesto de 365 días, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos), con el que se rigen las estaciones, no puede dividirse en un número entero de meses lunares, el calendario lunar resulta inadecuado para cubrir una de las funciones más importantes de cualquier calendario: organizar siembras y cosechas. De todos modos, aun hoy, muchas culturas siguen basándose en el calendario lunar para determinar fechas importantes, tales como el Domingo de Pascua (o de Resurrección), que cae el primer domingo tras la luna llena que sigue al 20 de marzo (este era el día del equinoccio en el año 325 AEC6). Así pues, para el 2020 el Domingo de Pascua caerá el 12 de abril, y para el 2021, el 4 de abril. La luna nueva marca también el inicio del Ramadán de los musulmanes al noveno mes lunar. El Ramadán comienza cuando un testigo indica que ha visto la luna creciente, de modo que, en caso de cielo nublado, el inicio o el fin del Ramadán puede retrasarse de una localidad a otra.
Comencemos con una breve contextualización de la Luna.7 Hace unos cinco mil millones de años, una gigantesca nube de gas y polvo interestelar que más tarde dio lugar al Sistema Solar se contrajo y en su centro, de alta densidad, se formó el proto-Sol, una enorme masa compuesta mayormente de hidrógeno y helio, que al contraerse por su propia gravitación comenzó a calentarse. Alrededor de éste se desarrolló un disco de material que hoy denominamos la nebulosa solar. El disco se extendía hasta regiones muy distantes, mucho más allá de la órbita de Neptuno (que por entonces aún no existía), el planeta más alejado del Sol. La densidad del material era menor en las regiones más apartadas del Sol recién nacido, y la temperatura, que era elevadísima cerca del centro, también descendía con la distancia. Estas circunstancias determinaron en gran medida la composición química de los planetas que se gestaron a partir del material de la nebulosa. En las zonas de la nebulosa con mayor densidad, diminutos gránulos recubiertos de hielo comenzaron a chocar entre sí hasta adherirse e ir formando partículas cada vez más grandes. Este proceso de agregación continuó hasta desarrollar objetos de varios kilómetros de tamaño cuya gravedad les permitió seguir captando material de la nebulosa y crecer aún más. La velocidad relativa durante las colisiones entre estos objetos, llamados planetesimales, determinaba que se combinaran para adquirir un volumen mayor o bien que se fragmentaran en múltiples pedazos. Al final quedaron varios centenares de cuerpos tan grandes como la Luna en órbita alrededor del Sol, y los choques entre todos ellos terminaron dando lugar a los planetas. Aunque desconocemos muchos detalles del proceso y queda mucho por aprender de futuras exploraciones del Sistema Solar, al menos tenemos una idea bastante aproximada de lo que ocurrió.
La densidad de la nebulosa descendía a medida que se acortaba la distancia hasta el centro y, de acuerdo con las leyes descubiertas por Kepler, en las regiones más lejanas el material se movía con mayor lentitud. Por lo tanto, lejos del Sol, las colisiones se producían con menos frecuencia, de modo que la creación de los planetas se ralentizó. Más allá de Neptuno, nunca llegaron a formarse. La alta temperatura que predominaba cerca del joven Sol evaporó el agua y otros compuestos volátiles que pudieran albergar los gránulos de la nube, de modo que en esta región de la nebulosa se formaron los planetas telúricos (del latín tellus, -uris, que significa ‘tierra’): Mercurio, Venus, la Tierra y Marte. Su aparición se produjo en un tiempo relativamente corto de varios millones de años, a lo largo de los cuales el fuerte viento solar característico de las estrellas jóvenes (compuesto de protones y electrones eyectados a gran velocidad) despejó gradualmente la nebulosa de los alrededores del Sol.
A una mayor distancia, el agua congelada se mantuvo estable y se formaron dos esferas rocosas que lograron atraer material de la nebulosa antes de que se disipara, barrida por el viento solar. Tras varios millones de años, los gigantes gaseosos Júpiter y Saturno alcanzaron su forma definitiva, con un núcleo similar al de los planetas terrestres, pero rodeado por una enorme capa de hidrógeno y helio, que comprende aproximadamente el 90 % de su masa, de composición bastante semejante a la de la nebulosa original o el Sol.
Se desconoce en gran medida el proceso que formó los gigantes helados Urano y Neptuno, compuestos solo en un 20 % de hidrógeno y helio, y en el 80 % restante, sobre todo de agua, metano y amoníaco, pero se cree que se formaron más cerca del Sol y que, con posterioridad, migraron a sus órbitas actuales. Son mucho menos masivos que los gigantes gaseosos, pero mucho mayores que los planetas interiores. Estos cuatro gigantes comprenden aproximadamente el 99 % de toda la masa que orbita alrededor del Sol.
Más allá de Neptuno, las colisiones entre planetesimales no se produjeron tan a menudo, lo cual imposibilitó la formación de planetas. Entendemos que Plutón —descubierto en 1930 por Clyde Tombaugh (1906-1997)—, por mucho tiempo considerado el planeta más distante, no es un verdadero planeta, sino un remanente de los planetesimales que se formaron en los inicios. Plutón siempre fue algo extraño, un objeto pequeño con solo el 18 % de la masa de nuestra Luna y una órbita alrededor del Sol que difiere sustancialmente de las de los planetas (con la mayor excentricidad e inclinación respecto de la eclíptica: el plano que contiene la órbita de la Tierra alrededor del Sol).
Se trata del más brillante de los cientos de objetos que se han descubierto recientemente más allá de la órbita de Plutón, en el llamado cinturón de Kuiper (una denominación controvertida8, como veremos a continuación). Gerald Kuiper (1905-1973) fue un astrónomo de origen holandés que en 1951 postuló la existencia, en un pasado lejano, de un disco poblado por millones de planetesimales en órbita alrededor del Sol. Kuiper opinaba (erróneamente) que en la actualidad, si bien podrían quedar algunos restos, el disco ya se habría disipado en su mayor parte. Sin embargo, la posibilidad que hoy barajamos de que a esas distancias los planetesimales todavía no se hubieran agregado y que el disco aún se mantuviera había sido propuesta anteriormente por el astrónomo estadounidense Frederick Leonard (1896-1960) en 1930, poco después del descubrimiento de Plutón, y también por el ingeniero y astrónomo irlandés Kenneth Edgeworth (1880-1972) en 1943. El primer objeto del cinturón de Kuiper, 15760 Albion, fue descubierto en 1992 en el Observatorio de Mauna Kea, en Hawái. El cinturón se extiende hasta cincuenta veces la distancia de la Tierra al Sol9.
Aún más lejos, miles de millones de planetesimales acabaron formando una nube gigantesca en órbita alrededor del Sol que denominamos nube de Oort, en honor de Jan Oort (1900-1992), astrónomo holandés que en 1950 dedujo su existencia a partir de un estudio de las órbitas de los cometas. La nube comienza en los confines más alejados del cinturón de Kuiper y puede llegar hasta 50 000 ua. En estas regiones distantes y heladas del Sistema Solar, el material de la nebulosa solar nunca fue alterado por el calor del Sol, ni por colisiones, y las moléculas que contenía sobrevivieron a los intensos eventos que dieron lugar a los planetas.
Ya hemos descubierto algunos residentes del cinturón de Kuiper, pero, por ahora, la distante nube de Oort sigue siendo una hipótesis bien fundada. Si tuviéramos oportunidad de estudiar estos objetos, aprenderíamos mucho acerca de la época de aparición del Sistema Solar. Así, la nube de Oort y el cinturón de Kuiper forman reservas descomunales de planetesimales, un congelador inmenso donde se conserva el material original de aquellos tiempos remotos en que se formó el Sistema Solar. La nave espacial New Horizons de la NASA, lanzada el 16 de enero de 2006, pasó por Plutón en julio del 2015 para proporcionarnos las primeras y extraordinarias imágenes de su superficie y de la de su luna, Caronte. Tras la visita al sistema de Plutón, la New Horizons retomó su trayecto y, justo en la Nochevieja de 2018 pasó junto a Ultima Thule, un pequeño cuerpo situado a unos mil seiscientos millones de kilómetros de la Tierra, tan lejos que las señales de radio con las que se transmiten las imágenes obtenidas tardan seis horas en llegarnos, lo que convierte a Ultima Thule en el objeto más lejano que jamás haya visitado una nave espacial. Por primera vez, hemos visto un objeto del cinturón de Kuiper en detalle. Se trata de un cuerpo de unos 40 km de longitud formado por dos grandes planetesimales unidos, que, como si fuera un fósil nos brinda una prueba directa del proceso de formación de los planetas por agregación de planetesimales que tuvo lugar en el pasado remoto, y que han conseguido conservarse en esas regiones exteriores.
En cambio, en las regiones interiores de la nebulosa, los planetesimales se fueron destruyendo debido a las colisiones entre ellos. Muchos planetesimales salieron despedidos fuera de la nebulosa por el impulso gravitatorio recibido al pasar cerca de alguno de los planetas recién formados, y los planetas alteraron sus órbitas de formas que no conocemos con certeza. Algunos de los planetesimales encontraron un lugar relativamente estable para permanecer hasta hoy. Entre las órbitas de Marte y Júpiter, por ejemplo, se formó el cinturón de asteroides, que contiene cientos de miles de objetos pequeños, el más grande de los cuales se conoce como Ceres, con un diámetro aproximado de 1000 km. Ceres (como Plutón, de 2360 km de diámetro) pertenece a una nueva clase de objetos, los planetas enanos. Y, de vez en cuando, recibimos alguna muestra gratuita: en concreto, los meteoritos10, que por lo general son piezas pequeñas (de unos pocos gramos) compuestas de diferentes tipos de material extraterrestre, en su mayoría originadas en el cinturón de asteroides (con una diminuta fracción proveniente de Marte y la Luna) y que, tras haber sobrevivido a las elevadas temperaturas derivadas de cruzar nuestra atmósfera a altas velocidades (típicamente, 70 000 km/h), golpean la superficie de la Tierra y, si son lo suficientemente grandes, incluso pueden llegar a formar un cráter.
Una vez puestos los pies en la Tierra, y antes de abordar nuestro destino principal, la Luna, hay dos dimensiones que deberemos considerar: el tiempo y la distancia.
Las mejores estimaciones de la edad de la Tierra11, basadas en el momento en que la Tierra había alcanzado un tamaño y forma estables, se ubican en alrededor de cuatro mil seiscientos millones de años. Hagamos una pausa para considerar este número, difícil de comprender de una manera real e instintiva. Podemos calcularlo y compararlo con otros tiempos, pero es casi imposible de imaginar porque es difícil relacionarlo con nuestra experiencia diaria, que, desafortunadamente, es mucho más breve.
Con muy buena suerte, nuestra estancia individual en este planeta durará cien años. Si imaginar incluso un millón de años resulta difícil, ¡casi cinco mil veces más es inconcebible! Si pudiéramos viajar al pasado en una cápsula del tiempo, como ocurre en el cine, y retroceder un año por cada segundo a tiempo real, tardaríamos seis años en llegar al Cretácico y saludar (desde una distancia segura) a un Tyrannosaurus rex. Nos tomaría otros ciento cincuenta años hasta el momento de la formación de la Tierra. Estamos hablando de un intervalo muy muy largo. Nuestra especie, el Homo sapiens, ha existido durante unos doscientos mil años, un período bastante largo en relación con nuestras vidas, pero en términos geológicos somos unos recién llegados. Si concentráramos la historia de la Tierra en un largometraje de tres horas, nuestra especie aparecería en el último segundo. Un simple parpadeo nos impediría ver nuestra historia reflejada en la pantalla.
Al igual que la experiencia humana del tiempo es infinitamente pequeña en comparación con la extensión del tiempo de existencia de nuestro planeta (y eso por no hablar de la del tiempo de existencia del universo), nuestra experiencia del espacio es casi inservible para comprender las distancias entre los objetos celestes. Aunque, en términos cósmicos (es decir, en relación con el universo, o incluso con la Vía Láctea), nuestro Sistema Solar es un lugar pequeño, una mera pizca de polvo microscópico, tiene dimensiones descomunales a escala humana. Poniendo la escala del Sistema Solar en términos de lo más rápido que nosotros hemos viajado, imagine un viaje en un moderno avión de pasajeros. Para completar un viaje alrededor de la Tierra, tendríamos que viajar en avión durante unos dos días, y para llegar a la Luna necesitaríamos veinte. Contemple la Luna cuando está visible durante el día (es una imagen impresionante, ya que parece encontrarse colgada en el cielo) y recuerde mientras la mira que, para poder llegar a ella en avión, tardaría veinte días. Si siguiera viajando por otros veinte años, podría llegar al Sol. Para visitar Neptuno, aún dentro de los límites del Sistema Planetario, invertiría seiscientos años. Si quisiera seguir hasta la estrella más cercana, Próxima Centauri, tardaría unos cinco millones de años (y no crea que habría viajado muy lejos). La luz, por otro lado, a su enorme velocidad, puede cubrir esa distancia en solo cuatro años (por eso decimos que Próxima está a cuatro años luz). Las otras estrellas que brillan como diamantes sobre un paño oscuro pueden estar miles de veces más lejos. El universo es un lugar inconcebiblemente grande, sin duda, pero volvamos al cuerpo astronómico más cercano: nuestra Luna.
Durante el último siglo y cuarto, la comunidad científica ha considerado, con apoyo teóricoempírico, varias hipótesis sobre el origen de la Luna. George Darwin (1845-1912), hijo del célebre Charles, postuló, basado en el estudio de la dinámica de las mareas y las interacciones gravitacionales de la Tierra, la Luna y el Sol, que la Luna fue literalmente expulsada de la Tierra, una Tierra joven que giraba mucho más rápido que en el presente y que, a partir de esa expulsión, creó el océano Pacífico. Este modelo de fisión compitió durante gran parte del siglo XX con el modelo de captura, es decir, la teoría de que la Luna era un cuerpo ya existente cuya órbita solar lo acercó lo suficiente como para caer bajo el dominio de la gravedad de la Tierra.
Los problemas con ambas teorías, particularmente a la luz de las pruebas obtenidas de las rocas lunares traídas de regreso a la Tierra en las misiones Apolo, nos han llevado a un nuevo consenso en torno a la teoría del gran impacto, que postula que la Luna se formó como resultado de una colisión violenta entre la Tierra y un cuerpo del tamaño de Marte, hace unos cuatro mil quinientos millones de años, cuando nuestro planeta aún se estaba formando. A ese cuerpo se lo ha llamado Tea, el nombre de la titánide madre de Selene, la diosa de la Luna en la mitología griega.
Más recientemente, esta teoría ha sido cuestionada por nuevas ideas que buscan ahondar en algunos detalles (relacionados con la composición y las similitudes isotópicas entre los dos cuerpos) del sistema Tierra-Luna. Una de ellas explica que lo que más tarde se desgajaría, tras una violenta colisión entre objetos de tamaño planetario, para convertirse en la Tierra y en la Luna había sido inicialmente una enorme estructura con una superficie de decenas de miles de kilómetros. En forma de rosquilla, aquella estructura de material fundido llamada Sinestia (que significa ‘estructura unida’) giraba a toda velocidad y posteriormente se enfrió hasta formar la Luna y la Tierra. El jurado aún está deliberando.
Quizás el descubrimiento más importante de las exploraciones lunares fue la verificación de que las rocas lunares (un tesoro de aproximadamente 380 kg) presentan una composición muy similar a la de las rocas terrestres, solo que con materiales menos volátiles (aquellos con bajos puntos de fusión) y con una mayor proporción de elementos refractarios (aquellos con altos puntos de fusión). Esto significa que parecen rocas terrestres calentadas a temperaturas muy altas, todo lo cual apoya la idea de que la Luna se formó, de una forma u otra, como resultado de la colisión. En resumen, la Tierra y su Luna están formadas por el mismo material, pero lo más sensato es que nos tomemos con pinzas y un ojo abierto a nuevos hallazgos incluso nuestras mejores teorías acerca de cómo sucedió esto.
Desde su formación, y sin atmósfera que proteja su superficie, la Luna ha sido alcanzada por millones de objetos espaciales que han dejado los cráteres correspondientes, la mayoría pequeños, pero algunos enormes. La cuenca de impacto de Aitken —cuyo nombre toma del astrónomo estadounidense Robert Grant Aitken (1804-1951)—, ubicada en el lado no visible de la Luna, con un diámetro de 2500 km y una profundidad de 12 km, es una de las mayores estructuras de impacto del Sistema Solar. En el lado visible de la Luna, la cara que siempre vemos debido a que este satélite gira sobre su eje en sincronía con su período orbital, el cráter más grande es Bailly —cuyo nombre toma del astrónomo y revolucionario francés Jean Sylvain Bailly (1736-1793)—, ubicado cerca del extremo suroeste de la Luna, con un diámetro de 300 km y una profundidad de unos 4 km. El cráter más conspicuo es Tycho —en honor de Tycho Brahe (1546-1601)—, de 86 km de diámetro y situado al sur de la Luna.
En la actualidad, tras haber examinado las rocas lunares recogidas por los astronautas de las misiones Apolo, sabemos que los cráteres de la Luna tienen su origen en impactos, y no en actividad volcánica (aunque esto se consideró durante mucho tiempo como una posibilidad). No sorprende que se trate de las cicatrices producidas por impactos, pues es consistente con la teoría de que los planetas surgieron de innumerables colisiones entre los diversos objetos derivados de la nebulosa solar. La Luna carece de una geología activa: no hay volcanes, ni terremotos, ni deriva continental, y puesto que tampoco tiene atmósfera, ni agua para erosionar su superficie, ofrece un registro intacto de la historia de esta parte del Sistema Solar, que guarda muchos secretos sobre el tiempo de formación de los planetas y, en particular, sobre la historia de la Tierra.
Mientras tanto, en nuestro planeta, la acción del agua y el viento, así como la actividad geológica, ha borrado la mayoría de las heridas dejadas por estos impactos (aunque se conocen más de cien). Dicho esto, cabe señalar que el Homo sapiens es la consecuencia a largo plazo de un impacto particular, el que causó la extinción de los dinosaurios hace unos sesenta y cinco millones de años (objeto de estudio de una de las mujeres de la Luna, como veremos más adelante), y abrió así el idóneo espacio ecológico para la eventual aparición del género homo.
Es notoria la diferencia en la cantidad de cráteres entre los dos hemisferios. Solamente el 1 % de la cara oculta está cubierto por maria (llamadas así porque, como veremos más adelante, en un tiempo se pensaba que eran mares lunares, nombre que mantenemos hoy en día a pesar de que sabemos que no tiene nada que ver con grandes masas de agua; pero, para evitar cualquier confusión, usamos el latín, y así los llamamos mare en singular y maria en plural). Por otro lado, en la cara visible, los maria cubren un 30 %. Los maria son el producto de emanaciones magmáticas antiguas, ocurridas hace más de mil millones de años, que cubrieron con lava los cráteres entonces existentes. La explicación más plausible de esta diferencia propone que se debe a que los elementos radiactivos en el interior de la Luna, que produjeron el calor necesario para generar lava, se encontraban concentrados más cerca de la superficie visible, y que esta, por lo tanto, se llenó de lava. Pero aún hoy se debate este razonamiento.
Cualquier teoría de los orígenes de la Luna debe tener en cuenta esta particularidad, junto con todo lo que sabemos sobre la composición de las rocas lunares, terrestres y planetarias.
4. SOCA, R., La fascinante historia de las palabras, Editorial Argumento, 2010. Véase también http://www.elcastellano.org/
5. COROMINAS, J., Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, 3.ª ed., Gredos, 2005.
6. Utilizaremos el acrónimo AEC (antes de la era común) para denotar fechas «antes de Cristo».
7. Para aquellos lectores que deseen una narración más extensa de este hermoso cuento, recomendamos el libro de DAVA SOBEL Los planetas (Anagrama, 2006).
8. «What is improper about the term “Kuiper belt”?» en International Comet Quarterly www.icq.eps.harvard.edu/kb.html
9. Esta distancia entre la Tierra y el Sol recibe el nombre de unidad astronómica, y su abreviatura es ua.
10. Un meteoroide es cualquier pequeño objeto en el espacio, que si penetra la atmosfera terrestre pasa a llamarse meteoro o estrella fugaz. Si además sobrevive su pasaje por la atmosfera y cae sobre la tierra, se llama meteorito.
11. Estas estimaciones se basan en estudios detallados de cristales de circonio (ZrSiO4) y estudios radiométricos de meteoritos y rocas lunares. No entraremos en detalles aquí.
Con la invención del telescopio se estaba haciendo posible aquello que Kepler llamó geografía lunar. En el Somnium describía la Luna llena de montañas, y de valles, y tan porosa como si la hubieran excavado totalmente con cavidades y cavernas continuas, una referencia a los cráteres lunares que Galileo había descubierto recientemente con el primer telescopio astronómico.
Carl Sagan13
Che se la Luna si guarda bene, due cose si veggiono in essa proprie, che non si veggiono ne l’altre stelle: l’una sì è l’ombra che è in essa, la quale non è altro che raritade del suo corpo, a la quale non possono terminare li raggi del sole e ripercuotersi così come ne l’altre parti; l’altra si è la variazione de la sua luminositade, che ora luce da uno lato, e ora luce da un altro, secondo che lo sole la vede.
Dante Alighieri (~ 1265-1321) (Convivio, libro II, capítulo XIII)14
Resulta curioso constatar que las primeras representaciones realistas de nuestro satélite no vinieron de la mano de astrónomos, sino que (según las pruebas de que disponemos) fueron los artistas los primeros en plasmarlo fielmente. Dos pequeños dibujos de la Luna, realizados por Leonardo da Vinci (1452-1519) alrededor del 1505, son de los primeros retratos pretelescópicos de nuestro satélite que se conocen. En ellos podemos apreciar los rasgos más importantes, las manchas oscuras o maria lunares y «la cara en la Luna» (un ejemplo de pareidolia, fenómeno psicológico que consiste en percibir erróneamente patrones reconocibles en arreglos aleatorios).
Sin embargo, mucho antes, en un cuadro de la crucifixión de Cristo que pintó Jan van Eyck (~1385-1441) hacia 1425, ya tenemos una representación realista de la Luna, mucho más detallada que los bocetos de Leonardo. En el cuadro, vemos la Luna a pleno día y, aunque diminuta, se representa con detalles sin precedentes.
En cualquier caso, estas tempranas representaciones se realizaron en tiempos pretelescópicos. Cuando se inventaron los primeros telescopios y apuntaron a la Luna a principios del siglo XVII, descubrieron un nuevo mundo. Así, en 1609 y desde sus respectivos países, dos hombres tuvieron el privilegio de acercarse a la Luna como nadie lo había hecho antes: observando por primera vez nuestro viejo satélite a través de este nuevo invento. Uno era Galileo Galilei, que el 30 de noviembre desplegaba su telescopio de 20 aumentos en Padua. Muchos piensan que esa fue la primera observación telescópica del firmamento, pero lo cierto es que, cuatro meses antes, el día 26 de julio de 1609, Thomas Harriot se le había adelantado desde Londres con su telescopio de seis aumentos. Harriot contempló la vieja Luna a la que poetas y pintores llevaban milenios adorando, la Luna de Aristóteles. Galileo vio una nueva Luna, la de la ciencia moderna. Afortunadamente, disponemos de las anotaciones personales que describen con detalle qué creyó ver cada uno. La historia que sigue ilustra cómo los humanos somos capaces de interpretar imágenes imprecisas para que encajen con nuestras expectativas y creencias. Pero, antes de exponerla, necesitamos describir brevemente qué pensaba la Europa de principios del siglo XVII sobre el universo.