ROTO
Un doctor sin nombre, pequeño y de bigote abundante, sostiene una placa de pecho frente a una luz blanca como el final de un túnel. El daño es permanente, me dice, pero puede empeorar. Tiene que detenerse hoy mismo. Le muestro una cajetilla blanda de cigarros sin filtro y asiente. Sí, eso, pero además la contaminación, el olor a basura de la ciudad, el polvo, el pelo de los animales que plagan los callejones aledaños a su casa y, por supuesto, eso. Vuelve a señalar la cajetilla. Reparo en la etiqueta con el hombrecillo rojo con sombrero que mira al mar desde la costa. Todo lo que mencioné se ha vuelto un problema para usted, dice. Apunta la radiografía con un dedo rechoncho.
Me explica que mis pulmones son un desastre. Tengo una bronquitis crónica que hace a mis alveolos sangrar constantemente. El resultado es sentirme ahogado todo el tiempo que estoy acostado y enfermo cada minuto que estoy de pie. Además de eso, me dice, el otro problema es la RAE. Las siglas suenan académicas. Literarias incluso. No lo son.
RAE, repite como si debiera saber a qué se refiere. Rinitis alérgica estacional. Apréndaselo porque van a pasar mucho tiempo juntos. Es como tener gripe las 24 horas del día por el resto de su vida.
Me encuentro repitiendo sus palabras por el resto de mi vida. Es una sentencia. Me sorprende diciéndome que no es tan grave. Se ríe nervioso. Es menos malo que necesitar insulina cada día de su vida. Se arregla con un medicamento diario, solo no olvide tomarlo.
Me da una receta y vuelve a meter la imagen de mis bronquios destrozados en un sobre de cartón. Haga ejercicio, me dice. Mucho. Coma sano y evite todo lo que le pedí. Incluso el humo de segunda mano si puede.
Dejo el consultorio y paso a una salita deprimente donde otros pacientes esperan sus respectivas sentencias. Es un núcleo de especialistas. En la sala de espera hay gente que aguarda sus resultados. Algunos se ven obesos; otros, demacrados. Una mujer que mira al vacío despide un fuerte olor a pañal usado. Me siento enfermo solo de estar ahí. Me digo que ahora soy uno más de ellos. Uno de los malos. De los rotos.
La boca me sabe a sangre. Es una ilusión, lo sé. Culpa de lo que dijo el médico: los bronquios sangrantes. Es una imagen aterradora la de ahogarse en sangre mientras duermes. No he dormido acostado en semanas. Me duele respirar. Se siente como si hubiera una rata en mi pecho. Silba. Me roe por dentro. Es horrible. Es mía. Parece que nunca se va a marchar.
La medicina para la alergia me duerme por los primeros meses. Todo el tiempo que estoy despierto quiero dormir. Cuando me acuesto me duele respirar. Claramente la rata no ha cedido terreno. Me parece que ha encontrado su lecho. Poco a poco se acoge a un único lugar dentro de mi costillar, del lado derecho, mi lado derecho, entre dos costillas, aquí donde tengo mi dedo, como una bala viva, móvil. Me duele tanto que he tenido que acostumbrarme al dolor. Ya no lo siento a menos que me lo recuerden. También me he vuelto mucho menos sensible al dolor ajeno. Esto es algo que no digo. Es mío.
La medicina para la rinitis me hace sentir como un sonámbulo las doce horas que trabajo. Me mata por las tardes al llegar a casa. Duermo desde mi llegada y durante toda la noche. No tengo tiempo de más. Los fines de semana solo duermo. No me he visto con nadie. Únicamente estamos nosotros, la rata y yo. La rata respira, duerme y vive en mi pecho. Está creciendo.
Para no dormirme en el trabajo, bebo café. No alcohol. El alcohol no corta el efecto de la medicina, pero hace que me dé más sueño. El café es lo único que me mantiene en pie. Este es mi ciclo: café, antihistamínicos de segunda generación, más café. En un par de ocasiones he bebido tanto café durante el día, y el efecto de la medicina ha sido tan fuerte, que me he orinado en la cama. Ni siquiera despierto. Amanezco húmedo sobre un colchón helado. La sensación es confusa. Me siento niño y viejo al mismo tiempo. Roto. Siempre roto y abandonado, excepto por ella. Puedo sentir sus uñas en mi esternón y sus patas traseras presionando mi vejiga. Definitivamente está creciendo.
Comencé a meditar. Aún no le veo el punto. No hay paz en mí. La meditación es una distracción simple, una excusa para dormir antes de llegar a casa. Soy un cerdo en una jaula, bañado en mi propia orina, en antihistamínicos, parafraseando la canción.
El monje que me enseña a meditar me dijo que todo inicio es difícil. Personalmente no creo que sea un monje de verdad, a pesar de sus historias repletas de templos y de países lejanos. Me dice que puedo llegar a controlar mi enfermedad hasta un grado curativo. Lo dudo, pero aún me queda esperanza. Por lo primeros meses es lo que me ayuda a seguir. Después es la misma esperanza la que me patea en el piso. Ese es el problema con la falsa esperanza. Es falsa. Se agota. Si tienes suerte lo hará en tu lecho de muerte, cuando sea demasiado tarde para arrepentirte.
Meditar me da hambre y me excita. Cada vez que lo hago siento un cosquilleo inevitable en los testículos, probablemente porque todo el tiempo me estoy quedando dormido. Si el maestro no fuera un hombre se lo haría ahí mismo en el piso, sobre uno de sus tapetes de yoga con arbolitos. Me he decidido a llamarlo maestro y no monje, no porque que me parezca magistral, sino porque creo que tiene algo que enseñar, aun si son mentiras. He pensado incluso en violarlo a él a media meditación, así de fuerte es la sensación, pero no me gustan los hombres. No podría estar con uno solo para descargarme.
Al terminar la clase me quedo sentado en el tapete sin hacer nada, fingiendo meditar mientras espero a que desaparezca la inmensa erección que abulta mis pantalones de ejercicio. A veces he estado a punto de eyacular en el proceso. Lo he platicado con el maestro. Él llama a esta etapa “el desprendimiento terrenal”.
Saliendo de clase siempre me masturbo en el auto. Ni siquiera espero a casa. No puedo. Me meto la mano en los pantalones y termino dentro de ellos sin pensar en nada o en nadie en particular. No me importa hacerlo allí mismo. Es más fuerte la necesidad que el recato por no llegar a mi departamento con una mancha en la entrepierna. A veces pienso que un día voy a bajarme del auto a media calle y voy metérsela a la primera persona que vea en la acera. Lo juro. No, no lo juro. Es un sentimiento irracional. No va a suceder. Es como si la rata bajara de mis pulmones a mi sexo, curiosa de salir por ahí. ¿Debería dejarla? Tal vez eso me mejore de alguna manera. Solo quiero que se vaya.
A la meditación siguió el ejercicio. También vinieron las úlceras y los sangrados.
Un doctor que recuerdo sin cara y sin dientes, con un rostro como una espiral negra, me dice que bebo mucho café, que junto con los medicamentos es demasiado para mi estómago. Le explico que ya he dejado el alcohol. Me dice que también lo deje, por mi bien. ¿El café? Todo, deje todo, me contesta. Su estómago no está bien. Está sangrando. Deje el picante, el café, el chocolate, todos los irritantes. Por supuesto debo comenzar con el alcohol.
Le explico que mis pulmones también sangran. No puedo dejar la medicina. Me dice que siga con eso y que deje todo lo demás. Es como si me pidiera que dejara de comer. Puedo con el picante y el alcohol, pero el café que me mantiene despierto es un sacrificio de verdad. No sé qué hacer. Se lo digo a él y me dice que compre descafeinado. Entiendo que es complicado dejarlo todo de golpe.
Ese día regreso a mi casa y defeco una mezcla de sangre y mierda tras tomar un par de tazas de café a manera de despedida. Pienso en la sangre en mis pulmones, en la rata devorándome por dentro. Tal vez se haya pasado a mi estómago. ¿Cómo fue que se metió en mi vida, en mí? Miro mi ropa interior. También está manchada de sangre. Creo que me estoy muriendo.
El maestro de meditación me dice que la culpa es mía. Le pregunto si le dice eso a todo el mundo que se enferma, si va por los pasillos de los hospitales diciéndole a la gente que todo es su culpa. Le digo que eso no es agradable. Me dice que no va por ahí predicándolo, pero que todo mundo tiene la culpa de su propia enfermedad. Me mira con una sonrisa imbécil en el rostro, como si su verdad fuera verdad. Lo analizo. Es un hombre patético y amarillento, flacucho, sin mucha masa muscular. Le pregunto si es culpa de los niños que nacen con sida, cáncer o leucemia nacer de esa forma. Me dice que es culpa de los padres. Lo miro con desprecio y él lo nota. Me dice que a nadie le gusta la verdad. Le digo que esa no es la verdad, que tiene que estar enfermo para culpar a la víctima, como en una violación. El imbécil me dice que a veces las mujeres caminan por callejones oscuros y sonríe. Me marcho, pero no será la última vez que lo vea, estoy seguro. Es entonces cuando comienzo con el ejercicio.
A estas alturas he abandonado la mitad de las cosas buenas de mi vida. Comienzo a ir al gimnasio. Conforme me hago más resistente, la rata cede terreno. El dolor se va. Me hago más fuerte. La gente no lo nota pero yo sí. Es como un secreto bien guardado. Me da poder. Más, incluso, porque nadie lo sabe. Me siento en otro cuerpo, en otra vida. Aun así, de alguna manera, sé que seguimos juntos; que esto, más que una separación, es una integración. Simbiosis.
Mi entrenador tiene fe en mí. Me gusta trabajar con alguien que no se cree un iluminado. Es humanizante. Esa es la gran diferencia entre las religiones y el ejercicio. Fe en lo divino contra fe en lo humano. Es un proceso tangible.
Mi entrenador me dice que debo subir de peso, que debo mejorar mis tiempos, retar mis límites. Nadie antes ha tenido fe en mí. Me han dicho que soy listo, que no soy feo, que no soy mal partido, pero nadie se queda por mucho tiempo. Mi entrenador promete estar ahí mientras siga pagando la mensualidad del gimnasio. Eso es mejor que nada.
Puedo cargar cincuenta kilos sobre mi cabeza y brincar un metro sobre el piso. Es precisamente haciendo esto último que escucho reventar uno de los ligamentos de mi pierna. La izquierda. Volteo con una chica que está en el gimnasio junto a mí y le pregunto si escuchó eso. Me dice que no. Me mira extrañada. Yo miro mi pierna. Nadie escucha lo que acabo de oír porque es mi propio ligamento reventando dentro de mi cuerpo. Es como una soga gruesa que se parte con un sonido seco. No me duele. No inmediatamente. Dos horas después no puedo caminar. La rata ha descendido a mis extremidades y ahora se las devora gustosa.
El médico me dice que me estoy rompiendo a mí mismo. Que debería tranquilizarme. Una vida sedentaria me hará mejor. Descanse, no se preocupe por comer sano por un par de semanas, baje o suba de peso, pero dese un descanso. Le explico sobre mis pulmones y mi estómago. Le digo el resumen de enfermedades que soy: una colección de defectos, una serie de accidentes. Él me dice que estoy en excelentes condiciones, que no exagere, que todo estará bien.
Conforme sana mi pierna, mis pulmones y mi estómago empeoran. La rata está de vuelta en la parte superior de mi cuerpo. Puedo sentirla bajo los ojos, tras la nariz. Me carcome el rostro por dentro. Me duele. Mis pulmones vuelven a sangrar. Mis ojos lloran, mi nariz gotea. Al mismo tiempo el café, que he vuelto beber para no caer rendido, me deshace por dentro. El doctor (otro, uno nuevo, igual de vacío y oscuro que los demás) dice que no puedo seguir perdiendo hierro de tanto sangrar. Coma hierro. Si es necesario compre algunas vitaminas, hombre. Le harán bien. Sí, me digo, me harán bien. ¿Pero qué hay del estómago? ¿No me caerán mal? Claro que no.
Compro vitaminas. Poco a poco voy sanando de la pierna. El doctor me dice que no volveré a correr. ¿Nunca? ¡Nunca! Me dice que no levante pesas, que no haga mucho ejercicio. No entiendo. No entiendo cuánto es mucho y cuánto es poco. No sé qué está bien. La rata y yo nos quedamos por semanas sin hacer nada, quietos, hibernando, creciendo ella y yo haciéndome más pequeño.
Para cuando mi pierna sana he perdido siete kilos y me veo demacrado. La gente me lo dice. Te ves demacrado, me dicen. Deberías comer más. Hacer algo de ejercicio.
La gente siempre me dice que debería hacer exactamente lo que ellos creen, pero los veo y me parecen tan rotos como yo. Se están muriendo y no lo saben. Al menos yo lo estoy intentando. Ellos solo dicen lo que hubiera hecho su madre, que murió de cáncer, para no morir de cáncer, o su abuela que perdió un riñón, o lo que les dice su primo que es médico, pero no saben lo que es vivir con ella. Con sus chillidos dentro. Puedo escucharla roer dentro de mi cabeza. Está aquí, susurrándome cosas al oído.
Me he refugiado en los deportes de contacto. Me gustan. Son honestos. A pesar de las heridas, creo que son buenos para mí. Mucho ejercicio cardiovascular. Me ayuda con los pulmones. La carga de actividad me distrae el estómago. Pelear se ha convertido en algo bueno, aunque me da un poco de miedo.
Brinco la cuerda frente a un espejo. Me miro el torso desnudo. Está marcado y magro. La rata por fin se está acabando mi carne. El doctor, otro o el mismo, me dice que debo hacer algo que no estoy haciendo. Siempre me dicen que debo hacer exactamente lo que he dejado de hacer por mi bien. Está perdiendo demasiado peso, amigo, me dice. Le confieso que en el último año he perdido cerca de ocho kilos. Le explico que es el ejercicio y el estómago y mis pulmones y la pierna (y la rata, aunque esto no se lo digo o tendría que ver a otro tipo de doctor). Me dice que siga con el ejercicio pero que suba de peso. Que compre suplementos. Le digo que estoy con las vitaminas. No, no vitaminas. Necesita suplementos de peso. Carbohidratos. Proteínas. No debe perder más peso, es peligroso para su salud.
Un día llego a mi casa con un bote de suplementos para ganar masa. Es un polvo fino que sabe a cocoa en un enorme bote naranja, mucho más grande de lo que debería ser. Su contenido no se disuelve bien en la leche pero no sabe mal. Lo uso por un tiempo y comienzo a pelear. MMA, algo de box, taekwondo, vale tudo. De entre las disciplinas de combate me gusta el box. Es simple, es humano. Dos hombres luchan sin hacerse demasiado daño. Me parece honesto. Me satisface.
Conforme pasa el tiempo llegan las heridas. Le miento a la gente. Les digo que son por otra cosa. No les digo que me gusta el dolor que me provoca el contacto porque no lo entenderían. Les digo que boxeo un poco pero no les cuento nada de las peleas que busco en la calle. Dos hasta la fecha, sin sentido, solo por pelear. No les cuento que me gusta herir y lastimar. A nadie le gusta escuchar eso. Aun así, estoy seguro de que si todos lo probaran les gustaría. Es poderoso lastimar a alguien. Lo hacemos muy bien, con uñas y dientes. Nuestro cuerpo comienza a sentirse como una máquina bien aceitada. Se mueve distinto, resiente distinto, resiste más. Me abraza por dentro con nuevos músculos. Siento que en verdad vivo dentro de él. Me gusta cómo me abraza mientras anido dentro, esperando, royendo.
Por dinero he dejado algunas de las disciplinas y el gimnasio. Sigo tratando de combinar en casa todas las técnicas para mejorar. Medito un rato por las mañanas, hago pesas, salgo a pelear en gimnasios pequeños, salto la cuerda, corro a pesar de que lastima mi rodilla; como bien, pero no poco, a pesar de mi estómago. Todo el tiempo siento un ardor sangrante en mis pulmones. Trabajo menos horas, tomo mis medicamentos y mis vitaminas, además de mis suplementos. Bebo café descafeinado. No bebo alcohol. Somos una máquina. Me siento casi renovado cuando me revientan dos costillas de un golpe durante una pelea.
Como ya no siento igual que antes, pasan semanas antes de que me percate que el dolor en mi costado no es uno de los huéspedes habituales. Primero pienso que es mi corazón, o un poco más abajo, mi estómago. Pienso que es ella. Un doctor de rostro joven me dice que son mis huesos. Están rotos. Estoy roto. Nunca he dejado de estarlo. Eso es quienes somos. El médico me dice que deje de pelear, que deje las pesas, que no salte, que no corra. Le digo que eso es lo que hace que todo lo demás funcione. Me dice que no me preocupe, que repose, que preocuparme es malo para mi salud.
Pierdo nueve kilos antes de que mis huesos terminen de soldar. Estoy quebrado. La gente me lo dice. Me dice, antes, cuando estabas enfermo y te sentías mal, estabas mejor, ¿lo recuerdas? Les digo que ahora estoy bien. No me creen. Me dicen que soy el responsable de todo lo que me ha pasado. Les explico que estaba enfermo, que fue por eso que todo cambió con nosotros. Les digo “nosotros“. Me dicen que todo ha sido mi culpa. Me acuerdo del maestro de meditación, a quien busco para hablar. En esta ocasión me echa encima que estoy fuera de balance, que tengo demasiados tatuajes, demasiadas cicatrices, que nací en un mal año, que mi vida está predeterminada por las estrellas y que nada de esto es mi culpa.
¿Predeterminada?, le pregunto. Me contesta que todo está más allá de nuestras posibilidades de entendimiento. Que somos simples mortales, que el universo hace de nosotros lo que quiere y que debemos dejarlo, porque tiene una lección que enseñarnos. Le pregunto si recuerda que unos años atrás me dijo lo contrario. Le recuerdo que me explicó cómo todos somos responsables de nuestro destino. Me dice que eso no tiene sentido. ¿Destino o responsabilidad? ¿Cuál es?, le pregunto. Me dice que ambas. Sube los hombros. Se ríe.
Cuando salgo de su casa, el monje está tendido en el piso, sangrando. Le digo que es su culpa. Que era inevitable. Que él se lo buscó. También le digo que es el destino. Que no hay nada que hubiera podido hacer para evitarlo. El maestro me pide ayuda entre burbujas de sangre que se forman en las comisuras de sus labios. Me dice que llame a alguien, por favor. Le piso una mano y le rompo los dedos. Me siento sano de repente. Es como si me llevara un pedazo de la vida que acabo de romper y con ese pedazo sellara una grieta de la mía. Estamos bien. Más que bien. Perfectos.
El nuevo médico me dice que esta vez es mi hígado. Está muy mal. Muy mal. No bebo, le digo. Pero come usted mucho. Estuve peligrosamente delgado. Como lo necesario para mantenerme, le digo. Es chistoso, le digo. Fui muy gordo mucho tiempo y eso estaba mal. Fui muy delgado y estuvo mal. Ahora estoy mal por volver a la normalidad. Fui sedentario, ahora me muevo demasiado. Nunca es lo justo.
14
Era pelirroja. Me dijo que eso había sido un problema para ella toda su vida. Le dije que era lo mejor del mundo. No le mentí, aunque tampoco la buscaba por eso. La busqué porque ella, como yo, estaba rota. Por eso nos seguimos viendo hasta hace un par de días.
Llevaba puesto un vestido blanco con amarillo. Olía a fruta y a flores debajo de su perfume barato. Podía olerla porque ese día estaba tomado mi medicina para los pulmones. Así es como he aprendido a vivir, un día a la vez.
Abigaíl me dijo que estaba enamorada de mí. Me dijo que me amaba. No supe qué contestar. No pude sentir. De inmediato peleamos porque no dije nada. Sintiéndose herida me dijo cosas horribles: que no era posible que no la amara cuando ella me había soportado hasta el momento. Me gritó que no era un hombre porque mojaba la cama y porque roncaba como si tuviera una rata viva dentro del pecho. No dijo nada de sí misma. De sus errores. De su asma, de su falta de fuerza, de su piel flácida en la cintura y de sus lunares abultados. Solo habló de mí. Su amor se había convertido en odio.
Le dije que ella no sabía lo que era ahogarse dormido, reventarse por dentro, sentir dolor encima del dolor. Le dije, sin pensarlo, que me comería su hígado y presioné mi palma contra su cara con más violencia de lo que jamás he hecho algo en mi vida. Su cráneo estrelló el vidrio de mi auto. Vi su sangre correr entre las telarañas de cristal. Mi palma la ahogaba. Podía sentir el calor de sus mejillas contra las venas de mi mano. Su lucha por inhalar. El asma no tardó en manifestarse. ¿Ves lo que es no poder tomar una bocanada de aire? Dije. Defecó en su vestido de flores y sobre el asiento. Manoteaba cada vez con menos fuerza. ¿Ves lo que es no tener control? El olor que invadió el carro me recordó al de la mujer en el consultorio, años atrás. Comenzamos a sanar.
A ella siempre le gustaron los ríos. Tiramos su cuerpo en uno donde el agua contaminada le desharía la piel antes de que pudieran encontrarla. Los primeros en saber de ella serían sus preciosos insectos.
Nunca nos comimos su hígado. No es algo que necesitemos. Es el hecho de tener control lo que nos rejuvenece y nos hace fuertes. Estoy mejor, con menos grietas.
He vuelto a pelear. Lo hago con gusto y con espíritu deportivo. A veces boxeo hasta que me rompen la cara. Otras veces busco gente como Abigaíl. No todas desaparecen. Solo las que coinciden con mi nariz mormada o con un pulmón adolorido. Entonces ella vuelve entre chillidos, bajo las sibilancias de mi pecho, y le doy de comer.
La vi aquel día de Abigaíl. Pude ver sus dientes afilados, sus patas diminutas bajo la piel de mi palma. Ella es mi fuerza. Lo hemos aceptado. He recobrado un peso saludable. Mi estómago no sangra. Mi hígado mejora lentamente. He cambiado mi dieta para no incluir ningún suplemento, excepto uno que otro encuentro rejuvenecedor.
Esa es mi nueva meditación, mi ejercicio. Es lo que somos por culpa de las grietas. Cada vez que se abra una, ella saldrá y yo la obligaré a quedarse dentro. Solo tengo que presionar con suficiente fuerza. Estamos bien.