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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 70 - septiembre 2019

 

© 2012 Nikki Logan

Tan rebelde como siempre

Título original: Once a Rebel…

 

© 2013 Charlotte Phillips

¿El amor de su vida?

Título original: The Proposal Plan

 

Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-386-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Tan rebelde como siempre

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

¿El amor de su vida?

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Tan rebelde como siempre

Prólogo

 

 

 

 

 

www.remembermrsmarr.com

Ver una sinfonía de Beethoven en primera fila

Hacer puenting en Nueva Zelanda

Correr un maratón

Montar a caballo en las Snowy Mountains

Buscar un fósil de dinosaurio

Acercarme a los pingüinos de la Antártida

Montar en globo

Subir a lo alto del puente de la Bahía de Sídney

Dar un paseo en góndola por Venecia

Subir al Everest

Bajar una montaña haciendo rápel

Dejar que un roce me transporte a otro lugar

Nadar entre delfines

Hacer un crucero

Tener en brazos a mi nieto

 

SHIRLEY tecleó las primeras letras de la dirección de Internet y el ordenador la completó solo. La visitaba tan a menudo que el sistema sabía ya dónde llevarla.

www.remembermrsmarr.com

Se abrió la sencilla página y, como siempre, Shirley pasó un momento observando el rostro de su madre, reflejada para siempre en ese gesto de euforia, sonriendo con la cabeza echada hacia atrás. Tal y como habría querido que la vieran, tal y como la veían sus alumnos y como Shirley había elegido recordarla ahora que contaba con la perspectiva que daba la distancia.

Sabía que lo que le esperaba al pinchar en la lista iba a decepcionarla.

Aún no había nada en la primera columna, la que tenía el encabezamiento «HT».

Después de tanto tiempo.

Hayden Tennant siempre había sido el alumno preferido de su madre y había sido él, sumido en la rabia y el dolor de la pérdida, el que había sugerido que crearan aquella página web como homenaje a su madre. Allí podrían ir cumpliendo los puntos que componían la lista de deseos que ella había elaborado y que aquel conductor borracho no le había permitido hacer realidad.

Hayden se había comprometido.

Lo había jurado con esa voz maravillosa, grave y llena de dolor.

Sin embargo, todos los recuadros donde deberían estar las iniciales de Hayden seguían vacíos.

Aquel era un día particularmente malo para mirar la lista porque hacía diez años que el corazón de Carol-Anne Marr había dejado de latir. ¿Cuántas semanas habría tardado Hayden en olvidarse? ¿O lo había hecho en días? ¿O quizá en horas? ¿Habría pensado que nadie lo notaría? ¿Creería que la única hija de su profesora no miraría la página? Shirley tamborileó con los dedos en el teclado, escuchando el ruido que hacían sus uñas moradas al golpear las teclas.

«Vamos Hayden, has tenido toda una década».

Podría haber hecho algo.

Cualquier cosa.

Nadar con los delfines. Subir a lo alto del puente de la Bahía de Sídney. Correr un maratón. Hasta ella había hecho eso último, antes de que le salieran tetas. Había tardado dieciocho meses en prepararse y en tener la edad necesaria para poder participar, después se había colocado en la categoría de menores de dieciséis y, al cruzar la línea de meta, había levantado la mirada hacia el cielo.

Después de eso no había vuelto a correr más.

«Si yo he podido hacerlo, también podrías haberlo hecho tú, Tennant».

Con esas piernas tan largas y rápidas, esa intensa capacidad de concentración y esa rígida determinación, Hayden ni siquiera habría necesitado entrenar, le habría bastado con empeñarse en aguantar los cuarenta y dos kilómetros de la carrera.

Durante un tiempo, había albergado la esperanza de que Hayden estuviese cumpliendo con el compromiso en privado, llevando a cabo los puntos de la lista igual que lo estaba haciendo ella.

Pero, al final, había tenido que asumir la realidad.

Toda la angustia, la tristeza y la desesperación que había mostrado en el funeral no habían sido más que el producto de la emoción del momento. Una especie de interpretación tremendamente dramática e intensa. Muy propia de Hayden. Pero no había sido real. Lo increíble era que él siguiese haciéndose cargo de pagar el dinero necesario para mantener el dominio de Internet.

Shirley inclinó la cabeza con gesto pensativo.

El dominio…

Solo necesitó unos minutos para encontrar la información sobre el titular del dominio y algunos más para dar con un número en el que poder ponerse en contacto con la empresa donde estaba registrado. Molon Labe Enterprises. Tenía que ser él. Hayden siempre había sentido verdadero interés por los espartanos.

Ella lo sabía porque lo había observado mucho.

Buscó los datos de contacto de la empresa, pero él no aparecía por ningún lado. Decepcionada, decidió llamar y preguntar directamente por él.

–El señor Tennant no recibe llamadas –le dijo una telefonista.

¿En serio? ¿Tan importante era?

–¿Podría darme su dirección de correo electrónico, por favor?

Aquella mujer tardó casi un minuto en enumerar todos los motivos por los que no podía dársela. Shirley colgó el teléfono, pero estaba muy lejos de darse por vencida. Al fin y al cabo, se ganaba la vida investigando y recabando datos. Si una era una profesional, no era acosar. Solo tenía que averiguar dónde estaba y qué era tan importante como para haberle hecho olvidar las promesas que había hecho hacía una década.

Era perfectamente posible. Hayden no tenía por qué enterarse.

Menos mal que existían los buscadores.

Habían pasado dos horas cuando se quedó mirando fijamente la pantalla del ordenador, frunciendo el ceño. Hayden Tennant era una verdadera bomba de relojería. La búsqueda había dado como resultado una sucesión de imágenes de los últimos seis años en las que aparecía saliendo de distintos antros del brazo de alguna rubia, siempre eran rubias. En la mayoría de los casos era difícil decir quién sujetaba a quién, pero en todas ellas estaba el guardia de seguridad del club de turno, ayudándolos a marcharse.

Miró fijamente una de las fotografías. Aquel tipo no se parecía en nada al Hayden que ella recordaba. En otro tiempo, había ido por ahí con un estilo moderno y desaliñado sobre el que su madre había bromeado a menudo y le había hecho prometer que ella jamás se dejaría ver en público con semejante aspecto. Por supuesto, Shirley había deseado automáticamente adoptar dicho estilo. El cabello lacio, el suéter lleno de agujeros y, muchas veces, los pies descalzos. Un aire definitivamente bohemio. En aquella época, ella había admirado todo de él, como solo podría hacerlo una adolescente enamorada.

Sin embargo, en Internet aparecía con atuendos de lo más sofisticados, que le quedaban tan bien como las mujeres que lucía como si fueran otro complemento más.

«Todo el mundo se hace mayor, supongo».

Echó un vistazo también a la página de Molon Labe y apuntó la dirección de su sede. Quizá a las recepcionistas les resultara más difícil decirle que no a la cara. Aunque no sabía muy bien qué iba a decirle si lo veía.

Ni por qué quería verlo.

Quizá podría preguntarle por qué no se había molestado en tachar ni uno de los puntos de la lista. Quizá porque se lo debía a su madre.

O quizá simplemente quería dejar atrás por fin los últimos vestigios de la infancia.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–QUE sea una stripper por favor.

Su voz sonaba grave y ronca, como si lo hubiera despertado. Y quizá lo había hecho. Hacía una mañana cálida y sin viento y Hayden Tennant tenía aspecto de llevar bastante rato tumbado en la enorme pradera de hierba que había detrás de su casa.

Shirley consiguió respirar y tragar saliva a pesar del nudo de nervios que tenía en la garganta. De repente, le parecía una pésima idea estar allí.

–¿Esperabas a una stripper?

Él la miró detenidamente a través de unas carísimas gafas de sol.

–No. Pero he aprendido a no dudar de la benevolencia del Universo.

Seguía teniendo siempre una respuesta para todo. Quizá hubiera madurado de un modo que ella no habría podido imaginar, pero por dentro seguía siendo Hayden.

Se puso recta, haciendo un esfuerzo para no estirarse el vestido negro que llevaba. Era lo más soso que tenía en el armario.

–Pues no soy stripper.

–Qué decepción –dijo él, dejando caer la cabeza.

Rechazada.

Pero ella se mantuvo firme. No iba a dejarse alterar por su reacción. Pasaron unos minutos. Él seguía cómodamente tumbado y estirado, así que Shirley aprovechó la oportunidad para observarlo detenidamente. Seguía igual de delgado, seguía siendo todo piernas. Llevaba un pequeño bigote y algo de barba en la barbilla, ambas cosas perfectamente cuidadas. Bastaban para cubrirle la cicatriz que Shirley sabía que tenía sobre el labio superior.

Lo que más había cambiado era su pelo. Ahora lo llevaba más corto que cuando estaba en la universidad y, aunque seguía siendo rubio, tenía un tono más oscuro. Parecía como si se lo hubiera cortado un buen profesional, pero después él no hubiera tenido ocasión de mantenérselo.

Shirley apretó los labios y lo miró fijamente mientras se prolongaba el silencio. ¿Habría vuelto a quedarse dormido?

–Puedo seguir así todo el día –murmuró él sin abrir los ojos–. No tengo nada que hacer.

Cambió de postura y agradeció los centímetros de altura extra que le proporcionaban aquellas botas.

–Yo tampoco.

Él levantó la cabeza y abrió ligeramente los ojos.

–Si no has venido a bailar para mí, ¿qué es lo que quieres?

Encantador.

–Hacerte unas preguntas.

Hayden se quedó inmóvil y hasta el césped parecía haberse detenido.

–¿Eres periodista?

–En realidad no.

–A esa pregunta solo se puede responder sí o no.

–Escribo para un blog de Internet –eso era quedarse muy corta–. Pero no estoy aquí por eso.

Al oír eso, se incorporó y apoyó una mano en el suelo. ¿Quería eso decir que había captado su atención?

–¿Cómo me has encontrado?

–Molon Labe.

Hayden frunció el ceño y se levantó las gafas para mirarla. Sus ojos eran tan azules e intensos como los recordaba. Shirley tomó aire.

–No creo que en mi oficina te hayan dado esta dirección.

No. Ni siquiera cara a cara.

–La averigüé yo –por no decir que había estado espiando.

Había tenido que ir unas cuantas veces a la cafetería que había enfrente de su empresa para descubrir con qué servicio de mensajería solían trabajar. Un hombre que dirigía un negocio en el que nunca estaba tenía que recibir y enviar documentos constantemente, ¿no? Al menos para firmarlos. A Hayden no le gustaría enterarse de que no le había costado ningún trabajo que la empresa de mensajería le diera toda la información que les había pedido cuando les había llamado diciéndoles que pertenecía a Molon Labe y que necesitaba verificar los datos de las direcciones a las que más documentos enviaban.

Hayden la miró fijamente.

–¿Pero no has venido en calidad de periodista?

–No soy periodista.

–Ni tampoco stripper, por lo que dices –la miró de arriba abajo–. Lo cual es un desperdicio.

Shirley hizo un esfuerzo para no reaccionar a esa última frase. Había elegido cuidadosamente la indumentaria que llevaba: botas hasta las rodillas, vestido negro con escote redondo y ceñido a la cintura. Lo cierto era que su intención había sido decir «soy una mujer» más que una bailarina de striptease.

–Solías decir que el sarcasmo era la peor expresión del ingenio –murmuró ella.

Siguió mirándola sin parpadear, sin dar la menor muestra de sorpresa de que ella ya lo conociera.

–En realidad lo dijo otro, yo tomé prestadas sus palabras. Pero me he aficionado mucho al sarcasmo desde… –dejó la frase sin terminar.

No la reconocía.

Tampoco era de extrañar teniendo en cuenta lo distinta que debía de estar a la última vez que él la había visto. Con catorce años, delgada como un insecto y con un pelo sin el menor estilo. Una niña. Shirley no había descubierto la moda hasta los dieciséis años, cuando habían empezado a aparecerle las curvas e incluso entonces había sido su propia versión de la moda.

–Tú conocías a mi madre –dijo con cautela.

Él clavó de nuevo la mirada en su rostro y se puso en pie, lo que le ofreció una magnífica imagen de su escote que disfrutó durante unos segundos. Finalmente, volvió a mirarla a los ojos.

–Puede que fuera un poco precoz, pero no creo que pretendas dar a entender que soy tu padre, ¿verdad?

Muy divertido.

–Carol-Anne Marr –aclaró ella en tono de acusación.

¿Estaba mal que le gustara ver el gesto de dolor que invadió su rostro durante un instante antes de que se apresurara a disimular? Estaba deseando ver cualquier indicio que hiciera pensar que no había olvidado a su madre y que no era tan desleal como ella temía.

–¿Shirley? –preguntó en un susurro.

Lo que desde luego tenía que estar mal era la profunda satisfacción que sintió al ver que recordaba su nombre. Hayden Tennant no era ningún dios; si alguna vez lo había sido, desde luego había perdido su condición de divino. Aun así, no pudo evitar que se le estremeciera la piel.

–Shiloh –corrigió levantando bien la cara.

–¿Shiloh?

–Así es como me llaman ahora.

–No pienso llamarte Shiloh –replicó con cierto desprecio–. ¿Qué tiene de malo Shirley… no es lo bastante moderno para ti?

No le gustó nada que siguiera siendo capaz de acercarse a la verdad y adivinar sus secretos con tanta astucia. Como tampoco le gustaba ser tan tonta como para admirar dicha habilidad.

–Prefería algo que… fuera mejor conmigo.

–Shirley significa «pradera soleada».

Exacto. Ella, con el pelo negro como el carbón, los ojos embadurnados con kohl y unas enormes pestañas oscuras, no se parecía en nada a una pradera soleada.

–Shiloh significa «regalo». ¿Por qué no voy a poder hacerme ese regalo a mí misma?

–Porque tu madre ya te regaló un nombre y cambiarlo sería deshonrar su memoria.

Sintió un nudo de inesperado dolor que se le subió hasta la boca del estómago, pero trató de tragárselo antes de hablar escogiendo cuidadosamente las palabras.

–¿Tú me criticas por deshonrar la memoria de mi madre?

En el rostro de Hayden apareció un destello de sorpresa y de algo más que no supo identificar. ¿Sería culpa? ¿Confusión? Ninguna de las dos cosas encajaba en una cara en la que solían reinar la seguridad y la arrogancia. Fuera lo que fuera, no duró mucho porque enseguida la sustituyó por un gesto de desinterés.

–¿Quieres decirme algo, Shirley?

Frente a la oportunidad perfecta de cerrar por fin ese capítulo de su vida, Shirley se quedó sin palabras. Lo único que pudo hacer fue lanzarle una mirada feroz.

–No me conoces y, sin embargo, te gusto muy poco.

–Sí que te conozco. Y muy bien.

Él la miró durante unos segundos.

–Nunca nos habíamos visto.

En realidad sí que se habían visto, pero era evidente que para él no había sido nada digno de recordar. Además, ella había asistido en secreto a todas las reuniones que su madre había celebrado en casa con sus alumnos más entusiastas. Aquellos grupos de trabajo de los sábados les proporcionaban créditos extras. Hayden Tennant había participado en todos ellos.

–Te conozco a través de mi madre.

Él apretó los labios. Siempre se había preguntado si la fijación que tenía con lord Byron tendría algo que ver con que lo imaginaba con los rasgos de Hayden. Labios gruesos, frente ancha, mirada intensa… Quizá Byron lo hubiera precedido históricamente, pero para ella había sido primero Hayden.

–Si pretendes decir que yo no le gustaba a tu madre, debo decirte que no estoy en absoluto de acuerdo.

–Mi madre te adoraba –«igual que su hija, pero eso no viene a cuento». Tuvo que respirar hondo–. Por eso es tan horrible lo que has hecho.

Hayden arrugó el entrecejo.

–¿Qué es lo que he hecho?

–Más bien lo que no has hecho –lo miró fijamente, a la espera que cayera en la cuenta, cosa que no ocurrió. Para haber sido un joven tan brillante, se había vuelto un poco obtuso–. ¿Te suena de algo remembermrsmarr.com?

La expresión de su rostro se endureció de golpe.

–La lista.

–La lista.

–Tú eres 172.16.254.1.

–¿Qué?

–Tu dirección IP. Me preguntaba quién visitaba tanto esa página.

–Yo… –¿cómo habían acabado hablando de ella?

¿Y por qué controlaba las visitas que recibía una página de Internet a la que había dejado de prestar interés prácticamente después de hacerla?

–Sí, la visito a menudo –admitió ella.

–Lo sé. Al menos tres veces a la semana. ¿Qué es lo que esperas encontrar?

Volvió a tomar aire, sin prestar atención a la mirada fugaz que él dedicó a su escote.

–Que has tachado alguno de los puntos de la lista.

Hubo un silencio eterno mientras él la miraba fijamente y la curiosidad que siempre había mostrado por todo fue convirtiéndose en una aburrida falta de expresión.

–¿Por eso has venido? ¿Para averiguar por qué no he tachado alguna de esas cosas?

Shirley apretó los labios unos segundos.

–No son «cosas», son los deseos de mi madre. Y se suponía que tú ibas a cumplirlos por ella.

Hayden bajó la vista un momento y, cuando volvió a mirarla, en sus ojos había mucha más amabilidad. Y fue mucho peor.

–Escucha, Shirley…

–Shiloh.

–Shirley. Hay muchos motivos por los que no he podido seguir con la lista.

–La palabra «seguir» da a entender que por lo menos empezaste –era cierto, ahora estaba siendo tan grosera como lo había sido él al principio. Su superioridad moral empezaba a derrumbarse, pero levantó la barbilla–. He venido porque quería saber qué pasó. En el funeral parecías estar destrozado, ¿cómo es posible que no hayas cumplido ninguno de los deseos?

Hayden se encogió de hombros.

–Se impuso la realidad.

Qué curioso. El perder a su madre con solo catorce años a ella le había parecido muy real.

–¿Durante diez años?

Su mirada se oscureció.

–No te debo ninguna explicación, Shirley.

–No, se la debes a ella. Yo he venido en su lugar.

–La profesora que yo conocía jamás le habría pedido a nadie que se justificara –una vez dicho eso, Hayden la echó a un lado y comenzó a caminar hacia la casa.

Shirley se volvió a mirarlo.

–¿Tan rápido te olvidaste de ella, Hayden?

Él se detuvo y le habló con voz fría.

–Vete a casa, Shirley. Y llévate tus expectativas y tus reproches porque aquí no vas a encontrar nada.

Se quedó paralizada hasta que oyó cerrarse la puerta de la casa, después, completamente invadida por la decepción, se dio media vuelta y echó a andar hacia el coche.

Pero al llegar al lugar donde se separaban los dos senderos, no pudo seguir andando.

«Vete a casa» no era una respuesta. Había ido allí en busca de respuestas. Le debía a su madre, al menos, averiguar qué había pasado. Tenía que encontrar la manera de poder olvidarse de aquello de una vez por todas. Miró al camino. A la derecha, la calle y su viejo coche. A la izquierda, la puerta de la casa de Hayden.

Donde ni ella ni sus opiniones serían bien recibidas.

Pero bueno, se había acostumbrado a que sus opiniones no resultaran muy populares. ¿Por qué iba a cambiar ahora?

Giró a la izquierda.

 

 

Hayden fue directo a la cocina, a la jarra de café que últimamente le servía de sustitutivo del alcohol. Pero, al pasar por el salón, vio de reojo una figura sentada en el sofá. Como un fantasma del pasado.

Dio tres pasos atrás, enarcó una ceja y miró a Shirley.

–Pasa, pasa –le dijo irónicamente.

Viéndola allí sentada con la espalda recta y las manos sobre las rodillas, Hayden no podía prestar atención a otra cosa que no fueran sus botas. Era como si, cuanto más discreta pretendiera ser, más sexy resultara. Hizo un esfuerzo para que su mirada no siguiera por los derroteros que marcaba su mente calenturienta. Debía recordar que se trataba de la hija de Carol-Anne.

Una hija que ya no era ninguna niña.

–La puerta estaba abierta.

–Es obvio.

–Y yo no había terminado.

–También es obvio.

Definitivamente, con ella, menos era más. Las mujeres con las que solía estar no comprendían la mitad de las cosas que decía o eran lo bastante listas como para no responderle. Hacía mucho tiempo que no daba con alguien que no dudara en hacerle frente y había una parte de él que añoraba tener un adversario intelectual. Otra parte quería salir corriendo.

–Creo que deberías terminar la lista –afirmó ella con voz clara y firme.

Aunque algo impostada.

–Más bien, empezarla.

–Sí –parecía desconcertada por el hecho de que se hubiese atrevido a bromear al respecto.

¿Acaso esperaba que continuase atacando? ¿Qué sentido tenía si podía jugar con ella fingiendo indiferencia?

Ahora que la miraba, podía ver el parecido que guardaba con Carol. Para todos los demás había sido la señora Marr, pero él se había atrevido a llamarla Carol desde el primer día que se había sentado en su clase, lo que ella había recibido con una sonrisa y nunca lo había corregido.

Lo que más recordaba a su madre eran los ojos, de un verde clarísimo. Habría dado por hecho que llevaba lentillas de color de no haberlos visto antes en una mujer demasiado sensata como para caer en la trampa de la vanidad. Shirley le recordaba a una de esas muñecas rusas que van unas dentro de otras. Tenía unas enormes pupilas negras rodeadas por un iris entre gris y verde, todo ello enmarcado por unas pestañas increíblemente negras. Su piel era del color del marfil y su cabello un montón de rizos negros mágicamente sujetos en un moño que Hayden deseó poder soltarle.

Solo para sorprenderla.

Solo para ver qué se sentía al sumergir los dedos en su pelo.

Pero en lugar de eso, se comportó como un cretino. La última vez que la había visto era una niña sola en el funeral de su madre, todo huesos y potencial. Ahora era… Bajó la mirada hasta la curva de su cuello, casi tan hermosa como la de su escote.

Otra cosa que no había disfrutado desde hacía años. Curvas.

–Veo que has disfrutado de buenos pastos.

La única muestra de que había recibido aquel misil fue un ligero tintineo en sus ojos, unos ojos que, por otra parte, lo miraban fijamente y sin pestañear. La vio tragar saliva y sentarse aún más recta.

–Te esfuerzas mucho en resultar desagradable, ¿verdad?

Era fuerte. Bien hecho.

–Soy desagradable –admitió encogiéndose de hombros.

–Es uno de los efectos del alcohol.

Eso lo dejó inmóvil. Fuerte y dura. Era fácil descubrir su pasado con solo pasar unas horas navegando por Internet.

–Ya no bebo.

–Mejor. No quiero ni pensar lo insoportable que serías si lo hicieras.

La miró a los ojos tratando de no pensar lo estimulante que resultaba aquella confrontación dialéctica.

–¿Qué quieres, Shirley?

–Preguntarte por mi madre.

–No, lo que quieres es preguntarme por la lista.

–Sí –reconoció con calma. Esa capacidad para mantener la calma bajo presión también le recordaba mucho a su madre.

–¿Cómo te enteraste de que existía?

Su mirada titubeó solo un instante.

–Os oí hablar de ello en el funeral.

Hacía mucho, mucho tiempo que no se permitía pensar siquiera en ese día.

–¿Por qué no incluiste tu nombre?

–Nadie me invitó a hacerlo –bajó los ojos–. Hasta ese día ni siquiera sabía que mi madre tuviera una lista de deseos.

¿Le dolía que su madre se lo hubiese contado a sus alumnos y a ella no? Dentro de él despertó ligeramente algo que llevaba mucho tiempo anestesiado. La empatía.

–Eras muy joven. Nosotros éramos compañeros suyos.

–Erais sus alumnos.

Esa crítica dio completamente en el blanco a pesar de todo el tiempo que había pasado.

–Tú no estabas allí, Shirley. Éramos amigos –había ansiado tanto ese estímulo intelectual que no había encontrado en los compañeros de su edad, un estímulo que Carol le había proporcionado de inmediato.

–Sí que estaba, pero vosotros no lo sabíais.

–¿Qué quieres decir?

–Me escondía debajo de las escaleras cuando veníais a casa los sábados. Os escuchaba y aprendía.

¿Qué?

–¿Cuántos años tenías, catorce?

–Cuando empezasteis a venir tenía once, catorce tenía cuando ella murió.

–Los niños de once años no suelen sentir ningún interés por la filosofía.

Shirley se pasó la lengua por los labios pero, aparte de eso, mantuvo un gesto neutro. A excepción del ligero rubor de sus mejillas que le hizo pensar que estaba mintiendo en algo.

–Pregúntame lo que quieras saber –«y luego vete». Normalmente no aguantaba más compañía que la absolutamente necesaria para acostarse con una mujer.

Shirley se echó hacia delante.

–¿Por qué ni siquiera empezaste la lista?

Había muchos motivos, ninguno bueno, ni digno de hacerse público.

–¿Cuántas cosas has cumplido tú?

–Seis.

Vaya. Era un buen número teniendo en cuenta que durante la primera mitad de aquella década ella había sido una adolescente. Sintió cierta culpa.

–¿Cuáles?

–Montar en globo, montar a caballo, el maratón…

Miró de nuevo las curvas de su figura.

–¿Corriste un maratón? –ella no respondió. Hizo bien.

–… bajar una montaña rapelando y subir a lo alto del puente de la Bahía.

Las cosas más fáciles de la lista.

–Solo has dicho cinco.

–Mañana voy a nadar con delfines.

Por alguna razón, la inmediatez de aquel plan lo puso nervioso.

–¿No te pasará nada al ponerte al sol?

Shirley le lanzó una mirada fulminadora.

–Soy pálida, pero no soy un vampiro. Déjate de evasivas y contéstame. ¿Por qué no has hecho ni una sola cosa de la lista?

Estaba claro que iba a seguir preguntando hasta obtener una respuesta. Pero esa respuesta no iba a gustarle.

–He estado ocupando vendiendo mi alma al diablo.

–¿Qué quiere decir eso? –le preguntó ella, frunciendo el ceño.

–Ganando dinero.

–Eso debería haberte facilitado hacer muchas de las cosas, no al contrario.

–No es fácil ganar una fortuna, hay que trabajar mucho.

–Lo sé. Pero te recuerdo que la lista fue idea tuya. Se suponía que debía recordarte lo importante que era alimentar tu alma –las palabras que él mismo había pronunciado sonaban tan pretenciosas saliendo de aquellos labios rojos–. Y honrar la memoria de mi madre.

Se adivinaba en su mirada el dolor que trataba de ocultar.

Ahí estaba otra vez la empatía.

–Todas esas cosas no sirven de nada, Shirley. No harán que tu madre vuelva.

–Pero, en cierto modo, la mantienen viva. Aquí –dijo llevándose la mano al pecho, un pecho que apenas podía contener la rabia.

–Eso es importante para ti, que eres su hija…

–Tú eras su amigo.

Se le encogió el estómago de tal modo que se vio obligado a ponerse en pie. Trató de hablar en un tono superficial.

–¿Quién eres tú, el fantasma de las Navidades pasadas? La vida sigue, Shirley.

Los ojos que afuera le habían parecido grandes, allí resultaban enormes, iluminados por el brillo de la tristeza. Lo único que rompió el silencio durante unos segundos fue el sonido de su respiración.

–¿Qué te ha pasado, Hayden? –susurró.

–Nada.

–Yo te creí aquel día. Cuando te vi destrozado en el funeral de mi madre y te comprometiste a honrar su memoria.

Lo miraba tan fijamente, como si pudiera ver en su interior. Por un momento, deseó que fuera así, que alguien pudiera hacerle sacar lo que llevaba dentro en lugar de dejarlo allí enconándose. Pero era algo que había empezado a hacer mucho antes de aquellas reuniones de los sábados.

Apretó los puños dentro de los bolsillos del pantalón.

–Ya somos dos.

–No es tarde para empezar.

Necesitaba salir de allí.

–Me temo que para mí hace mucho tiempo que es tarde –dijo antes de darse media vuelta y salir de la habitación.

Ella lo alcanzó en la cocina, lo agarró del brazo, pero retiró la mano enseguida. ¿Habría sentido la misma descarga eléctrica que él?

Su voz firme no hacía pensar que fuera así.

–Ven conmigo mañana a nadar con los delfines.

–No.

Movió los dedos de la mano con la que lo había tocado.

–¿Por qué no? ¿Tienes miedo?

–Por favor –resopló al tiempo que le lanzaba una mirada fulminadora.

–Entonces, ven.

–No me apetece.

Ella esbozó una sonrisa fría, pero no por eso menos atractiva.

–Yo conduzco.

Bajó la mirada hasta sus botas.

–Podrías engancharte el tacón en el acelerador y…

Cerró la boca en el último minuto. Shirley no necesitaba que nadie le recordara cómo había muerto su madre.

Hubo un momento de silencio.

–Te vendré a buscar al amanecer –anunció ella finalmente.

–No estaré aquí –mintió él, como si tuviera otro lugar en el que estar.

–Vendré de todos modos –dijo antes de volverse hacia la puerta.

–Shirley…

–Shiloh.

–¿Por qué lo haces?

Ella se detuvo, pero no se volvió a mirarlo.

–Porque es algo que puedo hacer.

–Tu madre no se va a enterar –murmuró él.

–No, pero yo sí –respondió, encogiéndose de hombros–. Y tú también.