Para mi hija, Ema.

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PRIMERA EDICIÓN
Enero 2019

Editado por Aguja Literaria
Valdepeñas 752
Las Condes - Santiago - Chile
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ISBN: 978-956-6039-18-1

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Nº inscripción: 298.794
Claudio Naranjo Vila
La chica en el espejo

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DISEÑO DE PORTADA
Imagen de Portada: StockSnap (Pixabay)
Diseño de Tapas: Josefina Gaete Silva





LA CHICA EN EL ESPEJO

Claudio Naranjo Vila

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ÍNDICE


La muerte espera su turno

Laburo con la muerte I

Laburo con la muerte II

Mónica

El oficio de escritor

Olvidos I

Olvidos II

Por siempre joven

Momento de felicidad

La religión

Suegros

Deudas

La historia pasó por la ventana de mi laburo

Diferencia

Lo real y los sueños

Suegra

Personajes de nosotros mismos

El presente

El cuerpo

Hospital Mortis

Confesiones

Plan de huida

Cosas que se dicen por amor

Invitación

Las otras vidas

Encuentros de noche

Multicine

Protocolo para un robo

Dudas

Amantes

Lecturas

El futuro esplendor

Desaparición

La vida de los pacientes

Respuesta a los malentendidos

Laburo con la muerte III

La muerte se acomoda en la familia

El viaje

El tiempo es el despegue de aviones

Por mientras

La viajera

Marcha solitaria

Algún día

El espejo y la noche

La chica en el espejo


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La muerte espera su turno


Cierto día apareció una enfurecida muchacha en la unidad de emergencias del hospital. Sus familiares habían impedido que se ahorcara, así que amenazaba a gritos con terminar su vida apenas tuviera oportunidad. Intentó fugarse y los enfermeros la amarraron a la cama. Gritaba y lanzaba garabatos alegando que no la podían obligar a estar ahí. Al final, le inyectaron un tranquilizante.
Antes de que cayera dormida, me acerqué a ella y me presenté. No quería conversar con ningún psicólogo, me dijo, todos éramos unos lameculos del sistema y no la íbamos a convencer de nada, tenía suficiente con esa versión de la vida que yo le quería vender. No insistí y dejé que descansara, pensé que tal vez al día siguiente vería las cosas de otro modo y me contaría por qué deseaba acabar con su existencia.
Continué esa jornada ocupado en atender al resto de los pacientes, conversar con ellos y escuchar sus historias.
Al día siguiente, cuando llegué a mi trabajo, una enfermera me contó que la joven despertó de muy buen ánimo, afirmaba que no quería morir y que todo había sido un malentendido. El médico de turno, atochado por la falta de camas y con muchos enfermos verdaderos que sí deseaban vivir, confió en sus palabras y dejó que se fuera sola, muy temprano. Pero la muerte no se había marchado, aguardaba en la sala de espera. Apenas la chica puso sus pies en la calle, se lanzó contra un auto. Luego de eso, la trasladaron a la morgue del hospital.
La mañana recién empezaba cuando me contaron eso y llegaban nuevos suicidas a quienes debía visitar. No tuve más tiempo de pensar en la chica, otros pacientes demandaban mi atención y debía practicar mi capacidad de convencimiento sobre ellos. 
 

Laburo con la muerte I


Mi laburo consistía en atender a personas que se lamentaban de sí mismas, las escuchaba y me pagaban por eso. Puede parecer fácil, sobre todo la parte de escuchar, pero hasta eso se volvía complicado si no te prestaban atención o si venía una persona tras otra. Lamentarse era un factor común en quienes se habían querido matar. A menudo imaginaba otros trabajos similares, como ser cajero: una tras otra las personas te dejaban dinero o te lo quitaban; también estaban las putas, uno tras otro, entraban en ellas los clientes de turno; o los choferes de micro dejaban subir a los distintos pasajeros, pero objetando a los escolares que querían hacerlo. En fin, había tantos oficios donde la gente entraba y salía de nuestra existencia como si nada, un laburo en serie. “Como si nada”, debo decir, era una expresión muy ligera para mi labor. 

Laburo con la muerte II


Un día vi a tres personas en la unidad de emergencias, esperaban a ser atendidas por un médico porque habían intentado suicidarse. Sin embargo, entraron y salieron de mi vida muy ligeramente, casi sin darme cuenta, pero no porque yo así lo quisiera, sino que a falta de camas en el hospital se marcharon antes de tiempo. Según el criterio médico, estas debían reservarse para enfermos de verdad, no para aquellos que se enfermaban a sí mismos o que deseaban morir cuando había tantos que, a pesar de querer vivir, no podrían.
Esa vez vi a una niña que se peleó con su madre e ingirió todas las pastillas que encontró en su casa. Cuando salió del hospital fue para seguir viviendo con esa madre con quien se llevaba como “el perro y el gato”, pero estaban decididas a intentar tener una convivencia mejor. Otra de las personas era un señor que intentó ahorcarse y se dio de alta él mismo, aburrido de esperar a que lo revisaran. El otro de los tres que estaban ahí era un hombre que se cortó las venas e insistía en que lo dejaran ir, pero no se atrevía a abandonar el hospital por su cuenta, así que se quedó, obediente aunque huraño, vestido y sentado sobre la camilla aguardando a que alguien le dijera que podía irse; no obstante, había exámenes que aún faltaban por hacerle y la lista de espera era larga en el laboratorio, el hospital tenía muchos pacientes más enfermos que él. 
Una señora me pidió que revisara a su marido porque el médico que debía verlo nunca pasaba, pero le dije que no podía hacer nada, yo era un simple psicólogo y no un médico de verdad, de esos que dejaban esperando a los pacientes y exigían exámenes que no llegaban. 
Yo solo era una especie de invitado en esas salas de enfermos, escuchaba y observaba lo que sucedía, lo que no sucedía y lo que debía suceder. Vivía de la enfermedad de otros, su enfermedad era mi sueldo.

La chica en el espejo


Hastiado de tantas noches solitarias, una noche salí a un bar. Mientras estaba sentado en la barra, divisé a una bella chica a través de un espejo colgado detrás del barman. Nos comenzamos a hacer señas y lanzar piropos, insinuándonos cosas de doble sentido. Pasamos un rato agradable de gestos y risas mirando nuestros reflejos. 
Cuando me sentí más relajado por el trago, quise ir a saludarla. Grande fue mi sorpresa cuando fui hasta su mesa y vi que no estaba ocupada. Sin embargo, esta sorpresa creció todavía más cuando volví a mi lugar en la barra y vi que la chica seguía ahí, me hacía ademanes y me alentaba a entablar algún tipo de relación. Una vez más retorné a su mesa y seguía vacía, por lo que mi sorpresa se tornó en asombro. Desde luego, al regresar a mi asiento la chica seguía en el espejo. 
Un poco desconfiado, le pregunté a un mesonero cuando pasó cerca de mí con una bandeja, necesitaba saber si alguien estaba ocupando la mesa que se reflejaba en el espejo.
―¿Usted vio a la chica en el espejo? No todos la pueden ver. Es una especie de atracción turística del local, pero no una que se divulgue. Le aconsejo que siga disfrutando su trago y la ignore, es lo que todos hacen.
La miré nuevamente, pasmado por la explicación del mesonero. Mi desconcierto pasó a lástima cuando la imaginé aprisionada en un reflejo que nadie podría traspasar. Me daba pena dejarla ahí, sola a pesar de sus atenciones y solicitudes. Me di media vuelta, pedí un nuevo trago y empecé a mirar hacia los lados hasta que me fijé en otra chica. Después de un par de sonrisas y de levantar el brazo con mi trago, resultó ser una muchacha que no tuve que ir a buscar, sino que vino hasta mí. Tomé su mano, realmente estaba ahí. Pedí otro trago y no volví a mirar el espejo.
Apertura de la caja negra
Ha pasado un buen tiempo desde los acontecimientos que narré. Todavía echo de menos a Flu, pero no siento que sea a ella a quien extraño, sino que una costumbre o una rutina me falta. Quizá si tuviera a una persona con quien conversar a veces del pasado, pero solo de vez en cuando, a la distancia, sentiría la diferencia.
Un día cualquiera dejé la ciudad atrás y empecé a caminar sin dirección. Seguí y seguí, como el personaje de una película de Wim Wenders que una vez vi, atravesé cercos, pueblos y continué caminando. No tenía nada, lo había perdido todo, solo estaba vivo y existía, eso era lo único que importaba. Quería dejar todo en el pasado, como un viajero que se va para siempre de viaje. Cuando se acercaba la noche, dormía bajo las estrellas, me alimentaba de plantas y de huevos robados de los nidos. Llegué a un caserío extraviado en algún lugar cercano a la cordillera y caí al suelo rendido de cansancio. Alguien me llevó a una cama, me alimentó y veló mi sueño, hasta que pude incorporarme y mirar a mi alrededor.
Dondequiera que uno vaya hay gente buena, personas que sin preguntar quién eres o de dónde vienes te acogen y cuidan. Tuve esa suerte. Ahora soy como esos pollitos que, al nacer, se arriman al primero que ven y lo siguen a cualquier lado. Cuando abrí los ojos vi a mi hembra, la seguiré hasta el fin del mundo.
Desde entonces vivo en el campo. Me conseguí un trabajo en un consultorio rural donde nadie me preguntó mucho. Pongo inyecciones, curo heridas y reparto dipironas a todo el que las pide. La gente que viene es siempre la misma y me quiere, yo los quiero de vuelta.
El campo es lento y tranquilo. Además, salgo de mi trabajo temprano. Mi casa está en medio de muchos cerros, el sol se pone anticipadamente detrás de ellos y el día sigue durando.
mail
En palabras de Julio Cortázar, me salí del hormiguero que son las ciudades. Ahora las veo a la distancia, observo la vida de esos seres que entran y salen de sus cuevas de cemento, se detienen en sus cajas andadoras ante las luces de las esquinas y después aceleran creyendo que avanzan por la jaula de concreto. La mente es algo tan fácil de aprisionar, da susto confiar en ella.
Reflexiono sobre esto acostado en mi hamaca mientras me meso con un palo de pasto entre los dientes.
Nunca me sentí parte del hormiguero. Eso se lo dejo a los que algún provecho sacan de ello, como los curas y los políticos. Ahora que estoy fuera de todo, me siento vivo.