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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Belinda Bass

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El amor mas grande, n.º 1644 - septiembre 2019

Título original: The Littlest Wrangler

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-448-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

HABÍA crecido sin lujos, había tenido a un bebé ella sola y había abandonado al único hombre al que había querido, pero lo que iba a hacer era lo más duro a lo que Kelly Mathews se había enfrentado en su vida.

–James, este es Will, tu hijo.

«No, así tampoco».

Ya tenía en la mano el pomo de la puerta de la clínica veterinaria de James Scott, pero se dio la vuelta y se volvió a la furgoneta con su hijo en brazos. No podía ver al padre de su hijo hasta que le saliera bien. ¿Qué le iba a decir para hacerle entender por qué no le había dicho que tenía un hijo?

No podía mentir. Mentir es lo que la había metido en todo aquel embrollo. Bueno, no había sido exactamente por una mentira sino por no decir la verdad. No hablar a James de Will antes había sido un error garrafal. El peor que había cometido, después de haberse enamorado del doctor James Scott, su mejor amigo.

El niño se rio y pidió bajar. Kelly sintió un terrible mareo que la obligó a apoyarse en la furgoneta. Apretó al niño contra sí e intentó controlar el terrible temor de que algo le estaba sucediendo, algo que la iba a apartar de él.

Se alejó del vehículo y atravesó la pradera, que estaba verde de la lluvia primaveral de Texas. Si no se movía, se iba a quedar dormida de pie. Debía hablar con James cuanto antes.

Ahora o nunca.

Kelly tomó aire e irguió los hombros. Abrió la puerta prometiéndose a sí misma que su hijo iba a tener a su padre.

Nada más entrar, vio a James al otro lado de la habitación. Estaba rellenando una ficha y tenía la cabeza bajada. Los recuerdos de la única noche que habían pasado juntos la invadieron y dejaron paso al dolor de todas las que había pasado sola después. Sintió deseos de llorar al pensar en lo que podría haber sido, pero se controló, decidida a terminar con aquello por el bien de su hijo.

James llevaba unos vaqueros desteñidos, botas viejas y espuelas. Seguramente, tendría luego un rodeo. La hebilla que había ganado tres años antes resaltaba sobre la camisa vaquera que cubría sus poderosos abdominales. Señal inequívoca de que iba a salir después de la competición.

Aunque había pasado tiempo, Kelly seguía odiando aquella hebilla. Era como una luz que lo atraía hacia la competición, que lo obligaba a correr riesgos innecesarios y a no comprometerse. También era un recordatorio de por qué se había visto ella obligada a irse aunque lo que más deseaba en la vida era quedarse entre sus brazos.

Intentó no quedarse mirándolo fijamente, pero se encontró observándolo de arriba abajo. Aquellas piernas musculosas y largas. Todo en él, desde su postura hasta su mandíbula, indicaba solo una cosa: Chico malo.

No había cambiado.

Tampoco la manera en la que a ella se le aceleraba el corazón al verlo.

Sus ojos se encontraron. Vio la expresión de sorpresa en su cara. No dijo nada, solo la miró con aquellos ojos suyos del color del whisky, unos ojos que la acariciaron como antaño lo hicieran sus manos. La observó lentamente, haciendo que lo que había sentido por él una vez saliera a la luz de nuevo.

Se dio cuenta de que había sido una loca al pensar que podría entrar allí, volver a ver a James y que no le pasara nada. Pues le estaba pasando. No se encontraba bien y no sabía si lo volvería a estar nunca.

–Dichosos los ojos –exclamó él dejando la carpeta y el bolígrafo en la mesa y yendo hacia ella con una sonrisa diabólica en los labios. Aquella sonrisa que le había robado el corazón–. Ya era hora de que vinieras a verme –Kelly se preguntó si no se le borraría la sonrisa de la cara cuando supiera el motivo de su visita–. Hola, pequeño, ¿qué tal? –dijo como si le estuviera leyendo el pensamiento.

El niño escondió la carita en el cuello de su madre.

–Es un poco tímido –lo disculpó ella.

James la miró con curiosidad.

–¿De dónde ha salido este pequeño? –Kelly no contestó. Solo se oía el aire acondicionado y la música country. James estaba esperando una contestación. Kelly intentó controlar la ansiedad–. ¿Kelly? –preguntó levantándole el mentón con un dedo y mirándola a los ojos.

No quería decírselo, no quería verlo enfadado. Lo peor era que no quería hacerle más daño del que ya le había hecho.

Se recordó a sí misma para qué había vuelto y tomó aire.

–Te presento a Will. Es mi hijo.

–¿Te has casado? –preguntó James algo molesto.

–No –contestó ella–. Will tiene dos años. Nació el cinco de mayo de hace dos años.

Kelly lo miró mientras él digería los datos y comenzaba a darle vueltas a la cabeza y a hacer cálculos. Ella esperó.

Kelly temblaba de miedo. Tenía miedo ante su reacción, ante lo que diría del niño. Se preguntó si se habría equivocado hacía dos años, cuando se fue sin decirle nada de Will. James tenía derecho a saberlo.

Kelly apretó las rodillas. El cansancio amenazaba con poder con ella. Rezó para que James no culpara a su hijo de los errores que ella había cometido. Rezó para que aprendiera a quererlo. Rezó para que nunca supiera que, a pesar de lo que había ocurrido entre ellos, de lo que ella había hecho, sus sentimientos hacia él no habían cambiado.

James dejó de sonreír y la miró inquisitivamente.

–¿Me estás diciendo…?

–Que Will es tu hijo.

 

 

Su hijo.

James Scott se quedó de piedra. No podía ni respirar. La cabeza le daba vueltas como si se acabara de caer de un caballo. No oía la música, solo las palabras de Kelly.

Si ella hubiera sonreído lo más mínimo, habría sabido que era una de las bromas que solían gastarse continuamente, pero vio miedo y cansancio en sus ojos y supo que no era así.

Aquella traición le hizo un nudo en las tripas.

–¿Por qué, Kelly? ¿Por qué te creíste en el derecho de apartarlo de mí?

–No pensé que… –contestó encogiéndose de miedo.

–Exacto. No lo pensaste porque, si lo hubieras hecho, habrías sabido lo que yo hubiera pensado y dicho.

–Déjame que te lo explique…

–¿Para qué? Tú no me diste ninguna oportunidad –contestó él sin gritar demasiado para no asustar al niño–. ¿Por qué vienes ahora a decírmelo? –estaba tan blanca como la camiseta que llevaba. Perdió el equilibrio y él la agarró del brazo. James maldijo–. ¿Estás bien, Kel? –preguntó con amabilidad a pesar de que por dentro estaba hecho una furia.

–Solo estoy un poco cansada –contestó alejándose de su mano–. Se llama William James, pero lo llamo Will –añadió mirando a su hijo con cariño.

Él miró a la criatura. Ojos color chocolate, pelo caoba y tez color aceituna. Demasiadas coincidencias.

El niño lo miró. Sus miradas se encontraron, pero el pequeño bajó la cabeza hacia el pecho de su madre.

James sintió un gran instinto de protección y algo más que no era el momento de analizar.

–Me lo tendrías que haber dicho antes de irte.

–Entonces, no lo sabía –contestó disimulando un bostezo.

James la agarró del brazo y la sentó en una silla.

–Siéntate antes de que te quedes dormida.

–Lo siento. Llevo dos semanas estudiando incluso por las noches. Ayer tuve el último examen, metí las cosas en la furgoneta y nos vinimos directamente –contestó bostezando de nuevo–. Estoy cansadísima, pero tenía que hablar contigo.

–Mira, tenemos muchas cosas de que hablar, pero ahora no puedes ni abrir los ojos. ¿Por qué no te vas a mi casa a dormir un poco? Luego hablamos –le sugirió pensando que, así, él tendría tiempo de asimilar todo aquello.

Ella se levantó y parpadeó varias veces, como si le costara enfocar.

–No, tenemos que hablar de tantas cosas. Solo necesito lavarme un poco la cara.

–Kel, he esperado dos años. Puedo esperar un poco más –le dijo él. Confiaba en poder controlar los sentimientos de antaño que había vuelto a experimentar al verla. Era como si no se hubiera ido, pero lo había hecho.

Además, le había mentido.

El niño protestó y Kelly le dio un beso.

–Espera un poco, cariño. Ya nos vamos –dijo sonriendo a James a modo de disculpa–. Hay un hotel aquí cerca.

–No hay necesidad de que os vayáis a un hotel –contestó él preguntándose por qué no quería ir a su casa. Tal vez, temía sentirse incómoda en el lugar donde habían hecho el amor–. Mira, Kel, no…

–Gracias, pero no quiero molestaros ni a ti ni a tu pareja.

–¿Cómo?

–Supongo que vivirás con alguien.

–¿Te refieres a una mujer?

–No, me refiero a un tractor –contestó con una leve sonrisa–. Claro que me refiero a una mujer.

No tenía ninguna intención de confesarle que solo había tenido dos citas desde que ella se había ido y que ninguna de las dos había funcionado. Ninguna de las dos mujeres tenían su inteligencia ni su ingenio.

–No, Kel, no vivo con nadie.

–Ah.

–¿Contenta? ¿Accedes a ir a mi casa, ahora? –le dijo. Kelly no contestó–. Venga, no soy el lobo que te va a comer. Prometo comportarme.

–Olvidas que te conozco –contestó ella sonriendo y luchando para que no se le cerraran los ojos.

–Bueno, lo he intentado –dijo él agarrando al niño. Sorprendente lo natural que le pareció tenerlo en sus brazos. Había agarrado muchas veces a Jessie, la hija de Cal, pero era diferente. Will era su hijo.

Aunque le costara horrores admitirlo, la había echado de menos terriblemente mientras ella estaba en la facultad de Veterinaria. Había echado de menos que fuera a molestarlo con todos los perros y gatos que se encontraba por la calle. La había echado de menos porque había puesto orden en su vida. Pero eso había sido antes de que lo abandonara, antes de aquella mentira inimaginable.

James se dio cuenta de que estaba extenuada. Le sobraba la ropa, como si hubiera adelgazado. Siempre se había exigido mucho a sí misma, solía olvidar comer y dormía poco.

La acompañó fuera y la agarró de la cintura para que no se cayera. Estaba tan delgada que le podría haber abarcado la cintura con las manos. Medio dormida, se paró junto a él mientras James cerrada la clínica.

James vio que tenía los hombros tan caídos como si llevara sobre ellos el peso de todo el mundo. Como siempre. El sol, que se estaba poniendo en el horizonte, remarcaba las ojeras que había bajo sus ojos, antaño llenos de vida.

Tenía arrugas alrededor de los labios, unos labios que solían sonreír continuamente.

Estaba enfadado por que no le hubiera dicho lo del niño, pero le preocupaba que estuviera bien porque, como de costumbre, parecía que había estado ocupándose de todos menos de ella.

Aquel niño que se revolvía en sus brazos, le dejaba claro que había una parte de ella que no conocía… una parte capaz de guardar secretos dolorosos. Dadas las circunstancias, estaba contento porque al día siguiente tendría todas las explicaciones que quisiera.

–Kel, no estás como para conducir. Yo llevaré tu furgoneta y ya volveré mañana por la mía.

Ella le sonrió y bostezó.

–Veo que sigues tan cabezota como siempre, James Scott, pero estoy demasiado cansada como para discutir. Muy bien, tú llevas mi furgoneta, pero ten cuidado porque Matilda va en el remolque.

–¿Sigues teniendo a esa vieja jaca?

–Es como de la familia –contestó ella apoyándose en el parachoques. James se apresuró a agarrarla, para lo que tuvo que dejar al niño en el suelo. Tomó a Kelly en brazos y la metió en la furgoneta. Agarró al niño, lo sentó en su sillita y le dio un vaso con pajita que encontró.

Dio la vuelta a la furgoneta y al remolque. Ya cinco años antes, cuando Kelly había llegado para trabajar con él y con su socio Cal, estaban que daba pena. No habían cambiado.

Comprobó que la bola del remolque estuviera bien sujeta y abrió la puerta del conductor. Kelly iba peinada con una larga trenza que le colgaba sobre un hombro y de la que se habían escapado algunos mechones dorados que danzaban al compás de la brisa que entraba por las ventanas. James le colocó el pelo detrás de las orejas.

Cuántas veces había pensado en ella. Había intentado dar con ellas varias ocasiones, pero no había podido. Era como si nunca se hubiera ido. Era como si todo volviera a ser igual.

Excepto por el niño.

Y la mentira.

Dejó un cuaderno que había sobre el asiento en el suelo y la acomodó entre el niño y él. Le ató el cinturón. Al hacerlo, se impregnó de su dulzura, pero apretó los dientes e intentó ignorar aquel olor que nunca había olvidado. Tenía que tener la mente despejada, algo que nunca había conseguido con ella cerca. Y así habían terminado, liándolo todo.

No entendía cómo podía haberle ocultado que estaba embarazada. Kelly nunca había sido mujer de jueguecitos. La única persona que conocía que tuviera más reglas que ella era su padre y el brigada las cumplía todas, exactamente igual que ella.

Maldijo y miró al niño. Había sido Kelly la que se había quedado inconsciente, pero tendría que haber sido él quien se hubiera desmayado al enterarse de que tenía un hijo de dos años.

Will le dio a Kelly el vaso. Al ver que no se movía, el niño la miró con la cabeza ladeada.

–Mamá, dodó.

–Sí, Will, mamá está dodó –le confirmó James con dulzura.

El niño asintió y volvió a meterse la pajita en la boca mientras miraba a James con preocupación. Tan preocupado como él.

Mientras tomaba el camino que llevaba a su finca, no pudo evitar preguntarse si Kelly se lo habría ocultado porque lo creyera un irresponsable. Se sintió furioso y clavó las uñas en el volante. Hasta ese momento, había decidido ella sola en cuanto a Will.

Sin embargo, desde ese momento en adelante, él tendría algo que decir sobre el futuro de su hijo.

 

 

El ladrido de un perro sacó a Kelly del profundo sueño en el que estaba sumida. Se estiró y bostezó. Se giró hacia un lado. La almohada olía a hombre.

Kelly parpadeó varias veces hasta que consiguió ver con nitidez las fotografías de caballos que colgaban de las paredes. Había un televisor en la mesilla, rodeado de libros y revistas de veterinaria.

Se sentó en la cama y miró a su alrededor. La había metido en su cama. Otra vez. La diferencia era que, la última vez, ella le había seguido hasta allí de buena gana. No recordaba que la cama fuera tan grande, ni tan solitaria.

Aunque estaba prácticamente a oscuras, reconocía su habitación. Aquella noche que habían pasado juntos le había valido para memorizarla al detalle. Aquella noche en la que sus caricias y sus dulces palabras habían roto sus defensas. Aquella noche en la que se había dejado llevar por el amor secreto que sentía por su mejor amigo. Aquella noche había dado la espalda a los principios que habían regido siempre su vida.

Los perros volvieron a ladrar y oyó llorar a Will. Le pesaban los brazos y las piernas, pero apartó las mantas y se puso de pie, agradecida por estar vestida con las mismas ropas que el día anterior. Movida por el instinto materno, fue corriendo hacia la puerta preguntándose cuánto tiempo habría estado durmiendo y si Will estaría bien.

Los lloros del niño se hicieron más fuertes y corrió por el pasillo. Sabía que James podía hacerse cargo perfectamente de un niño de dos años. Lo había visto trabajar con caballos heridos y sabía que siempre era cuidadoso y responsable. ¿Estaría James con Will? Necesitaba ver con sus propios ojos que al niño no le pasaba nada. ¿Qué habría hecho mientras ella dormía? Sintió un nudo en la boca del estómago.

Con el pulso acelerado, se paró en la puerta de la cocina. Sintió un gran alivio al ver al niño sentado en una silla delante de la nevera. James estaba a su lado. Llevaba vaqueros, la camisa arremangada y botas, como siempre. Kelly se preguntó si serían las mismas que no había conseguido quitarse aquella noche. No habían conseguido llegar a la cama. No la primera vez.

Ni la segunda.

Cerró los ojos e intentó controlarse. Había olvidado el efecto que su altura, sus hombros y su sonrisa arrebatadora habían tenido sobre ella.

Y seguían teniendo.